De vez en cuando, uno tiene la sensación de que una determinada serie de acontecimientos se ha repetido ya un fastidioso número de veces. Tuve esa impresión cuando vi al joven St. Loo acercándose a nosotros.
Me pareció como si otra vez, otra y otras muchas veces ya hubiera estado yo allí, tumbado, impotente, inmóvil, viendo a Rupert St. Loo acercarse a través del campo… Era como si me hubiera ocurrido a menudo antes y entonces volviera a ocurrirme. Se repetiría por toda la eternidad.
«Isabella —dijo mi corazón—, éste es el adiós. Éste es el destino que viene por ti».
Otra vez se recreó la atmósfera de cuento de hadas. Renacía la ilusión, la irrealidad. Yo iba a asistir al feliz final de una historia muy familiar.
Di un pequeño suspiro y miré a Isabella. Ella no tenía la menor sospecha de que el destino se aproximaba. Miraba sus manos blancas, largas y estrechas. Todavía estaba pensando en rosas. O posiblemente en alhelíes aterciopelados, color marrón oscuro.
—Querida Isabella —dije con un hilo de voz—, alguien viene.
Alzó los ojos lentamente, sólo con un ligero destello de interés. Volvió la cabeza, su cuerpo se puso rígido y un pequeño temblor la recorrió toda.
—Rupert… —exclamó—. Rupert…
Podía, desde luego, no haberse tratado de Rupert. Nadie podría asegurarlo a aquella distancia. Pero era Rupert.
Se acercó un tanto vacilante, cruzó la verja y subió los peldaños de la terraza con el aire de quien trata de disculparse. Porque Polnorth House pertenecía a unos extraños a los que todavía no había conocido… Pero en el castillo le habían dicho que encontraría allí a su prima. Isabella se levantó al llegar él a la terraza y se encaminó en su dirección.
Él aceleró los pasos hacia su prima. Isabella dijo muy suavemente:
—¡Rupert!
Y él:
—¡Isabella!
Permanecieron de pie, juntos, con las manos entrelazadas y la cabeza del joven ligeramente inclinada, como en gesto de protección.
Era perfecto. Absolutamente perfecto. Si se hubiera tratado de una escena para una película, no hubiera habido necesidad alguna de repetir. En un escenario se hubiera formado un nudo en la garganta de cualquier mujer de mediana edad, romántica y aficionada al teatro. Era idílico, irreal. Un feliz final para un cuento de hadas. Un Romance con R mayúscula.
Era el encuentro entre una muchacha y un muchacho que habían estado esperándose el uno al otro durante años. Que habían estado construyendo una imagen que era en parte ilusoria, pero comprobando ahora, cuando al fin se reunían, que milagrosamente la ilusión y la realidad eran idénticas.
Era ese tipo de cosas que nunca ocurren, se puede decir, en la vida real. Pero estaba ocurriendo allí, ante mis ojos.
En aquel primer momento se dejaron sentadas ciertas cosas. Rupert siempre había mantenido con tenacidad, en el fondo de su alma, la determinación de volver a St. Loo y casarse con Isabella. Isabella siempre había tenido la tranquila certeza de que Rupert volvería alguna vez a casa y se casaría con ella… De que vivirían juntos en St. Loo, felices por siempre jamás.
Y ahora, para ambos, su fe quedaba justificada y la esperanza era recompensada con creces.
Al fin, Isabella se volvió hacia mí. Su rostro brillaba de alegría.
—El capitán Norreys —dijo presentándonos—. Mi primo Rupert.
Rupert St. Loo vino hacia mí y me estrechó la mano. Yo le dediqué una amable mirada.
Creo todavía que nunca he visto a nadie más hermoso. No me refiero a que perteneciera al tipo de «dios griego». La suya era una belleza completamente masculina y viril. Tenía un rostro moreno y curtido por la intemperie, un bigote bastante abundante, caderas estrechas y unas piernas bien formadas. Su voz era atractiva, profunda, agradable. No tenía acento colonial. Había humor en su cara, inteligencia, tenacidad y un punto de cierta estabilidad calmosa.
Se disculpó por haber aparecido de manera tan informal, pero dijo que acababa de llegar en avión y que desde el aeródromo, había venido directamente en coche.
Lady Tressilian le había dicho en el castillo que Isabella estaba en Polnorth House y que, probablemente, la podría encontrar allí.
Miró a Isabella cuando terminó de hablar y un brillo lució en sus ojos.
—Has mejorado mucho desde que eras una colegiala, Isabella —dijo—. Te recuerdo con unas piernas inmensamente largas y espigadas, dos trenzas que se movían agitadas por el viento y un aire de seriedad grave.
—Tenía que ser horrible… —comentó Isabella pensativamente.
Lord St. Loo dijo que le encantaría conocer a mi cuñada y a mi hermano, cuyos cuadros admiraba mucho.
Isabella apuntó que Teresa estaba con los Carslake y que iría a decírselo. ¿También quería Rupert conocer a los Carslake?
Rupert contestó que no, y que no les podía recordar muy bien, a pesar de que ya estaban allí la última vez que había venido a St. Loo, cuando todavía era un niño que iba a la escuela.
—Tendrás que conocerlos, Rupert —dijo Isabella—. Se pondrán muy contentos y se alegrarán de tu llegada.
El joven lord St. Loo pareció un tanto confundido. Dijo que solo había conseguido un mes de permiso.
—¿Y después tienes que volver a Oriente? —preguntó la muchacha.
—Sí.
—Y cuando al fin termine la guerra con los japoneses, ¿volverás para vivir aquí?
Isabella hizo esta pregunta con seriedad. Su rostro también se puso serio.
—Depende —contestó él— de varias cosas…
Hubo una pequeña pausa. Era como si los dos estuvieran pensando lo mismo. Ya había una armonía y un entendimiento plenos entre ellos.
Isabella fue en busca de Teresa, y Rupert St. Loo se sentó y empezó a hablar conmigo. Hicimos comentarios sobre la guerra, cosa que me encantó. Desde que había venido a Polnorth House yo había vivido envuelto en una atmósfera femenina. St. Loo era uno de esos oasis del país que permanecía al margen de la guerra. Su relación con ella era solo de oídas, de habladurías y de rumores. Los soldados que se paseaban por allí eran soldados de permiso que querían olvidarse de la guerra.
Yo me había sumergido, por el contrario, en un mundo puramente político y el mundo político, sobre todo en lugares como St. Loo, es esencialmente femenino.
Es un mundo de cálculo de efectos, de persuasión, de miles de pequeñas sutilezas junto con esa cantidad enorme de trabajo completamente monótono que es, una vez más, la contribución femenina a la existencia. Es un mundo en miniatura. El universo exterior de sangre y violencia tenía únicamente su lugar como si fuera el decorado de un escenario. Contra el telón de fondo de una guerra mundial todavía no concluida, nosotros estábamos empeñados en una guerra intensamente personal. Lo mismo estaba ocurriendo en toda Inglaterra bajo el camuflaje de nobles clichés. Democracia. Libertad. Seguridad. Imperio. Nacionalización. Lealtad. Estupendo nuevo mundo… Éstas eran las palabras, las pancartas.
Pero las elecciones del momento, como empecé a sospechar que ocurría siempre, estaban regidas por esas porfías personales que son mucho más reales y mucho más urgentes que las palabras, los nombres y las pancartas bajo los cuales se desarrolla la lucha.
¿Qué partido me iba a dar una casa para vivir? ¿Cuál me traería a mi hijo Johnny o a mi marido David de ultramar? ¿Cuál daría a mis bebés sus mejores oportunidades en el futuro? ¿Qué bando podría evitar futuras guerras para que no recluten y maten a mi marido y quizá a mis hijos?
Hechos son amores… ¿Qué partido me ayudará a volver a abrir mi negocio? ¿Cuál me construirá una casa? ¿Quién nos dará más comida, más cupones para comprar ropa, más toallas, más jabón?
«Todos con Churchill. Él ganó la guerra para nosotros. Nos salvó de tener aquí a los alemanes. Seré fiel a Churchill».
«Wilbraham es un maestro. La educación es la clave para encauzar a los niños en el mundo. Los laboristas nos darán más viviendas. Así lo afirman. Churchill no va a traer a los muchachos tan pronto. Nacionalicemos las minas y así todos tendremos carbón».
«Me gusta el mayor Gabriel. Es un hombre de verdad. Le importan las cosas. Combatió en toda Europa, fue herido, no se quedó en su casa con un trabajo seguro. Sabe lo que sentimos sobre los hombres que están fuera. Es el hombre que necesitamos, no un maldito maestro de escuela. ¡Maestros de escuela! Esos profesores evacuados ni siquiera ayudarían a la señora Polwidden a lavar los platos del desayuno. Presuntuosos, eso es lo que son».
¿Qué son los políticos, sino barracas contiguas en la feria del mundo, cada uno ofreciendo su pócima barata y universal para curar todas las enfermedades?… Y el público estúpido se traga toda la farsa. Ése era el mundo en el que yo había vivido desde que volví a la vida y comencé de nuevo. Un mundo que no había vivido antes, completamente desconocido para mí.
Al principio lo había despreciado olímpicamente. Lo había considerado como otro barullo. Pero ahora empezaba a darme cuenta de en qué estaba basado, qué realidades apasionadas, qué esperanzas siempre beligerantes por la supervivencia la conformaban. ¡El mundo de las mujeres, no el de los hombres! El hombre seguía siendo el cazador descuidado, impulsivo, a menudo hambriento, echado para delante, con una mujer y un niño a sus espaldas. No se necesitaban políticos en ese mundo, solo tener los ojos bien despiertos, las manos dispuestas, al acecho de la presa.
Pero el mundo civilizado se basa en la tierra, la tierra que crece y produce. Es un mundo que levanta edificios y los llena con posesiones. Un mundo maternal y fecundo donde la supervivencia es infinitamente más complicada y puede tener éxito o fracasar de mil modos diferentes. Las mujeres no ven las estrellas, ven las cuatro paredes de un hogar azotado por el viento, la olla crepitando en el fuego, las caras de los niños dormidos y bien alimentados.
Yo intentaba, sin éxito, escapar de aquel mundo femenino. Mi hermano Robert no me servía de ayuda. Era un pintor, un artista comprometido maternalmente contra la vecindad de la nueva vida. Gabriel era lo suficientemente masculino, su presencia había sido bienvenida a través del infinitesimal entramado de intrigas. Pero esencialmente no nos teníamos ninguna simpatía.
Con Rupert St. Loo regresé a mi mundo. El mundo de El Alamein y de Sicilia, de El Cairo y Roma. Hablábamos el viejo lenguaje, el viejo idioma, descubriendo mutuas afinidades. Volví a ser de nuevo un hombre completo en el mundo inseguro de la guerra, mundo de muerte inminente, de valor y de alegría física.
Me gustaba enormemente Rupert St. Loo. Era, estaba seguro, un oficial de primera clase y tenía una personalidad extremadamente atractiva. Tenía cabeza, excelente humor y una inteligencia despierta. Pensaba que era el tipo de hombre que se necesitaba para construir el nuevo mundo. Un hombre con tradiciones y, sin embargo, con una mente moderna que miraba al futuro.
En ese momento aparecieron Teresa y Robert, y se unieron a nosotros. Teresa explicó que estábamos metidos de lleno en las elecciones, y Rupert St. Loo confesó que no tenía nada de político. Entonces llegaron los Carslake con John Gabriel. La señora Carslake se quedó encantada de ver a lord St. Loo, y Carslake, muy amablemente, le explicó que su acompañante era nuestro candidato, el señor Gabriel.
Rupert St. Loo y Gabriel se saludaron cortésmente y Rupert le deseó suerte, hablando a continuación sobre la campaña e interesándose por cómo iban las cosas.
Permanecían juntos, recortados contra la luz del sol, y yo advertí el contraste verdaderamente cruel de los dos hombres. No era únicamente que Rupert fuera guapo y Gabriel feo y pequeño. Era algo más profundo que todo eso. Rupert St. Loo era equilibrado y seguro. Tenía una cortesía natural y unos modales amables. Se notaba, además, que era honrado. Un mercader chino, por poner un ejemplo, habría permitido que se llevara muchas cosas sin pagarlas, confiaría de lleno en él. Y el mercader chino no se equivocaría. Gabriel tenía un aspecto lamentable comparado con el otro. Estaba nervioso, abusando de las afirmaciones, patiabierto y moviéndose continuamente. Parecía, ¡pobre diablo!, un pequeño hombre vulgar. Peor que eso, parecía esa clase de hombre que sería honesto a condición de que se le recompensara con ello. Era como un perro de dudosos antepasados, que producía excelente impresión hasta que se le colocara al lado de un genuino perro de raza.
Robert estaba al lado de mi coche y atraje su atención hacia los dos hombres con una seña.
Robert captó lo que yo quería indicar y los miró a ambos pensativamente. Gabriel seguía balanceándose, incómodo, de un pie a otro. Tenía que mirar hacia arriba cuando Rupert y él hablaban. No creo que eso le agradara.
Alguien más estaba mirando a los dos hombres. Era Isabella. Sus ojos, al principio, parecían mirar a ambos, pero después, inconfundiblemente, se concentraron en Rupert. Con los labios entreabiertos, echó con orgullo la cabeza hacia atrás y sus mejillas se colorearon ligeramente. Aquella alegría orgullosa de la muchacha era muy agradable de ver.
Robert notó su actitud tras una rápida mirada. Después sus ojos volvieron escrutadoramente al rostro de Rupert St. Loo.
Cuando todos entraron a tomar una copa, Robert se quedó en la terraza. Yo le pregunté que qué pensaba de Rupert St. Loo. Su respuesta fue muy curiosa:
—Podría asegurarte —dijo— que en su bautizo no hubo ni una sola hada malvada.