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De poder existir de verdad y una nariz retorcida.

Holger 1, Celestine y la condesa Virtanen, que había decidido cambiar su apellido por el de Mannerheim, enseguida se habituaron a vivir en la suite del Grand Hôtel, y ya no era tan urgente buscar un palacio adecuado.

Sobre todo, lo del servicio de habitaciones les parecía absolutamente fantástico. Gertrud convenció a Holger 1 y Celestine de que lo probaran, y un par de días después ya eran clientes fieles.

Cada sábado, la condesa celebraba una fiesta en el salón, con Gunnar y Kristina Hedlund como invitados de honor. De vez en cuando también hacían su aparición el rey y la reina.

Nombeko hizo la vista gorda. La factura del hotel era exorbitante, cierto, pero aún quedaba una considerable suma de dinero del patatal.

Holger 2 y ella habían buscado una vivienda independiente, a una distancia prudencial de la condesa y sus dos cortesanos. Nombeko había nacido y se había criado en una chabola de chapa; Holger 2, en una casita con corrientes de aire. Más tarde, ambos compartieron un caserón ruinoso, y luego pasaron trece años en una habitación detrás de la cocina de una casa en el campo, en lo más recóndito de la región de Roslagen.

Después de estas experiencias, un piso con dos habitaciones en el barrio de Östermalm en Estocolmo era un lujo que nada tenía que envidiar al eventual palacio de la condesa.

Pero para que Holger 2 y Nombeko pudieran comprar el piso, antes tendrían que resolver el problema de su no existencia.

El caso de Nombeko se solucionó en una tarde. El primer ministro llamó al ministro de Inmigración, que llamó al jefe de la Dirección General de Inmigración, quien a su vez llamó a su mejor colaborador, el cual descubrió una anotación sobre Nombeko Mayeki que se remontaba a 1987, infirió que la señorita Mayeki llevaba en Suecia desde entonces y le otorgó la ciudadanía sueca.

Por su parte, Holger 2 se dirigió a las oficinas de la Hacienda Pública de Södermalm en Estocolmo y les explicó que nunca había existido, pero que le encantaría hacerlo. Tras un largo peregrinaje de un despacho a otro, acabaron enviándolo a la oficina de la Hacienda Pública de Karlstad, donde debía preguntar por un tal Per-Henrik Persson, el mayor experto del país en cuestiones de situación legal espinosas.

Per-Henrik Persson era un burócrata pragmático. Cuando Holger 2 hubo acabado de exponer los hechos, el funcionario alargó la mano y le apretó el brazo. Luego afirmó que resultaba evidente que existía, que quien afirmara lo contrario se equivocaba. Además, dos elementos indicaban que Holger era sueco y nada más. El primero era la declaración que acababa de prestar: según la amplia experiencia de Per-Henrik Persson, era imposible inventar nada semejante (y eso que se había saltado todos los episodios referentes a la bomba). El segundo era que Holger no sólo tenía aspecto de sueco y hablaba sueco estándar, sino que había preguntado si debía quitarse los zapatos antes de entrar en el despacho enmoquetado.

Sin embargo, a fin de cumplir con las formalidades, el burócrata quiso que Holger aportara dos testigos, un par de ciudadanos ejemplares que, por así decirlo, respondieran de él y confirmaran su relato.

—¿Dos testigos? —preguntó Holger 2—. Sí, no hay problema. ¿Le parecen bien el primer ministro y el rey?

Per-Henrik Persson contestó que en ese caso bastaría con uno.

Mientras la condesa Mannerheim y sus dos cortesanos decidían encargar la construcción de una vivienda en vez de buscar un viejo palacio que aparentemente era imposible de encontrar, Holger 2 y Nombeko se dedicaron en cuerpo y alma a vivir. Holger 2 celebró su recién adquirida existencia explicándole al profesor Berner de la Universidad de Estocolmo todo lo que éste no sabía de su peripecia vital, por si le concedía una nueva oportunidad para defender su tesis doctoral. Entretanto, Nombeko se divirtió preparando ciento ochenta créditos de Matemáticas en doce semanas, al tiempo que trabajaba a jornada completa como experta en China para la cancillería.

Por las noches y los fines de semana asistían a conferencias o iban al teatro, de vez en cuando a la Ópera, cenaban en restaurantes y frecuentaban nuevas amistades. Únicamente personas que pudieran considerarse normales desde un punto de vista objetivo. En casa, celebraban cada factura que se deslizaba por la boca del buzón de la puerta, pues sólo se le puede facturar a alguien que existe de verdad.

También instauraron un ritual doméstico: cada noche, un poco antes de acostarse, Holger 2 servía sendas copas de oporto y la pareja brindaba por un día más sin Holger 1, Celestine y la bomba.

* * *

En mayo de 2008 se acabó de construir la mansión de doce habitaciones en la provincia de Vestmania, rodeada de cincuenta hectáreas de bosque. Además, Holger 1 había reventado el presupuesto de Nombeko adquiriendo un lago colindante con el pretexto de que la condesa seguía necesitando pescar lucios de vez en cuando. Por razones prácticas, también construyeron una plataforma para helicópteros, dotada del correspondiente helicóptero, que Holger pilotaba ilegalmente hasta el palacio de Drottningholm siempre que la condesa acudía a tomar el té o a cenar en casa de sus mejores amigos. Asimismo, de vez en cuando los invitaban a ellos, sobre todo desde que habían fundado la Asociación por la Preservación de la Monarquía, a la que donaron dos millones de coronas.

—¿Dos millones para preservar la monarquía? —dijo un atónito Holger 2 en la escalera de entrada de la mansión, cuando él y Nombeko acudieron a la inauguración con un ramo de flores.

Nombeko no hizo ningún comentario.

—¿Crees que he cambiado de opinión en algunos temas? —inquirió Holger 1, mientras invitaba a pasar a su gemelo y su novia.

—Es lo menos que puede decirse —repuso su hermano, mientras Nombeko seguía en silencio.

No, Holger 1 no estaba del todo de acuerdo. La lucha de su padre había concernido a otra monarquía, a otra época. Desde entonces, la sociedad había evolucionado mucho y los nuevos tiempos exigían nuevas soluciones. ¿O no?

Holger 2 declaró que Holger 1 decía más tonterías que nunca, cuyo alcance seguramente ni siquiera era capaz de entender.

—Pero adelante. Siento curiosidad por conocer el resto de tu teoría.

—Veamos: en el siglo XXI, todo va condenadamente rápido: los coches, los aviones, internet, ¡todo! Pero la gente necesita algo sólido, estable, que le dé seguridad.

—Por ejemplo, ¿un rey?

—Sí, digamos que un rey —coincidió Holger 1. A fin de cuentas, la monarquía era una tradición milenaria, mientras que la banda ancha apenas contaba diez años de vida.

—¿Qué tiene que ver la banda ancha con todo esto? —preguntó Holger 2.

Pero no obtuvo respuesta, pues Holger 1 prosiguió explicándoles que lo mejor que podía hacer un país en estos tiempos de globalización era unirse en torno a sus símbolos. Por el contrario, los republicanos acabarían liquidando el país, cambiarían su identidad en aras del euro y escupirían sobre la bandera sueca.

En ese momento, Nombeko ya no pudo contenerse más. Se acercó a Holger 1, le agarró la nariz entre el índice y el corazón y se la retorció.

—¡Ay! —gritó éste.

—¡Dios mío, qué ganas tenía! —exclamó ella.

Celestine, que se encontraba en la cocina contigua de ochenta metros cuadrados, al oírlo gritar acudió presurosa.

—¡¿Qué le has hecho a mi amor?! —chilló.

—Acerca la nariz y te lo demostraré —repuso Nombeko.

Pero Celestine no era tan estúpida. Retomó el discurso donde lo había dejado Holger 1:

—Las tradiciones suecas están seriamente amenazadas. No podemos quedarnos con los brazos cruzados. ¿Qué son dos millones de coronas en este contexto? Nada. Están en juego valores incalculables, ¿no os dais cuenta?

Nombeko miraba con insistencia la nariz de Celestine. Pero Holger 2 intervino a tiempo y, cogiendo del brazo a su pareja, agradeció la invitación y enfiló con ella hacia la puerta.

El ex agente B estaba sentado en un banco de Getsemaní, buscando la paz espiritual que el jardín bíblico siempre le había procurado.

Sin embargo, esta vez no funcionaba. Comprendió entonces que le quedaba una cosa por hacer. Sólo una. Después, podría dejar atrás su vida pasada.

Volvió a casa, se sentó ante el ordenador, inició la sesión a través de un servidor de Gibraltar y envió un mensaje anónimo sin encriptar directamente a la cancillería israelí, que rezaba:

«Pregúntenle al primer ministro Reinfeldt por la carne de antílope».

Nada más.

El primer ministro Ehud Ólmert sospecharía de la identidad del autor del mensaje, pero no conseguiría rastrearlo. Ni siquiera se molestaría en intentarlo. El ex agente no había estado bien considerado durante los últimos años de su carrera. Sin embargo, la lealtad hacia su nación siempre fue absolutamente incuestionable.

Durante la gran conferencia sobre Iraq, celebrada en Estocolmo el 29 de mayo de 2008, la ministra de Asuntos Exteriores israelí, Tzipi Livni, se llevó aparte al primer ministro sueco Reinfeldt. Tuvo que buscar un momento las palabras antes de empezar a hablar.

—El señor primer ministro sabe muy bien cómo se siente uno en el ejercicio de las responsabilidades que nos son propias. Unas veces sabemos lo que no deberíamos saber, y otras, todo lo contrario.

El mandatario asintió con la cabeza, presintiendo adónde quería llegar la ministra.

—Es posible que la pregunta que voy a formularle le parezca extraña, y por desgracia es muy probable que así sea, pero tanto el primer ministro Ólmert como yo, tras haberlo considerado detenidamente, hemos decidido planteársela.

—Salude al primer ministro de mi parte. Y por favor, pregunte, pregunte. Responderé lo mejor que pueda.

La ministra guardó silencio unos segundos.

—¿Es posible que esté al corriente, señor primer ministro, de diez kilos de carne de antílope en los que el Estado de Israel podría estar interesado? —inquirió al fin—. Una vez más, le pido disculpas si la pregunta le parece descabellada.

El primer ministro esbozó una sonrisa forzada. Y a continuación declaró que conocía perfectamente la carne de antílope, que no le gustaba su sabor, no estaba entre las que él prefería, desde luego, y que se había encargado de que, en adelante, nadie pudiera volver a probarla.

—Si la señora ministra tiene otras preguntas referentes a este tema, me temo que no sabré qué contestarle —concluyó.

No, la ministra no tenía más preguntas. No compartía la visceral aversión del primer ministro por la carne de antílope (por vegetariana que fuera), pero lo más importante para Israel era confirmar que la mencionada carne no había acabado en manos de gente que no respetaba las reglas internacionales sobre importación y exportación de productos animales.

—Me alegra saber que las buenas relaciones entre nuestros pueblos se afianzan —manifestó Reinfeldt.

—Desde luego —convino la ministra Livni.

Si a pesar de todo Dios existe, desde luego tiene sentido del humor.

Nombeko, que llevaba veinte años deseando tener un hijo con Holger 2, y que se había dado por vencida un lustro atrás, se enteró el día que cumplió cuarenta y siete, en julio de 2008, de que estaba embarazada (el mismo día que George W. Bush decidió que Nelson Mandela, premio Nobel de la Paz y ex presidente, podía ser borrado de la lista de terroristas confeccionada por el gobierno norteamericano).

Pero lo cómico de la situación no acaba aquí. Poco después resultó que Celestine, un poco más joven, se hallaba en el mismo estado de buena esperanza.

Holger 2 le dijo a Nombeko que el mundo no se merecía un hijo de Celestine y su hermano, fuera cual fuese la opinión que se tuviera del mundo. Nombeko le dio la razón, pero insistió en que siguieran centrándose en sí mismos y en su felicidad, y dejaran que los chiflados y la abuela de uno de los mismos se ocuparan de sus asuntos.

Y eso hicieron.

En abril de 2009, Holger 2 y Nombeko tuvieron una hija preciosa como un sol que pesó al nacer 2,860 kilos. Nombeko quiso que la niña se llamara Henrietta, como su abuela paterna.

Dos días después, Celestine dio a luz gemelos en un parto por cesárea en una clínica privada de Lausana.

Dos pequeños bebés casi idénticos.

Carlos y Gustavo.

Con motivo del nacimiento de Henrietta, Nombeko dejó su puesto como experta en relaciones con China. Le gustaba su trabajo, pero sentía que ya no era esencial. Por ejemplo, el presidente chino no podía estar más contento con el reino de Suecia. No se arrepintió ni un segundo de haberle regalado el magnífico Volvo a Nombeko, pero como, a pesar de todo, le había gustado tanto el coche, llamó a su buen amigo Li Shufu del Zheijang Geely Holding Group y le propuso que Geely adquiriera la Volvo. De hecho, la idea había sido de Nombeko, pero Hu había acabado por apropiársela.

—Veré lo que puedo hacer, señor presidente —le aseguró Li Shufu.

—Si luego puede arreglarme un buen precio para un modelo blindado presidencial, le estaría muy agradecido.

—Veré lo que puedo hacer, señor presidente —repitió Li Shufu.

* * *

El primer ministro pasó por la clínica de maternidad para dar la enhorabuena a los felices padres con un ramo de flores y agradecerle a Nombeko su extraordinaria aportación como experta en las relaciones con China. Por citar uno solo de sus logros, había convencido al presidente Hu para que Suecia financiara una cátedra de Derechos Humanos en la Universidad de Pekín. El primer ministro no entendía cómo lo había conseguido. Tampoco el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso, que, estupefacto, había llamado a Reinfeldt para preguntarle: How the hell did you do that?

—Bueno, ahora, suerte con la pequeña Henrietta —dijo el primer ministro—. Y avísame cuando estés lista para volver a trabajar. Encontraremos algo para ti. Seguro.

—Lo prometo. Supongo que llamaré pronto, porque tengo al mejor economista, politólogo y padre de familia del mundo. Ahora, señor, discúlpenos, pero a Henrietta le toca comer.

El 6 de febrero de 2010, el presidente Hu Jintao, aterrizó en el aeropuerto internacional Oliver Tambo, a las afueras de Johannesburgo, en visita oficial.

Fue recibido por la ministra de Relaciones Internacionales y Cooperación Nkoana-Mashabane y por un séquito de potentados. El presidente optó por pronunciar su discurso oficial en el aeropuerto. Habló del futuro común de China y Sudáfrica y declaró que confiaba en estrechar aún más los lazos que unían a ambos países. Después se extendió sobre la paz, el desarrollo en el mundo y otros nobles principios en los que podía creer quien quisiera. A continuación, a Hu lo esperaba un apretado programa de dos días, antes de proseguir su gira africana viajando a Mozambique.

Lo que distinguió la de Sudáfrica de las visitas precedentes a Camerún, Liberia, Sudán, Zambia y Namibia (y también de la posterior, a Mozambique) fue que el presidente insistió en pasar la noche en Pretoria en privado, algo a lo que el país anfitrión no pudo negarse, claro está. Así pues, la visita oficial se vio interrumpida justo antes de las siete de la tarde y se retomó al día siguiente, después del desayuno.

A las diecinueve horas en punto, una limusina negra recogió al presidente frente a su hotel y lo condujo al barrio de Hartfield, donde se hallaba la embajada sueca.

La embajadora en persona lo recibió, junto con su cónyuge y su bebé.

—Bienvenido, señor presidente —saludó Nombeko.

—Gracias, estimada embajadora. Ya sería el colmo si esta vez tampoco tuviéramos tiempo de hablar de nuestros recuerdos del safari.

—Y un poco de derechos humanos —propuso Nombeko.

—¡Uf! —exclamó Hu Jintao, y le besó la mano a la embajadora.