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¿Dónde comenzar? ¿En St. Loo? ¿En la reunión del Memorial Hall cuando el posible candidato conservador, mayor John Gabriel, VC[1], fue presentado por un viejo, muy viejo general? En aquella misma reunión había pronunciado su discurso, desagradándonos a todos debido, en parte, a su voz monótona y vulgar, en parte, a su feo rostro. No tuvimos más remedio que hacernos fuertes fijándonos en su cortesía y recordándonos a nosotros mismos que se hacía necesario el contacto con el pueblo. ¡Las clases privilegiadas se iban haciendo cada vez más lastimosamente escasas!

¿O comenzaré por Polnorth House? Todavía recuerdo el gran salón de techo bajo, cara al mar, con la terraza exterior adonde, los días buenos, podía salir con mi coche de inválido. Allí disfrutaba contemplando el Atlántico con sus resonantes rompientes, y el peñasco gris oscuro que cortaba la línea del horizonte y sobre el que se alzaban los muros y las torres del castillo de St. Loo, semejando —esta impresión la tuve siempre— un dibujo a la acuarela hecho por una joven romántica del año 1960, más o menos.

Porque el castillo de St. Loo tiene ese duende, ese aire de teatralidad y de falso romance que solamente puede ser producido por algo que, en realidad, es genuino. Resulta claro que ha sido construido cuando la naturaleza humana era lo suficientemente inconsciente como para disfrutar del romanticismo sin avergonzarse por ello. Sugiere asedios y dragones, cautivas princesas y caballeros armados y todo el aparato de una película histórica mala. Y por supuesto, la realidad es que la historia es exactamente una mala película.

Cuando mirabas el castillo de St. Loo, esperabas algo como lady St. Loo y lady Tressilian, como la señora Bigham Charteris e Isabella. ¡Y lo sorprendente era que estaban allí!

¿Comenzaré, pues, con la visita de esas tres ancianas de porte distinguido, vestidas extravagantemente y con diamantes y joyas al viejo estilo? ¿Cuando le dije a Teresa con voz fascinada «Pero no pueden, es que no pueden ser reales»?

¿O empezaré un poco más atrás en el tiempo, en el momento en que, por ejemplo, me metí en el coche y me dirigí al aeropuerto de Northolt para reunirme con Jennifer?

Pero detrás de eso está mi vida, la que había comenzado treinta y ocho años antes y se acercaba a su final ese día…

Ésta no es mi historia. Ya lo dije antes. Pero comienza como mi historia. Comienza conmigo, Hugh Norreys. Mirando atrás, veo que mi vida ha sido muy parecida a la de otros hombres. Ni más interesante ni menos. Hubo los inevitables disgustos y desilusiones, y las secretas agonías infantiles. También se dieron las excitaciones, las armonías y las intensas satisfacciones que surgen extrañamente de las causas más inesperadas. Puedo elegir el ángulo desde donde contemplar mi vida. Desde el de la frustración o como una crónica triunfal. Ambos son verdaderos. Siempre es, al final, una cuestión de selección. Está el Hugh Norreys tal como se ve a sí mismo y el Hugh Norreys como lo ven los demás. También tiene que existir, naturalmente, el Hugh Norreys que se presenta ante Dios. El Hugh Norreys esencial. Pero esta historia es la historia que solamente podría escribir el ángel custodio. Volvemos a lo mismo, ¿hasta qué punto conozco ahora al joven que subió al tren en Penzance, en los viejos días de 1945, camino de Londres? Tengo que decir, si me lo preguntaran, que llevaba una vida placentera, donde todo el mundo me trataba bien. Me gustaba mi apacible trabajo de maestro de escuela. Había sabido aprovechar mis experiencias bélicas —el trabajo esperaba mi regreso— y contaba con la perspectiva de un centro y la dirección del mismo en el futuro. Había tenido complicaciones amorosas que me habían dañado y otras de las que estaba satisfecho, pero nada de eso me había marcado. Mis relaciones familiares eran las adecuadas, pero no demasiado estrechas.

Contaba treinta y siete años y en ese día especial era consciente de algo que había estado esperando durante mucho tiempo. Esperaba algo… Una experiencia, un acontecimiento supremo…

Hasta entonces, todo en mi vida, me daba cuenta de repente, había sido superficial —ahora estaba esperando algo real—. Probablemente todo el mundo experimenta esa sensación alguna vez en su vida. Es un momento que corresponde al instante en que en una partida de criquet te toca golpear… A veces llega pronto y a veces llega tarde… Subí al tren en Penzance y cogí un billete para el tercer turno del restaurante (porque justamente acababa de desayunar en abundancia). Cuando el mozo llegó por el pasillo del tren gritando con voz nasal: «Tercer almuerzo, por favor, solo billetes…», me levanté y me dirigí al coche restaurante. El mozo me pidió el billete y me indicó un asiento, de espaldas a la locomotora, frente al lugar donde estaba sentada Jennifer.

Así, ya lo veis, es como suceden las cosas. No puedes controlarlas ni puedes hacer planes. Me senté al lado opuesto de Jennifer y Jennifer estaba llorando.

Al principio no me di cuenta. Luchaba tenazmente por conservar el control. No se la oía, no había ninguna señal externa. No nos miramos. Nos comportamos con el debido respeto a las convenciones que gobiernan el encuentro de desconocidos en un coche restaurante. Le pasé la lista del menú. Una cortesía pero sin ningún significado, puesto que solo se leía lo de siempre: «Sopa, pescado o carne, pastel o queso. 4/6».

Aceptó mi gesto con una mueca de cortesía ritual y una inclinación de la cabeza. El mozo preguntó qué queríamos beber. Los dos pedimos cerveza.

Entonces hubo una pausa. Yo ojeé la revista que llevaba conmigo. El mozo llegó del otro extremo del vagón con los platos de la sopa y nos los puso delante. Portándome aún como un pequeño caballero, adelanté la sal y la pimienta unos centímetros en dirección a Jennifer. Hasta aquel momento no la había mirado —quiero decir que no la había mirado realmente—, aunque, por supuesto, conocía ciertos hechos básicos. Era joven, pero no mucho, pocos años más que yo, de mediana estatura y morena, pertenecía a mi misma clase social y era lo suficientemente atractiva para resultar agradable. Pero no era tan deslumbrantemente atractiva como para provocar un sentimiento perturbador.

En aquel instante tenía la intención de observarla más detenidamente y, si me parecía oportuno, intentaría un motivo de conversación. Dependía.

Pero lo que, de repente, desbarató todos mis cálculos fue el hecho de que mis ojos, perdidos en la sopa del plato de mi vecina, advirtieron que algo insospechado estaba cayendo dentro de él. Sin el más mínimo ruido y sin ninguna indicación de dolor, las lágrimas brotaban de sus ojos y caían en la sopa.

Me quedé perplejo. La miré disimuladamente. Las lágrimas se detuvieron. La muchacha consiguió retenerlas y sorbió la sopa. En un impulso imperdonable, pero irresistible, pregunté:

—Es usted muy desgraciada, ¿verdad?

Entonces ella, sorprendentemente, contestó con furia:

—Soy una perfecta idiota.

Ninguno de los dos habló. El camarero retiró los platos. Colocó unas pequeñas porciones de pastel de carne frente a nosotros y nos sirvió una monstruosa ración de col. Luego añadió dos grandes patatas asadas con el aire del que nos está haciendo un gran favor.

Miré por la ventanilla e hice una observación acerca del paisaje. Proseguí con unos cuantos comentarios sobre Cornualles. Comenté que no lo conocía muy bien. ¿Lo conocía ella? Dijo que sí. Que lo conocía perfectamente, había vivido allí. A continuación, comparamos Cornualles con Devonshire y con Gales. Llegamos hasta la costa del este. Nada de lo que decíamos tenía sentido. Servía tan solo para borrar el hecho de que nos sentíamos culpables: ella por dejar escapar las lágrimas en un lugar público y yo por haberlo advertido.

Hasta que no tuvimos el café en la mesa y yo le ofrecí un cigarrillo que ella aceptó, no volvimos a nuestro punto de partida.

Dije que lo sentía, que había sido un estúpido, pero que no lo había podido evitar. Ella dijo que yo debería de haber pensado que era una tonta de remate.

—No —contesté—. Lo único que pensé es que usted había llegado al límite de sus fuerzas y que no podía más. ¿Es cierto?

La muchacha asintió:

—Sí. Así es. Es humillante que haya llegado a tener tan poca compasión de mí misma que no me importe que usted me haya visto o no.

—Claro que le importa. Usted luchaba desesperadamente por contenerse.

—No llegué a gritar. Si es a lo que se refiere —me atajó ella.

Le pregunté si era tan malo lo que le ocurría.

Me contestó que era terrible. Que había llegado al final de todo y que no sabía qué hacer.

Creo que yo había intuido algo así. En torno a ella flotaba un aire de tensa desesperación. No iba a dejarla irse mientras estuviera en aquellas condiciones. Le dije:

—¡Vamos, cuéntemelo! Soy un extraño, puede decir cosas a un extraño. No traerá consecuencias.

—No hay nada que contar, excepto que me hice un tremendo lío con todo. ¡Con todo!

Le dije que probablemente no era tan grave como le parecía. Que podía darme cuenta de que necesitaba confianza. De que necesitaba una nueva vida, nuevo valor y nuevas energías para superar aquel lastimoso estado de sufrimiento y crispación y poner de nuevo los pies en tierra. Y que yo estaba seguro de que era la persona más indicada para ayudarla… Sí, todo sucedió así de rápidamente.

Jennifer me miró llena de dudas, como un niño inseguro. Luego lo soltó todo.

En medio de la conversación, por supuesto, el mozo vino con la cuenta. Entonces me alegré de que estuviéramos en el tercer turno del almuerzo. No nos echarían a puntapiés del coche restaurante. Añadí diez chelines a la nota y el mozo hizo una inclinación y se retiró discretamente.

Continué escuchando a Jennifer.

Había recibido un trato injusto. Armándose de mucha paciencia, había soportado bastantes cosas, pero ya eran demasiadas y ella no era psíquicamente fuerte. Todo había ido mal en su vida, de niña, de jovencita y en su matrimonio. Su alegría, su dulzura se habían ido enterrando poco a poco en el fondo de ella misma. Se le habían presentado oportunidades para escapar y no las había aprovechado. Había preferido resignarse y aceptar lo mejor de un mal asunto. Y cuando esa táctica falló y se le presentó una escapatoria sin buscarla, ésta resultó una mala solución, por lo que se había sumido en una desesperación más profunda que antes.

De todo lo que le había sucedido, se culpaba a sí misma. Mi corazón se conmovía por aquel adorable rasgo de ella. No juzgaba ni tampoco estaba resentida.

—De algún modo tiene que ser culpa mía —decía patéticamente a cada momento.

Me daban ganas de gritar:

«¡Por supuesto que no es culpa suya! ¿No ve que es usted la víctima? Siempre lo ha sido y lo seguirá siendo hasta que no deje de adoptar esa terrible actitud de culparse por todo…».

Estaba adorable allí sentada, quejándose, sintiéndose miserable y derrotada. Mirándola a través de la estrecha mesa, creo que me di cuenta de que aquello era lo que había estado esperando. Esperaba a Jennifer… No a Jennifer como una posesión, sino dar a Jennifer el dominio de su propia vida, ver a Jennifer feliz, verla en su totalidad.

Sí, entonces lo supe… Aunque tuvieron que pasar muchas semanas antes de admitir que me había enamorado perdidamente de ella.

Como veis, la cosa fue bastante más complicada.

No hicimos planes para volver a vernos. En realidad, ella pensaba que no nos volveríamos a ver nunca. Yo estaba seguro de lo contrario. Me dijo su nombre. Me lo dijo con tono suave, cuando por fin abandonamos el restaurante.

—Llegó la hora del adiós. Pero, por favor, créame que nunca le olvidaré a usted ni lo que ha hecho por mí. Estaba desesperada, muy desesperada…

Estreché su mano y le dije adiós. Pero sabía que no era un adiós. Estaba tan seguro que no quise ponerme de acuerdo con ella para volvernos a ver. Por casualidad, ella tenía amigos que también lo eran míos. No se lo dije, pero encontrarla me resultaría fácil. Lo raro era que no nos hubiéramos conocido antes de aquel momento.

Nos encontramos una semana más tarde en el cóctel de Caro Strangeways. Y después de eso, ya no hubo más dudas. Ambos sabíamos lo que nos había sucedido.

Nos veíamos, nos separábamos y nos volvíamos a encontrar. Coincidíamos en fiestas, en las casas de otras personas y en pequeños y tranquilos restaurantes. Viajábamos en tren por el país y caminábamos juntos en un mundo que era un halo brillante de irreal felicidad. Fuimos a un concierto y oímos la canción de Elizabeth Schumann: «Y en ese sendero donde nuestros pies errarán perdidos, nos encontraremos olvidados del mundo y sumidos en un sueño proclamaremos juntos un amor que nadie podrá destruir…».

Y cuando salimos al estruendo y al bullicio de Wigmore Street, yo repetí las últimas palabras de la canción de Strauss: «En amor y felicidad sin fin…». Y nuestros ojos se encontraron.

Jennifer dijo:

—¡Oh, no, no es para nosotros!

—Sí, sí es para nosotros… —aseguré yo.

Porque, como yo le subrayaba, teníamos que pasar juntos el resto de nuestras vidas…

Ella no podía, según decía, tirar todo por la borda. Estaba segura de que su marido no consentiría que se divorciara de él.

—Pero ¿se divorciaría él de ti?

—Sí, supongo… ¡Oh, Hugh! ¿No podemos seguir como hasta ahora?

Yo le contesté que no. Había estado esperando, vigilando su lucha por volver a la salud y a la felicidad. No había querido obligarla a tomar decisiones hasta que no volviera a ser la gozosa criatura que la naturaleza había creado. Bien, ya lo era. Otra vez era fuerte. Fuerte mental y físicamente. Y tendríamos que tomar una decisión.

No resultaba empresa fácil. Jennifer ponía las más raras y estrambóticas objeciones. Fundamentalmente, eran mi vida y mi carrera, lo que la detenía. Significaría un enorme trastorno para mí. Le dije que ya lo sabía. Lo había pensado bien y no me importaba. Era joven y había otras cosas que podía hacer aparte de dar clases.

Entonces Jennifer dio un grito y dijo que nunca se perdonaría echar a perder mi vida. Le dije que nada se perdería, a no ser que ella me dejara. Sin ella, la vida se habría acabado para mí.

Pasamos por un montón de altibajos. Jennifer parecía aceptar mi punto de vista, pero, repentinamente, al separarse de mí, se volvía atrás. Como veis, no tenía ninguna confianza en sí misma.

Finalmente, y poco a poco, acabó por compartir mi idea. No solo había pasión entre nosotros; existía algo más. Esa armonía de mente y de pensamiento, ese placer que se siente cuando dos mentes se entienden. Las cosas que ella decía estaban siempre a punto de salir de mis labios, nos compenetrábamos hasta en los más mínimos detalles.

Por último admitió que yo tenía razón, que nos pertenecíamos enteramente el uno al otro. Sus defensas se vinieron abajo.

—¡Es verdad! No sé cómo puede ser… ¿Cómo puedo significar para ti lo que dices que significo? Pero, en realidad, no tengo dudas…

La cosa estaba ensayada y probada. Hicimos planes. Los planes necesarios respecto al mundo.

Fue una mañana clara y fría cuando me levanté y me di cuenta de que nuestra nueva vida comenzaba aquel día. A partir de aquel momento, Jennifer y yo estaríamos juntos. Siempre había temido que su extraña y morbosa desconfianza en sus propias capacidades la hiciera desistir.

Incluso aquella mañana, la última de la vieja vida, tenía que andar pisando seguro. La llamé por teléfono.

—¿Jennifer?

—¿Hugh…?

Era su voz, suave y ligeramente temblorosa… Todo era verdad. Me disculpé:

—Perdóname, querida, tenía que oír tu voz. ¿Todo es verdad?

—Todo es verdad…

Íbamos a reunimos en el aeropuerto de Northolt. Canturreé mientras me vestía y me afeité cuidadosamente. En el espejo vi un rostro irreconocible, con una expresión idiota de felicidad. Aquél era el día. El día que había estado esperando durante treinta y ocho años. Desayuné, recogiendo a continuación los billetes y el pasaporte. Fui a coger el coche. Normalmente conducía Harriman, pero esta vez le dije que lo haría yo, que podía sentarse atrás.

Doblé el Mews y me dirigí a la carretera principal. El coche serpenteaba dentro y fuera del tráfico. Tenía mucho tiempo. Hacía una mañana gloriosa —una adorable mañana creada especialmente para Hugh y Jennifer—. Me sentía lleno de alegría, capaz de gritar y cantar.

El camión salió a sesenta kilómetros por hora de la carretera perpendicular. Ni lo vi ni pude intentar evitar el choque. No fue un fallo al conducir ni una reacción defectuosa. El conductor del camión estaba borracho, me lo dijeron después. ¡Pero qué poca importancia tiene el porqué de las cosas!

Chocó de costado contra el Buick, destrozándolo e incrustándose debajo de los despojos. Harriman murió.

Jennifer esperaba en el aeropuerto. El avión se fue… Yo no acudí a la cita.