La primera mención a John Gabriel se produjo la noche que Carslake explicaba a Teresa todo lo relacionado con el resultado de las elecciones parciales, por las que Teresa estaba interesada.
Sir James Bradwell, de Torington Park, había sido el candidato conservador. Residía en el distrito, tenía algún dinero y era un tory intransigente con principios ortodoxos. Era un hombre de carácter severo. Como sir George Borrodaile, ya retirado, éste también tenía sesenta y dos años cuando se presentó a la candidatura. Carecía de fogosidad intelectual y de reacciones rápidas. No tenía dotes de orador brillante y se veía en grandes apuros cuando se le interrumpía en un discurso.
—Despreciable sobre un estrado —dijo Carslake—. Totalmente despreciable. «Hum, desde luego, hum», sin expresiones así no podía seguir hablando. Naturalmente escribíamos sus discursos y teníamos un buen locutor en las reuniones importantes. Todo habría marchado bien diez años antes. Era un tipo de la localidad, honesto y bueno, recto como la misma muerte y un caballero… Pero hoy en día todos piden más que eso.
—¿Desean un tipo con un buen cerebro? —sugerí.
Carslake no parecía tener mucha fe en los buenos cerebros.
—Lo que desean es un tipo moldeable, adulador, que conozca todas las respuestas y que pueda desplegar una amplia sonrisa. Y por supuesto, alguien que prometa el mundo entero. Un tipo del viejo estilo, como Bradwell, es demasiado consciente para decir determinado tipo de cosas. Es incapaz de asegurar que todo el mundo tendrá casas, que la guerra terminará mañana y que todas las mujeres conseguirán agua caliente y una lavadora…
Carslake pareció meditar.
El movimiento pendular comenzó y nuestro vecino nos siguió informando:
—Hay que reconocer que hemos estado en el poder demasiado tiempo. Se acercaba el cambio. El otro tipo, el laborista Wilbraham, era un fulano competente, muy activo, antiguo maestro de escuela, que figuraba en el registro de mutilados del ejército. No hacía más que hablar sobre lo que se haría al regreso de los hombres y cargaba las tintas, como era habitual en él, en el tema de la nacionalización y los esquemas sanitarios. Lo que quiero decir es que supo poner el dedo en la llaga. Triunfó con una mayoría de más de dos mil votos. La primera vez que ocurría algo semejante en St. Loo. Les puedo asegurar que causó una verdadera conmoción. Nos hemos comprometido a hacerlo mejor esta vez. Nos hemos comprometido a derribar a Wilbraham.
—¿Es popular?
—Así, así… No se gasta mucho dinero en la comarca, pero es muy consciente y sabe comportarse agradablemente. Será muy difícil deshacerse de él. Estamos decididos a ponernos el país por montera.
—¿Cree usted que los laboristas no conseguirán el triunfo?
Carslake nos confesó que antes de las elecciones de 1945 nadie creía en esa posibilidad. Los laboristas no tenían nada que hacer, la comarca se agrupaba en torno a Churchill.
—Sin embargo, no tendremos la misma mayoría en todo el país. Depende, desde luego, de cómo funcione la campaña liberal. Unidos usted y yo, señora Norreys, no me sorprendería que se produjera un gran incremento de votos liberales.
Miré de reojo a Teresa. Intentaba hacerse la entendida en política.
Teresa murmuró:
—Me temo que no soy una experta en política.
Carslake contestó con jovialidad:
—Todos tendremos que trabajar duro…
Me miró con gesto calculador. Inmediatamente me ofrecí para poner direcciones en los sobres.
—Todavía puedo utilizar las manos —afirmé.
Pareció inquietarse y volvió a balancearse sobre los talones.
—¡Espléndido! —dijo—. ¡Espléndido! ¿Dónde le ocurrió eso? ¿En el norte de África?
Le dije que me había ocurrido en la carretera de Harrow. Eso acabó con él. Era tanta su intranquilidad que parecía estar atrapado.
Fingiendo que la cosa no le importaba nada, se dirigió a Teresa:
—¿Su marido nos ayudará también?
Teresa negó con la cabeza.
—Me temo que es comunista… —dijo.
Si hubiera dicho que Robert era una cobra negra, Carslake no se hubiera estremecido más. Estaba seriamente impresionado.
—Usted comprenderá… —dijo Teresa en tono explicativo—, es un artista.
Carslake se tranquilizó un poco con la explicación. Artistas, escritores, ¡ese tipo de gente…!
—Comprendo —dijo con mentalidad liberal—. Comprendo perfectamente.
Más tarde Teresa me aclaró:
—De ese modo dejo a Robert al margen…
Le dije que era una mujer sin escrúpulos.
Cuando Robert llegó, Teresa le informó de su militancia política.
—¡Pero yo nunca he sido miembro del partido comunista! —protestó—. Es decir, me gustan sus ideas. Pienso que su ideología es razonable.
—Exactamente —dijo Teresa—. Eso es lo que le dije a Carslake. Y de vez en cuando dejaremos un libro de Marx encima del brazo de tu sillón y así estarás a salvo de cualquier pregunta.
—Todo eso está muy bien, Teresa —dijo Robert dubitativo—. Pero suponte que me agarran los del otro bando.
Teresa le tranquilizó.
—No lo harán. Desde mi punto de vista, el partido laborista está más disgustado con los comunistas que los mismos tories.
—Me pregunto —dije yo—, cómo será nuestro candidato.
Porque Carslake se había mostrado un poco evasivo al respecto.
Teresa le había preguntado si sir James iba a disputar de nuevo el escaño y Carslake había negado con la cabeza.
—No. Esta vez no. Hemos decidido presentar una dura batalla —había contestado—. No sé cómo se moverá, no estoy seguro. No es un hombre de esta localidad…
—¿Quién es?
—El mayor Gabriel. Tiene la Cruz de la Victoria.
—¿La obtuvo en esta guerra o en la anterior?
—¡Oh, en ésta! Es un tipo muy joven. Tiene treinta y cuatro años. Un historial de guerra excepcional. Recibió la Cruz de la Victoria por su «serenidad desacostumbrada, heroísmo y devoción hacia el deber». Estuvo al mando de una posición de artillería que sufrió el asedio constante del enemigo en la batalla de Salerno. Todos sus hombres habían muerto menos uno y, aunque estaba herido, defendió la posición hasta que se le acabaron las municiones. Después se retiró a la posición principal, se deshizo de varios enemigos con granadas de mano y arrastró con serenidad al único de sus hombres, que estaba herido, hasta zona segura. Un buen espectáculo, ¿no les parece? Desgraciadamente no tiene buena apariencia. Es un tipo pequeño, insignificante…
—¿Cómo soportará la prueba de la tribuna política? —pregunté.
La cara de Carslake se alegró.
—¡Oh, se mueve muy bien allí! Positivamente astuto, si sabe lo que quiero decir. Es rápido como la luz, y además tiene una sonrisa amplia y agradable. Todas esas cosas, compréndalo, constituyen un material bastante barato.
Por un momento la cara de Carslake mostró un desagrado instintivo. Me di cuenta de que era un verdadero conservador que prefería el más soberano aburrimiento a una diversión de meretrices.
Se quedó un rato callado, como pensando; por fin dijo lentamente:
—Pero tiene fama de bueno. ¡Sí! Tiene fama de bueno… Aunque, desde luego, carece de telón de fondo.
—¿Se refiere a que no nació en Cornualles? —pregunté—. ¿De dónde viene?
—A decir verdad no tengo ni idea… No viene de ningún sitio concreto, si sabe lo que quiero decir… Mantendremos en la oscuridad todo lo referente a ese tema. Trabajaremos la cuestión de la guerra, su impresionante servicio y todas esas cosas. Puede servir para el hombre de la calle, el inglés corriente. Desde luego no responde a nuestro tipo usual… Y me temo que la señora St. Loo no lo aprobará realmente.
Teresa preguntó con delicadeza si importaba demasiado que lady St. Loo no lo aprobara. Por su contestación resultaba evidente que sí. Lady St. Loo era la cabeza visible de la Asociación de Mujeres Conservadoras y dicha asociación era muy poderosa en St. Loo. Se metían en todo, manejaban toda clase de asuntos y sacaban a relucir todos los temas. Según Carslake, tenían una gran influencia en el voto de las mujeres. Y aseguró que el voto de las mujeres resultaba vital.
Al decir esto último, pareció alegrarse un poco.
—Ésa es una de las razones por la que me siento optimista respecto a John Gabriel —dijo—. Le va bien con las mujeres.
—Pero no con lady St. Loo…
—Lady St. Loo se está portando maravillosamente —aseguró Carslake—. Reconoce que pertenece al viejo estilo. Pero apoya de todo corazón lo que el partido considera necesario.
Antes de marcharse, Carslake había dicho con tristeza:
—Después de todo, los tiempos ya no son los mismos. Teníamos la costumbre de meter en política a caballeros. Pero ya quedan muy pocos. Deseaba que este tipo fuese también un caballero, pero no lo es y hay que rendirse ante la evidencia. Si no se puede contar con un caballero, supongo que lo más aconsejable es un héroe.
Cuando Carslake desapareció, comenté con Teresa que sus últimas palabras eran prácticamente un epigrama.
—¿Cómo supones que es? ¿Terriblemente gallardo?
—No. Me imagino que se trata de un tipo agradable…
—¿Lo dices por su Cruz de la Victoria?
—¡En absoluto! ¡Por Dios! Esas cruces se pueden obtener solo con ser simplemente temerario e incluso por ser estúpido. Como sabes, siempre se aseguró que el viejo Freddy Elton consiguió ese honor por ser demasiado estúpido para saber cuándo había que retirarse de una posición avanzada. Así, llamaron dar la cara a una insuperable casualidad. En realidad el viejo no tenía la menor idea de que los demás se habían ido.
—No seas ridículo, Hugh. ¿Por qué crees que ese tal John Gabriel tiene que ser agradable?
—Pues porque no le gusta a Carslake. El único tipo que le podría gustar a Carslake sería un fulano tremendamente pretencioso.
—Lo que equivale a decir que no te gusta el pobre capitán Carslake.
—Nada de pobre. Carslake se acomoda tan bien a su trabajo como una pulga a un perrillo de lanas. ¡Y vaya un trabajo!
—¿Es mejor que cualquier otro? Es un trabajo sumamente duro…
—Sí, eso es verdad. Pero si empleas toda tu vida calculando qué efecto tendrá esto sobre aquello, terminarás no sabiendo lo que «esto» y «aquello» son en realidad.
—¿Te refieres a un divorcio de la realidad?
—Sí. Y a fin de cuentas, ¿no es a eso a lo que llegan todos los políticos? Siempre preocupados por lo que la gente puede llegar a creer, por lo que puede aguantar y por lo que se les puede inducir a que crean. Nunca piensan en el hecho en sí.
—¡Ah, qué bien hice en no tomarme la política en serio!
—Tú siempre tienes razón, Teresa. —Y le tiré un beso con la mano.
No conseguí ver al candidato conservador hasta el gran mitin de Drill Hall.
Teresa me había conseguido un coche de inválido muy moderno. Podía salir con él a la terraza y tenderme allí en un lugar soleado y resguardado. De vez en cuando me llevaban hasta St. Loo. El mitin de Drill Hall se celebró una tarde y Teresa se empeñó en que yo fuera. Según me aseguró, me divertiría. Le repliqué que tenía una curiosa idea de la diversión.
—Ya verás —dijo Teresa—, te entretendrá enormemente ver a la gente hablarse con tanta seriedad. —Y continuó—: Además llevaré puesto mi sombrero.
Teresa, que nunca llevaba sombrero, como no fuera para asistir a una boda, había hecho una expedición a Londres y había regresado con ese tipo de tocado que convenía a una mujer conservadora.
—¿Cómo es el sombrero que conviene a una mujer conservadora? —traté de informarme.
Teresa me contestó con todo detalle.
Debía ser un sombrero de buen material, ni demasiado coqueto ni demasiado moderno. Tenía que adaptarse bien a la cabeza y tener buena apariencia.
Se lo puso, y Robert y yo aplaudimos. Realmente era como Teresa lo había descrito.
—Te sienta endemoniadamente bien, Teresa —dijo Robert—. Te hace parecer seria, como si tuvieses un propósito bien definido en la vida.
Comprenderéis que el ver a Teresa sentada en la plataforma con su sombrero me arrastró irresistiblemente al Drill Hall aquella tarde de verano tan maravillosa.
El Drill Hall estaba lleno de gente mayor, de aspecto próspero. Todo el mundo por debajo de los cuarenta años, se encontraba disfrutando de las delicias del mar, lo cual me parecía muy sabio. Cuando mi coche de inválido fue empujado por un boy scout hasta una posición privilegiada, protegida por la pared, y al lado de los asientos de primera fila, me puse a especular sobre la utilidad de tales mítines. Todos los que se encontraban en aquel salón estaban seguros de votar por nuestra causa. Nuestros oponentes, en aquel momento, estaban realizando un mitin en la escuela de chicas. Con toda probabilidad gozarían también de una reunión atiborrada de firmes defensores de su causa. Así pues, ¿cómo se dejaba influenciar la opinión pública? ¿Mediante la radio? ¿Con mítines al aire libre?
Mis especulaciones fueron interrumpidas por el paso desordenado de un pequeño grupo de gente que subió a la tarima, donde hasta aquel momento no había más que sillas, una mesa y un vaso de agua.
Hablaron, gesticularon y por fin se sentaron en los sitios convenidos. Teresa, con su sombrero, fue relegada a la segunda fila, entre las personalidades menores. El presidente, varios caballeros viejos y ruinosos y el representante del cuartel general del partido, así como lady St. Loo, dos mujeres más y el candidato, se sentaron en la fila de delante.
El presidente comenzó a hablar con voz suave, casi dulce. Sus referencias a lugares comunes resultaban prácticamente inaudibles. Era un general muy viejo, que se había distinguido en la guerra de los bóers. En mi interior me puse a dudar si no habría sido en la de Crimea. De todas formas, tenía que haber sucedido hacía muchísimo tiempo. El mundo del que estaba hablando ya no existía.
La tenue y dulce voz se detuvo. Se produjo un aplauso espontáneo y entusiasta —el aplauso que siempre se dedica en Inglaterra al amigo que ha aguantado impasible la prueba del tiempo—. En St. Loo todo el mundo conocía al general S. Se decía de él que era un buen anciano, un viejo de la antigua escuela.
Con sus últimas palabras, el general S. presentó a un miembro de la nueva escuela, el candidato conservador, mayor Gabriel, poseedor de la Cruz de la Victoria.
Fue entonces cuando con un suspiro profundo y borrascoso lady Tressilian, a quien descubrí de repente sentada en el extremo de una fila junto a mí —sospecho que fue su instinto maternal el que la colocó allí—, me susurró con mordacidad:
—¡Qué lástima que tenga unas piernas tan vulgares!
Supe inmediatamente a lo que se refería. Aunque si me pidiesen que definiera qué es o qué no es una pierna vulgar no podría contestar, aun estando en juego mi vida. Gabriel no era un hombre alto. Tenía, a mi entender, unas piernas normales para su estatura. No eran ni excesivamente largas ni excesivamente cortas. Llevaba un traje de buen corte. Sin embargo, e indudablemente, aquellas piernas cubiertas por sus pantalones no eran las piernas de un caballero. ¿Es quizá en la estructura y conformación de los miembros inferiores donde reside la esencia de la elegancia? Buena pregunta para los cerebros electrónicos.
La cara de Gabriel no decía nada bueno para él. Era un rostro feo, aunque interesante, con unos ojos bellos y notables. Sus piernas le traicionaban en cada momento. Se levantó. Esbozó una sonrisa convencional. Abrió la boca y rompió a hablar con una voz ligeramente chabacana.
Habló durante veinte minutos y lo hizo bien. No me pregunten lo que dijo. Sin rodeos, puedo decir que oímos las cosas usuales y que las dijo más o menos de la forma acostumbrada. Pero fue más allá. Aquel hombre tenía algo dinámico. Te hacía olvidar su apariencia, su voz desagradable y su feo acento. Se percibía una grata impresión de seriedad, de un propósito meditadísimo. Uno quedaba convencido de que aquel tipo se había comprometido a hacer todo lo posible. Sinceridad, eso era. Emanaba sinceridad. Te dabas cuenta de que estaba interesado. Sí, interesado en el problema de las jóvenes parejas que no encontraban vivienda. Interesado en la situación de los soldados que habían pasado muchos años en ultramar y que volvían al hogar. Interesado en la cuestión de la seguridad industrial, en la lucha contra el desempleo… Le interesaba desesperadamente ver a su país en la prosperidad. Porque esa prosperidad significaría la felicidad y el bienestar de todos los pequeños componentes del mismo país. De vez en cuando, repentinamente, dejaba escapar un destello de burla, una pequeña broma rápidamente interpretada como signo de buen humor. Eran bromas muy fáciles, bromas que se habían hecho antes infinidad de veces. Se escuchaban con comodidad porque resultaban muy familiares. Pero no era el humor lo que realmente contaba, sino su seriedad. Cuando la guerra hubiera acabado, cuando Japón estuviera fuera de combate, llegaría la paz. Y entonces se haría vital defender todas las cosas. Y él, si ellos le apoyaban, quería bajar hacia las cosas…
Eso fue todo. Y fue, me di cuenta perfectamente, un récord personal. No me refiero a que ignorara las instrucciones del partido, de ningún modo. Dijo todo lo correcto. Habló del jefe con la debida admiración y entusiasmo, mencionando al Imperio. Fue muy correcto. Pero pedía que diéramos nuestro apoyo, no tanto al candidato del partido conservador como al mayor John Gabriel, que iba a conseguir que se cumplieran todos los propósitos y que estaba profundamente interesado en que se hicieran realidad.
A la audiencia le gustó. Naturalmente, habían venido predispuestos a su favor. Todos, hombres y mujeres, eran tories y John Gabriel era su candidato. Pero me dio la impresión de que había gustado más de lo previsto. El auditorio parecía incluso estar como más despierto. Y me dije a mí mismo, disfrutando un poco con la idea: «Desde luego, este hombre es una dinamo».
Después del aplauso, que fue verdaderamente entusiasta, se presentó al portavoz del cuartel general. Era excelente. Dijo todas las cosas adecuadas. Hizo todas las pausas convenientes y provocó las risas necesarias en los momentos precisos. Debo confesar que le seguí con atención.
El mitin concluyó con las formalidades usuales.
Cuando todo el mundo se levantó y comenzó a salir, lady Tressilian vino y se me plantó delante. Yo estaba en lo cierto. Se consideraba un ángel guardián. Dijo con su voz delicada y más bien asmática:
—¿Qué opina usted? ¿Me dirá su opinión?
—Es bueno —dije—. Decididamente es bueno.
—Me alegra que piense así. —Suspiró con alivio.
Me pregunté por qué mi opinión le interesaría. Fue ella misma quien me iluminó parcialmente cuando me dijo:
—¿Sabe usted? No soy tan lista como Addie o como Maud. En realidad nunca hice estudios políticos y estoy pasada de moda. No me gusta la idea de que se pague a los parlamentarios. No me acostumbro a ello. Lo que debería importar es servir al país, no ser recompensado.
—No siempre se puede uno permitir el lujo de servir a su país, lady Tressilian —señalé.
—No, ya lo sé. Sobre todo en estos tiempos. Pero me da pena. Nuestros legisladores debieran ser elegidos de la clase que no necesitara trabajar para vivir, la única clase que realmente puede ser indiferente a las ganancias.
Me pregunté si debía decirle: «Mi querida señora, baje usted de las nubes».
Pero resultaba interesante encontrarse con un reducto en Inglaterra, donde todavía sobrevivían las viejas ideas. La clase dirigente, la clase gubernamental, la clase alta. Todas esas clases odiosas. Pero seamos honestos, ¿todavía queda algo de eso?
Lady Tressilian siguió hablando:
—Mi padre estuvo en el Parlamento. Fue parlamentario por Garavissey durante treinta años. Lo consideraba una gran carga para su tiempo y muy fastidioso. Pero pensaba que era su obligación.
Mis ojos se posaron en la tarima de la presidencia. El mayor Gabriel estaba hablando con lady St. Loo. Sus piernas, definitivamente, se movían con poca naturalidad. ¿Pensaba el mayor Gabriel que ir al Parlamento era su deber? Realmente lo dudaba mucho.
—Me dio la impresión de que parecía muy sincero; ¿verdad? —me dijo lady Tressilian siguiendo la dirección de mi mirada.
—Eso fue lo que más me impresionó.
—¡Y habló tan bellamente de nuestro querido mister Churchill! Pienso que no hay duda de que todo el país está al lado de mister Churchill. ¿No está usted de acuerdo?
Yo estaba de acuerdo. O mejor dicho, pensaba que los conservadores volverían a ocupar el poder con una pequeña mayoría.
Teresa se reunió conmigo y a continuación apareció mi boy scout preparado para empujar mi carrito.
—¿Estás contenta? —pregunté a Teresa.
—Sí, lo estoy.
—¿Qué opinas de nuestro candidato?
No me respondió hasta que estuvimos fuera del salón. Una vez en la calle, me dijo:
—No sé qué decirte.