Todo el mundo tenía que decir alguna palabra sobre el asunto de John Gabriel y Milly Burt. Y todo el mundo, más tarde o más temprano, me venía con el cuento. Mi habitación, durante los preparativos de la jornada de bridge, se convirtió en una especie de sala de paso. La gente llegaba hasta allí a por tazas de té o copas de jerez. Por supuesto que Teresa podía haberlo prohibido, pero no lo hizo y a mí me pareció muy bien porque me sentía profundamente interesado ante aquel entramado, velozmente tejido, de cotilleo, malicia y oscura envidia.
Entre Milly Burt y John Gabriel no existía, de eso estaba ya seguro, nada que pudiera ser censurado. Amistad y pena por parte de él; adoración al héroe por parte de ella.
Pero me daba cuenta de que, en la situación actual, estaban implícitas las especulaciones disparatadas que la chismorrería maliciosa había anticipado. Técnicamente inocente, Milly Burt, siendo o no consciente de ello, estaba ya más que medio enamorada de John Gabriel. Gabriel era esencialmente un hombre de apetitos sensuales. En cualquier momento la caballerosidad protectora se podía transformar en pasión.
Pensaba que, a no ser por las exigencias electorales, su amistad se habría convertido ya en un asunto amoroso.
Sospechaba yo que Gabriel era un hombre que necesitaba ser amado y, al propio tiempo, admirado. El veneno subterráneo que existía en él podría apaciguarse mientras hubiera alguien a quien pudiese querer y proteger. Milly Burt era ese tipo de mujer que necesitaba ser querida y protegida.
Interiormente pensé, con cinismo, que sería uno de los mejores ejemplos de adulterio, basado menos en la lujuria que en el amor, la amabilidad y la gratitud. Pero sería, en definitiva, un adulterio, y una elevada proporción del electorado de St. Loo lo vería como tal y sin circunstancias atenuantes, lo cual supondría inmediatamente un aumento de votos para el reseco señor Wilbraham, cuya vida privada era intachable. Incluso podría ocurrir que la gente se abstuviera por completo de votar y se quedara en su casa.
Acertada o erróneamente Gabriel luchaba en las elecciones basándose en su atractivo personal. Los votos que obtuviese serían otorgados a John Gabriel, no a mister Churchill. Y John Gabriel estaba patinando sobre una delgada capa de hielo.
—Sé que seguramente no debería mencionar una cosa así —dijo lady Tressilian. Estaba jadeante. Desabrochaba su chaqueta de franela gris y bebía ansiosamente el té servido en una de las últimas tazas Rockingham de la señorita Amy Tregellis. Dejó deslizar su voz como en una conspiración—: Pero me pregunto si alguien ha dicho algo sobre la señora Burt y nuestro candidato.
Me miró como un perro spaniel angustiado.
—Me temo —dije— que la gente ya se haya ido de la lengua.
Su rostro agradable pareció entristecerse.
—Oh, querido —dijo—. ¡Ojalá no lo hicieran! Ella es encantadora, verdaderamente encantadora. No es en absoluto de ese tipo… Quiero decir de las falsas. Si hubiera algo, algo pecaminoso y preocupante, entonces lo ocultarían y nadie sabría nada de nada. Precisamente, porque todo es claro, no ocultan nada de lo que hacen. Eso me parece a mí.
La señora Bigham Charteris irrumpió con energía en aquel punto. Estaba llena de indignación a causa de un caballo o alguna cuestión parecida.
—¡Ineficiente desgraciado! —escupió—. Ese hombre, Burt, es absolutamente indigno de confianza. Cada vez bebe más y, para colmo, está empezando a fallar en su trabajo. Desde luego supe siempre que era muy descuidado con los perros; sin embargo, ponía mucha atención con los caballos y las vacas. Los granjeros hablaban muy bien de él. Pero me acabo de enterar de que la vaca de Polneathy murió de parto a causa de su negligencia. Y también la yegua de Bentley. Burt terminará muy mal si no tiene más cuidado.
—Precisamente le estaba hablando al capitán Norreys de la señora Burt —dijo lady Tressilian—. Le he preguntado si había oído algo.
—Todo es un montón de insensateces —dijo con decisión la señora Bigham Charteris—. Pero estas cosas hacen mucho daño. Ahora a la gente le ha dado por decir que ésa es la razón por la que Burt bebe demasiado. Más chismes e insensateces. Burt ya bebía mucho y golpeaba constantemente a su mujer antes de que el mayor Gabriel llegara a este lugar.
—Sin embargo —apuntó la señora Charteris— debemos hacer algo sobre este asunto. Alguien tiene que hablarle al mayor Gabriel.
—Creo que Carslake ya lo hizo —dije.
—Ese hombre no tiene ningún tacto —continuó la señora Bigham Charteris—. Demasiado blando de corazón, ése es su problema. ¡Hum! Mejor sería que alguien le hablase a ella. Aconsejarle que se aparte de él hasta después de las elecciones… Supongo que no tendrá la menor noticia de lo que la gente está diciendo —Se volvió hacia su cuñada—. Lo mejor será que lo hagas tú, Agnes.
Lady Tressilian se agitó y se defendió con voz quejumbrosa:
—Oh, de verdad, Maud, no sabría qué decirle. Estoy segura de no ser la persona adecuada.
—Bien, tendremos que arriesgarnos a que lo haga la señora Carslake. Esa mujer es veneno puro.
—¡Un momento, escuchen! —dije con preocupación—. Tengo la sospecha de que al frente de todas las murmuraciones se encuentra ella misma.
—¡Oh, seguro que no! No haría nada que perjudicara las posibilidades de nuestro candidato.
—Te sorprenderías, Agnes —dijo la señora Bigham Charteris—, de las cosas que he visto en un regimiento. Si una mujer está despechada pasa por encima de todo, incluso de las oportunidades de promoción de su marido. Si me lo preguntas —siguió diciendo— te diré que a ella le gustaría mucho tener un apacible flirt con John Gabriel.
—¡Maud!
—Pregúntale al capitán Norreys lo que piensa. Él está en el secreto y la mayor parte del juego se desarrolla ante sus ojos.
Las dos mujeres se quedaron mirándome con interés.
—Ciertamente, no sé —comencé a decir. Rápidamente cambié de opinión—. Creo que tiene toda la razón —le dije a la señora Bigham Charteris.
El significado de algunos comentarios a medias palabras y ciertas miradas de la señora Carslake me habían iluminado súbitamente. Pensé que era muy posible, por extraño que pareciera, que la señora Carslake no solo no hubiera dado un paso para cortar los rumores que estaban en el ambiente, sino que quizá y secretamente les hubiera dado más fuerza.
Me puse a considerar que aquél era un mundo desagradable.
—Si alguien tiene que darle un consejo a Milly Burt, creo que el capitán Norreys es la persona indicada —dijo inesperadamente la señora Bigham Charteris.
—¡No! —grité.
—A usted le agrada ella y un inválido está siempre en una situación privilegiada para estas cosas.
—¡Oh, estoy completamente de acuerdo! —dijo lady Tressilian, encantada con una idea que la eximía de una tarea desagradable.
—No —volví a repetir.
—Ahora está trabajando en la decoración del Granero —dijo la señora Bigham Charteris, levantándose enérgicamente—. Le diré que venga con la excusa de que le espera una taza de té.
—No haré nada de eso —grité.
—Sí lo hará —dijo la señora Bigham Charteris, quien no en vano era la mujer de un coronel—. Todos debemos hacer algo para que esos horribles socialistas no sean elegidos.
—Es ayudar a nuestro querido señor Churchill —dijo lady Tressilian—. Después de todo lo que ha hecho por el país…
—Ahora que ha ganado la guerra para nosotros —dije—, debería sentarse a escribir una historia de la guerra, ya que es uno de los mejores escritores de nuestros tiempos, y descansar tranquilamente mientras los laboristas administran mal la paz.
La señora Bigham Charteris se dirigió enérgicamente hacia la ventana. Seguí dirigiéndome a lady Tressilian.
—Churchill se merece un descanso —dije.
—Piense en el caos que pueden organizar los laboristas —dijo lady Tressilian.
—Imagínese el caos que puede organizar cualquiera —dije—. No hace falta que nadie ayude a crear problemas después de una guerra. ¿No cree que sería mejor que no fuera uno de los nuestros? De todas maneras —añadí frenéticamente al oír pasos y voces fuera— usted es la persona indicada para persuadir a Milly Burt. Esas cosas se aceptan mejor viniendo de otra mujer.
Pero lady Tressilian negó con la cabeza.
—No —dijo—, en absoluto. Usted es la persona indicada. Estoy segura de que ella lo entenderá.
Al decir «ella», supuse que se estaba refiriendo a Milly Burt. Yo albergaba serias dudas de que ella lo comprendiera.
La señora Bigham Charteris acompañó a Milly Burt a la sala como un destructor naval acompaña a un barco mercante.
—Ya ha llegado —dijo sin aliento—. Aquí tiene el té. Sírvase una taza, siéntese y hable con el capitán Norreys. Agnes, venga conmigo. ¿Qué hizo con los premios?
Las dos mujeres salieron de la habitación. Milly Burt se sirvió una taza de té y se sentó frente a mí. Parecía un poco desconcertada.
—¿Algo no va bien? —preguntó.
Quizá si no hubiera empezado con esa frase yo habría eludido la tarea que me había sido impuesta. Pero ahora me resultaba mucho más fácil decir lo que tenía que decir.
—Es usted una persona muy agradable, Milly —dije—. ¿Ha reparado en cuántas personas no lo son?
—¿Qué quiere decir, capitán Norreys?
—¿Sabe qué habladurías maliciosas corren por aquí a propósito de usted y el comandante Gabriel? —dije.
—¿Sobre mí y el comandante Gabriel? —Se puso de pie. Un leve rubor cubrió su cara hasta la raíz del cabello. Me sentí violento y hube de desviar la mirada—. ¿No será más bien en Jim, de quien la gente habla también, en quien estarán pensando…?
—Cuando hay elecciones —dije, odiándome a mí mismo—, el presunto candidato tiene que ser muy cuidadoso. Tiene, dicho sea con palabras de San Pablo, que evitar incluso la apariencia de pecado… ¿Se da cuenta? Pequeñas cosas sin importancia, como tomar café con él en el Ginger Cat, o que él la encuentre en la calle y le lleve sus paquetes, son suficientes para hacer pensar mal a la gente.
Me miró con ojos muy abiertos, aterrorizados.
—Pero usted sabe que no hay nada entre nosotros, ¿verdad? Que sólo nos hablamos, que lo único que ocurre es que el mayor es muy amable… Eso es todo. ¡De verdad, eso es todo!
—Claro que lo sé. Pero un presunto candidato no puede permitirse siquiera el ser amable. Así es —añadí con amargura— la pureza de nuestros ideales políticos.
—Jamás le ocasionaría ningún daño. Por nada del mundo.
—Estoy seguro de ello.
Me miró interrogante.
—¿Qué es lo que puedo hacer para que se arreglen las cosas?
—Yo, simplemente, le sugeriría que se apartase de él hasta que las elecciones hubiesen terminado. Intentar, si es posible, no dejarse ver juntos en ningún sitio público.
Ella asintió rápidamente.
—Sí, desde luego. Nunca le estaré lo suficientemente agradecida, capitán Norreys. Jamás lo hubiera pensado. Yo… ¡Él es tan maravilloso conmigo!
Se levantó y todo hubiera terminado muy satisfactoriamente si a John Gabriel no se le hubiese ocurrido entrar en ese momento.
—Hola —dijo—. ¿Qué tal por aquí? Acabo de llegar de un mitin. Estoy afónico de tanto hablar. ¿Puedo tomar un jerez? Tengo que visitar después a unas monjas y no estará bien que el aliento me huela a whisky.
—Tengo que irme ahora —dijo Milly—. Adiós, capitán Norreys. Adiós, mayor Gabriel.
Gabriel intentó detenerla:
—Espere un momento. La acompañaré a su casa.
—No, no, ¡por favor! —pidió la mujer—. Tengo que darme prisa.
—De acuerdo, en ese caso sacrificaré el jerez.
—¡Por favor! —Ella estaba torturada, sonrojada—. No quiero que venga. Quiero irme sola.
Casi salió corriendo de la habitación. Gabriel se me acercó.
—¿Quién le ha estado hablando? ¿Usted?
—Sí —contesté.
—¿Qué es lo que pretende, capitán Norreys, metiéndose en mis asuntos?
—No me importan nada sus asuntos. Este asunto es el del partido conservador.
—¿Le importa tanto el partido conservador?
—Cuando me pongo a pensar en ello, no —admití.
—Entonces, ¿por qué asume usted el papel de desfacedor de entuertos?
—Si lo quiere saber, le diré que lo hago porque me agrada la señora Burt. Si ella tuviera que lamentar más tarde el que usted perdiera las elecciones por alguna razón relacionada con la amistad de ella, se sentiría muy desgraciada.
—Yo no perderé las elecciones por mi amistad con ella.
—Es muy posible que sí, Gabriel. Usted subestima la fuerza de la imaginación malsana y lasciva.
Gabriel asintió. A continuación preguntó:
—¿Quién le pidió que hablara con ella?
—La señora Bigham Charteris y lady Tressilian.
—¡Esas viejas zorras! ¿Y lady St. Loo?
—No —respondí—. Lady St. Loo no tiene nada que ver con esto.
—¡Si supiera que había sido idea de ella —dijo Gabriel encolerizado— me llevaría a Milly Burt el próximo fin de semana y al demonio con todas esas viejas!
—Ése sería un final muy feliz —dije—. Creí que quería ganar las elecciones.
De repente, recobrado su buen humor, se echó a reír.
—¡Las ganaré! —dijo—. ¡Las ganaré!