Como ya he dicho, éste no es el relato preciso de una campaña política.
Yo me hallaba al margen de lo que sucedía. Era conocedor de una creciente sensación de urgencia, que parecía alcanzar a todos menos a mí.
Eran los dos últimos días frenéticos de la campaña electoral. Durante este período, Gabriel entró un par de veces en mi habitación para tomar una copa. Cuando se relajaba tenía aspecto de fatiga, con la voz enronquecida a causa de los mítines al aire libre. Pero, aun cansado, su vitalidad era incomparable. Hablaba muy poco conmigo, seguramente porque estaba reservando su voz o su energía.
En una de aquellas visitas, vació rápidamente su vaso y murmuró:
—¡Qué demonio de vida ésta! Las idioteces que hay que decir a la gente. Pueden dar gracias a Dios de ser gobernados como lo son.
Teresa se pasó casi todo el tiempo conduciendo coches. El día de las votaciones amaneció con un fuerte viento del Atlántico. El viento soplaba con furia y la lluvia golpeaba la casa.
Isabella vino temprano, después de desayunar. Llevaba un impermeable negro, tenía el pelo mojado y los ojos brillantes. Lucía un inmenso rosetón azul prendido en su impermeable.
—Me voy a pasar el día conduciendo el automóvil para llevar a la gente a las urnas —dijo—. Igual que Rupert. He sugerido a la señora Burt que viniera a verle a usted. ¿Le molesta? Estará solo, ¿verdad?
A mí no me importaba, aunque en realidad me las prometía muy felices con la perspectiva de un día tranquilo con mis libros. Había tenido demasiada compañía últimamente.
Me parecía impropio de Isabella mostrarse interesada por mi estado de soledad. Era como si de repente diera signos de adoptar la actitud que tenía su tía Agnes hacia mí.
—El amor parece tener un efecto suavizador en ti, Isabella —le dije con gesto desaprobador—. ¿O fue lady Tressilian la que pensó en eso?
Isabella sonrió.
—La tía Agnes quería venir a hacerle compañía —dijo—. Pensaba que iba a ser un día aburrido para usted y dijo que se iba a sentir, a lo peor, al margen de todo.
Me miró inquisitivamente. Me di cuenta de que era una idea que no habría cabido en su cabeza.
—¿No estás de acuerdo? —pregunté.
Isabella contestó con su candor habitual:
—Bueno, es cierto que al margen de todo.
—Admirable verdad.
—Lo siento si le preocupa, pero no veo que porque venga tía Agnes a verle y a echarle encima el aliento vaya a sentirse mejor. Solo significaría que también ella estaba al margen de todo.
—Y tengo la seguridad que a ella le encantaría estar en todo.
—Le sugerí a la señora Burt que viniera porque ella va a mantenerse al margen de todas formas. Pensé que podía hablar con ella.
—¿Hablar con ella?
—Sí —Isabella frunció ligeramente el ceño—. No se me da nada bien el hablar con la gente. Ni tampoco escuchar. Ella habla y habla.
—¿La señora Burt habla y habla?
—Sí, y todo parece tan incoherente… Yo no puedo poner las cosas en su sitio, enmendar la incoherencia. Pensé que quizá usted pudiese.
—¿Y de qué está hablando continuamente?
Isabella se sentó en un brazo del sillón. Habló despacio, sin interrumpirse, haciendo una buena imitación de un viajero que describe los ritos más extraños de una tribu salvaje:
—De lo que ocurrió. De haber acudido al mayor Gabriel. De que todo es culpa suya. De que si pierde las elecciones, ella será la responsable. De que si ella hubiera tenido más cuidado al principio… Que tenía que haber previsto las posibles consecuencias. Que si hubiera sido más cariñosa con James Burt y le hubiera comprendido mejor, quizá él no se hubiera dado a la bebida. Que está horriblemente avergonzada de sí misma y que pasa todas las noches en vela, arrepintiéndose y deseando haber actuado de otra manera. Que si echa a perder la carrera de John Gabriel no se lo perdonará mientras viva. Que nadie es responsable, excepto ella. Que todo ha sido siempre culpa suya.
Isabella se detuvo. Me miró. Su aspecto era de interrogación, como si hubiera estado hablando de algo que para ella era completamente incomprensible.
Me llegó un apagado eco del pasado. Jennifer frunciendo sus adorables cejas y culpándose de lo que otras personas habían ocasionado.
¡Yo había pensado que era uno de los rasgos más encantadores de Jennifer! Ahora, cuando me describían a Milly Burt en la misma actitud, comprendí que tal punto de vista podía ser tremendamente irritante. Reflexioné cínicamente y me dije que la diferencia entre ambas cosas consistía en pensar que alguien era una linda mujercita y en estar enamorado.
—Bien —dije pensativamente—. Supongo que tiene perfecto derecho a sentirse así, ¿no?
Isabella me contestó con uno de sus definitivos monosílabos:
—No.
—¿Por qué no? Explícate.
—Ya sabe usted —dijo Isabella en tono de reproche— que me cuesta trabajo explicar las cosas. —Hizo una pausa, frunció el ceño y luego volvió a hablar nada segura de sí misma—: Las cosas suelen suceder o no suceder. Puede suceder que uno se sienta intranquilo con antelación.
Me daba cuenta de que incluso aquella explicación no representaba una postura muy acorde con Isabella.
Continuó:
—Pero seguir intranquilizándose después y culpándose, ¡oh, es como si vas a dar un paseo por el campo y pisas un excremento de vaca! A mi entender no conduciría a nada proseguir el paseo hablando constantemente de ello. Renegando de haber pisado el excremento, de no haber ido por otro lado, asegurando que todo había sucedido por no mirar dónde se pisa y que siempre se hacen estupideces como ésa. Después de todo, el excremento de vaca está allí, en tu zapato. Eso no se puede evitar. ¡Pero no hay necesidad de tenerlo también en la mente! Existe todo lo demás. Los campos, el cielo, las plantas, la persona con la que estás paseando… Cuando hay que pensar en el excremento de vaca es únicamente cuando se llega a casa y hay que limpiar el zapato. Entonces sí que hay que pensar en ello.
La extravagancia en la autocondena era un campo interesante en el que especular. Me daba cuenta de que había algo con lo que Milly Burt podía solazarse sin restricciones. Pero no sabía por qué algunas personas eran más propensas a esto que otras. Teresa había insinuado alguna vez que las personas como yo, que insisten en alegrar a la gente, en arreglar las cosas, no eran en realidad tan útiles como ellas pensaban. Pero, en realidad, esto no tenía nada que ver con la cuestión de por qué los seres humanos encuentran placer en exagerar la responsabilidad que tienen en los acontecimientos. Isabella dijo esperanzada:
—Pensé que podía hablar con ella.
—Suponiendo que a ella le guste echarse la culpa de lo que ocurre —dije—, ¿por qué vamos a impedírselo?
—Porque creo que debe de ser horrible para el mayor Gabriel. Tiene que ser agotador asegurar a alguien continuamente que todo marcha bien.
Indudablemente, pensé para mí, debe de ser agotador… Había sido agotador, recordé… Jennifer siempre había sido excesivamente agotadora. Pero Jennifer también tenía un pelo negro adorable, unos grandes ojos tristes, grises… y la más admirable y ridícula nariz.
Posiblemente a John Gabriel le cautivaba el pelo castaño de Milly. Y sus ojos marrones. Y no le importaba en absoluto asegurarle que todo marchaba viento en popa.
—¿Qué proyectos tiene la señora Burt? —pregunté.
—Oh, sí, la abuela le ha encontrado un puesto en Sussex, como señorita de compañía de alguien a quien conoce allí. Estará muy bien pagada y no tendrá mucho trabajo. Hay un buen servicio de trenes con Londres, para que pueda ir a ver a sus amigos.
Por «amigos» me pareció que Isabella se refería al mayor Gabriel. Milly estaba enamorada de Gabriel. Me pregunté si Gabriel estaba algo enamorado de ella. Pensé que tal vez fuera así.
—Ella podría divorciarse del señor Burt, creo —dijo Isabella—. Pero el divorcio es caro.
Se levantó.
Dijo en son de despedida:
—Me tengo que ir ahora. Le hablará, ¿verdad? —Anduvo lentamente hacia la puerta—. Rupert y yo nos casaremos dentro de una semana… ¿Cree que podrá venir a la iglesia? Si no hace mal tiempo los boy scouts podrían llevarle.
—¿Te gustaría que fuera?
—Sí, me gustaría mucho.
—Entonces iré.
—Gracias. Tendremos una semana antes de que se vaya a Birmania. Pero no creo que la guerra dure mucho más, ¿verdad?
Sin contestar exactamente a su pregunta, dije suavemente:
—¿Eres feliz, Isabella?
Ella afirmó y dijo:
—Es casi asombroso que de pronto se convierta en realidad algo por lo que has estado viviendo mucho tiempo. Rupert estaba en mi mente, pero tan lejano… Aunque todo sea real, no me lo parece todavía. Aún me hace el efecto de que tengo que despertarme. Es como un sueño. Sin embargo, tenerlo todo, Rupert, St. Loo… Lo que he deseado, se convierte en realidad… —Acordándose de algo, dijo—. ¡No debería haberme quedado tanto tiempo! Me dieron solamente veinte minutos para poder tomar una taza de té.
Estaba convencido de que yo había sido la taza de té de Isabella.
Milly Burt vino a verme por la tarde. Una vez que se hubo quitado trabajosamente su impermeable y la capucha de duendecillo, se arregló el pelo, echándose hacia atrás, y se empolvó la nariz como distraídamente.
Después vino a sentarse junto a mí. Realmente, pensé, era muy bonita y muy agradable. No podías disgustarte con Milly Burt aunque quisieras y, por si fuera poco, yo no quería.
—Espero que no esté usted desatendido —dijo—. ¿Ha comido? ¿Necesita algo?
Le aseguré que mis necesidades de criatura estaban perfectamente atendidas.
—Después —añadí— tomaremos una taza de té.
—Eso será estupendo… —Se movió intranquilamente—. Capitán Norreys, usted cree que ganará, ¿verdad?
—Es muy pronto para asegurarlo.
—Oh, lo que quiero saber es su opinión.
—Estoy seguro de que tiene muchas posibilidades —dije con dulzura.
—¡Esta incertidumbre es tan tremenda para mí! ¿Cómo he podido ser tan estúpida, tan inconsciente? Oh, capitán Norreys, pienso en ello todo el tiempo. Estoy horriblemente avergonzada.
Ya estamos, pensé.
—Debería dejar de pensar en ello —le aconsejé.
—¿Cómo voy a poder? —Sus grandes ojos marrones se abrieron patéticamente.
—Por el ejercicio del autocontrol y del poder mental —dije.
Milly pareció muy escéptica y ligeramente desaprobadora.
—No creo que pueda tomármelo a la ligera, cuando todo ha sido culpa mía.
—Mi querida señora, tenga usted en cuenta que su arrepentimiento no ayudará a John Gabriel a llegar al Parlamento.
—No, desde luego que no… Pero nunca me perdonaré el haber echado a perder su carrera.
Discutimos de algo que me era muy familiar. Había hablado mucho de estas cosas con Jennifer. Ahora la diferencia estribaba en que yo discutía con la sangre fría, sin estar afectado por la ecuación personal de la susceptibilidad romántica. Era una enorme diferencia. Me gustaba Milly Burt, pero la encontraba muy irritante.
—Por el amor de Dios —exclamé—, ¡no haga una tormenta en un vaso de agua! Se lo pido por Gabriel.
—Es por él por quien estoy preocupada.
—¿No cree usted que el pobre tiene bastante a sus espaldas sin que tenga usted que añadir una carga de lágrimas y remordimientos?
—Pero si pierde las elecciones…
—Si pierde las elecciones (que no las ha perdido todavía) y si usted ha contribuido a ese resultado (lo que no hay modo de comprobar y lo que puede no ser así en absoluto), ¿no será bastante tragedia para él haber perdido sin encima tener una mujer llena de remordimientos para empeorar las cosas?
Pareció aturdida y obstinada.
—Quiero compensar lo que hice.
—Probablemente no pueda. Y si puede, solo será arreglándoselas para convencer a Gabriel de que perder las elecciones será como un maravilloso comienzo que le deja en situación de emprender un ataque a la vida aún más interesante.
Milly Burt pareció cortada.
—Oh —dijo—. No creo que me sea posible hacer eso.
Yo también pensaba que no le sería posible. Una mujer resuelta y sin escrúpulos podía haberlo hecho. Teresa, si por casualidad se hubiera preocupado por John Gabriel, podría haberlo hecho a la perfección.
El método de ataque de Teresa era, creo, el ataque interesante.
El de Milly Burt era, indudablemente, la derrota incesante y pintoresca.
Pero posiblemente a John Gabriel le gustara recoger los pedazos y recomponerlos. A mí mismo me había gustado una vez esa operación.
—Está muy interesada por él, ¿verdad? —pregunté.
A sus ojos marrones asomaron lágrimas.
—Oh, sí… Desde luego que sí. Nunca he conocido a nadie como él.
Yo mismo jamás había conocido a nadie como John Gabriel, aunque no me afectara como a Milly Burt.
—Haría cualquier cosa por él, capitán Norreys, de verdad que lo haría.
—Ya es algo el estar preocupado por él. Confórmese con eso.
¿Quién había dicho «Ámalos y déjalos solos»? ¿Algún psicólogo que daba consejos a las madres? Puede, pero había mucha sabiduría en aplicar el consejo a alguien más que a los niños. Pero ¿podemos en realidad dejar a alguien solo? A nuestros enemigos, mediante un esfuerzo, quizá. Pero ¿y a quienes queremos?
Desistí de seguir especulando inútilmente y llamé al timbre para pedir el té.
Degustándolo hablé de las películas que recordaba del año anterior. A Milly le encantaba ir al cine. Me puso al día contándome las últimas obras maestras. Fue todo muy agradable y disfruté mucho hasta el punto de quedarme muy apesadumbrado cuando Milly me dejó.
La línea de combate desparramada por los alrededores retornó según iban transcurriendo las horas. Todo el mundo estaba fatigado y había diferentes dosis de optimismo y desesperación.
Robert fue el único que regresó con su alegre estado de ánimo habitual. Había encontrado una rama de árbol caída en una cantera abandonada; esto era exactamente lo que había estado anhelando. Había comido un excelente y poco corriente menú en una taberna. Temas para pintar y puntualizaciones gastronómicas eran los principales motivos de conversación de Robert. Desde luego no eran malos asuntos.