9

Hasta ahora lord St. Loo había sido un nombre, una abstracción, el propietario ausente del castillo de St. Loo. Ahora se introducía en nuestra vida. Era una entidad viviente. Comencé a hacerme preguntas sobre él.

Lady Tressilian vino por la tarde para traerme lo que ella describió como «un libro que pienso pueda interesarle». No era —me di cuenta a primera vista— el tipo de libro que suele interesarme. Era de esa clase de escritos llenos de palabras de ánimo y de amabilidad, donde el autor pretende hacerte creer que puedes contribuir a que el mundo sea mejor, y más brillante, tumbándote boca arriba y pensando cosas bonitas.

Lady Tressilian, con sus frustrados instintos maternales a flor de piel, siempre estaba trayéndome cosas. Su idea predilecta era la de que yo podía llegar a convertirme en un autor de libros. Me había traído, por lo menos, tres cursos por correspondencia titulados Cómo ganarse la vida escribiendo, en veinticuatro lecciones, o algo por el estilo. La verdad es que era una de esas mujeres, agradables y encantadoras, que no pueden bajo ningún concepto dejar, al que sufre, que sufra solo.

No podía disgustarla. Pero lo que sí podía era intentar escabullirme de sus atenciones. Eso hacía. Algunas veces Teresa me ayudaba, otras veces no. En ocasiones me miraba, sonreía y deliberadamente me dejaba abandonado a mi destino. Cuando más tarde la maldecía, me aseguraba que un enfado, de vez en cuando, resulta muy saludable.

Aquella tarde, en concreto, Teresa había salido para un asunto relacionado con la campaña electoral, así que yo no tenía posibilidad de escapar.

Después de suspirar, lady Tressilian me preguntó cómo estaba, me dijo lo mucho que había mejorado de aspecto y después de que yo le diera las gracias por el libro, diciéndole que lo encontraba muy interesante, nos enfrascamos en una charla sobre cuestiones locales. Por el momento toda nuestra conversación se centró en el tema político. Me contó cómo habían ido los mítines y lo bien que se las había arreglado John Gabriel para conseguir nuevos votos. Siguió diciéndome lo que el país quería realmente y lo terrible que sería el que se nacionalizase todo. Pasó a contarme los pocos escrúpulos que tenía el bando contrario y lo que los granjeros opinaban con exactitud de la Cámara de Comercialización de la Leche. La conversación fue exactamente idéntica a la que habíamos sostenidos hacía tres días.

Entonces fue cuando, después de una breve pausa y de un suspiro, lady Tressilian dijo lo maravilloso que resultaría que Rupert viniese pronto.

—¿Hay alguna posibilidad? —pregunté.

—Sí, resultó herido y lo sacaron de Birmania, ya sabe. Es horrible el que la prensa apenas hable del 14 Ejército. Ha permanecido en el hospital durante algún tiempo y le han concedido una larga temporada de permiso. Aquí tiene muchas cosas que arreglar. Nosotros lo hemos hecho lo mejor que hemos podido, pero las condiciones han cambiado por completo.

Me puse a pensar que con los impuestos y otras dificultades, lord St. Loo se vería muy pronto obligado a vender parte de sus tierras.

—La zona cercana al mar es buena tierra para construir, pero sería espantoso tener más casas de ésas, horribles y pequeñas, esparcidas por todas partes.

Yo estaba de acuerdo en que los constructores que habían edificado la costa este no lo habían hecho con sensibilidad artística.

Ella dijo:

—Mi cuñado, el séptimo lord St. Loo, cedió esas tierras a la ciudad. Quería que fuesen labradas por los campesinos, pero no pensó en incluir salvaguardias específicas y el ayuntamiento, consecuentemente, las vendió todas, trozo a trozo, para edificar. Fue completamente deshonesto, porque eso no era lo que mi cuñado deseaba.

Pregunté si lord St. Loo pensaba quedarse a vivir allí.

—No lo sé. No ha dicho nada definitivo —Suspiró—. Así lo espero. ¡Ojalá! —Y añadió—: No le hemos visto desde que tenía dieciocho años. Tenía la costumbre de venir aquí, a pasar las vacaciones, cuando se encontraba en Eton. Su madre era neozelandesa, una muchacha encantadora que, cuando se quedó viuda, volvió con los suyos llevándose al niño. No se le puede reprochar nada. Yo siempre lamenté que el muchacho no fuera criado, desde el principio, como lo que era, como le correspondía a su clase. Se siente confinado cuando viene aquí, por eso tiende a situarse al margen. Yo me doy perfecta cuenta. Pero desde entonces todo está cambiando…

Su cara redonda y agradable parecía angustiada. Yo me manifesté interesado por la historia y la invité a continuar.

—Hemos hecho todo lo que hemos podido —prosiguió—. Las promesas póstumas son difíciles de cumplir. El padre de Isabella murió en la pasada guerra. La hacienda tuvo que ser alquilada. Uniéndonos Addie, Maud y yo nos las arreglamos para alquilarla nosotras. Fue mucho mejor que alquilársela a extraños. Siempre ha sido la casa de Isabella.

Su rostro se suavizó al inclinarse confidencialmente hacia mí.

Continuó:

—No me avergüenza decir que soy una vieja muy sentimental, pero he esperado tanto que Isabella y Rupert… Sería la solución ideal.

Yo no dije nada y ella siguió hablando:

—Es un chico muy guapo. Con mucho encanto y con mucho afecto por todas nosotras. Siempre pareció tener una inclinación especial hacia Isabella. Ella tenía once años. Acostumbraba a ir tras él a todas partes. Era una devota de su primo. Addie y yo solíamos mirarlos y nos decíamos: «Si por lo menos…». Maud, por supuesto, decía que eran primos carnales y que no podría ser. Y es que Maud piensa siempre las cosas desde el punto de vista del pedigrí. Muchos primos carnales se casan y todo sale bien. No es como si fuéramos una familia católica y tuviéramos que pedir dispensa…

Hizo otra pausa. Esta vez su rostro tenía esa expresión absorta, intensamente femenina, que ponen las mujeres cuando están casando a la gente.

—Rupert se acuerda todos los años del cumpleaños de Isabella. Escribe a la casa de Asprey. ¿No le parece conmovedor? Isabella es una chica estupenda y tiene un gran cariño a St. Loo —Dirigió su mirada hacia las murallas del castillo—. Si se establecieran los dos aquí, juntos…

Vi cómo afloraban lágrimas a sus ojos.

(Aquella noche comenté con Teresa que ese lugar se parece más que nunca al de una historia de hadas. Un joven príncipe puede llegar en cualquier momento para casarse con la princesa. ¿Dónde estamos viviendo? ¿En un cuento de los hermanos Grimm?).

—Cuéntame cosas de tu primo Rupert —le pedí a Isabella cuando vino al día siguiente a sentarse en su banco de piedra.

—No creo que haya nada que contar.

—Has dicho que piensas en él todo el tiempo, ¿es verdad?

Isabella permaneció pensativa durante un rato.

—No, no pienso en él —respondió al fin—. Me refería a que está aquí, en mi mente. Creo que un día me casaré con Rupert.

Se volvió hacia mí como si mi silencio la intranquilizara.

—¿Le parece a usted absurdo? No he visto a Rupert desde que tenía once años y él dieciséis. Entonces me dijo que algún día volvería para casarse conmigo. Siempre lo he creído… Y todavía lo creo.

—Y lord y lady St. Loo se casaron y vivieron felices para siempre en el castillo de St. Loo, cerca del mar —dije.

—¿Usted cree que no será así? —preguntó Isabella.

Me miró como si mi opinión en aquel punto tuviera que ser definitiva. Suspiré profundamente.

—Me inclino a pensar que así ocurrirá. Se trata de una de esas historias de hadas.

Fuimos brutalmente transportados desde los cuentos de hadas a la realidad por la señora Bigham Charteris, que hizo una brusca aparición en la terraza.

Traía con ella un prominente paquete, que se puso a agitar a su lado, pidiéndome con brusquedad que se lo entregara al capitán Carslake.

—Creo que está en su despacho —empecé a decir, pero me interrumpió enseguida.

—Ya lo sé, pero no quiero entrar allí. No estoy en disposición de ver a esa mujer.

Personalmente, yo nunca estaba en disposición de ver a la señora Carslake, pero me di cuenta de que había algo más que eso tras los modales casi violentos de la señora Bigham Charteris.

Isabella también se dio cuenta. Preguntó:

—¿Ocurre algo, tía Maud?

La señora Bigham Charteris, con el rostro rígido, gimió:

—Han atropellado a Lucinda.

Lucinda era la perra spaniel, color castaño, de la señora Bigham Charteris, a quien ella adoraba apasionadamente.

Continuó hablando, más nerviosamente todavía y manteniéndome a raya con una mirada de hielo para prevenir mi expresión de simpatía.

—Ha sido cerca del muelle… Uno de esos malditos turistas que conducía con demasiada velocidad. Ni siquiera se detuvo. Vamos, Isabella, tenemos que ir a casa.

Yo no le ofrecí ni té ni simpatía.

Isabella preguntó:

—¿Dónde está Lucy?

—La llevamos a casa de Burt. El mayor Gabriel me ayudó, fue muy amable. Verdaderamente muy amable.

Gabriel había entrado en escena cuando Lucinda estaba tumbada, sollozando en la carretera, y la señora Bigham Charteris arrodillada a su lado. El mayor se había arrodillado también y había examinado el cuerpo de la perra con dedos diestros y sensibles.

Había dicho:

—Hay una pérdida de fuerza en las patas traseras. La herida debe de ser interna. Tenemos que llevarla a un veterinario.

—Yo siempre voy a Johnson, el de Polwithen. Es estupendo con los perros. Claro que eso está muy lejos…

El mayor hizo una señal afirmativa con la cabeza.

—¿Quién es el mejor veterinario de St. Loo?

—James Burt —repuso la señora Charteris—, pero es un bruto. Nunca confío en él; tratándose de perros, jamás los mando a su consulta. Bebe mucho, ya sabe usted. Pero está muy cerca de aquí… Lo mejor que podemos hacer es llevar a Lucy allá… ¡Con cuidado, que le puede morder!

Gabriel dijo, como si estuviera haciendo una confidencia:

—No me morderá. —Habló a la perra con cariño—: ¡Está bien, bonita, está bien!

Le pasó con toda suavidad sus brazos por debajo.

La multitud compuesta por niños pequeños, pescadores y mujeres jóvenes con la cesta de la compra al brazo, hizo murmullos de simpatía y ofreció consejos.

La señora Bigham Charteris dijo trágicamente:

—Buena chica, Lucy, buena chica…

Y dirigiéndose a Gabriel, añadió:

—Es muy amable de su parte. La casa de Burt está en la esquina de Western Place.

Era una de esas relamidas casas victorianas, con el tejado de pizarra y un deteriorado disco de metal en la puerta principal.

Abrió la puerta una mujer más bien hermosa, que tendría unos veintiocho años y que resultó ser la señora Burt.

—¡Oh, señora Bigham Charteris, lo siento muchísimo! Mi marido está fuera. Y su ayudante también.

—¿Cuándo volverán?

—Creo que el señor Burt regresará de un momento a otro. Por supuesto, las horas de cirugía son solo de nueve a diez y de dos a tres, pero estoy segura de que hará todo lo que esté en su mano. ¿Qué le ocurrió al perro? ¿Lo atropellaron?

—Exactamente. Un coche.

—Es horroroso, ¿verdad? —exclamó Milly Burt—. Van demasiado aprisa. Tráigalo a la sala de cirugía.

Hablaba con una voz suave, ligeramente refinada.

La señora Bigham Charteris permaneció al lado de Lucinda, acariciándola. Su compungida cara estaba contraída por el dolor. No podía prestar ninguna atención a Milly Burt, que seguía hablando, con mucha amabilidad, sin venir a cuento y perdiendo el tiempo.

Por fin dijo que telefonearía a Lower Grange Farm, para ver si el señor Burt estaba allí. El teléfono estaba en el vestíbulo. Gabriel fue con ella, dejando sola a la señora Bigham Charteris, con su perro y con su propia agonía.

La señora Burt marcó el número del teléfono y reconoció la voz que sonó al otro extremo.

—Sí, señora Whidden, es la señora Burt la que habla. ¿Está ahí el señor Burt?… ¡Bien, sí, hágalo si no le importa! —Hubo una pausa y luego Gabriel, mirándola, pudo notar su sonrojo y su sobresalto. Su voz cambió, se hizo defensiva, tímida—. Lo siento, Jim. No, por supuesto —Al otro lado del teléfono Gabriel pudo oír el sonido de la voz de Burt, aunque no lo que decía; era una voz imperiosa y desagradable.

El tono de voz de Milly Burt se hizo todavía más defensivo. Continuó:

—Es la señora Bigham Charteris, la del castillo. Han atropellado a su perro… Sí, está aquí ahora.

Se sonrojó otra vez y colgó el auricular, pero antes Gabriel había podido escuchar la voz del veterinario, diciendo furiosamente:

—¿Por qué no has empezado por eso, tonta?

Hubo un momento de embarazo. Gabriel sintió lástima por la señora Burt, una graciosa y gentil persona atormentada por su marido. Dijo en la forma cordial y sincera que le caracterizaba:

—Es muy digno de admiración por su parte tener tantos problemas y ser tan simpática, señora Burt —Y le sonrió.

—Oh, no es nada, mayor Gabriel. Porque usted es el mayor Gabriel, ¿verdad? —Estaba un poco confusa por aquella aparición en su casa— Fui al mitin que dio en el instituto, la otra noche.

—Muy amable de su parte, señora Burt.

—Y deseo que consiga el escaño. Estoy segura de que lo conseguirá. Todo el mundo está mortalmente cansado del señor Wilbraham, se lo puedo asegurar. Como usted sabe, él no pertenece a esta tierra. No nació en Cornualles.

—Si se refiere a eso, yo tampoco.

—¡Oh, usted…!

Le miró con unos ojos que eran como los de Lucinda, llenos de admiración por el héroe. Tenía el pelo marrón, de un hermoso color castaño. Miraba a John Gabriel con los labios entreabiertos, viéndole con un telón de fondo de un lugar no determinado. Quizá como una figura en un campo de batalla. Desierto, calor, disparos, sangre, tambaleante en el campo abierto… Un paisaje de película, como el del cuadro que había visto la semana pasada.

¡Y él tan natural, tan gallardo, tan corriente!

Gabriel se esforzó en hablar. No quería que ella volviera a la sala de cirugía y se compadeciera de aquella pobre vieja larguirucha que quería estar a solas con su perra. Sobre todo cuando él tenía la razonable seguridad de que el perro está para eso. Lástima, una perrita adorable que no tenía más de tres o cuatro años.

La señora Burt era una mujer muy agradable, pero quería mostrar su simpatía hablando. Hablaría y hablaría, extendiéndose sobre los coches y el número de perros muertos cada año y sobre lo encantadora que era Lucinda. E incluso ofrecería una taza de té a la señora Bigham.

Para evitar todo esto, John Gabriel habló con Milly Burt y la hizo reír para que ella mostrara su hermosa dentadura y un bello hoyuelo que tenía a un lado de la boca. Ella empezaba a animarse cuando la puerta se abrió de repente y entró con brusquedad un hombre corpulento. Venía con pantalones de montar.

Gabriel se sorprendió ante el modo con que la mujer de Burt se acobardó y se estremeció.

—¡Oh, Jim, ya estás aquí! —exclamó nerviosa—. Éste es el mayor Gabriel.

James Burt asintió y su mujer prosiguió:

—La señora Charteris está en la sala de cirugía con la perra…

Burt la interrumpió:

—¿Por qué no sacaste fuera a la señora después de dejar allí a la perra? ¡No tienes el menor sentido!

—Ahora se lo diré.

—Deja, ya lo haré yo.

Al bajar la golpeó en el hombro y descendió las escaleras hacia la sala de cirugía.

Milly Burt dejó que sus ojos soltaran unas lágrimas ardientes.

Le preguntó al mayor Gabriel si deseaba una taza de té.

Porque sentía lástima de la señora Burt, y porque pensaba que su marido era un bruto sin modales, dijo que sí.

Y eso fue el comienzo de todo.