12

Aquella tarde nos reunimos a tomar el té.

Estaba en St. Loo una sobrina de la señora Carslake. Había sido compañera de escuela de Isabella, según nos contó su tía. Y como yo nunca había podido imaginarme a Isabella en la escuela, me pareció muy bien la idea de Teresa, cuando nos sugirió invitar a tomar el té a la señora Carslake y a su sobrina. Teresa también había invitado a Isabella.

—Va a venir Anne Mordaunt. Creo que fue condiscípula tuya.

—Había varias Anne —puntualizó Isabella vagamente—. Anne Trenchard, Anne Langley y Anne Thompson.

—Olvidé cuál era su nombre de soltera. La señora Carslake me lo dijo.

Anne Mordaunt resultó haber sido Anne Thompson. Era una joven vivaracha, de modales decididos y más bien desagradables. O por lo menos ésa fue mi impresión. Estaba en Londres, en un ministerio, y su marido en otro. Tenían un niño, al que habían dejado convenientemente apartado en algún sitio donde no interfiriera a la valiosa contribución que Anne Mordaunt prestaba al esfuerzo de la guerra.

—Aunque mi madre dice que debimos traer a Tony, ahora que los bombardeos han terminado… Pero en realidad opino que tener a un niño en Londres es muy difícil en la situación actual. El piso es demasiado pequeño y no se pueden conseguir institutrices apropiadas. Además, están las comidas, y yo estoy fuera todo el día.

—De verdad, pienso —dije— que es una demostración de civismo público por su parte el tener un niño cuando por otra parte tiene tanto y tan importante trabajo que realizar.

Vi que Teresa, sentada al otro lado de la gran bandeja que contenía el servicio de té, sonreía un poco. Gentilmente incliné la cabeza.

Pero mi comentario fue muy bien recibido por la señora Mordaunt. En efecto, pareció agradarle.

—Una siente —dijo— que no quiere eludir ninguna de sus responsabilidades. Los niños se necesitan urgentemente. Sobre todo en nuestra clase. —Y añadió, como una especie de reflexión tardía—: Aparte de eso, estoy consagrada absolutamente a Tony.

Después se volvió hacia Isabella y las dos se sumergieron en las reminiscencias de los viejos tiempos de St. Ninian. Me hizo el efecto de una conversación en la cual una de las dos participantes no conocía su papel. Anne Mordaunt se vio en aprietos más de una vez.

La señora Carslake le dijo a Teresa:

—Siento que Dick se retrase. No puedo saber qué es lo que le retiene. Esperaba estar en casa sobre las cuatro y media.

Isabella dijo:

—Creo que el mayor Gabriel está con él. Pasó por la terraza hace aproximadamente un cuarto de hora.

Me quedé sorprendido. No había oído pasar a nadie. Isabella estaba sentada de espaldas a la ventana y no pudo, casi con toda seguridad, ver pasar a nadie. Yo había tenido mis ojos puestos en ella y ciertamente no había vuelto la cabeza, ni había mostrado el menor indicio de ver a alguien. Sabía que su oído era extraordinariamente fino, pero me sorprendió cómo había averiguado que se trataba de John Gabriel.

Teresa se dirigió a la muchacha:

—¿No le importaría, Isabella, ir a preguntarles a los dos si les gustaría venir a tomar el té? No, por favor, señora Carslake, no se mueva.

Pudimos ver cómo desaparecía la alta figura de Isabella camino de la puerta.

Habló la señora Mordaunt:

—Isabella no ha cambiado en absoluto. Es la misma de siempre. Siempre fue la más extraña de las chicas. Caminaba como si viviera en un sueño. Siempre nos impresionó que fuera tan inteligente.

—¿Inteligente? —pregunté bruscamente.

La señora Mordaunt se volvió hacia mí:

—Sí, ¿no lo sabía? Isabella es endemoniadamente inteligente. A la señorita Curtis, la directora, casi se le partió el corazón cuando supo que no seguiría en Somerville. Se matriculó cuando solo tenía quince años y recibió varias distinciones.

Yo seguía viendo a Isabella como a una muchachita encantadora, pero no como a una joven muy dotada intelectualmente. Todavía miraba con incredulidad a Anne Mordaunt.

—¿Qué materias eran las que se le daban mejor? —pregunté.

—¡Oh, astronomía y matemáticas! En matemáticas era un lince. Y también en latín, y en francés. Se aprendía cualquier cosa si se empeñaba. Y en realidad todo le importaba un comino. Eso partió el corazón de la señorita Curtis. Todo lo que Isabella parecía querer hacer era volver y quedarse a vivir en ese viejo castillo.

Regresó Isabella, seguida del capitán Carslake y del mayor Gabriel.

La reunión discurrió como de costumbre.

—Lo que de verdad me enfurece, Teresa —le dije más tarde, aquella noche, a mi cuñada—, es la imposibilidad de saber realmente cómo es una persona. Por ejemplo, Isabella Charteris. Esa tal Mordaunt me la describió como un cerebro. Yo tenía la costumbre de pensar que era, más o menos, una retrasada mental… También alguna vez hubiera podido decir que su característica más acusada es la honestidad. Sin embargo, la señora Carslake dice que es artificial. ¡Artificial! Una palabra horrible. John Gabriel dice que es una relamida y una presuntuosa. Tú… Bueno, ahora no sé lo que piensas porque casi nunca dices nada personal sobre la gente. ¿Pero cuál es la verdad de una criatura humana que puede parecer tan diferente a personas distintas?

Robert, que casi nunca se metía en nuestras conversaciones, se movió con nerviosismo y dijo inesperadamente:

—¡En realidad, tú mismo has dado la respuesta! La gente parece diferente a diversas personas. Lo mismo que las cosas. Los árboles, por ejemplo, o el mar. Dos pintores te darían una idea completamente distinta del puerto de St. Loo.

—¿Quieres decir que un pintor lo reflejaría de una manera concreta y, el otro, de una forma abstracta?

Robert, un poco disgustado, negó con la cabeza. Odiaba hablar de pintura. Nunca encontraba las palabras precisas para expresar lo que quería decir.

—No —dijo—. En realidad lo verían de distinta forma. Probablemente, y no lo sé, hay una tendencia a resaltar los rasgos de las cosas que te son más significativas.

—Y uno hace lo mismo con las personas, ¿lo crees así? Pero no se pueden tener dos cualidades diametralmente opuestas. Piensa en Isabella, ¡no puede ser inteligente y retrasada mental al mismo tiempo!

—Creo que en eso estás equivocado, Hugh —intervino Teresa.

—¡Mi querida Teresa! —protesté.

Mi cuñada sonrió. Habló despacio y pensándolo mucho:

—Se puede tener una cualidad y no usarla. Por ejemplo, si se posee un método más simple que da los mismos resultados. O que te cuesta menos esfuerzo. La cuestión es, Hugh, que todos nosotros hemos avanzado tanto desde la sencilla simplicidad y nos hallamos tan lejos de ella que, ahora, no sabemos reconocerla cuando la encontramos. Sentir una cosa es siempre mucho más sencillo, mucho menos dificultoso, que pensarla. Solo en las complejidades de la vida civilizada el sentimiento no es lo suficientemente correcto.

Teresa hizo una pausa y con su manera aguda de explicar las cosas prosiguió:

—Considera un mal ejemplo de lo que quiero decir el que te pregunten qué momento del día es, si mañana, mediodía, tarde o noche. No tienes que pensar y no necesitas para eso de un conocimiento exacto ni de ningún aparato, relojes de sol, relojes de agua, cronómetros, relojes de pared o de pulsera. Pero si tienes que concertar citas, tomar trenes o estar en determinados lugares a unas horas concretas, tienes que pararte a pensarlo y acudir a complicados mecanismos que te proporcionen exactitud. Creo que una actitud ante la vida es muy parecida a esto. Te sientes feliz, enfadado, te gusta alguien o algo, te disgusta alguien o algo, te sientes triste, etc. La gente como tú o como yo, Hugh (Robert no tanto) especula sobre lo que siente, lo analiza, piensa sobre ello. Examinan toda la cuestión y ellos mismos se dan una razón: «Soy feliz por esto y por aquello. Me gusta esto y lo otro por esto y por lo de más allá. Hoy estoy triste por esto y por lo otro…». Solo que con mucha frecuencia se dan a ellos mismos razones falsas, se engañan deliberadamente. Pero Isabella, me parece, no especula. Nunca le preguntes «por qué», porque, sinceramente, a ella no le interesa. Si le dices que piense, que te diga por qué siente algo y cómo lo siente, ella creo que podría razonarte con perfecta exactitud y darte la respuesta correcta. Pero Isabella es como una persona que tiene un reloj muy bueno y muy caro sobre la repisa de la chimenea y que nunca le da cuerda porque, con el tipo de vida que lleva, no le interesa saber con exactitud que hora es.

—Pero en St. Ninian —dije— le obligaron a usar el intelecto y tiene uno muy alto. Aunque yo diría que no un intelecto especialmente especulativo. Lo que se le da mejor son las matemáticas, la astronomía, los idiomas. Nada requiere imaginación. Nosotros, todos nosotros, utilizamos la imaginación y la especulación como medios de escape. Como un medio para salir fuera de nosotros mismos. Isabella no necesita escapar de sí misma. Puede vivir en armonía con su propio yo. No tiene necesidad de un modo de vida más complejo.

—Posiblemente los seres humanos fueran así en tiempos medievales —concedió mi cuñada—. Incluso en la época de Isabel I. Leí que un «gran hombre» de aquellos tiempos, una persona que tenía una gran posición, un ser simplemente rico y poderoso, avanzaba solo en un sentido. No se cargaba la existencia del significado moral y espiritual que nosotros le atribuimos. El fin no tenía nada que ver con el carácter.

—Te refieres —dije— a que la gente era directa y concreta en su actitud ante la vida. A que no especulaba demasiado.

—Sí, Hamlet con sus meditaciones, su «ser o no ser», era una figura completamente extraña a su tiempo. Por eso, entonces y durante mucho tiempo, los críticos condenaron a Hamlet por su forma de obrar, debido a la fatal debilidad de la trama. «No hay razón —dijo uno de ellos—, para que Hamlet no hubiera matado al rey en el primer acto. La única razón que tuvo para no hacerlo es que, si lo hubiera hecho, no hubiera habido drama». Era completamente increíble para ellos que se hubiera podido escribir una obra en torno a un carácter semejante. Pero hoy en día prácticamente todos somos Hamlets y Macbeths. Nos estamos haciendo preguntas a nosotros mismos continuamente —Su voz adquirió de golpe un tono de gran aburrimiento—. «Ser o no ser». Si es mejor estar vivo o estar muerto. Y siempre analizando el éxito como Hamlet analiza a Fortimbras. Hoy por hoy, Fortimbras sería el personaje menos comprendido. Impulsivo, confiado, sin hacerse preguntas a sí mismo… ¿Cuántas personas hay así en nuestros días? Creo que no muchas.

—¿Crees que Isabella es una especie de Fortimbras femenino? —pregunté sonriendo.

Teresa también sonrió.

—No tan agresiva —contestó—, pero con propósitos claros y sin dobleces. Jamás se preguntará: «¿Por qué soy como soy? ¿Por qué siento lo que siento?». Sabe lo que siente y cómo es y siempre hará lo que tiene que hacer.

—¿Quieres decir que es fatalista?

—No, pero no creo que para ella existan nunca alternativas. Jamás verá dos caminos de acción posibles. Solo uno. Y jamás pensará en volver sobre sus pasos. Seguirá siempre hacia delante. No hay camino de vuelta para las Isabellas.

—Me pregunto si hay camino de vuelta para cada uno de nosotros —dije con amargura.

Teresa comentó con calma:

—Quizá no. Pero creo que normalmente hay una escapatoria.

—Teresa, ¿qué quieres decir exactamente?

Me miró y dijo:

—Creo que uno siempre tiene una posibilidad de escape… Normalmente no te das cuenta hasta después… Cuando miras hacia atrás… pero está allí.

Permanecí en silencio unos momentos, fumando y pensando.

Cuando Teresa dijo aquello, yo tuve un repentino y vivido recuerdo. Acababa de llegar a la coctelería de Caro Strangeways. Estaba en la entrada, esperando a que mis ojos se acostumbrasen a la luz de las lámparas y al humo del tabaco. Allí, al final del salón, vi a Jennifer. Ella no se dio cuenta de mi presencia, estaba hablando con alguien. Con su manera característica, animada y movida.

Fui consciente de dos sentimientos bruscamente conflictivos. Primero, un salto de triunfo. Había estado seguro de que nos volveríamos a encontrar y allí estaba la prueba de mi seguridad instintiva. El encuentro en el tren no era un incidente aislado. Lo supe desde el principio y allí estaba la demostración de la verdad de mi creencia. Pero además, a pesar de mi triunfo y de mi excitación, tuve el súbito deseo de darme la vuelta y abandonar la fiesta. Tuve el deseo de recordar mi encuentro con Jennifer en el tren como un acontecimiento casual y aislado, un acontecimiento que nunca olvidaría.

Fue como si alguien me hubiera dicho: «Eso es lo mejor que os puede ocurrir a los dos. ¡Un corto espacio de perfección! Déjalo como está». Si Teresa tenía razón, ésa había sido mi posibilidad de escape.

Bien, yo no la había aprovechado. Yo había seguido. Y Jennifer también. Todo lo demás ocurrió fatalmente. La creencia en nuestro mutuo amor, el accidente en la Harrow Road, mi coche de inválido y Polnorth House…

Al volver a mi original punto de partida, mi mente retornó de nuevo a Isabella y le hice una última objeción a Teresa:

—Pero artificial, no, Teresa. ¡Qué palabra más horrible! Artificial, no.

—No sé, no sé —dudó mi cuñada.

—¿Artificial? ¿Isabella?

—¿No es la artificialidad la primera, la más fácil línea de defensa? ¿No es una de las más primitivas características? La liebre que se agacha de esa forma tan curiosa. El guaco que se agita por el brezo para que no te fijes en su nido… Seguramente, Hugh, la artificialidad es elemental. Es el único truco que se puede usar cuando se está desamparado entre la espada y la pared.

Se levantó y anduvo hacia la puerta. Robert ya se había retirado a descansar. Con los dedos en el picaporte Teresa volvió la cabeza.

—Creo —dijo— que ya puedes deshacerte de las tabletas. No las necesitarás ahora.

—¡Teresa! —grité—. ¿Así que lo sabías?

—Por supuesto que lo sabía.

—Pero entonces… —Me detuve—. ¿Por qué dices que no me harán falta ahora, que no las necesitaré?

—Bien, ¿las quieres?

—No —dije despacio—. Tienes razón, no las necesito. Las tiraré mañana.

—Estoy muy contenta. —Teresa sonrió—. A veces he temido que…

La miré con curiosidad.

—¿Por qué no intentaste quitármelas?

No habló durante unos instantes. Después dijo:

—A ti te han servido de algo, ¿verdad? Te han hecho sentirte seguro. Sabías que siempre tendrías una salida.

—Sí —respondí—. Era muy distinto.

—¿Por qué eres tan estúpido entonces de preguntarme por qué no te las quité?

Me eché a reír.

—Bien, Teresa, mañana se irán por la cañería del desagüe. Es una promesa.

—Así que, al fin, has empezado a vivir de nuevo. A querer vivir.

—Sí —dije vacilando—, supongo que sí. En realidad, me es imposible saber por qué. Pero es cierto. Tengo interés en despertarme mañana por la mañana.

—Tienes interés, sí. Y me preguntó quién es el responsable de eso. ¿La vida en St. Loo? ¿Isabella Charteris? ¿O John Gabriel?

—Te puedo asegurar rotundamente que no es John Gabriel —dije.

—No estoy segura. Con ese hombre ocurre algo.

—¡Parece estar lleno de sex-appeal! —sonreí—. Pero es un tipo que me desagrada. No puedo aguantar a un cochino oportunista. Ese hombre vendería a su abuela si viera que iba a sacar partido de la venta.

—No me sorprendería.

—Al menos yo no confiaría en él lo más mínimo.

—No, no es muy digno de confianza.

Continué:

—Es el puro autobombo. Un sabueso publicitario. Se explota a sí mismo y a todo el mundo. ¿Crees seriamente que un hombre así es capaz de una acción desinteresada?

Teresa me respondió pensativamente:

—Lo creo posible. Pero de ser así, le reportaría probablemente algún beneficio.

En los días subsiguientes tuve que recordar aquel comentario de Teresa.