20

Gabriel se había mostrado muy confiado sobre el resultado de las elecciones. Había dicho que no veía en qué podía fracasar.

Lo inesperado en este caso fue una muchacha llamada Poppy Narracot. Era camarera de Smugglers Arms, en Greatwithiel. Una muchacha a la que Gabriel jamás había visto, y ni sabía de su existencia. Pero fue Poppy Narracot quien puso en marcha los sucesos que colocaron las oportunidades de elección de Gabriel en verdadero peligro.

James Burt y Poppy Narracot eran muy buenos amigos. Pero James Burt, cuando bebía demasiado whisky, era cruel, sádicamente cruel. La tal Poppy se volvió una buena noche contra él. Se negó categóricamente a seguir manteniendo relaciones con Burt y reafirmó su decisión.

Por todo ello James Burt volvió a su casa una madrugada tambaleándose por la borrachera, tremendamente irritado, y se enfureció todavía más cuando vio la conducta aterrorizada de su esposa Milly. No se contuvo. Toda la furia y el deseo frustrado que sentía por Poppy, lo descargó Burt sobre su desgraciada mujer. Se comportó como un verdadero demente y Milly, sin que se le pueda culpar por ello, perdió por completo la cabeza.

Creía que Jim Burt la iba a matar.

Huyendo de las garras de su marido, escapó por la puerta principal y se fue a la calle.

No tenía idea de adonde iría o a quién podría acudir. Nunca se le había ocurrido ir a la comisaría de policía. No había vecinos cercanos, solo comercios cerrados en la noche.

Únicamente el instinto guió sus pasos vacilantes. Y el instinto la llevó junto al hombre que amaba, el hombre que había sido amable con ella. No había ningún pensamiento consciente en su cabeza, ninguna sospecha del escándalo que podía originarse.

Estaba aterrorizada y corrió junto a John Gabriel.

Era un animal perseguido y desesperado, en busca de un rincón donde hubiese paz. Entró corriendo, desmelenada y sin respiración, en el Kings Arms. Hasta allí la persiguió James Burt, soltando amenazas.

Gabriel, cuando sucedió todo, estaba en el hall.

Personalmente, no veo que John Gabriel pudiera haberse comportado de otra forma a como lo hizo. Era una mujer que le gustaba, sentía pena por ella y su marido estaba borracho y era peligroso. Cuando James Burt entró pegando gritos, empezó a insultarle y a decirle que dejara en paz a su mujer, acusándole claramente de tener íntimas relaciones con ella, Gabriel le contestó que se fuera al infierno, que no tenía clase suficiente como para tener una mujer y que él, John Gabriel, iba a cuidarse de ponerla a salvo de sus borracheras.

James Burt arremetió contra Gabriel como un toro en estampida y Gabriel, de un solo golpe, lo derribó al suelo.

Después alquiló una habitación para la señora Burt y le dijo que se encerrara en ella con llave. Evidentemente, no podía volver a casa en aquel momento. Por la mañana todo habría pasado.

A la mañana siguiente el suceso se conocía en todo St. Loo. A Jim Burt le habían «puesto los cuernos» su mujer y el mayor Gabriel. Y éste y la señora Burt estaban juntos en el Kings Arms.

Quizá se puedan imaginar los efectos que causó todo esto en vísperas de las votaciones. Faltaban dos días para el acontecimiento.

—Ya no hay remedio —dijo nerviosamente Carslake, paseando de un lado a otro de mi habitación—. Estamos acabados, hundidos… Wilbraham va a vencer. Es un desastre, una tragedia. Nunca me gustó ese tipo. Demasiado mujeriego. Sospechaba que terminaría echándolo todo a perder.

La señora Carslake se lamentaba con palabras comedidas:

—Eso es lo que se puede esperar de un candidato que no es un caballero.

Mi hermano apenas tomaba parte en nuestras discusiones políticas. Si por casualidad estaba presente, se limitaba a fumar su pipa en silencio. Pero en aquella ocasión se sacó la pipa de la boca y habló:

—Lo terrible es que se ha portado como un caballero.

Me pareció entonces que había mucha ironía en el hecho de que los errores más notorios de Gabriel, contra los prototipos aceptados de caballerosidad, no habían hecho otra cosa que incrementar su prestigio, mientras que este episodio aislado de quijotismo estaba a punto de echar por tierra su carrera.

Al cabo de un rato hizo su entrada Gabriel en persona. Se mostraba terco y no se arrepentía de nada.

—No haga un drama con tan poco argumento, Carslake —dijo—. Dígame solo qué demonios podría haber hecho yo.

Carslake preguntó dónde estaba Milly Burt en aquellos momentos.

Gabriel dijo que seguía en el King’s Arms. Añadió que no veía a qué otro lugar podía ir. Dijo que ya era demasiado tarde. Buscó apoyo en Teresa, a quien parecía considerar la más realista de la reunión.

—¿Verdad? —le preguntó.

Teresa opinó que ciertamente era demasiado tarde.

—La noche es la noche —dijo Gabriel—. A la gente le interesan las noches, no la luz del sol.

—Realmente, mayor Gabriel… —exclamó Carslake en tono de recriminación.

—¡Dios, qué mente más obscena tiene usted! —dijo Gabriel—. No pasé la noche con ella, si es eso lo que piensa. Lo que me preocupa es que toda la población de St. Loo es como usted. Los dos estuvimos en el King’s Arms y…

Dijo que eso era lo único que le importaba a la gente. Eso y la escena protagonizada por Burt, diciendo las cosas que había dicho sobre su mujer y Gabriel.

—Si la lleváramos a algún sitio… —dijo Carslake—. Si la sacáramos enseguida de ese lugar… —Pareció esperanzarse, pero acabó desmoralizado—: Todo es inútil… ¡Inútil!

—Hay otra cosa en que pensar —dijo Gabriel—. ¿Qué pasa con ella?

Carslake se le quedó mirando sin entender.

—¿A qué se refiere?

—No ha pensado en la situación de ella, ¿verdad?

Carslake respondió airadamente:

—No podemos perder el tiempo con asuntos menores. Lo que tenemos que encontrar es un medio para sacarle a usted de este embrollo.

—Exactamente —dijo Gabriel—. La señora Burt no cuenta para nada, ¿verdad? ¿Quién es la señora Burt? Nadie en particular. Solo una pobre mujer decente que está siendo maltratada, ultrajada y destrozada y que no tiene sitio adonde ir. Ni dinero.

Carslake le miró atónito. La voz de Gabriel subió de tono:

—Bien, le diré esto, Carslake. No me gusta su actitud. Le voy a decir quién es la señora Burt. Es un ser humano. A su condenada máquina nada ni nadie le importa más que las elecciones. Por eso es, justamente, por lo que la política es un mundo podrido. Como dijo el señor Baldwin en los tiempos oscuros: «Si hubiera dicho la verdad, hubiera perdido las elecciones». Bien, yo no soy el señor Baldwin. No soy nadie en particular. Pero lo que usted me está diciendo es algo así como esto: «Se ha comportado usted como un vulgar ser humano, por lo tanto perderá las elecciones». ¡Muy bien, entonces al diablo con las elecciones! Se puede guardar sus condenados comicios. Primero soy un ser humano y después un político. Nunca le he dicho una palabra indebida a esa pobre mujer. Nunca la cortejé. Solo me da pena, eso es todo. Vino anoche a mí porque no tenía a nadie a quien recurrir. Muy bien, puede quedarse conmigo. Cuidaré de ella. ¡Al demonio St. Loo, Westminster y todo este asqueroso asunto!

—¡Mayor Gabriel! —tronó la voz angustiada de la señora Carslake—. ¡No puede hacer una cosa así! ¿Supone que Burt se divorciará de ella?

—Si lo hace, me casaré con ella.

Carslake dijo muy enfadado:

—No puede abandonarnos ahora, Gabriel. No puede hacer alarde de todo eso… De todo este escándalo.

—¿Que no puedo? Impídamelo, Carslake.

Nunca había visto unos ojos que despidieran tanta furia como los de John Gabriel. Jamás me había caído tan bien.

Continuó:

—No puede intimidarme. Si muchos electores votan por el principio de que un hombre puede golpear a su mujer y aterrorizarla constantemente, levantando cargos infundados contra ella, bien, entonces que los lleve el diablo. Si quieren votar por mera decencia cristiana, entonces, sí, pueden votar por mí.

—Aunque no lo harán —dijo Teresa. Y suspiró.

Gabriel la miró y su rostro se relajó.

—No —dijo—, no lo harán.

Robert se sacó otra vez la pipa de la boca.

—Hay mucho estúpido —dijo inesperadamente.

—Desde luego, señor Norreys, sabemos que usted es comunista —dijo ácidamente la señora Carslake.

No tuve ni idea de lo que quería decir con aquello.

Entonces, en medio de la acalorada discusión, llegó Isabella Charteris. Entró por la puerta que daba a la terraza. Tenía un aspecto frío, grave y solemne.

No prestó la menor atención a todo lo que sucedía. Había venido a decir algo y lo dijo. Se fue derecha a John Gabriel, como si éste estuviera solo en la habitación, y le dijo con tono confidencial:

—Creo que todo se solucionará.

Gabriel se la quedó mirando. Todos nos la quedamos mirando.

—Me refiero a lo de la señora Burt —dijo Isabella.

No vacilaba en absoluto. Por el contrario, tenía el aire de una persona primitiva que cree haber hecho lo que se tiene que hacer.

—Está en el castillo —volvió a hablar.

—¿En el castillo? —preguntó Gabriel incrédulo.

Isabella le miró.

—Sí —dijo—. Tan pronto como oímos lo que había ocurrido pensé que sería lo mejor. Le hablé a mi tía Adelaide y estuvo de acuerdo. Fuimos en el coche al King’s Arms.

Más tarde descubrí que realmente había sido una magnífica solución. Los rápidos reflejos de Isabella habían dado con la única salida.

La vieja lady St. Loo, ya antes lo dije, tenía una ascendencia terrible en la población. De ella emanaba, aunque estuviera callada, la tradicional moralidad de Greenwich. La gente quizá la odiaba y la llamaba reaccionaria y antigualla, pero en el fondo todos la apreciaban y lo que ella aprobaba nadie se atrevía a desaprobarlo.

Había conducido ceremoniosamente el viejo Daimler, con Isabella a su lado. Con aire resuelto, lady St. Loo había entrado en el King’s Arms y había preguntado por la señora Burt.

Una Milly atemorizada, con los ojos inflamados y colorados, había bajado rápidamente las escaleras y había sido recibida con una especie de protocolo real. Lady St. Loo no había medido sus palabras ni bajado el tono de su voz:

—Querida mía —anunció—, no tengo palabras para expresar mi dolor por lo que ha tenido que sufrir. El mayor Gabriel debería haberla traído con nosotras la noche pasada. Pero supongo que él es tan considerado que no ha querido molestarnos a semejantes horas.

—Yo… yo… Es usted muy amable.

—Recoja sus cosas, querida. Vendrá conmigo ahora.

Milly Burt se sonrojó y dijo débilmente que ella no tenía, en realidad, ninguna cosa.

—¡Estúpida de mí! —dijo lady St. Loo—. Nos detendremos un momento en su casa y las recogeremos.

—Pero… —objetó Milly.

—Vamos al coche. Nos detendremos en su casa y las recogeremos.

Milly inclinó la cabeza ante la autoridad superior. Las tres mujeres se metieron en el Daimler. Se detuvo el coche unos cuantos metros más allá, en Fore Street.

Lady St. Loo salió con Milly y la acompañó hasta su casa. Desde la consulta, James Burt, con los ojos inyectados en sangre, acechaba, preparado para una furiosa diatriba.

Se encontró con la mirada de la vieja lady St. Loo y se contuvo.

—Vaya tranquila a por sus cosas, querida —dijo lady St. Loo.

Milly subió las escaleras rápidamente. Lady St. Loo se dirigió a James Burt:

—Se ha portado usted muy mal con su mujer. Muy mal. El problema es que usted bebe mucho, Burt. En cualquier caso, no es usted un hombre agradable. Le aconsejaré a su mujer que corte sus relaciones con usted. Las cosas que ha estado diciendo de ella son mentira. Y usted lo sabe perfectamente, ¿no es cierto?

Su mirada furiosa hipnotizó al hombre indefenso.

—Oh, si usted lo dice…

—Sabe que son mentiras.

—Bueno, está bien; yo no estaba en mi juicio.

—Preocúpese de hacer saber que todo es una patraña. De lo contrario, aconsejaré al mayor Gabriel que tome medidas… ¡Ah!, ¿ya está usted aquí, señora Burt?

Milly bajaba las escaleras con una maleta pequeña.

Lady St. Loo la agarró de un brazo y ambas se dirigieron a la puerta.

—¡Un momento! ¿Adónde va a ir Milly? —preguntó el marido.

—Viene conmigo al castillo —dijo la anciana señora. Y añadió secamente—: ¿Tiene usted algo que decir?

Burt movió vagamente la cabeza. Se volvió a escuchar la voz de lady St. Loo.

—El consejo que le doy, Burt, es que se rehaga enseguida, antes de que sea demasiado tarde. Deje de beber. Concéntrese en su trabajo. Usted tiene mucha destreza. Si continúa así, va a acabar muy mal. Supérese. Si lo intenta lo conseguirá. Y contenga esa lengua.

Luego, Milly y lady St. Loo se metieron en el coche. Bajaron por la calle principal, continuaron después por el puerto y subiendo por el mercado, se dirigieron hacia el castillo.

Todo con mucha calma y ceremonia, hasta el punto de que casi todo el mundo lo vio.

Aquella tarde la gente decía:

—Todo tiene que estar muy claro, de lo contrario lady St. Loo no se la hubiera llevado al castillo.

Algunos aseguraban que no había humo sin fuego y que por qué razón Milly Burt había salido corriendo de su casa por la noche para ir junto al mayor Gabriel. Para éstos, lady St. Loo le había echado una mano al mayor por razones políticas.

Pero los que opinaban así eran minoría. El carácter habla y lady St. Loo tenía carácter. Su reputación era de integridad absoluta. Si Milly Burt era recibida en el castillo, si lady St. Loo la acogía a su lado, entonces Milly Burt no había hecho nada malo. Lady St. Loo no daría la cara por nadie. ¡Era tan especial!

Isabella nos contó el desarrollo de estos acontecimientos. Había venido del castillo tan pronto Milly se había instalado en él.

Cuando Carslake comprendió el alcance del significado de lo que decía Isabella, su sombrío rostro se iluminó. Se dio una palmada en una pierna.

—¡Dios mío! —exclamó—. Creo que esto solucionará el problema. La anciana señora es muy amable. Sí, es muy lista. Una idea sumamente inteligente.

Pero la inteligencia y la idea habían sido de Isabella. Me maravillé de lo pronto que había comprendido la situación y actuado en consecuencia.

—Tendré mucho trabajo —dijo Carslake—. Debemos seguir con esto. Planear nuestra táctica, para ser exacto. Vamos, Janet. Mayor Gabriel…

—Iré enseguida —dijo Gabriel.

Los Carslake salieron. Gabriel se dirigió a Isabella.

—Usted lo hizo. ¿Por qué?

Isabella, sorprendida, le miró.

—Pues… por las elecciones.

—¿Quiere decir que… le interesa mucho que gane el partido conservador?

Ella volvió a mirarle. Ahora con perplejidad.

—No. El que me importa es usted.

—¿Yo?

—Sí. Usted desea ardientemente ganar las elecciones, ¿no?

Una mirada extraña y aturdida se concentró en el rostro de Gabriel, que se dio la vuelta para evitar los ojos de la muchacha.

El mayor dijo, más para sí mismo que para Isabella, o para cualquiera de nosotros:

—¿Sí? Estoy asombrado…