Nuestra próxima diversión local era la jornada del bridge. La estaba organizando el Instituto de Mujeres.
Tendría lugar donde siempre se celebraban los acontecimientos de este tipo, en el Gran Granero de Polnorth House. El Gran Granero, lo pongo de relieve, era algo especial. Entusiasmados anticuarios venían para maravillarse, medirlo, fotografiarlo y escribir sobre él. Era considerado en St. Loo como un bien público. Los habitantes se sentían orgullosos de él.
Hubo un gran revuelo y una desusada actividad por aquellos días. Los miembros organizadores del Instituto de Mujeres no paraban. Yo, gracias a Dios, permanecí al margen de aquella corriente, aunque de vez en cuando mi cuñada me presentaba lo que yo solo puedo describir como especímenes elegidos para mi diversión y entretenimiento.
Desde que Teresa supo que me agradaba Milly Burt, ésta se sentaba con frecuencia a mi lado y emprendíamos juntos diversas tareas, como imprimir invitaciones, pegar sobres o envolver objetos decorativos.
Fue en el transcurso de estas operaciones cuando escuché la historia de la vida de Milly. Como John Gabriel me había dicho tan brutalmente, yo solo podía justificar mi existencia convirtiéndome en una especie de receptor. Podía no ser apto para nada más, pero todavía servía para escuchar.
Milly Burt me hablaba sin ser consciente del todo. Era una especie de autorrevelación rebosante de alegría.
Me habló mucho de John Gabriel. Su admiración por el héroe, por lo que a ella atañía, se había incrementado en vez de disminuir.
—Lo que me maravilla de él, capitán Norreys, es que sea tan amable. Quiero decir que estando tan cansado y tan ocupado con su trabajo, y teniendo tantas cosas importantes que hacer, siempre está en todo y tiene un modo de hablar muy agradable. Nunca conocí a nadie como él.
—En eso, seguramente tiene usted razón —dije.
—Con todo su brillante historial de guerra, no es orgulloso ni presumido. A mí me trata como si fuera una persona importante. Es agradable con todo el mundo y en su trato siempre tiene presente si los hijos de los demás están muertos, o si se hallan fuera, en Birmania, por ejemplo, y constantemente sabe la palabra justa que hay que decir para que la gente se ría y se encuentre a gusto. No me explico cómo se las arregla para hacer todo eso.
—Tiene que haber leído el «Si», de Kipling —dije fríamente.
—Sí. Estoy segura de que él llena el minuto implacable con el valor de la distancia recorrida en sesenta segundos si nadie lo hace.
—Probablemente el valor de ciento veinte segundos —sugerí—. Sesenta segundos no serían suficientes para Gabriel.
—Me gustaría entender más de política —dijo Milly deseosa—. He leído todos los escritos, pero no sirvo para hacer propaganda, para persuadir a la gente de que vote. No sé las respuestas a las preguntas que hacen.
—Oh, no tiene importancia —dije consolándola—. Eso es cuestión de maña. Pero de cualquier modo, para mí la propaganda es inmoral.
Ella me miró sin comprender.
—Nunca se debería convencer a la gente para que vote en contra de sus convicciones —proseguí, intentando que ella comprendiera.
—Ya… Me doy cuenta de lo que quiere decir. Pero ¿verdad que nosotros estamos convencidos de que los conservadores son los únicos que pueden terminar con la guerra y conseguir una verdadera paz?
—Señora Burt —respondí—, ¡qué espléndida tory es usted! ¿Es eso lo que dice cuando se pone a hacer propaganda?
Se sonrojó.
—No, en realidad no sé lo suficiente como para hablar de política. Pero puedo asegurar lo sincero y espléndido que es el mayor Gabriel. Y que es la gente como él la que verdaderamente nos interesa.
Bien, pensé para mí mismo; quizá acaben poniéndole a una calle el nombre de Gabriel.
Fijé mis ojos en su rostro sonrojado y serio. Sus ojos marrones brillaban. Durante unos incómodos momentos me pregunté si lo que había era algo más que la admiración al héroe.
Como si respondiese a mi pensamiento, la cara de Milly se ensombreció.
—Jim cree que soy una estúpida —dijo con voz triste.
—¿Sí? ¿Y por qué?
—Dice que soy tan estúpida como para no poder entender nada de política. Dice que en todo esto yo, probablemente, no sirva de nada, y que todos aquellos a quienes les hable terminarán votando por los contrarios. Capitán Norreys, ¿usted cree que eso es verdad?
—No, no lo creo —dije firmemente.
Ella se animó un poco.
—Sé que soy estúpida en algunas cosas, pero solo me pasa cuando estoy asustada y Jim siempre me aturde. Le gusta ponerme nerviosa. Le gusta…
Se detuvo. Sus labios estaban temblando.
Entonces, repentinamente, arrojó al suelo las blancas tiras de papel con las que estábamos ocupados y empezó a llorar, con unos sollozos tan profundos que partían el corazón.
—¡Mi querida señora Burt! —dije sin poder hacer nada.
¡Qué demonios podía hacer un hombre postrado sin remedio en un coche de inválido! No podía ponerle una mano encima del hombro, ni deslizarle un pañuelo en la mano, ya que no estaba lo suficientemente cerca. No podía murmurar una excusa y salir de la habitación. Ni siquiera podía decir: «Le traeré una taza de té».
No, tenía que cumplir mi función, la función que, como Gabriel me había dicho tan amablemente (o cruelmente), era la única que me quedaba.
Así que, sin poder hacer nada más, dije: «¡Mi querida señora Burt!», y esperé.
—Soy tan infeliz —murmuró al poco rato—, tan terriblemente desgraciada… Me doy cuenta ahora. Nunca debí casarme con Jim.
Dije débilmente:
—¡Oh, vamos! No será tan malo como usted lo pinta, de eso estoy seguro.
—Era tan amable y tan arrogante… Y acostumbraba a gastar unas bromas tan divertidas… Generalmente venía a ver cómo marchaban los caballos. ¿Sabe?, papá tenía una escuela de montar. Jim tenía un aspecto estupendo encima de un caballo.
—Ya, ya.
—Entonces no bebía mucho. Bueno, quizá lo hiciera, pero yo no me daba cuenta de ello. Aunque creo que hubiera debido dármela, porque la gente venía y me lo contaba. Me decían todos que empinaba el codo demasiado. Pero yo no lo creía, capitán Norreys. Una no cree esas cosas, ¿verdad?
—No —dije.
—Pensé que abandonaría todo eso cuando estuviéramos casados. Tengo la certeza de que no bebió en absoluto mientras estuvimos prometidos. Estoy segura de que no lo hizo.
—Probablemente, no —dije—. Un hombre es capaz de todo cuando está haciendo la corte a una dama.
—Y decían que además era cruel. Pero yo no lo creí. Era muy dulce conmigo. Aunque una vez le vi castigar a un caballo con el que había perdido los estribos… —Le dio un ligero y rápido escalofrío y entornó los ojos—. Sentí de un modo diferente, pero solo durante un momento. «No voy a casarme contigo si ésa es la clase de hombre que eres», me dije a mí misma. De repente me sentí como si él fuera un extraño, como si no se tratara de mi Jimmy. Habría sido divertido si hubiera roto con él en aquella ocasión, ¿verdad?
Divertido no era lo que ella quería decir exactamente, pero ambos estuvimos de acuerdo en que habría sido divertido. Y también muy afortunado.
Milly continuó:
—Pero todo pasó, Jim me dio explicaciones y yo comprendí que todo hombre pierde la paciencia de vez en cuando. Pero tampoco me pareció nada importante. Creí que le iba a hacer tan feliz que jamás le haría falta darse a la bebida, ni perder la calma. Por eso deseaba tanto casarme con él, para hacerle feliz.
—Hacer feliz a otro no es el verdadero propósito del matrimonio —dije.
Ella se me quedó mirando.
—Pero seguramente, si se ama a alguien, lo primero en que se piensa es en hacerle feliz.
—Ésa es una de las formas más insidiosas de autocomplacencia —dije—. Y está muy extendida. Ha causado probablemente más desgracias que cualquier otra cosa en las estadísticas matrimoniales.
Ella todavía me miraba. Cité estas palabras de la sabiduría triste de Emily Bronte:
He conocido cien maneras de amar y cada una de ellas hacía arrepentirse al amado.
Milly protestó:
—¡Creo que eso es horrible!
—Amar a alguien —proseguí— es ponerle encima una carga casi intolerable.
—Verdaderamente dice usted unas cosas muy divertidas, capitán Norreys.
Casi parecía dispuesta a reírse.
—No me haga caso —le dije—. Mis opiniones no son ortodoxas. Solo son el resultado de una triste experiencia.
—Oh, usted también ha sido desgraciado, ¿verdad?
Me protegí de la simpatía que despertaba en sus ojos. Llevé de nuevo la conversación a Jim Burt. Era una desgracia para Milly, pensé, que fuese del tipo de mujeres que se intimida con facilidad, es decir, el peor tipo para casarse con un hombre como Jim Burt. Por lo que yo había oído de él, sospeché que era de esa clase de hombres a quienes la energía les gusta tanto con los caballos como con las mujeres. Una irlandesa pendenciera quizá le hubiera contenido y hasta hubiera podido conseguir de él un respeto involuntario. Lo que resultaba fatal para Jim era tener poder sobre un animal o sobre un ser humano. Su disposición sádica se alimentaba con el miedo que le tenía su mujer, y sus lágrimas, sus sollozos. Lo penoso del asunto era que Milly Burt (o por lo menos yo lo pensaba así) habría sido una mujer feliz y contenta con cualquier otro hombre. Le habría escuchado, sabría halagarle. Y ella habría incrementado su propia estimación y su buen humor.
Ella habría sido, lo pensé de repente, una buena esposa para John Gabriel. Quizá no hubiera dado pábulo a sus ambiciones (¿de verdad era él ambicioso?, yo lo ponía en duda); pero habría mitigado en el mayor aquella pesadumbre y aquella amargura que, de vez en cuando, se manifestaban a través de la casi insufrible seguridad de su carácter.
Jim Burt, por lo visto, combinaba los celos con la negligencia, lo cual no es en absoluto extraño. Injuriando a su mujer por su poco ánimo y su estupidez, todavía reaccionaba con violencia ante cualquier muestra de amistad que otro hombre dedicara a su esposa.
—Usted no lo creerá, capitán Norreys, pero incluso ha dicho cosas terribles sobre John Gabriel. Y solo porque el mayor me invitó a tomar café en el Ginger Cat una mañana, la semana pasada. Estuvo tan amable… Me refiero al mayor Gabriel, no a Jim. Permanecimos sentados durante mucho tiempo, aunque estoy segura de que él tenía infinidad de cosas que hacer. Me habló de un modo muy agradable, preguntándome cosas de papá y de los caballos, o de cómo solía ser entonces la vida en St. Loo. ¡No pudo haber estado más maravilloso! Y después, después, tener que oír decir a Jim las cosas que dijo… Le dio uno de sus accesos, me retorció el brazo y yo me encerré en mi habitación. A veces me aterroriza Jim… Oh, capitán Norreys, soy tan horriblemente desgraciada que a veces preferiría estar muerta.
—No —exclamé—, no lo desea, señora Burt, no de verdad.
—¿Pero qué va a ser de mí? —preguntó con amargura—. No puedo esperar nada del futuro. Todo irá de mal en peor. Jim está perdiendo gran parte de su trabajo por culpa de la bebida. Y eso le pone aún más loco. Le tengo pánico. De verdad que le tengo terror.
La calmé lo mejor que pude. Yo no creía que las cosas estuviesen tan mal como ella las pintaba. Pero era, ciertamente, una mujer muy desgraciada.
Le dije a Teresa que la señora Burt llevaba una existencia miserable, pero Teresa no pareció muy interesada.
—¿No sientes curiosidad por su historia?
Mi cuñada respondió:
—No demasiada. Las esposas desgraciadas suelen parecerse todas tanto, que sus historias resultan más bien monótonas.
—¡En realidad eres completamente inhumana, Teresa!
—Admito —concedió mi cuñada— que la simpatía nunca ha sido mi punto fuerte.
—Tengo el confuso presentimiento —dije— de que la desgraciada mujercita está enamorada de Gabriel.
—Casi seguro diría yo —dijo Teresa secamente.
—¿Y no sientes lástima por ella?
—Bueno, no por esa razón. Me parece que enamorarse de Gabriel sería una de las más fascinantes experiencias.
—¡Teresa! —protesté—. No estarás enamorada de él tú también, ¿verdad?
No, Teresa dijo que no lo estaba. Afortunadamente, añadió.
Me fijé en la última palabra y le dije que era ilógica. Acababa de decir que enamorarse de John Gabriel sería una experiencia fascinante.
—No para mí —dijo Teresa—. Porque me repugna, siempre me ha repugnado, la emoción sentimental.
—Sí —dije pensativamente—. Eso me parece cierto. Pero ¿por qué? No puedo comprenderlo.
—Y yo no te lo puedo explicar.
—Inténtalo —insistí.
—¡Cómo te gusta indagar, querido Hugh! Supongo que es porque no tengo instinto para vivir. El sentir que mi voluntad y mi cerebro pueden ser hundidos y vencidos por la emoción, es para mí insufrible. Puedo controlar mis acciones y, en gran medida, mis pensamientos. Pero el no poder hacer lo mismo con mis emociones resulta insultante para mi orgullo, es algo que me humilla.
—¿Crees tú que, en realidad, hay algo peligroso entre John Gabriel y la señora Burt? —pregunté.
—Lo que ha habido hasta ahora son escarceos. Carslake está molesto por ello. La señora Carslake dice que se murmura demasiado sobre el asunto.
—¡Esa mujer! Lo haría ella muy complacida.
—Sí que lo haría —asintió Teresa—, tal como dices. Pero representa a la opinión pública, la opinión de los estratos maliciosos y chismosos de St. Loo. Comprendo que la lengua de Burt se mueva con toda libertad si tiene dos copas de más, lo cual, por lo visto, sucede muy a menudo. Tiene fama de marido celoso y no harán caso a muchas cosas que diga, pero de todas formas dará lugar a habladurías.
—Gabriel tendría que andarse con cuidado —dije.
—El ser cuidadoso no es normal en él, ¿no te parece?
—¿Y crees que le importa realmente esa mujer?
Teresa lo pensó un poco antes de contestar.
—Me parece que está muy apenado por ella. Es un hombre con tendencia a la piedad.
—¿Te parece que puede llegar a convencerla para que abandone a su marido? ¡Eso sería un desastre!
—¿De verdad?
—Mi querida Teresa, echaría a perder el espectáculo.
—Ya lo sé.
—¿Y eso no sería fatal?
Teresa dijo con una voz extraña:
—¿Para John Gabriel? ¿O para el partido conservador?
—En quien estaba pensando era en John Gabriel… Pero para el partido también, por supuesto.
—Desde luego que a mí la política no me interesa demasiado —dijo Teresa—. No me importa nada que un laborista consiga ser elegido una vez más para ir a Westminster, aunque me metería en un buen lío si los Carslake me oyeran decir esto. Lo que me pregunto es si sería un desastre o no para John Gabriel. Suponte que llegara a ser un hombre más feliz.
—Pero él tiene el firme propósito de ganar las elecciones —exclamé.
Teresa dijo que el éxito y la felicidad eran dos cosas completamente distintas.
—No creo —dijo— que vayan unidas nunca.