10

Fue, creo, al día siguiente —o posiblemente al otro— cuando Teresa trajo a la señora Burt a mi cuarto de estar.

Dijo Teresa:

—Éste es mi cuñado, Hugh. Hugh, ésta es la señora Burt, que se ha ofrecido amablemente a ayudarnos.

«Nos» no era personal, sino que se refería al partido conservador.

Miré a Teresa. Ella ni pestañeó.

La señora Burt ya estaba deseando hablar conmigo, mirándome con sus ojos marrones de mujer simpática.

Si yo ocasionalmente había caído en el lujo de compadecerme a mí mismo, trataba enérgicamente de evitar situaciones como aquélla. Contra la simpatía natural de la señora Burt no tenía defensa. Teresa abandonó vilmente la habitación.

La señora Burt se sentó a mi lado y se dispuso para charlar. Cuando me hube recobrado de mi autoconciencia y de mi descarnada miseria, me vi obligado a admitir que era muy bella.

—Tengo el convencimiento —empezó a decir— de que hemos de hacer todo lo que podamos en las elecciones. Sin embargo, temo que yo no pueda hacer mucho. No soy inteligente. No puedo ponerme a hablar a la gente, pero como le he dicho a la señora Norreys, si hay que hacer cualquier trabajo de oficina o hay que repartir propaganda, yo lo podré resolver. Opino que el mayor Gabriel habló maravillosamente en el instituto sobre el papel que las mujeres pueden desempeñar. Me hizo darme cuenta de lo terriblemente abandonada que he sido hasta ahora. Es un orador formidable, ¿no cree usted? ¡Oh, me olvidé! Supongo que usted…

Su angustia era realmente encantadora. Me miró con consternación.

Fui rápidamente en su ayuda:

—Oí su discurso de apertura en el Drill Hall. Ciertamente, consigue sus buenos efectos.

Ella no sospechó que hubiera ironía en mis palabras. Dijo con un sentimiento alborozado:

—¡Creo que es formidable!

—Eso es exactamente lo que nosotros, hum… queremos que todos crean.

—Por eso deberían elegirlo —dijo Milly Burt—. Quiero decir que será completamente distinto tener a un hombre como él representando a St. Loo. Un hombre de verdad. Un hombre que realmente estuvo en el ejército y luchó. El señor Wilbraham está muy bien, desde luego, pero siempre pensé que esos socialistas son demasiado fanáticos. Y después de todo, solo es un maestro de escuela o algo por el estilo. De aspecto muy aparente y con una voz muy afectada. Una no siente que él haya hecho cosas de verdad.

Yo escuchaba la voz del electorado con cierto interés y observaba que John Gabriel sabía ciertamente hacer las cosas.

La señora Burt estaba roja de entusiasmo.

—He oído que es uno de los hombres más valientes de todo el ejército. Dicen que podría haber ganado la Cruz de la Victoria cuantas veces hubiera querido.

Gabriel había tenido un éxito evidente, dejando correr la publicidad adecuada. Esto era cierto, aunque en el caso de la señora Burt no se tratara más que de entusiasmo personal. Estaba muy hermosa con las mejillas ligeramente sonrojadas y los ojos marrones encendidos por la adoración al héroe.

—Entró con la señora Bigham Charteris —me explicó—. El día que atropellaron a su perro. Fue un gesto hermoso por su parte, ¿verdad? ¡Se mostró tan interesado por el pobre animal!

—Probablemente es aficionado a los perros —dije.

Aquello resultaba demasiado vulgar para Milly Burt.

—No —dijo—. Lo hizo porque es muy amable, maravillosamente amable. ¡Y habló con tanta naturalidad y cortesía!

Tras una pausa, continuó:

—Me sentí un poco avergonzada. Quiero decir avergonzada por no haber colaborado más con la causa. Por supuesto, siempre he votado a los conservadores, pero solo votar no es suficiente, ¿verdad?

—Eso —dije— depende de la opinión de cada uno.

—Así sentí la necesidad de hacer algo y vine a preguntarle al capitán Carslake en qué podía ayudar. Tengo mucho tiempo libre, ¿sabe? Mi marido está ocupadísimo. Todo el día fuera de casa, excepto en las horas de cirugía. Y como no tengo hijos…

Durante un momento se dibujó en sus ojos una expresión diferente. Sentí pena por ella. Era el tipo de mujer que debería haber tenido hijos. Habría sido una madre excelente.

La maternidad frustrada todavía se reflejaba en su rostro cuando abandonó los recuerdos de John Gabriel para concentrarse inmediatamente en mí.

—Usted fue herido en El Alamein, ¿verdad? —preguntó.

—No —respondí furioso—. En Harrow Road.

—¡Oh! —exclamó sorprendida—. Es que el mayor Gabriel me dijo…

—Gabriel puede decir lo que quiera —le interrumpí—, pero no debe creer una palabra de lo que diga.

Sonrió vacilante. Lo admitió como una broma que no podía entender bien.

—Parece usted de muy buen humor —dijo armándose de valor.

—Mi querida señora Burt, ni parezco de buen humor ni lo tengo.

Ella dijo con gran encanto:

—Estoy terriblemente apesadumbrada, capitán Norreys.

Antes de que pudiera intentar el asesinato, se abrió la puerta e hicieron su irrupción Carslake y Gabriel.

Éste jugó muy bien sus cartas. Su cara se iluminó y fue al encuentro de ella.

—Hola, señora Burt. ¡Es muy hermoso de su parte! Realmente es un gran gesto.

Ella se mostró feliz y tímida.

—Oh, en realidad, mayor Gabriel, supongo que no seré de mucha utilidad. Pero quiero ayudar en algo.

—Ya lo creo que va a ayudar. Vamos a hacer que trabaje.

Todavía tenía las manos entre las suyas y la sonrisa se reflejaba en su rostro poco agraciado. Pude sentir el encanto y el magnetismo de aquel hombre. Y si yo lo sentía, la mujer lo sentía mucho más.

Se echó a reír y se sonrojó.

—Haré todo lo que pueda. Es importante, ¿verdad?, demostrar que la región es leal a Churchill.

Yo podría haber dicho que lo importante era que fuéramos leales a John Gabriel y que se lo demostráramos con una buena mayoría.

—¡Éste es el espíritu! —dijo Gabriel cordialmente—. Son las mujeres quienes tienen el verdadero poder en las elecciones en estos días. Con tal de que ellas quieran utilizarlo…

—¡Oh, comprendo! —Se puso seria—. No nos interesamos lo suficiente…

—Bueno —dijo Gabriel—, después de todo, un candidato no es quizá mucho mejor que otro.

—¡Oh, mayor Gabriel! —La mujer estaba impresionada—. Por supuesto que existe toda la diferencia del mundo.

—Sí, desde luego, señora Burt —dijo Carslake—. Le puedo asegurar que el mayor Gabriel va a hacerlos sentar en Westminster.

Quise preguntar: «¿De verdad?»; pero me contuve.

Carslake se la llevó para entregarle panfletos, trabajos de máquina o algo así, y Gabriel, una vez que la puerta se cerró tras ellos, dijo:

—Una hermosa mujercita.

—Ciertamente, ha estado usted a punto de comerle la mano.

Frunció el ceño:

—¡Vamos, Norreys! Me gusta la joven señora Burt. Y siento lástima por ella. Si me lo pregunta, le diré que no lleva una vida muy agradable.

—Posiblemente sea así. No parece muy feliz.

—Burt es un tipo endemoniado. Bebe demasiado. No me extrañaría que pudiera llegar a ser brutal. Ayer noté que ella tiene un par de señales en un hombro. Apuesto a que él la golpea. Estas cosas me ponen rojo de ira.

Me quedé un poco sorprendido. Gabriel se dio cuenta de mi sorpresa e inclinó vigorosamente la cabeza.

—No puedo soportarlo, la crueldad siempre me ha indignado… ¿Alguna vez se ha puesto a pensar en el tipo de vida que tienen que llevar las mujeres? ¡Y además manteniendo cerrada la boca!

—Supongo que hay recursos legales —dije.

—No, no los hay, Norreys. Por lo menos no los hay hasta el último extremo. Sistemáticos malos tratos, escarnios, asperezas y líos tremendos si él tiene una copa de más. ¿Qué puede hacer una mujer contra todo esto? ¿Qué puede hacer, sino doblegarse y sufrir sordamente? Las mujeres como Milly Burt no tienen dinero por ellas mismas. ¿Adónde irían si se separasen de sus maridos? Los parientes no quieren fomentar las discordias maritales. Las mujeres como Milly Burt están completamente solas. Nadie movería un dedo para ayudarlas.

—Sí —dije—. Eso es verdad.

Miré a Gabriel con curiosidad y le pregunté:

—¿Está muy excitado?

—¿Usted no cree que sea capaz de sentir un poco de sincera simpatía? —me contestó—. Me gusta esa niña. Me da pena. Me gustaría que hubiera algo que pudiera hacer por ella, pero imagino que no lo hay.

Me moví penosamente. O, mejor dicho, intenté moverme y fui recompensado con una dolorosa punzada. Pero al dolor físico se sumó otro, más sutil, el dolor de la memoria. Otra vez estaba sentado en un tren, viajando de Cornualles a Londres y viendo cómo caían unas lágrimas sobre un plato de sopa.

Así era como comenzaban las cosas. No como te imaginabas que iban a comenzar. Fue el desconsuelo pintado en un rostro lo que me dejó al descubierto para los asaltos de la vida, lo que me condujo… ¿adónde? En mi caso, a un coche de inválido sin tener futuro alguno por delante, y con un pasado que me atormentaba.

Le dije abruptamente a Gabriel (y en mi mente existía una conexión, aunque a él la transición debió de parecerle verdaderamente brusca):

—¿Qué tal le va con el pequeño grupito de hermosas mujeres del St. Loo Arms?

Sonrió burlonamente.

—Todo va bien, muchacho. Soy muy discreto. Mientras estoy en St. Loo me ocupo solo de negocios. —Suspiró—. Es una pena. Hay una que es justamente mi tipo… Pero ¡no se puede poseer todo! No se puede echar a perder la reputación ante el partido conservador.

Le pregunté si este partido era tan particular y él me contestó que existía un elemento puritano muy fuerte en St. Loo. Añadió que los pescadores tendían a ser religiosos.

—¿A pesar de tener una mujer en cada puerto?

—Eso es en la marina, viejo; no mezcle las cosas.

—Bien. ¿Con quién está usted mezclado, con el mujerío del St. Loo Arms o con la señora Burt?

Mis palabras le encolerizaron de repente.

—¿Qué intenta insinuar? La señora Burt es decente. Absolutamente decente. Es una buena chica.

Le miré con curiosidad.

—Ella es completamente recta, se lo aseguro —insistió—. No soportaría un lío de ese tipo.

—No —admití—. No creo que lo hiciera. Pero le admira mucho, ya sabe.

—¡Oh! Eso es la Cruz de la Victoria, lo del puerto y una serie de rumores que circulan por ahí.

—Precisamente iba a preguntarle sobre el particular. ¿Quién hace circular esos rumores?

Gabriel pestañeó.

—Le diré una cosa: son útiles, muy útiles. La artillería pesada contra Wilbraham, ¡pobre diablo!

—¿Y quién comenzó? ¿Carslake?

Gabriel hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Carslake, no. Demasiado torpe. No podía confiar en él. Tuve que hacer el trabajo yo mismo.

Reventé de risa.

—¿Pretende decirme en serio que ha tenido agallas para decirle a la gente que podía haber ganado la Cruz de la Victoria tres veces más?

—No fue exactamente así. Utilizo a algunas mujeres. A las más tontas. Son las que me sacan los detalles, que yo doy de mala gana. Entonces, cuando me encuentro terriblemente preocupado y les pido que no se lo digan a nadie, ellas corren a decírselo a sus mejores amigos.

—Realmente es usted un sinvergüenza, Gabriel.

—Lucho en unas elecciones. Tengo que pensar en mi carrera. Estas cosas cuestan mucho más que si yo me destacase por ser justo en el asunto de los impuestos, o en el de las indemnizaciones, o por defender una paga igual para un trabajo igualmente malo. Las mujeres siempre buscan el elemento personal.

—Eso me recuerda una cosa, ¿qué demonios pretendía usted al decirle a la señora Burt que yo fui herido en El Alamein?

Gabriel suspiró.

—Supongo que usted la habrá desilusionado. No debió hacerlo. Utilice lo que pueda mientras funcione. Los héroes valen muchos puntos en estos tiempos. Ya se hundirán más tarde. Utilícelos mientras pueda.

—¿Aunque sea mentira?

—No es necesario decirles la verdad a las mujeres. Yo nunca lo hago. A ellas no les gusta, ya lo averiguará.

—Entre eso y contarles una mentira deliberada hay una pequeña diferencia.

—No es necesario mentir. Yo ya lo había hecho por usted. Solo tendría que haber murmurado: «¡Tonterías!»… Y luego agregar: «Todo es un error… Gabriel debiera tener quieta la lengua…». Y después, dando un giro a la conversación, empezar a hablar del tiempo, o de la pesca de la sardina, o de lo que se está cociendo en la oscura Rusia. Y la chica se lo hubiera tragado todo, con los ojos abiertos de entusiasmo. ¡Condenación! ¿Es que no quiere divertirse un poco?

—¿Qué diversión puedo tener en la actualidad?

—Ya, me doy cuenta de que actualmente no puede irse a la cama con ninguna —El mismo Gabriel midió sus palabras—. Pero un poco de material lacrimógeno es mejor que nada. ¿No le agrada que las mujeres se preocupen por usted?

—No.

—Extraño, a mí sí.

—Pues a mí me asombraría —dije.

La cara de Gabriel cambió de expresión. Frunció el ceño. Dijo con lentitud.

—Puede estar en lo cierto… Supongo que usted se refiere a que ninguno de nosotros se conoce realmente a sí mismo… Creo estar perfectamente informado sobre John Gabriel. Y usted insinúa que no lo conozco tan bien como creo. ¡Enfréntese con el mayor John Gabriel! ¡No creo que ustedes se conozcan el uno al otro!

Paseaba con rapidez de un lado a otro de la habitación. Sentí que mis palabras le habían causado una profunda intranquilidad. Me di cuenta de repente de que tenía el aspecto de un niño enfadado.

—Está usted equivocado —dijo—. Completamente equivocado. Me conozco. Es lo último que conozco. De vez en cuando desearía que no fuera así… Sé exactamente lo que soy y de lo que soy capaz. Y me cuido de que las demás personas no lleguen a saberlo, ¿entiende? Sé de dónde vengo y adónde voy. Sé lo que quiero e intento estar seguro de que lo conseguiré. Por ello trabajo con una entrega total. Y no creo que corra el peligro de equivocarme. —Se mantuvo silencioso y pensativo durante un buen rato. Después concluyó—: No, creo estar bien asentado. ¡Voy a llegar a donde me proponga!

El tono de su voz me llamó la atención. Solo por un momento creí que John Gabriel era algo más que un charlatán. Le vi como una fuerza.

—¿Así que eso es lo que quiere? —dije—. Bien, quizá lo consiga.

—¿Conseguir qué?

—Poder. A eso se refería, ¿verdad?

Se me quedó mirando y soltó una carcajada.

—¡Dios mío, no! ¿Quién se cree que soy? ¿Hitler? No deseo poder. No tengo la ambición de reinar sobre mis encantadoras criaturas o sobre el mundo en general. ¡Por Dios, hombre! ¿Por qué cree usted que estoy en este lío? ¡Por el disparate del poder! Lo que yo quiero es un trabajo cómodo. Eso es todo.

Me quedé perplejo. Estaba desilusionado. Solo por un momento John Gabriel había adquirido proporciones gigantescas. Ahora se había reducido de nuevo al tamaño normal de la vida. Se dejó caer en una silla y cruzó las piernas. De pronto le vi como era, completamente despojado de su encanto. ¡Un vulgar, insignificante, pequeño hombrecillo! ¡Un hombrecillo codicioso!

—Y puede usted dar gracias al destino de que eso es todo lo que yo quiero. Los hombres que son codiciosos y que piensan en sí mismos no hacen daño al mundo. ¡El mundo es para ellos como una habitación! Y son, además, los hombres más apropiados para gobernar. ¡Qué el cielo ayude a todo país que tenga en el poder hombres con ideas! Un hombre que tenga una idea triturará a la gente corriente, matará de hambre a los niños, violará a las mujeres sin darse cuenta de nada de lo que está sucediendo. Ni siquiera le importará. Pero un bruto codicioso y egoísta no hará nunca daño. Únicamente desea procurarse un sitio confortable y, una vez que lo ha conseguido, estará dispuesto a tener contento al hombre medio. En efecto, lo que él prefiere es tenerlo feliz y contento, y esto causa menos problemas. Sé perfectamente lo que quiere la mayoría de la gente, no es mucho. Solo sentirse importante y tener la oportunidad de hacerlo un poquitín mejor que su vecino, sin ser avasallado demasiado. Recuerde mis palabras, Norreys, aquí es donde el partido laborista tendrá su gran fallo, una vez que llegue al poder.

—Si es que llega —interrumpí.

—Llegarán sin dificultad —me dijo Gabriel confidencialmente—. Y le voy a decir en qué se equivocarán. Empezarán a meter prisa a la gente. Todo con la mejor intención. Los que no son unos intransigentes tories, son unos chiflados. ¡Y Dios nos libre de los chiflados! Es realmente digno de comentario la cantidad de sufrimiento que un inteligente o idealista chiflado puede infligir a un país decente y respetuoso con la ley.

Yo argüí:

—¿Viene eso a significar que usted cree saber lo que es mejor para el país?

—En absoluto. Sé lo que es mejor para John Gabriel. El país está a salvo de mis experimentos porque estaré ocupado pensando en mí mismo y en cómo enterrarme en el confort. No me importa lo más mínimo llegar a ser primer ministro.

—¡Me sorprende! —dije.

—No cometa un error ahora, Norreys. Probablemente pudiera llegar a premier si quisiera. Es increíble lo que se puede lograr con solo estudiar lo que la gente quiere oír, y entonces decirlo tú. Pero ser primer ministro significa muchas preocupaciones y un trabajo durísimo. Intento hacerme un nombre, eso es todo.

—¿Y de dónde viene el dinero? Con seiscientas libras al año no se va muy lejos.

—Tendrán que aumentarlo si los laboristas llegan al poder. Probablemente lo dejarán en mil. Pero no cometa otro error; hay muchos caminos para hacer dinero en una carrera política. Algunos torcidos y otros rectos. También está el matrimonio.

—¡Además ha planeado casarse! ¿Un título?

Por alguna razón enrojeció.

—No —dijo con vehemencia—. No me voy a casar con nadie que no sea de mi clase. ¡Oh, sí, sé cuál es mi clase! No soy un caballero.

—¿Significa algo esa palabra en nuestros días? —pregunté con escepticismo.

—La palabra no. Pero lo que esa palabra designa todavía está ahí.

Tenía la mirada fija. Se detuvo a meditar. Cuando habló su voz era reflexiva, parecía venir de lejos:

—Recuerdo que fui a una gran casa con mi padre. Estaba haciendo un trabajo en las cañerías de la cocina. Yo correteaba alrededor de la casa. Una niña vino y me habló. Era una niña muy bonita, un año o dos mayor que yo. Me llevó con ella a un jardín fastuoso. Fuentes, terrazas, grandes cedros y una hierba verde que parecía terciopelo. El hermano de la niña también estaba allí. Era más joven. Nos pusimos a jugar a policías y ladrones. Fue muy divertido, armamos un alboroto como si la casa estuviera ardiendo. Y entonces apareció una niñera, toda envarada y de uniforme. Pam, así se llamaba la niña, fue bailando hacia ella y le dijo que yo tenía que ir a tomar el té al cuarto de los niños. Quería tomar el té conmigo. Puedo ver aún la rígida cara de la niñera, sus remilgos. ¡Aún puedo oír su voz y sus palabras! «No puedes hacer eso, querida, no es más que un niño vulgar…».

Gabriel se detuvo.

Yo estaba impresionado. Impresionado ante aquella crueldad, aunque fuera una crueldad inconsciente, impensada. Gabriel había estado oyendo esa voz, viendo aquella cara desde entonces… Había sido herido en lo más profundo de su corazón.

—Pero dese cuenta —dije—, ella no era la madre de los niños. Dejando a un lado su crueldad, las palabras procedían, digamos, de una muy segunda clase…

Gabriel volvió hacia mí su cara pálida.

—No tiene que ver con el fondo de la cuestión, Norreys. Estoy de acuerdo en que una dama de la nobleza no habría dicho una cosa así, hubiera sido más considerada, pero el hecho en sí fue verdad. Yo era un muchacho vulgar. Todavía soy un muchacho vulgar. Y moriré algún día como muchacho vulgar.

—¡No sea absurdo! ¿Qué importan esas cosas?

—No importan. Han dejado de importar. En realidad, hoy en día es una ventaja no ser un caballero. La gente se burla de esas viejas orgullosas, algo patéticas, y de esos caballeros que están muy bien relacionados y que no tienen lo suficiente para vivir. Todos, actualmente, somos esnobs por lo que respecta a la educación. La educación es nuestro fetiche. Pero mi problema era, Norreys, que no quería ser un muchacho vulgar. Fui a casa y le dije a mi padre: «¡Papá, cuando crezca quiero ser un lord! ¡Quiero ser lord John Gabriel!». Mi padre me contestó que eso era, justamente, lo que nunca podría ser. «Tendrías que haber nacido del linaje de un lord», me dijo. «Te pueden dar un título si te haces lo suficientemente rico, pero no es lo mismo…». ¡Claro que no es lo mismo! Hay algo, algo que nunca puedo tener. No me refiero al título; me refiero a haber nacido seguro de mí mismo, sabiendo lo que voy a hacer o decir. Poder ser brusco cuando únicamente quieras serlo y no ser brusco porque notes calor y te sientas incómodo, o quieras demostrar que eres tan bueno como cualquiera. Sentirte cómodo en tu propia piel y no tener que preguntarte qué es lo que va a pensar de ti la gente, sino solo preocuparte de lo que piensas tú de ella. Saber que si te muestras raro, andrajoso o excéntrico, importa un rábano, porque eres lo que eres.

—¿Porque eres, en efecto, lady St. Loo? —sugerí.

—¡Qué se lleve el diablo a esa vieja zorra! —despreció John Gabriel.

—¿Sabe que es usted realmente interesante? —dije.

—Para usted esto no es real, ¿verdad? No sabe lo que significa. Cree que lo sabe, pero en realidad no logra comprenderlo.

—Sabía —dije lentamente— que había habido algo. Que alguna vez había sufrido un fuerte shock… Cuando era niño le hirieron, le hicieron daño. Y en cierto sentido nunca lo llegó a superar.

—¡Déjese de psicología! —dijo Gabriel airado—. Pero usted comprende, ¿verdad?, por qué cuando estoy cerca de una joven bonita como Milly Burt me siento feliz. Y por qué es el tipo de mujer con la que me gustaría casarme. Tendrá que tener dinero, desde luego, pero con dinero o sin él pertenecerá a mi propia clase. Puede imaginarse, ¿no es cierto?, lo terrible que sería para mí casarme con una de esas jovencitas envaradas, con cara de caballo, y tener que pasarme la vida tratando de ser igual que ella. —Hizo una pausa y preguntó bruscamente—: Usted estuvo en Italia. ¿Fue alguna vez a Pisa?

—Estuve en Pisa hace unos años.

—Creo que está en Pisa eso a lo que quiero referirme. Hay allí algo pintado en una pared, el cielo, el infierno, y el purgatorio y todas esas cosas. El infierno es más bien divertido, con pequeños demonios que te empujan hacia abajo con sus horcas. El cielo está arriba, hay una fila de santos sentados bajo unos árboles, con una expresión farisaica en sus rostros. ¡Dios mío, esas mujeres! No saben nada del infierno, no saben nada de los condenados, ¡no saben nada de nada! Lo único que hacen aquellas bienaventuradas es estar allí, sentadas, riéndose farisaicamente… —Su apasionamiento subió de tono—. Dios, me gustaría arrancarlos de debajo de los árboles y de su estado de beatitud para hacerlos caer en las llamas… ¡Hacer que allí se retorcieran! ¡Hacerles sentir el fuego, hacerles sufrir! ¿Qué derecho tienen a no saber qué es el sufrimiento? Allí están sentados, sonriendo y nada les puede tocar… Sus cabezas entre las estrellas… Sí, eso es, entre las estrellas.

Se levantó. Su voz se cortó, sus ojos se pasearon sobre mí, unos ojos vagos, indagadores.

—Entre las estrellas —repitió. Después se echó a reír—. Le pido perdón por haberle importunado con todas estas cosas. Yo, después de todo, ¿por qué no? La Harrow Road quizá le haya convertido en un tullido, pero todavía es bueno para algo. Me puede escuchar cuando tengo ganas de hablar… Se dará cuenta, espero, de que la gente habla mucho con usted.

—Efectivamente, así ocurre.

—¿Sabe por qué? No es porque sepa escuchar maravillosamente y con simpatía, ni nada por el estilo. Es porque usted no sirve para nada más.

Se quedó mirándome con la cabeza un poco ladeada y con los ojos todavía llenos de cólera. Creo que quería que sus palabras me hirieran, pero no fue así. Por el contrario, experimenté un alivio considerable al oír en boca de otro las cosas que había pensado en el interior de mi cabeza.

—No alcanzo a comprender por qué no decide salir de todo esto —dijo—. ¿O es que no tiene los medios?

—Tengo los medios —respondí. Y una de mis manos apretó el tubo de pastillas.

—Comprendo —dijo—. Tiene más agallas de lo que pensé.