Con la marcha de Isabella Charteris y John Gabriel de St. Loo termina la primera parte de mi historia. Me doy cuenta de que es la historia de ellos y no la mía porque, una vez que se fueron, yo recordaba muy poco o nada de lo que había sucedido. Todo era vago y confuso.
Nunca había estado interesado por la faceta política de nuestra vida en St. Loo. Para mí era solo el telón de fondo sobre el que se movían los protagonistas del drama. Pero las repercusiones políticas tenían que haber sido, verdaderamente sé que lo fueron, tremendas y de gran alcance.
Si John Gabriel hubiera tenido la menor conciencia política, no habría hecho, desde luego, lo que hizo. Se habría contenido ante la perspectiva de hundir a su partido. Porque se hundió. La conmoción local que se produjo fue tan tremenda que las presiones le habrían obligado a renunciar a su recién ganado escaño si no hubiese renunciado ya de antemano.
El asunto desacreditó por completo al partido conservador. Un hombre con tradiciones y con un sentido del honor más delicado habría sido muy sensible a todo esto. No creo que a John Gabriel le importara lo más mínimo. Lo que había echado a perder era su propia carrera, la había destrozado con su estúpida conducta. Así era como él consideraría lo sucedido. Había profetizado la verdad cuando dijo que solo una mujer echaría a perder su vida. Pero no había tenido la mínima idea de quién sería aquella mujer.
Por su temperamento no estaba en disposición de comprender la conmoción y el horror que sintieron personas como lady Tressilian y la señora Bigham Charteris. Lady Tressilian había creído durante toda su vida que optar al Parlamento era un deber de todo hombre por su país. Así es como lo había considerado su padre.
Gabriel ni siquiera podía haber empezado a apreciar una actitud así. El modo como lo veía era que el partido conservador había utilizado a una persona inepta cuando lo escogieron a él. Era una apuesta, y ellos habían perdido. Si las cosas hubieran seguido su curso normal, todo habría estado muy bien hecho. Pero siempre existía una posibilidad de fallar y ésta se había dado.
Curiosamente, la persona que adoptó la misma postura que Gabriel fue la viuda lady St. Loo.
Hablaba de ello una y otra vez solamente en el cuarto de estar de Polnorth House, cuando estaba a solas con Teresa y conmigo.
—Nosotras no podemos —decía— escapar a nuestra parte de culpa. Sabíamos cómo era ese hombre. Presentamos a un advenedizo, sin creencias, sin tradiciones, sin integridad. Sabíamos perfectamente bien que ese hombre era un aventurero, y nada más. Porque tenía cualidades que atraían a las masas, un buen historial de guerra, una atracción especial, lo aceptamos. Estábamos preparados para que nos utilizara, porque también le estábamos utilizando a él. Nos disculpamos a nosotros mismos, diciéndonos que había que ir con los tiempos. Pero si hay alguna realidad, algún significado en la tradición conservadora, tenemos que permanecer dentro de esa tradición. Tenemos que ser representados por hombres que, si no brillantes, sean sinceros, tengan interés por el país, estén dispuestos a hacerse responsables de aquellos que están por debajo y que no se avergüencen ni se sientan incómodos por ser miembros de las clases dirigentes, porque aceptan no solo los privilegios, sino también los deberes de las clases dirigentes.
Era la voz de un régimen moribundo la que hablaba. Yo no estaba de acuerdo con lo que decía, pero lo respetaba. Nuevas ideas, un nuevo modo de vida estaba naciendo; el otro, el viejo, estaba agonizando, pero como un ejemplo de lo mejor del viejo, lady St. Loo permanecía firme. Ella ocupaba un lugar y lo mantendría hasta su muerte.
De Isabella no habló. Tocante a eso, la herida había profundizado mucho en su corazón.
Porque Isabella, desde el punto de vista de la vieja dama, había traicionado a su propia clase. Para John Gabriel, el viejo vencejo, podía encontrar excusas, porque era de la raza de los insignificantes, pero Isabella había traicionado a la ciudadela desde su propio interior.
Aunque lady St. Loo no dijo nada de Isabella, lady Tressilian sí. Habló conmigo, creo que porque no podía hablar con nadie más. Y también porque suponía que yo no contaba, dado mi estado de invalidez. Tenía un incorregible sentimiento maternal hacia mi desamparo y creo que se sentía casi justificada al hablarme como si en realidad yo fuera su propio hijo.
Dijo que Adelaide era inaccesible. Maude no había querido escuchar nada e inmediatamente se fue con los perros. El sentimental corazón de lady Tressilian tenía que aliviarse por sí mismo.
Se habría sentido desleal discutiendo cosas de familia con Teresa. No se sentía así al discutirlas conmigo, posiblemente porque sabía que yo amaba a Isabella, que la quería de corazón; no podía pararse a pensar en ella sin sentirse asombrada y aturdida por lo que había hecho.
—Fue impropio de Isabella. Muy impropio, Hugh. Creo que ese hombre la tuvo que haber embrujado. Un hombre muy peligroso, siempre lo pensé así… Y ella parecía estar tan feliz, tan inmensamente feliz. Ella y Rupert parecían hechos el uno para el otro. No puedo entenderlo. Eran felices. Lo eran de verdad. ¿No lo cree así?
Dije sinceramente que sí, que pensaba que habían sido felices. Y quise añadir, aunque sospecho que lady Tressilian no lo hubiera comprendido, que a veces la felicidad no es suficiente.
—No puedo dejar de pensar que ese hombre terrible la ha seducido. Que de un modo u otro la tiene que haber hipnotizado. Pero Addie dice que no. Dice que Isabella nunca haría nada, a no ser que estuviera completamente decidida a hacerlo. Yo no sé, no estoy segura.
Pensé que lady St. Loo tenía razón.
Lady Tressilian preguntó:
—¿Cree que se habrán casado? ¿Dónde opina usted que vivirán?
Le pregunté si habían recibido alguna noticia de ella.
—No. Nada. Nada excepto la carta que Isabella dejo al marcharse. Estaba dirigida a Addie y decía que esperaba que no la perdonase nunca y que probablemente haría bien. Y añadía: «No sirve de nada decir que siento todo el dolor que causaré. Si realmente lo sintiera, no lo haría. Creo que Rupert puede entender, o quizá no. Siempre os querré a todas, aunque no os vuelva a ver más».
Lady Tressilian me miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Ese pobre muchacho. ¡Pobre, pobre muchacho! ¡Querido Rupert!, todas le queríamos tanto…
—Supongo que le habrá sentado muy mal.
Yo no había visto a Rupert desde la marcha de Isabella. Había dejado St. Loo al día siguiente. No sé adonde fue ni lo que hizo. Una semana después se incorporó a su unidad en Birmania.
Lady Tressilian movió su rostro bañado en lágrimas.
—Era muy amable y gentil con todas nosotras. Pero no quiso hacer ningún comentario. Nadie quiere hablar del asunto —Suspiró—. Pero yo no puedo dejar de preguntarme dónde están y qué hacen. ¿Se habrán casado? ¿Dónde estarán viviendo?
La mente de lady Tressilian era esencialmente femenina. Directa, práctica y ocupada en los problemas de la vida diaria. Me daba cuenta de que, vagamente, ya se estaba fabricando una imagen de la vida doméstica de Isabella. Matrimonio, una casa, niños. Había perdonado fácilmente. Quería a Isabella. Lo que Isabella había hecho era horrible. Una desgracia. Hundió a su familia. Pero también era romántico todo aquello. Y lady Tressilian, si no fuese romántica, no sería absolutamente nada.
Como digo, mis recuerdos de los dos años siguientes en St. Loo son vagos. Se celebraron unas elecciones parciales en las cuales ganó Wilbraham por una enorme mayoría. No recuerdo quién era el candidato conservador, supongo que algún caballero del país de vida intachable, sin ningún atractivo para las masas. La política, sin John Gabriel, dejó de interesarme. Mi propia salud empezó a ocupar la mayor parte de mis pensamientos. Fui al hospital y comencé una serie de operaciones que me mejoraron algo. Teresa y Robert se quedaron en Polnorth House. Las tres viejas damas de St. Loo dejaron el castillo y se mudaron a una pequeña casa victoriana que tenía un atractivo jardín. El castillo se alquiló durante un año a una familia del norte de Inglaterra. Dieciocho meses después, Rupert St. Loo volvió a Inglaterra y se casó con una adinerada chica americana. Según me contó Teresa, tenían grandes planes para la restauración completa del castillo, tan pronto lo permitiesen las reglamentaciones de reconstrucción. Sin ningún motivo odié la idea de ver el castillo de St. Loo restaurado.
Nadie sabía dónde vivían Isabella y Gabriel y qué hacía el mayor. En 1947 Robert expuso en Londres, con gran éxito, sus cuadros de Cornualles.
Por aquel tiempo se estaban haciendo grandes progresos en cirugía. En el continente varios cirujanos extranjeros habían realizado cosas extraordinarias en casos como el mío. Una de las pocas cosas buenas que traen las guerras es el adelanto en la disminución del sufrimiento humano. Mi propio cirujano de Londres estaba entusiasmado con el trabajo efectuado por un doctor judío, en Eslovaquia. Trabajando en los movimientos de resistencia durante la guerra, había realizado sorprendentes experimentos con resultados espectaculares. En un caso como el mío, así lo pensaba mi médico, era posible que pudiera hacer algo que no estaba al alcance de ningún cirujano inglés. Por esa razón, en el otoño de 1947 me fui a Zagrade a consultar al doctor Crassvitch.
No hay necesidad de entrar en detalles sobre mi propia historia. Basta decir que el doctor Crassvitch, que era un cirujano sensible e inteligente, pronunció el dictamen de que mediante una operación mi estado mejoraría inmensamente. Esperaba que pudiera llegar a andar libremente con la ayuda de unas muletas, en vez de estar todo el día tendido, como un inválido maltrecho e inútil. Acordamos al unísono que ingresaría en su clínica inmediatamente.
Mis esperanzas y las suyas se hicieron realidad. Al cabo de seis meses pude, como me había prometido, andar con ayuda de muletas. No puedo describir lo excitante que se volvió la vida para mí. Me quedé algún tiempo en Zagrade, porque tenía que recibir un tratamiento de recuperación varios días a la semana. Una tarde de verano, iba yo despacio y caminando dolorosamente por la calle principal de Zagrade cuando decidí sentarme en la terraza de un café para tomar una cerveza.
Entonces, al echar un vistazo a las mesas ocupadas, vi a John Gabriel.
Fue una conmoción. No había pensado en él durante algún tiempo. No tenía ni idea de que estuviera en aquella parte del mundo. Pero lo que me causó una conmoción mayor fue la apariencia del hombre.
Sin duda le había ido mal. Su rostro siempre había sido ligeramente ordinario, pero ahora resultaba tan tosco que casi no se le reconocía. Estaba hinchado y no parecía gozar de muy buena salud. Tenía los ojos inyectados en sangre. Al cabo de un momento me di cuenta de que estaba algo bebido.
De pronto, al mirar a su alrededor, me vio. Se levantó y vino tambaleándose hasta mi mesa.
—¡Vaya! —dijo—. ¡Miren quién está aquí! ¡El último hombre en el mundo a quien esperaba ver!
Habría experimentado un gran placer estrellando mi puño en su cara, pero aparte del hecho de que yo no estaba en condiciones de pelear, quería saber algo de Isabella. Le invité a sentarse y a beber algo.
—Gracias, Norreys, me sentaré… ¿Cómo están St. Loo, el castillo de pan de jengibre y todas aquellas viejas zorras?
Le dije que hacía bastante tiempo que había dejado St. Loo, que el castillo estaba alquilado y que las tres ancianas vivían en otra parte.
Dijo, casi esperanzado, que debía de haber sido muy duro para la vieja viuda. Le contesté que me parecía que se había sentido contenta de irse. Le conté que Rupert St. Loo estaba a punto de casarse.
—¡Vaya! —dijo—. Todo está resultando muy bien para todo el mundo.
Hice un esfuerzo para no contestar. Vi cómo se dibujaba en su boca la vieja mueca burlona.
—¡Vaya, Norreys! —dijo—. No se quede ahí sentado como si hubiera visto un fantasma. Pregúnteme por ella. Eso es lo que desea saber, ¿verdad?
El problema con Gabriel era que siempre llevaba la guerra al interior del campo enemigo. Yo reconocí la derrota.
—¿Cómo está Isabella? —pregunté.
—Perfectamente. No llevé a cabo el característico acto del seductor, abandonándola en una buhardilla.
Se hizo aún más difícil para mí no golpear a Gabriel. Siempre había tenido el poder de ser ofensivo. Y parecía serlo mucho más ahora que había empezado a estar de capa caída.
—¿Está aquí, en Zagrade? —quise saber.
—Sí. Lo mejor que puede hacer es ir a verla. Será muy agradable para ella recibir a un viejo amigo y tener noticias de St. Loo.
¿Le resultaría agradable a Isabella? Lo dudaba. Había algún matiz, algún remoto eco de sadismo en la voz de Gabriel.
Pregunté con un tono de ligero embarazo:
—¿Están casados?
La expresión de su cara fue definitivamente diabólica al oírme.
—No, Norreys, no estamos casados. Puede usted volver y decírselo a la vieja zorra de St. Loo.
Era curioso cómo le irritaba todavía lady St. Loo.
—No voy a mencionarle a ella la cuestión —dije fríamente.
—Es eso, ¿no? Isabella es la desgracia de la familia —Echó su silla hacia atrás—. Señor, me hubiera gustado ver sus caras aquella mañana… La mañana en que descubrieron que nos habíamos ido juntos.
—¡Dios mío, es usted un cerdo, Gabriel! —dije, perdiendo mi autocontrol.
No se enojó lo más mínimo.
—Depende de cómo lo mire —dijo—. Su ángulo de visión de la vida, Norreys, es tan estrecho…
—De todos modos conservo unos cuantos instintos decentes —dije ásperamente.
—Es usted muy inglés. Tengo que presentarle en el círculo cosmopolita donde Isabella y yo nos movemos.
Sin poder contenerme le dije:
—No tiene usted muy buen aspecto, si me permite decirlo.
—Eso es porque bebo mucho —replicó Gabriel rápidamente—. Demasiado. Pero ahora soy un gran personaje. Isabella no bebe. No puedo comprender cómo no lo hace. Todavía tiene residuos de colegiala. Le agradará verla de nuevo.
—Me gustaría verla —dije despacio, pero de repente me sentí inseguro de lo que había dicho, de si era verdad.
¿Me gustaría verla? ¿No sentiría un terrible dolor?
¿Me quería ver ella? Probablemente no. Si pudiera saber cómo se sentía…
—No pierda el tiempo pensando. Se pondrá muy contento al verla —dijo Gabriel alegremente.
Yo le miré. Él me preguntó en voz baja:
—Usted me odia, ¿verdad, Norreys?
—Creo que tengo suficientes razones.
—No lo veo así. Tuvo en St. Loo mucha diversión a mi costa. ¡Oh, sí, se divirtió! El interés por lo que yo hacía probablemente le evitó suicidarse. Yo me habría suicidado en su lugar. No está bien odiarme, solo porque esté loco por Isabella. Oh, sí, lo está. Lo estuvo entonces y lo está ahora. Por eso está ahí sentado, pretendiendo ser amistoso y en realidad despreciándome por completo.
—Isabella y yo fuimos amigos —puntualicé—. Algo que supongo no es usted capaz de comprender.
—No me refería a que se le hubiera insinuado, viejo. Sé que no es ése su modo de actuar. Afinidad anímica y elevación espiritual. Bien. A Isabella le encantará ver a un viejo amigo.
—Tengo mis dudas —dije despacio—. ¿Cree realmente que le gustará verme?
Su tono cambió. Puso un gesto de furia.
—¿Y por qué demonios no? ¿Por qué no iba a querer verle?
—Se lo estoy preguntando —insistí.
Contestó:
—Me gustaría que ella le viese.
Aquello me agradó. Dije:
—En ese caso, pasemos por alto lo que Isabella prefiera.
De repente volvió a sonreír.
—Desde luego querrá verle, viejo. En realidad solo estaba enfadándole… Le daré la dirección. Vaya a verla a cualquier hora. Casi siempre está en casa.
—¿Qué está haciendo en la actualidad?
Suspiró, guiñó un ojo y echando hacia atrás la cabeza respondió:
—Un trabajo bajo cuerda, viejo. Muy secreto. Aunque pienso que muy mal pagado. Mil libras al año estaría recibiendo ahora como miembro del Parlamento. Le dije que si los laboristas alcanzaban el poder aumentarían la asignación. A menudo le recuerdo a Isabella todo lo que abandoné por su culpa.
¡Cuánto aborrecí a aquel asqueroso diablo! Me entraban unas ganas terribles de hacer muchas cosas que me resultaban físicamente imposibles.
En vez de eso, me contuve y acepté el trozo de papel sucio con la dirección garabateada que Gabriel me tendió.
Pasó mucho tiempo antes de que yo pudiera dormir aquella noche. Me acosaban temores por Isabella. Me preguntaba si sería posible convencerla para que abandonara a John Gabriel. Estaba claro que todo había resultado mal.
No supe hasta qué punto había ido mal hasta el día siguiente. Encontré la dirección que Gabriel me había dado. Era una casa con aspecto de mala reputación en una calle insignificante y alejada, en un barrio horrible. Los hombres y las mujeres pintarrajeadas que transitaban por allí me lo hicieron ver. Encontré la casa y pregunté en alemán, a una mujer tosca y desaliñada, por la dama inglesa.
Afortunadamente entendía alemán y me mandó al ático. Subí con dificultad, ayudado por mis muletas. La casa era sórdida. Olía mal. Se me hizo un nudo en la garganta. Mi hermosa, mi altiva Isabella. ¡Haber venido a parar a esto! Pero, al mismo tiempo, mi resolución se fortaleció.
Yo la sacaría de todo aquello. La haría volver a Inglaterra.
Llegué sin resuello al ático y llamé a la puerta.
Desde dentro alguien dijo algo en checo. Reconocí aquella voz. Era de Isabella. Se abrió la puerta y entré.
Creo que jamás podría explicar el extraordinario efecto que me causo aquella habitación.
Era extremadamente pequeña. Un mobiliario deteriorado, cortinas chillonas y una cama con aspecto desagradable, de armadura de metal, y de algún modo obscena. El lugar estaba a la vez limpio y sucio. Esto es, las paredes estaban cubiertas de suciedad, el techo aparecía negro y se olfateaba el desagradable olor de las chinches. Sin embargo, ninguna superficie estaba sucia. La cama aparecía hecha y los ceniceros vacíos, no había objetos en desorden, ni tampoco polvo.
Pero era, sin duda, un cuartucho miserable. En el medio, sobre sus pies y bordando un trozo de seda, estaba Isabella.
Tenía exactamente el mismo aspecto de cuando abandonó St. Loo. Ahora su vestido estaba raído. Pero era de buen corte y estilo y, aunque usado, lo llevaba con soltura y distinción. Su pelo seguía siendo largo y tenía el esplendor de un paje. Su rostro era bello, tranquilo y serio. Comprendí que ella y la habitación no tenían nada en común. Isabella estaba allí, en el centro del cuarto, exactamente como podía estar en el centro de un desierto o en la cubierta de un barco. No era su hogar. Era un lugar donde se encontraba en aquel momento por casualidad.
Se quedó mirándome un segundo y luego, pegando un salto, vino a mi encuentro con la alegría y la sorpresa en su rostro. Me di cuenta entonces de que Gabriel no le había dicho nada de mi estancia en Zagrade. Me pregunté por qué.
Sus manos cogieron afectuosamente las mías. Levantó la cara y me besó.
—¡Hugh, qué agradable sorpresa!
No me preguntó por qué estaba yo en Zagrade. No hizo ningún comentario sobre el hecho de que ahora yo podía caminar. Todo lo que le interesaba era que su amigo había llegado y que se sentía contenta de verle. Era, en efecto, mi Isabella.
Buscó una silla para mí y otra para ella.
—Bien, Isabella —dije—, ¿qué es lo que has estado haciendo?
Su respuesta fue escueta. Me enseñó su bordado.
—Lo empecé hace tres semanas. ¿Le gusta?
Su voz estaba llena de ansiedad.
Tomé el bordado. Era un cuadrado de seda vieja de color ligeramente gris, muy suave al tacto. En él, Isabella estaba bordando un dibujo de rosas oscuras, alhelíes y flores color malva. Era un bello trabajo, exquisitamente delicado.
—Es precioso, Isabella —dije—, precioso.
Sentí como siempre la extraña sensación de cuento de hadas que siempre rodeaba a Isabella. Allí estaba la doncella cautiva, bordando en la torre del ogro.
—Es hermoso —dije devolviéndoselo—. Pero este lugar es horrible.
Ella miró a su alrededor con una expresión casi de sorpresa.
—Sí —dijo—, supongo que lo es.
Solo eso, nada más. Me desconcertó como siempre lo había hecho. Comprendí vagamente que le importaba muy poco el entorno donde vivía. No pensaba en él.
Le importaba lo mismo que la decoración de un tren a alguien que está empeñado en un importante viaje. Aquella habitación era donde ella vivía por casualidad en aquel momento. Cuando se le llamaba la atención sobre ello, estaba de acuerdo en que no se trataba de un lugar agradable, pero el hecho, en realidad, no le interesaba.
Su bordado le interesaba mucho más.
Dije:
—Vi a John Gabriel ayer…
—¿De verdad? ¿Dónde? No me dijo nada.
Añadí:
—Por eso conseguí tu dirección. Me invitó a venir a verte.
—Estoy encantada de que lo hayas hecho. ¡Oh, muy contenta!
¡Qué maravillosa era su alegría ante mi presencia!
—Isabella, querida Isabella —dije—. ¿Estás bien? ¿Eres feliz?
Se me quedó mirando, como si dudara de lo que yo quería decir.
—Todo esto —dije— es tan diferente a lo que tú estabas acostumbrada… ¿No te gustaría volver conmigo? A Londres, si no quieres ir a St. Loo.
Hizo un gesto negativo con la cabeza.
—John tiene que hacer algo aquí. No sé exactamente el qué.
—Lo que te estoy preguntando es si eres feliz con él. No creo que lo puedas ser… Si una vez cometiste un tremendo error, por favor, Isabella, no seas tan orgullosa como para no reconocerlo. ¡Déjalo!
Miró su bordado. Extrañamente una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios.
—Oh, no, no podría hacer eso.
—¿Es que tanto le quieres, Isabella? ¿Eres realmente feliz con él? Te lo pregunto porque tengo un gran interés por ti.
Me preguntó gravemente:
—¿Quieres decir feliz, feliz, como lo era en St. Loo?
—Sí.
—No, desde luego que no lo soy.
—Entonces mándalo todo al cuerno, vuelve conmigo y empieza de nuevo.
Volvió a sonreír ligeramente.
—¡Oh, no, no podría hacerlo!
—Después de todo —dije un poco confuso— no estás casada con él.
—No, no estoy casada.
—¿No crees…? —Me sentí torpe, confuso, todo lo contrario a como estaba Isabella. Sin embargo, tenía que saber exactamente qué tipo de relación existía entre aquellas dos personas extrañas—. ¿Por qué no estáis casados? —pregunté descaradamente.
Ella no se ofendió. Incluso me dio la impresión de que era la primera vez que se le había planteado la pregunta. ¿Por qué razón no estaban casados ella y John Gabriel? Seguía sentada, muy tranquila, pensativa, preguntándose la razón.
Luego contestó vacilando, de manera sorprendente:
—No creo que John quiera casarse conmigo.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para no reventar de ira.
—Ciertamente —dije—, no hay ninguna razón para que no estéis casados.
—No… —Su tono era dubitativo.
—Te lo debe. Es lo menos que puede hacer.
Movió la cabeza lentamente en sentido negativo.
—No —dijo—, no se trata de eso.
—¿Cómo que no se trata de eso?
Las palabras le salieron con lentitud, siguiendo los pensamientos de su mente:
—Cuando me fui de St. Loo… no fue para casarme con John en lugar de casarme con Rupert. Quise irme con él y me fui. No me habló de matrimonio. No creo que pensara en ello. Todo esto —movió las manos ligeramente y yo entendí que «por esto» se refería no tanto a su cuartucho actual, a los desolados alrededores, como al carácter transitorio de su vida juntos— no es matrimonio. El matrimonio es algo muy diferente.
—Rupert y tú… —comencé a decir. Me interrumpió revelando aparentemente que yo había entendido su punto de vista.
—Sí —dijo—. Eso habría sido matrimonio.
Entonces me pregunté qué era lo que ella consideraba que era su vida con John Gabriel. No me gustaba preguntárselo abiertamente.
—Dime, Isabella, ¿qué entiendes por matrimonio? ¿Qué es el matrimonio para ti, aparte de su significado legal?
Lo pensó detenidamente antes de responder.
—Creo que sería llegar a formar parte de la vida de alguien… Mutuo acoplamiento… Ocupar tu lugar… Un lugar que te corresponde, al que perteneces.
El matrimonio tenía para Isabella, me di cuenta, un significado estructural.
—¿Quieres decir —pregunté— que no te es posible compartir la vida de Gabriel?
—No. No sé cómo hacerlo. Ojalá pudiera. Compréndeme… —Y apretó sus estrechas y largas manos—. No sé nada de él.
La miré fascinado. De un modo instintivo pensé que tenía razón. Nunca supo nada de John Gabriel. Jamás sabría nada de él, por mucho que permaneciera a su lado. Pero me podía dar cuenta también de que eso no afectaba a sus sentimientos emocionales hacia él.
Pensé que Gabriel estaba en el mismo barco. Era como si hubiera comprado (o más bien robado) una cara y delicada pieza de artesanía y no tuviera idea de los principios científicos inherentes a su complicado mecanismo.
—Lo que me pregunto —dije despacio— es si no eres desgraciada.
Se volvió hacia mí, mirándome con ojos incapaces de ver. O eludió deliberadamente la respuesta a mi pregunta o no sabía la respuesta. Creo que era esto último. Estaba viviendo una experiencia punzante y vaga y no me la podía definir con términos precisos.
Pregunté amablemente:
—¿Doy recuerdos tuyos en St. Loo?
Se quedó inmóvil. En sus ojos aparecieron lágrimas que resbalaron por sus mejillas.
No eran lágrimas de pena, sino de nostalgia.
—Si pudieras volver atrás en el tiempo, Isabella —dije—. Si pudieras elegir, ¿volverías otra vez a hacer lo mismo?
Quizá era cruel por mi parte, pero quería saberlo, estar seguro.
Isabella me miró sin comprender.
¿Se puede elegir realmente alguna vez? ¿En toda situación?
Bien, eso depende de las opiniones. La vida es más sencilla, quizá, para los realistas sin compromisos, como Isabella Charteris, que no pueden percibir ningún camino alternativo. Aunque, como creo ahora, hubo un momento en el que Isabella tuvo la oportunidad definitiva y escogió un camino, prefiriéndolo al otro, con completo conocimiento de que se trataba de una elección. Pero entonces no lo vi así.
Mientras estaba en pie contemplando a Isabella, oí pasos en la escalera. John Gabriel abrió la ya entreabierta puerta de un empellón y entró con brusquedad en el cuarto. El verlo no me resultó particularmente agradable.
—Hola —saludó—. ¿Encontró la dirección sin dificultades?
—Sí —respondí lacónicamente.
Aunque lo intentaba con todas mis fuerzas, me era imposible decir algo más. Me dirigí a la puerta.
—Lo siento —murmuré—. Tengo que irme.
Gabriel se apartó ligeramente para dejarme pasar.
—Bien —dijo. Y hubo algo en su expresión que no comprendí—. No diga nunca que no le di su oportunidad.
No supe lo que quería decir.
Siguió hablando:
—Venga a cenar con nosotros mañana al Café Gris. Voy a organizar una especie de fiesta. A Isabella le encantaría que viniera, ¿verdad, Isabella?
—Sí, venga —dijo.
Su rostro estaba tranquilo e imperturbable. Entre las manos tenía su bordado y jugueteaba con él.
Sorprendí un repentino destello en la cara de Gabriel, cuyo significado no comprendí. Quizá fuese de desesperación.
Bajé aquellas horribles escaleras deprisa, todo lo rápidamente que un impedido podía hacerlo. Quería salir a la luz del sol. Alejarme de aquella extraña conjunción de Isabella y Gabriel. Éste había cambiado para empeorar; Isabella no había cambiado en absoluto.
En medio de mi confusión mental presentí que tenía que haber algún significado en ello, aunque me fuera imposible descubrirlo.