La boda de lord St. Loo con Isabella Charteris se había fijado para el martes.
La víspera, ya muy tarde, sobre la una de la madrugada, creo recordar, oí pasos en la terraza.
No había podido pegar ojo. Era una de mis malas noches, con profundos dolores.
Pensé que se trataría de alguna divertida travesura, porque podía haber jurado que eran los pasos de Isabella los que se escuchaban en la terraza. Después oí su voz:
—¿Puedo entrar, Hugh?
Las puertas vidrieras estaban entreabiertas, como siempre que no soplaba un vendaval. Isabella entró y yo encendí la lámpara que estaba cerca de mi coche de ruedas. Todavía tenía la impresión de estar soñando.
Isabella parecía más alta que nunca. Llevaba una chaqueta grande, oscura, a cuadros, y un pañuelo rojo en la cabeza. Su rostro aparecía grave, sereno y algo triste. Yo no me podía imaginar qué estaba haciendo allí a aquella hora de la noche, o mejor de la mañana. Pero me sentí vagamente alarmado.
Ya no tuve la impresión de soñar. En realidad, de golpe, sentí justamente lo contrario. Sentí que todo lo ocurrido desde que Rupert St. Loo había llegado a su casa era un sueño; ahora sucedía el despertar.
Recordé que Isabella había dicho: «Siento como si tuviera que despertarme». Y de repente me di cuenta de que eso era lo que le había ocurrido. La muchacha que permanecía de pie a mi lado, ya no estaba en un sueño, se había despertado. Recordé otra cosa, que Robert había dicho que no había habido hadas malas en el bautizo de lord St. Loo. Yo le había preguntado qué quería decir con eso y él me contestó: «Si no hay un hada mala, ¿dónde está tu historia?». Eso, quizá, era lo que hacía a Rupert St. Loo irreal, a pesar de su buena presencia, su inteligencia y su «gallardía».
Todas estas cosas pasaron confusamente por mi cabeza en el par de segundos que transcurrieron antes de que Isabella dijera:
—Vine a decirle adiós, Hugh.
Me la quedé mirando estúpidamente.
—¿Adiós?
—Sí. Ya ve, me voy.
—¿Qué te vas? ¿Con Rupert, quieres decir?
—No, con John Gabriel.
Fui consciente entonces de la extraña dualidad de la mente humana. La mitad de mi cerebro estaba conmocionado, no se lo creía. Lo que Isabella decía era absolutamente increíble, algo tan fantástico que no podía ocurrir.
Pero en algún sitio, otra parte de mí no estaba sorprendida. Era como si una voz burlona e interior me dijese: «¡Pero si tú lo sabías hace mucho tiempo!». Recordé cómo, sin volver la cabeza, Isabella había reconocido los pasos de Gabriel en la terraza. Recordé el brillo que había en su cara cuando subió del jardín la noche del bridge, y la manera tan inmediata con que había actuado en la crisis de Milly Burt. Recordé cómo decía: «Rupert tiene que venir pronto…», con una extraña urgencia en su voz.
Entonces estaba asustada, asustada de lo que le ocurría.
Comprendí, muy imperfectamente, el oscuro impulso que la arrastraba a John Gabriel. Por alguna razón, el hombre tenía una extraña cualidad de atracción para las mujeres. Teresa me lo había dicho hacía tiempo… ¿Isabella le amaba? Yo lo dudé. Y no podía ver felicidad para ella al lado de un hombre como John Gabriel, un hombre que la deseaba, pero que no la quería.
Por parte de él era una locura completa. Significaría abandonar su carrera política. Sería la ruina de todas sus ambiciones. Yo no podía entender por qué daba aquel estúpido paso.
¿La amaba? No lo creía. Pensaba que, de algún modo, incluso la odiaba. Ella formaba parte de todo eso (el castillo, la vieja St. Loo) que le había humillado desde que había venido aquí. ¿Era la oscura razón de aquel despropósito? ¿Se estaba vengando de sus humillaciones? ¿No le importaba destrozar su propia vida con tal de dañar todo lo que le había humillado? ¿Era el «muchacho vulgar» que se tomaba la revancha?
Yo amaba a Isabella. Ahora me daba cuenta. La quería tanto que había sido feliz con su felicidad, y ella habría sido feliz cuando sus sueños con Rupert se convirtieran en realidad… Lo único que había temido es que no fuese real.
¿Qué era entonces real? ¿John Gabriel? No, lo que ella iba a hacer era una locura. Tenía que detenerla, convencerla, persuadirla.
Las palabras afloraron a mis labios, pero se quedaron sin salir. Hasta ahora no he sabido por qué.
La única razón que podía comprender es que Isabella era Isabella.
No dije nada.
Ella se inclinó y me besó. No era el beso de una niña. Su boca era la de una mujer. Sus labios estaban fríos y frescos y me oprimieron con una dulzura y una intensidad que no olvidaré nunca. Era como si me hubiera besado una flor. Me dijo adiós y se fue. Salió por el ventanal que daba a la terraza. Salió de mi vida. Se fue hacia donde Gabriel la estaba esperando.
Y yo no intenté detenerla.