A la mañana siguiente la señora Carslake se pasó un rato hablando conmigo. No me gustaba la señora Carslake. Era una mujer delgada y morena con una lengua viperina. Creo que en todo el tiempo que estuve en Polnorth House no le oí decir una palabra agradable de nadie. De vez en cuando, por divertirme malignamente, acostumbraba a mencionar nombre tras nombre, esperando que los dulces comentarios saliesen de su boca.
En aquella ocasión me hablaba de Milly Burt.
—Es un bonito bibelot —dijo—. Y muy necesitada de ayuda. Es algo estúpida, desde luego, y no muy bien educada políticamente. Las mujeres de su clase son muy apáticas en política.
Mi impresión era que la clase de Milly Burt era la misma que la de la señora Carslake. Para molestarla, dije:
—Igual que Teresa, en efecto.
La señora Carslake pareció conmocionarse.
—¡Oh, pero la señora Norreys es muy inteligente! —Luego vino el usual toque de veneno—. A veces demasiado inteligente para mí. A menudo tengo la impresión de que nos desprecia a todos. Las mujeres intelectuales están frecuentemente demasiado concentradas en sí mismas. ¿No lo cree así? Desde luego yo no llamaría egoísta a la señora Norreys… —Después volvió a la señora Burt y dijo—: Es estupendo para la señora Burt tener algo que hacer. Me temo que tiene una vida familiar muy desgraciada.
—Me apena oír eso.
—Ese hombre, Burt, está cayendo en picado. Sale del St. Loo Arms tambaleándose a la hora de cerrar. Realmente me extraña que le sirvan. Creo que en ocasiones es muy violento. Así lo aseguran los vecinos. ¿No sabe que ella le tiene un miedo mortal?
Le temblaba la punta de la nariz. Era, estoy seguro, un temblor que indicaba sensaciones placenteras.
—¿Por qué no le abandona? —le pregunté.
La señora Carslake pareció sorprenderse.
—¡Oh, capitán Norreys! Ella nunca podría hacer una cosa semejante. ¿Adónde iría? No tiene familia. De vez en cuando he pensado que si apareciera un joven simpático… No me parece que tenga unos principios muy sólidos. Sí tiene, en cambio, buena apariencia; en cierto sentido es obvio…
—A usted no le gusta mucho, ¿verdad? —pregunté.
—¡Oh, sí, me gusta! Aunque la verdad es que apenas la conozco. Un veterinario… Bien, quiero decir que no es como un médico.
Dejando bien determinada esa distinción social, la señora Carslake me preguntó con solicitud si había algo que pudiera hacer por mí.
—Su ofrecimiento es muy amable, pero no creo que necesite nada.
Yo estaba mirando por la ventana. Siguió la dirección de mis ojos y vio lo mismo que yo estaba viendo.
—Oh —dijo—. Es Isabella Charteris.
Vimos cómo se acercaba, cruzaba la puerta del jardín y subía los escalones hacia la terraza.
—Es una chica muy guapa —dijo la señora Carslake—. Aunque demasiado tranquila. A menudo pienso que estas muchachas tan plácidas están inclinadas a ser artificiales.
La palabra «artificial» me indignó. No pude decir nada porque la señora Carslake había hecho su afirmación al tiempo que se retiraba.
«¡Artificial!». ¡Era una palabra horrible! Especialmente aplicada a Isabella. La cualidad más evidente de Isabella era la honestidad. Una honestidad sin temores y casi concienzuda.
Al menos… Recordé de repente el modo como ella había dejado caer su pañuelo sobre aquellas condenadas pastillas. La soltura con que había fingido estar en mitad de una conversación. Todo sin la menor excitación, con naturalidad, como si hubiera estado haciendo esa clase de cosas durante toda su vida.
¿Era eso, quizá, lo que la señora Carslake había querido decir con la palabra «artificial»?
Pensé para mis adentros que le preguntaría a Teresa lo que pensaba sobre esto. Teresa no era dada a decir voluntariamente sus opiniones, pero si se las preguntabas, podías recibir respuesta.
Cuando llegó Isabella me di cuenta de que estaba excitada. No sé si a otra persona le hubiera dado la misma impresión, pero yo lo noté enseguida. Por entonces empezaba a conocer bien a Isabella.
Empezó a hablar inmediatamente, sin perder el tiempo en saludos.
—Rupert viene. Al fin, viene —dijo—. Puede llegar en cualquier momento. Viene a casa, en avión, desde luego.
Se sentó y sonrió. Sus manos largas y estrechas se doblaron sobre su regazo. Detrás de su cabeza, el tejo se recortaba contra el cielo. Se sentó allí, con mirada beatífica. Su actitud, el cuadro que componía, todo me recordaba algo. Algo que había visto u oído hacía poco.
—¿Su llegada significa mucho para ti? —pregunté.
—Sí, claro que sí. ¿No se da cuenta? He estado esperando mucho tiempo.
¿Había posiblemente en Isabella un toque de Mariana en la granja rodeada por el foso? ¿Pertenecía al período Tennyson?
—¿Esperando a Rupert? —pregunté.
—Sí.
—¿Estás encariñada con él?
—Creo que a Rupert le tengo más cariño que a nadie en el mundo. —Después añadió, arreglándoselas para dar una entonación diferente a la repetición de las mismas palabras—: Creo que sí.
—¿No estás segura?
Me miró con una angustia repentina y profunda.
—¿Puede uno estar seguro de algo?
No era una pregunta relativa a sus sentimientos. Era definitivamente un interrogante.
Me lo preguntaba porque pensaba que quizá yo supiera la respuesta que ella no conocía. No podía sospechar lo mucho que me hería aquella pregunta.
—No —dije. Y mi voz sonó ásperamente a mis propios oídos—. Uno no puede estar nunca seguro.
Ella aceptó la respuesta, contemplando la tranquilidad de sus manos dobladas.
—Ya. Comprendo —dijo.
—¿Cuánto tiempo hace que no le ves?
—Ocho años.
—Eres una criatura romántica, Isabella —dije.
Me miró interrogativamente.
—¿Porque creo que Rupert vendrá a casa y nos casaremos? Eso no es en realidad romántico. No es más que una norma —Sus manos se estremecieron de vida, delineando algo en la superficie de su blusa—. Mi norma y su norma. Convergerán juntas, se unirán. No creo que pueda dejar nunca St. Loo. Nací aquí y siempre he vivido aquí. Quiero seguir viviendo aquí. Espero morir aquí.
Se estremeció ligeramente al pronunciar las últimas palabras. Al mismo tiempo una nube oscureció el sol.
Me sorprendí de nuevo, en mi interior, de aquel obsesivo horror a la muerte.
—No creo que mueras hasta dentro de mucho tiempo —dije consolador—. Eres fuerte y saludable.
Ella afirmó con energía:
—Sí, soy muy fuerte. Nunca estoy enferma. Creo que puedo vivir hasta los noventa, ¿verdad? O incluso hasta los cien. Después de todo hay gente que llega hasta esa edad.
Intenté imaginarme a Isabella a los noventa años. Me era imposible. Y en cambio podía imaginarme fácilmente a lady St. Loo a la edad de cien años. Pero por entonces lady St. Loo tenía una personalidad vigorosa y fuerte. Se peleaba con la vida, era consciente de sí misma como un creador y director de acontecimientos. Luchaba por la vida. Isabella la aceptaba.
Gabriel abrió la puerta y entró diciendo:
—Oiga un momento, Norreys… —Y se detuvo al ver a Isabella—: Oh, buenos días, señorita Isabella.
Sus modales eran ligeramente afectados y parecían autocontrolados. Me pregunté divertido si se debía a la sombra de lady St. Loo.
—Estamos departiendo sobre la vida y la muerte —dije alegremente—. Acabo de profetizar que la señorita Charteris llegará a cumplir los noventa.
—Supongo que a ella no le gustaría eso —dijo Gabriel—. ¿O sí?
—Sí —respondió Isabella.
—¿Por qué?
Ella contestó:
—Porque no quiero morir.
—¡Oh! —exclamó Gabriel alegremente—. Nadie quiere morir. Aunque no piensen en la muerte, les asusta morir. Una cuestión molesta y dolorosa.
—Es la muerte lo que me preocupa —dijo Isabella—, no el dolor. Yo puedo aguantar bien el dolor.
—Eso es lo que usted cree —dijo Gabriel.
Algo, en su tono festivo y desafiante, irritó a Isabella. Enrojeció y volvió a decir:
—Puedo soportar el dolor.
Se miraron mutuamente. La mirada de él todavía era burlona; la de ella, desafiante.
Y entonces Gabriel hizo algo a lo que yo no podía dar crédito.
Tenía mi cigarro sobre el cenicero. Con un movimiento rápido vino hacia mí, tomó el cigarro y llevó su extremo, rojo de fuego, al brazo de Isabella.
Ella no retrocedió ni apartó el brazo.
Creo que grité en señal de protesta, pero ninguno de los dos me prestó la menor atención. Gabriel apretó la punta del cigarro contra la piel de la muchacha.
Toda la ignominia y la amargura del inválido fueron mías en aquel instante. Estar desamparado, sujeto, incapaz de actuar. No pude hacer absolutamente nada. Sorprendido por el salvajismo de Gabriel, nada pude hacer por prevenirlo.
Vi cómo el rostro de Isabella se estremecía lentamente de dolor. Sus labios estaban apretados. No se movía. Sus ojos seguían fijos en los de Gabriel.
—¿Está usted loco, Gabriel? —grité—. ¿Qué demonios cree que está haciendo?
No me prestó la más mínima atención. Igual que si yo no estuviera en la habitación.
De repente, con un rápido movimiento, arrojó el cigarro a la chimenea.
—Me retracto —le dijo a Isabella—. Lo puede soportar perfectamente.
Y después, sin decir más, salió de la habitación.
Yo casi no podía articular las palabras que se me habían amontonado en la garganta.
—¡El muy bruto, el salvaje! ¿Qué demonios creía que estaba haciendo? ¡Le debían haber pegado un tiro!
Isabella, con los ojos fijos en la puerta, se pasaba cuidadosamente un pañuelo por la zona quemada. Lo hacía, si se puede utilizar el término, casi con gesto ausente, como si sus pensamientos estuvieran en otra parte.
Después, como si volviera de un largo viaje, me miró.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Parecía un poco sorprendida.
Intenté decirle, incoherentemente, lo que pensaba de la acción de John Gabriel.
—No veo por qué está tan indignado —dijo—. El mayor Gabriel solo comprobaba si yo podía aguantar el dolor. Ahora ya sabe que puedo.