Aquella tarde fue una de las más impresionantes de todo el verano. La gente se arracimaba en el Gran Granero. Todo el mundo iba elegantemente vestido. Había baile, además de bridge.
Teresa me llevó a presenciar el espectáculo. Todos parecían muy animados. Gabriel contaba historias, mezclándose con la multitud, haciendo gala de ingenio fácil y de rápidas respuestas. Su actitud era amable y confidencial. Dedicaba una atención especial a las damas, exagerando su cortesía con ellas. Pensé que era muy astuto de su parte. Su buen humor resultaba contagioso y todo marchaba sobre ruedas.
Lady St. Loo, delgada y solemne, parecía estar allí para ponerlo todo en funcionamiento. Su presencia era aceptada como un cumplido. Yo había descubierto que, al mismo tiempo, era querida y temida. Era una de esas mujeres que no dudan en decir lo que piensan en todas las ocasiones. En otros aspectos, su amabilidad, aunque no espectacular, era evidentemente muy sincera, tomándose mucho interés por la ciudad de St. Loo y sus vicisitudes.
«El castillo» era muy respetado. Cuando, al comienzo de la guerra, el oficial de alojamiento se mesaba los cabellos a causa de las dificultades para colocar a los evacuados, había llegado un mensaje de lady St. Loo. ¿Por qué no se hacía ella cargo de algunos?
Y a las explicaciones del tartamudo señor Pengeley, en el sentido de que temía que ella tuviese problemas, ya que algunos de los niños eran más bien indisciplinados, ella respondió:
—Naturalmente, nosotras contribuiremos con nuestra cuota. Podemos encontrar fácilmente sitio para cinco niños de edad escolar, o para dos madres con sus familias, lo que usted prefiera.
Las dos madres con familia no habían sido un éxito. Las dos mujeres londinenses se aterrorizaron con los largos pasillos reverberantes del castillo, se quejaron y llegaron a murmurar sobre la posible existencia de fantasmas. Cuando desde el mar soplaba el temporal y la calefacción era insuficiente, las dos mujeres se arrebujaban juntas castañeteándoles los dientes. El lugar era una pesadilla para ellas, acostumbradas al calor amoroso y a la humanidad de un apartamento londinense. Pronto se marcharon y fueron sustituidas por niños en edad escolar, para quienes el castillo resultó una de las cosas más excitantes que jamás hubieran visto. Saltaban entre sus ruinas, vagaban con ansiedad por los pasadizos subterráneos llenos de rumores y disfrutaban en los corredores plagados de ecos. Se sometieron a que lady Tressilian hiciera los oficios de madre. Lady St. Loo les causaba espanto y fascinación, la señora Bigham Charteris les acostumbró a no tener miedo a los caballos y a los perros y mantuvieron excelentes relaciones con la vieja cocinera de Cornualles, que los puso gordos como lechones.
Más tarde, lady St. Loo se quejó por dos veces al oficial de alojamiento. Algunos niños habían sido conducidos a granjas aisladas. Los granjeros en cuestión no eran, según ella, ni amables ni dignos de confianza. Insistió en que se hicieran investigaciones. En algunos casos, se averiguó que los niños estaban mal alimentados. Y en otros, a pesar de comer adecuadamente, estaban sucios y descuidados.
Todo ello fundamentaba el respeto que se le tenía a la vieja dama. El castillo no soportaba que las cosas se hicieran mal, decía la gente.
Lady St. Loo no honró la reunión con su presencia durante mucho tiempo. Ella, su hermana y su cuñada se marcharon juntas. Isabella se quedó para ayudar a Teresa, a la señora Carslake y a las demás damas.
Yo estuve viendo todo aquello durante unos veinte minutos. Luego, Robert empujó mi silla y me devolvió a casa. En la terraza le detuve. Era una noche cálida, y la luna lucía con magnificencia.
—Me quedaré aquí fuera —le dije.
—Bien. ¿Quieres una manta o algo?
—No. Hace calor.
Robert asintió. Volvió sobre sus pasos y se fue al Granero, donde había dejado pendientes varias tareas. Yo me quedé allí, fumando tranquilamente. La silueta del castillo se recortaba contra el mar, bañado por la luz de la luna. Tenía el aspecto de un decorado teatral. Un rumor de música y de voces llegaba del Granero. A mis espaldas la casa estaba a oscuras, completamente cerrada a excepción de una ventana abierta. Un capricho de la luz lunar producía una especie de fantasmagoría luminosa que se extendía desde el castillo hasta Polnorth House.
A través de ella, como si se tratara de una calzada, me complací en imaginar que caminaba una figura que llevaba puesta una reluciente armadura. Era el joven lord St. Loo que volvía a su hogar… Una lástima que el traje de batalla fuera mucho menos romántico que una cota de malla.
Como contrapunto a los ruidos humanos que llegaban del Granero, se escuchaban los mil y un murmullos de la noche de verano, pequeños crujidos y susurros, animales que se arrastraban tras su presa, hojas que se movían, el lejano sonido de una lechuza…
Una felicidad difusa me invadió. Era verdad lo que me había dicho Teresa. Empezaba a vivir de nuevo. El pasado y Jennifer eran como un sueño brillante e insustancial. Entre él y yo había un paréntesis de dolor, oscuridad y letargo de los cuales estaba ahora emergiendo. No podía reanudar mi antigua existencia, el abismo era patente, la vida que estaba comenzando era una vida nueva. ¿Cómo iba a ser esta mi nueva vida? ¿Cómo la concebía yo? ¿Quién y qué era el nuevo Hugh Norreys? Sentí que empezaba a removerse el interés. ¿Qué sabía? ¿Qué podía esperar? ¿Qué iba a hacer?
Vi una figura alta y delgada que salía del Gran Granero. Dudó un momento antes de encaminarse en mi dirección. Supe enseguida que era Isabella. Vino y se sentó en el banco de piedra. La armonía de la noche era total.
Estuvimos largo tiempo sin decirnos nada. Yo era muy feliz. No quería estropearlo hablando. Ni siquiera sabía pensar. El silencio no se rompió hasta que una brisa repentina se levantó del mar y enredó el pelo de Isabella, que se llevó la mano a la cabeza. Me volví a mirarla. Dirigía su vista, como yo lo había hecho antes, hacia la calzada iluminada por la luz de la luna que conducía al castillo.
—Rupert debía llegar esta noche —dije.
—Sí —noté un pequeño nudo en su voz—. Debería llegar esta noche.
—Me he estado figurando su llegada —hablé—. Con armadura y a caballo. Pero, en realidad, supongo que vendrá en traje de campaña y gorra.
—Tiene que venir pronto —dijo Isabella—. ¡Oh, tiene que venir pronto!
Había urgencia, casi angustia en su voz.
Yo no sabía lo que se ocultaba en su mente, pero me sentí vagamente alarmado.
—No te atormentes demasiado pensando en su llegada —traté de consolarla—. Las cosas requieren su ritmo, aunque a veces se esté equivocado.
—Supongo que sí, a veces.
—Tú esperas algo —dije— y no está allí.
Isabella dijo:
—Rupert tiene que venir pronto.
Crecía la angustia de su voz.
Yo le pregunté qué quería decir, pero en ese mismo momento Gabriel, procedente del Granero, se reunió con nosotros.
—La señora Norreys me envía a preguntarle si desea algo —me dijo—. ¿Le apetece una copa?
—No, gracias.
—¿Seguro?
—Completamente.
Gabriel ignoró más o menos a Isabella.
—Pero vaya usted por una —dije.
—No, gracias. Yo tampoco quiero. —Se detuvo y luego dijo—: Una noche maravillosa, ¿eh? En una noche así, el joven Lorenzo, etc.
Nos quedamos los tres en silencio. La música del Granero llegaba tamizada. Gabriel se volvió a Isabella.
—¿Le importaría venir a bailar conmigo, señorita Charteris?
Isabella se levantó y dijo con voz amable:
—Gracias, encantada.
Se marcharon juntos, un poco envarados, sin decirse nada. Yo empecé a pensar en Jennifer. Me pregunté dónde estaría y qué estaría haciendo. ¿Habría encontrado, como suele decirse, su media naranja? Así lo esperaba. Lo esperaba sinceramente.
En realidad, el pensar en Jennifer no me producía ningún dolor, porque la Jennifer que yo había conocido una vez no había existido nunca. Me la había inventado yo mismo para mi satisfacción. Nunca me había turbado la Jennifer real. Entre ella y yo se había alzado la figura de Hugh Norreys, al que le gustaba Jennifer.
Recordaba vagamente cuando era niño y bajaba con mucho cuidado una larga fila de peldaños. Podía escuchar el tenue eco de mi voz, diciendo con arrogancia: «Aquí está Hugh Norreys bajando las escaleras…». Más tarde el niño aprende a decir «yo». Pero sigue siendo un espectador, no «yo». Se ve a sí mismo en una serie de cuadros. Yo había visto a Hugh Norreys confortando a Jennifer, a Hugh Norreys siendo todo en el mundo para Jennifer, a Hugh haciendo feliz a Jennifer, compensando a Jennifer de todo lo que le había ocurrido antes. Seguí el juego. Sí, ahora comencé a pensar como Milly Burt. Milly Burt tomando la decisión de casarse con Jim, viéndose a sí misma haciendo feliz a Jim, librándole de la bebida, sin preocuparse, en realidad, de conocer al Jim real.
Intenté seguir el proceso con John Gabriel. Ése es John Gabriel, compadeciéndose por la pequeña mujercita, halagándola, ayudándola, siendo amable con ella.
Me concentré en Teresa. Ésta es Teresa casándose con Robert. Ahora es Teresa que…
No, no funcionaba. Me di cuenta de que Teresa era adulta. Había aprendido a decir «yo».
Dos figuras salieron del Granero. No venían hacia mí. Torcieron por el camino, bajando hacia la otra terraza y el jardín acuático.
Proseguí mi pasatiempo mental. Lady Tressilian, viéndose a sí misma persuadirme para que recobrara la salud, para que me interesara por la vida. La señora Bigham Charteris viéndose a sí misma como la persona que siempre conoce el medio adecuado de solucionar las cosas, y todavía, a sus ojos, como la eficiente esposa de un coronel de regimiento. Bien, ¿por qué no? La vida es dura y es necesario soñar.
¿Había tenido sueños Jennifer? ¿Cómo era Jennifer en realidad? ¿Me había preocupado alguna vez por saberlo? ¿No había visto siempre lo que quería ver, mi maravillosa, desgraciada y leal Jennifer?
¿Cómo era en realidad? Pensándolo bien no tan maravillosa, no tan leal, y ciertamente desgraciada. Decididamente desgraciada. Recordé su remordimiento, sus autoacusaciones cuando me ocurrió el accidente y me convertí en una ruina destrozada. Todo era culpa suya, todo era obra suya. ¿Qué significa eso, después de todo, sino que Jennifer se veía a sí misma en un papel trágico?
Todo lo que había sucedido era culpa de Jennifer. Eso era Jennifer, la figura trágica y desgraciada, para quien todo marcha mal y carga sobre sus hombros con todo lo erróneo. Milly Burt, probablemente, se conducía de forma similar. Mis pensamientos descendieron repentinamente de las teorías de la personalidad a los problemas presentes. Milly no había venido aquella noche. Quizá fuera prudente por su parte. ¿O causaría su ausencia los mismos comentarios?
Sentí un escalofrío y me sobresalté. Debí de quedarme dormido. Hacía mucho más frío que antes.
Oí unos pasos que ascendían de la parte baja del jardín. Era John Gabriel. Venía hacia mí y advertí que caminaba irregularmente. Me pregunté si habría bebido demasiado.
Llegó hasta mí. Me quedé de una pieza ante su aspecto. Su voz era pesada, las palabras le salían dificultosamente. Presentaba toda la apariencia de un hombre que había estado bebiendo, pero no era el alcohol lo que le había puesto en aquel estado.
Se echó a reír como lo haría un borracho.
—¡Esa niña! —dijo—. ¡Esa niña! Ya le dije a usted que era como cualquier otra. Su cabeza puede estar en las estrellas, pero tiene los pies perfectamente asentados en el suelo.
—¿De qué está usted hablando, Gabriel? —pregunté secamente—. ¿Ha bebido?
Dejó escapar una carcajada.
—¡Eso sí que es bueno! No, no estuve bebiendo. Hay cosas mejores que hacer que beber. ¡Una pequeña orgullosa y presuntuosa! ¡Demasiado buena dama para mezclarse con la chusma! Le he enseñado cuál es su lugar. Le hice bajar de las estrellas, le enseñé de qué está hecha, de barro común. Hace mucho le dije que no era una santa, no lo podía ser con una boca como la suya… Es completamente humana. Tan humana como el resto de nosotros. Haz el amor con cualquier mujer que te guste, todo es lo mismo… ¡Lo mismo!
—Oiga usted, Gabriel —dije conteniendo mi furia—, ¿es que no tiene respeto a nada?
Dibujó una sonrisa.
—Estuve divirtiéndome, viejo —continuó—. Eso es lo que estuve haciendo, divirtiéndome. Divirtiéndome a mi modo, un modo muy intenso además.
—Si usted ha insultado a esa chica de alguna manera…
—¿Chica? Es una mujer hecha y derecha. Sabe perfectamente lo que hace y lo que debe hacer. Es una mujer completa. Créame.
Se rió de nuevo. El eco de aquella risa me persiguió durante muchos años. Eran carcajadas toscas y descarnadas, horriblemente desagradables. Le odié entonces y sigo odiándolo ahora.
Yo era espantosamente consciente de mi propio desamparo, de mi impotencia, de mi inmovilidad. Él me obligó a darme cuenta de ello con una mirada repentina y desdeñosa. No puedo imaginar a nadie más odioso de lo que lo fue Gabriel aquella noche.
Otra vez se echó a reír y se fue tambaleándose hacia el Granero.
Yo me quedé mirándole, lleno de impotencia e ira. Luego, mientras todavía daba vueltas a la amarga realidad de mi invalidez, oí que alguien subía las escaleras de la terraza. Ahora las pisadas eran seguras y tranquilas.
Isabella subió a la terraza, vino junto a mí y se sentó en el banco de piedra, a mi lado.
Sus movimientos, como siempre, eran seguros y tranquilos. Se sentó en silencio, como lo había hecho antes, aquella misma noche. Sin embargo, yo me di cuenta, con una conciencia clara, de que existía una diferencia. Era como si, sin ninguna señal externa, buscara seguridad. Algo estaba despierto y se agitaba en su interior. Comprendí que se hallaba en un profundo bache espiritual. Pero yo no sabía, ni siquiera podía sospecharlo, qué era lo que ocurría con exactitud en su cabeza. Tal vez ella misma no lo supiera tampoco.
Dije, con cierta incoherencia:
—Querida Isabella, ¿todo marcha bien?
Respondió rápidamente:
—No lo sé.
Unos minutos después puso su mano sobre la mía. Era un gesto de cariño y confianza, un gesto que no he olvidado nunca.
No hablamos. Estuvimos allí, sentados, casi una hora. Después, la gente empezó a salir del Gran Granero y varias mujeres vinieron, hablaron y se felicitaron las unas a las otras de lo bien que había salido todo. Una de ellas se llevó a Isabella a casa en su coche.
Todo fue irreal. Como un sueño.