22

Al día siguiente, al atardecer, Teresa entró bruscamente en la habitación, se echó hacia atrás el pelo oscuro que le caía sobre su fatigado rostro y dijo:

—¡Ha ganado!

—¿Con qué mayoría? —pregunté.

—Doscientos catorce.

Pegué un silbido.

—Estuvo difícil la cosa entonces.

—Sí. Carslake dice que, si no hubiera sido por el lío de Milly Burt, habría conseguido al menos mil.

—Carslake, como cualquier otro, no sabe lo que dice.

—Hubo un terrible avance de la izquierda en todo el país. Los laboristas han ganado en todas partes. La nuestra es una de las escasas victorias conservadoras.

—Gabriel tenía razón —dije—. Lo profetizó, supongo que lo recordarás.

—Ya lo sé. Su juicio es infalible.

—Bueno —pensé en voz alta—, la pequeña Milly Burt se irá esta noche feliz a la cama. Después de todo lo ha pasado muy mal. Esto será un descanso para ella.

—¿Estás seguro?

—Eres una serpiente, Teresa —bromeé—. La pequeña está enamorada de John Gabriel.

—Ya lo sé —dijo pensativamente—. Además están hechos el uno para el otro. Creo que él sería razonablemente feliz con ella, suponiendo que quiera ser feliz. Algunas personas no quieren.

—Nunca he notado ninguna clase de ascetismo en John Gabriel —dije—. Me parece que no piensa más que en su conveniencia y en apoderarse de todo lo que pueda en la vida. De todos modos él va a casarse por dinero. Así me lo dijo. Espero que lo haga además. Está claramente marcado por el éxito, por las más toscas formas del éxito. Y por lo que respecta a Milly, parece que le sienta muy bien el papel de víctima. Ahora, Teresa, supongo que me dirás que a ella le gusta ese papel.

—No, desde luego que no —dijo mi cuñada—. Pero se requiere un carácter realmente fuerte para decir, «Hugh, hice el ridículo más completo» y reírse de ello y seguir haciendo cosas. El débil tiene que tener algo a lo que agarrarse. Tiene que ver sus errores, no únicamente como un fallo ocasional, sino como una falta definitiva, como un fallo trágico.

Me miró.

Yo permanecí en silencio. Siguió hablando:

—No creo en el pecado. Todo el mal que hay en el mundo lo causan los débiles, queriendo hacer bien y arreglándoselas para que todo aparezca bajo una luz maravillosamente romántica. Les tengo miedo. Son muy peligrosos. Tienen algo de buques abandonados que son arrastrados por la corriente y pueden hacer naufragar al barco que navega con el timón firme.

No vi a John Gabriel hasta el día siguiente. Parecía hundido y con su vitalidad exhausta. Apenas si reconocí en él al hombre que yo sabía que era.

—¿Es el malestar de después del esfuerzo electoral? —le pregunté.

Gimió:

—Usted lo ha dicho. ¡Qué cosa más nauseabunda es el éxito! ¿Dónde está el jerez?

Se lo dije y se sirvió.

—Supongo que Wilbraham no se siente particularmente triunfante por el fracaso —comenté.

Gabriel sonrió débilmente.

—No, pobre diablo. Además, creo que se toma la política y a sí mismo muy en serio. Quizá no demasiado en serio, pero sí lo suficiente. Lástima que sea tan avinagrado.

—Supongo que se habrán dicho todas esas cosas sobre la competencia leal, el buen deportista que sabe perder y todo lo demás.

Gabriel sonrió de nuevo.

—Pasamos por el protocolo necesario. Carslake lo estuvo viendo. ¡Qué hombre más ridículo es Carslake! Conoce su trabajo por el corazón, no hay ni una pizca de inteligencia en nada de lo que hace.

Levanté mi vaso de jerez.

—Bien —dije—, brindo por el éxito de su futura carrera política. Ahora está empezando.

—Sí —respondió Gabriel sin entusiasmo—, ahora estoy empezando.

—No parece estar muy contento por ello.

—Oh, se trata tan solo de lo que dijo usted antes, la resaca de las elecciones. La vida siempre se convierte en aburrida cuando se ha vencido al adversario. Pero habrá que luchar en muchas más batallas. Se quedará sorprendido por el esfuerzo que voy a hacer.

—Los laboristas obtuvieron una substanciosa mayoría.

—Ya lo sé, me parece espléndido.

—Esas palabras, Gabriel, son realmente extrañas en la boca de un miembro tory.

—El ser un miembro tory del Parlamento me trae sin cuidado. Ahora he conseguido mi oportunidad. ¿Con quién contamos para poner en pie de nuevo al partido conservador? Winston Churchill es un gran luchador de la guerra, sobre todo cuando las cosas están en contra suya. Pero es demasiado viejo para gobernar una paz. La paz es falsa. Edén es un apuesto caballero inglés muy tímido.

Continuó criticando a varios nombres, bien conocidos, del partido conservador.

—Ni una sola idea constructiva en ellos. Rugirán contra la nacionalización y se lanzarán como lobos sobre los errores de los socialistas. ¡Amigo, y no cometerán pocos errores! Son una pandilla de cabezas infladas, viejos partidarios de los sindicatos y teóricos irresponsables recién salidos de Oxford… Nuestro partido urdirá todas las trampas parlamentarias… Como viejos perros patéticos en una feria. Primero ladrar, ladrar y ladrar, después ponerse sobre las patas de atrás y dar una voltereta.

—¿Y dónde entra John Gabriel en este atractivo cuadro de la oposición?

—No se puede prever el día D hasta que no se haya trabajado todo hasta el último detalle… Ya lo estudiaremos a fondo. Me pondré al lado de los jóvenes, los que tienen nuevas ideas y están normalmente «contra el gobierno». Ofrézcales una idea y todos vendrán a por ella.

—¿Qué idea?

Gabriel me lanzó una mirada exasperada.

—Usted siempre entiende las cosas por el lado equivocado, Norreys. ¡Importa un comino qué idea! Puedo tener media docena cuando me dé la gana. Solo existen dos cosas que mueven a la gente políticamente. Una es deslizar algo en sus bolsillos. La otra pertenece a esa clase de ideas que suenan como si todo fuera a ponerse en su sitio, una idea noble, pero simple, extremadamente fácil de comprender. Es una idea que confiere una maravillosa pasión interior. Al hombre le gusta sentirse un animal noble, además de un animal bien pagado. No se requiere una idea demasiado práctica, ya sabe, solo un tanto humana y que no vaya dirigida a alguien en concreto, con el que te tengas que encontrar personalmente. ¿Ha notado usted cómo proliferan las suscripciones en pro de las víctimas de un terremoto en Turquía, Armenia o algún sitio por el estilo? En cambio nadie acepta a un niño evacuado en su casa, ¿verdad? Así es la naturaleza humana.

—Seguiré su carrera con gran interés —le aseguré.

—En un plazo de veinte años me encontrará gordo, dándome a la buena vida y probablemente considerado un benefactor público —dijo Gabriel.

—¿Y luego?

—¿A qué se refiere con ese «luego»?

—Me refiero a que si usted aguantará ese tipo de vida.

—Oh, siempre encontraré algún lío. Sólo por placer.

Me quedé fascinado ante la seguridad absoluta con la que John Gabriel proyectaba su vida. Había llegado a tener fe en la autenticidad de sus pronósticos. Pensaba yo que tenía el don de no equivocarse. Había previsto que el país votaría a los laboristas. Pero también estaba seguro de su propia victoria. Su vida seguiría el curso que él había trazado, sin desviarse ni un pelo.

Un poco desafortunadamente dije:

—Así que todo marcha sobre ruedas…

Gabriel frunció el ceño, irritándose, y exclamó:

—¡Qué modo tiene usted de poner el dedo en la llaga, Norreys!

—¿Por qué? ¿Es que algo va mal?

—No, nada en realidad. —Hizo una pausa y luego siguió hablando—: ¿Nunca se le ha clavado una espina en un dedo? Ya sabe lo molesto que es un pinchazo, haciéndote daño por dentro.

—¿Y cuál es la espina? —pregunté—. ¿Milly Burt?

—Ella está perfectamente —me contestó—. Por ahí, afortunadamente, no hay ninguna herida. Me gusta. Espero verla alguna vez en Londres. Allí no hay habladurías de pueblo.

Después, al tiempo que el rubor cubría su rostro, sacó un paquete de su bolsillo.

—Quiero que vea esto. Es bonito, ¿no? Un regalo de boda para Isabella Charteris. Supuse que le tenía que regalar algo. ¿Cuándo es la boda? ¿El martes próximo? Vea, ¿cree usted que es un regalo estúpido?

Desenvolví el paquete con gran interés. Lo que encontré me dejó completamente sorprendido. Era lo último que hubiera esperado de John Gabriel como regalo de boda.

Era un devocionario. Exquisita y delicadamente ilustrado. Era algo que debería estar en un museo.

—No sé exactamente lo que es —dijo—. Algo católico. Tiene doscientos años. Creí, no sé por qué, que a ella le iba perfectamente. Claro que si usted cree que es una tontería…

—Es maravilloso —dije—. Algo que cualquiera desearía poseer. Es una pieza de museo.

—Supongo que no es el tipo de objeto que le vaya a encantar, pero le va muy bien a ella, si sabe a lo que me refiero.

Yo dije que sí, que lo sabía.

Continuó:

—Después de todo tengo que regalarle algo. No es que me guste esa chica, me trae sin cuidado. Una presuntuosa y una altanera. Lo ha hecho muy bien para cazar a ese lord. Ojalá le vaya bien con semejante petimetre.

—Es mucho más que un petimetre —dije.

—Sí. En realidad sí. De todos modos tengo que estar en buenas relaciones con ellos. Como miembro local del Parlamento cenaré en el castillo, iré a la fiesta anual y todas esas cosas. Supongo que la vieja lady St. Loo tendrá que irse ahora a la «Casa de la Viuda[2]», esa horrible ruina cercana a la iglesia. Yo diría que cualquiera que vaya a vivir allí morirá pronto de reumatismo.

Cogió el devocionario y lo volvió a empaquetar.

—¿Cree de verdad que está bien? ¿Le gustará?

—Un regalo magnífico y raro —le aseguré.

Teresa entró. Gabriel dijo que en aquel momento se iba a marchar.

—¿Qué le ocurre? —preguntó mi cuñada cuando el mayor hubo salido.

—La reacción, supongo.

Teresa dijo:

—Es algo más que eso.

—No puedo evitar pensar que es una lástima que haya ganado las elecciones —comenté—. El fracaso habría tenido en él un efecto soberbio. Dentro de un par de años se habrá convertido en un vocinglero. Tal y como es, a la larga se hará intratable. Pero me alegraré de que llegue a la cima del árbol.

Supongo que fue la palabra árbol la que incitó a Robert a entrar en la conversación. Había entrado con Teresa, pero, como de costumbre, pasaba inadvertido, de manera que, cuando hablaba, nos quedábamos muy sorprendidos.

—Oh, no, no llegará —dijo.

Le miramos interrogadores.

—No llegará a la cima del árbol —continuó Robert—. Diría que ni siquiera tendrá la oportunidad de hacerlo.

Se puso a buscar algo desesperadamente por la habitación, preguntando por qué siempre alguien tenía que esconderle su espátula.