23
De un furioso jefe del Estado Mayor y una cantante de bella voz.

Fredrik Reinfeldt se instaló con un bocadillo y un café triple en uno de los sillones de su despacho. Acababa de someterse a una puesta a punto en forma de ducha, ropa impoluta y zapatos relucientes. En el otro sillón estaba su intérprete de chino sudafricana con una taza de té sueco en la mano. Vestía la misma ropa del día anterior. Aunque, claro, ella no había estado hurgando en un patatal.

—¡Vaya! ¡Éste era su aspecto antes de ensuciarse, sí! —exclamó.

—¿Qué hora es? —preguntó el primer ministro.

Eran las diez menos veinte. Había tiempo para preparar a la intérprete. Le explicó que tenía pensado invitar a Hu Jintao a la Conferencia sobre el Cambio Climático que se celebraría en Copenhague en 2009, coincidiendo con su presidencia de la Unión Europea.

—Seguramente hablaremos bastante del medio ambiente y de diferentes propuestas en ese ámbito. Me gustaría que China se adhiriera al futuro acuerdo climático.

—Ajá.

Lo más peliagudo era que el primer ministro también tenía intención de transmitirle el concepto sueco de democracia y derechos humanos. A la hora de tratar estos asuntos, era muy importante que Nombeko tradujera literalmente y no se inventara nada.

—¿Algo más? —quiso saber ella.

Pues sí, también tendrían que hablar de negocios, por supuesto. De importación y exportación. China era económicamente cada vez más importante para Suecia.

—Les exportamos productos suecos por un valor de veintidós mil millones de coronas al año —le explicó el primer ministro.

—Veintidós mil millones ochocientas mil coronas —lo corrigió ella.

El primer ministro apuró su café mientras se decía que estaba viviendo las veinticuatro horas más desconcertantes de su vida.

—¿La señorita intérprete querría añadir algo? —preguntó sin ironía.

A Nombeko le parecía bien que la reunión girara en torno a la democracia y los derechos humanos, pues de este modo el primer ministro podría declarar luego que la reunión había versado sobre la democracia y los derechos humanos.

Cínica aparte de brillante, pensó Fredrik Reinfeldt.

—Señor primer ministro, es un honor poder reunirme con usted, esta vez de una manera más formal —dijo el presidente Hu sonriendo, y le tendió la mano—. Señorita Nombeko, nuestros caminos se vuelven a cruzar. Es una profunda satisfacción verla de nuevo.

Nombeko replicó cortésmente que pensaba lo mismo, pero que tendrían que dejar para mejor ocasión comentar sus recuerdos del safari, porque si no el primer ministro se impacientaría.

—Por cierto, piensa arrancar en tromba con asuntos relacionados con la democracia y los derechos humanos, está convencido de que usted no sabe resolverlos demasiado bien. Creo que en este punto no anda del todo descaminado. Aunque no debe preocuparse, señor presidente, creo que avanzará con gran cautela, pasito a pasito. Si está preparado, ¿podemos empezar?

Hu Jintao hizo una mueca ante lo que se avecinaba, pero sin perder el buen humor. Aquella sudafricana era encantadora. Además, era la primera vez que trabajaba con una intérprete que traducía lo que se decía antes de que se dijera. O la segunda. Le había sucedido lo mismo en Sudáfrica, muchos años antes.

Efectivamente, el primer ministro empezó a describir con cautela la concepción sueca de la democracia, subrayó lo importante que era la libertad de expresión para los suecos y ofreció a los amigos de la república popular su apoyo a la hora de desarrollar costumbres parecidas. Luego bajó la voz para exigir la liberación de los presos políticos del país.

Nombeko tradujo, pero, antes de que Hu Jintao contestara, añadió por iniciativa propia que lo que en realidad intentaba decir el primer ministro sueco era que no podían encerrar a escritores y periodistas sólo porque escribieran cosas desagradables, ni desplazar a poblaciones a la fuerza, ni censurar internet…

—¿Qué le está diciendo? —preguntó el sueco, al darse cuenta de que la traducción era el doble de larga de lo que sería de esperar.

—Le he transmitido lo que el primer ministro ha dicho, y luego le he aclarado lo que pretendía decir, sólo para que la entrevista cobre un poco de soltura. Creo que con lo cansados que estamos no es cuestión de pasarnos aquí el día entero, ¿no le parece?

—¿Le ha aclarado lo que yo pienso? ¿Acaso no he sido suficientemente claro? ¡Esto es diplomacia al más alto nivel! ¡Una intérprete no puede entrometerse ni inventarse las cosas!

Por supuesto que no. Nombeko prometió que sólo se inventaría el mínimo indispensable, y se volvió hacia el presidente Hu para explicarle que al primer ministro no le gustaba que se hubiera entrometido en la conversación.

—Lo comprendo —convino Hu Jintao—. Pero ahora, haga el favor de traducir y dígale que he asimilado las palabras, tanto las de él como las suyas, y que tengo suficiente criterio político para distinguirlas.

Acto seguido, Hu Jintao pasó a responder de un modo extenso, mencionando de paso las cuestiones relativas a la base de Guantánamo, donde había presos que llevaban cinco años esperando a que les dijeran de qué se los acusaba. El presidente también estaba al tanto del enojoso incidente de 2002, cuando Suecia aceptó dócilmente la voluntad de la CIA y expulsó a dos egipcios, abocándolos así a prisión y torturas, para que luego resultara que al menos uno de ellos era inocente.

Después, ambos mandatarios hablaron un poco más, hasta que a Reinfeldt le pareció que ya habían dicho bastante y podían pasar a tratar del medio ambiente. Esta parte de la entrevista fue más ligera.

Poco después se sirvió té y bizcocho, incluso a la intérprete. Aprovechando la atmósfera distendida en torno a la mesita, el chino expresó discretamente su deseo de que la crisis y las tensiones de la víspera se hubieran resuelto positivamente.

Sí, gracias, respondió el sueco, aunque sin demasiada convicción. Nombeko se dio cuenta de que Hu Jintao quería saber más y añadió, por pura cortesía y saltándose a Reinfeldt, que habían decidido meter la bomba en una gruta y tapar la entrada para siempre. Entonces se le ocurrió que quizá debería haberse callado lo que acababa de decir, pero que en cualquier caso no era algo inventado.

En su juventud, Hu Jintao había trabajado bastante en asuntos relacionados con las armas nucleares (todo había empezado con el viaje a Sudáfrica) y sentía curiosidad en nombre de su país por el destino de la bomba en cuestión. Sin duda, el arma tenía un par de decenios de antigüedad, y además China no la necesitaba, ya disponía de megatones de sobra. Pero si los informes de los servicios secretos estaban en lo cierto, esa misma bomba, desmontada, podría proporcionar a su país un conocimiento único de la tecnología nuclear sudafricana, o mejor dicho, israelí. Y ese conocimiento, a su vez, podía convertirse en una pieza importante del rompecabezas a la hora de analizar la relación de fuerzas entre Israel e Irán. Además, Irán era un buen amigo de China. O relativamente bueno. El petróleo y el gas fluían de Irán en dirección al este, pero China nunca había tenido aliados más penosos que los dirigentes de Teherán (excepción hecha de Pyongyang). Entre otras cosas, eran desesperantemente difíciles de interpretar. ¿En verdad estaban fabricando sus propias armas nucleares? ¿O la retórica era la única arma de que disponían, al margen del armamento convencional?

—¿Me equivoco o el señor presidente podría ser un potencial comprador de la bomba? —lo interrumpió Nombeko—. ¿Quiere que le pregunte al primer ministro si está dispuesto a cedérsela? ¿A modo de presente, como gesto de consolidación de la paz y la amistad entre ambos países?

Mientras Hu Jintao pensaba que existían presentes de paz más adecuados que una bomba atómica de tres megatones, Nombeko argumentó que China ya poseía tantas bombas de este tipo que una más o menos no haría daño a nadie. Y estaba segura de que Reinfeldt vería con buenos ojos que la bomba desapareciera al otro lado del globo terráqueo. O aún más lejos, si era posible.

El chino repuso que, como era sabido, hacer daño estaba en la naturaleza de las bombas atómicas, aunque, por supuesto, no fuera deseable. Pero que, si bien la señorita Nombeko había interpretado correctamente su interés por la bomba sueca, difícilmente podría considerarse apropiado pedirle semejante favor al primer ministro. Por eso le solicitaba a Nombeko que se ciñera a su labor de intérprete, antes de que el primer ministro sueco tuviera motivos para volver a irritarse.

Sin embargo, ya era demasiado tarde.

—¿De qué demonios están hablando? ¡Usted debe traducir para mí y nada más!

—Sí, disculpe, señor, sólo intentaba solucionarle a usted un problema. Pero no me ha salido bien. Así que hable, por favor. De medio ambiente y de derechos humanos y tal.

El primer ministro volvió a experimentar la sensación de irrealidad que lo había acompañado en las últimas veinticuatro horas. Su propia intérprete había pasado de secuestrar gente a secuestrar la entrevista con un jefe de Estado extranjero.

Durante el almuerzo, Nombeko pudo hacerse merecedora de la remuneración que ni había solicitado ni le habían ofrecido. Consiguió que fluyera una animada conversación entre el presidente y el primer ministro, el jefe de Volvo, el jefe de Electrolux y el jefe de Ericsson, de hecho, sin apenas entrometerse. Sólo en un par de ocasiones se fue un pelín de la lengua. Como cuando Hu agradeció al jefe de Volvo por segunda vez el magnífico regalo, añadiendo que los chinos no eran capaces de construir coches tan buenos. En lugar de traducir esas palabras de nuevo, Nombeko propuso que China comprara la empresa Volvo en su totalidad y así ya no tendrían más envidia.

O como cuando el jefe de Electrolux habló de las inversiones realizadas para introducir los distintos productos de la compañía en China, y Nombeko le vendió al presidente la idea de que, a lo mejor, en su calidad de secretario del Partido Comunista chino, podría considerar ofrecer un pequeño «incentivo marca Electrolux» a todos los militantes leales de su partido. A Hu le pareció tan buena idea que, sin pensarlo dos veces, preguntó al jefe de Electrolux qué descuento tenía pensado si le hacía un pedido de sesenta y ocho millones setecientos cuarenta y dos mil hervidores de agua.

—¿Cuántos? —pregunto el atónito sueco.

* * *

El jefe del Estado Mayor estaba de vacaciones en Liguria cuando el primer ministro, a través de su ayudante, lo convocó para una reunión urgente. Tenía que volver a casa de inmediato; no era un capricho burocrático, sino una orden directa de las más altas instancias. Se trataba de la seguridad nacional. Y debía presentar un inventario de «grutas militares disponibles».

El comandante en jefe confirmó que había recibido la orden, reflexionó unos diez minutos sobre qué querría el primer ministro, antes de darse por vencido y solicitar transporte en un Jas 39 Gripen que lo llevaría de vuelta a casa a la velocidad que el primer ministro había exigido (es decir, dos veces la velocidad del sonido).

Sin embargo, las fuerzas aéreas suecas no aterrizan y despegan en cualquier campo del norte de Italia según su conveniencia, sino que deben hacerlo en el aeropuerto Cristóbal Colón de Génova, lo que significaba que el jefe del Estado Mayor tenía al menos dos horas de coche, con el denso tráfico que hay siempre en la A10 y la Riviera italiana. No podría estar en la cancillería antes de las cuatro y media de la tarde, por muchas barreras del sonido que sobrepasara por el camino.

El almuerzo en la Casa Sager había concluido y todavía faltaban unas horas para la reunión con el jefe del Estado Mayor. El primer ministro sabía que debería estar donde estuviera la bomba, pero resolvió confiar una vez más en Nombeko y en la poco fiable Celestine, porque se hallaba extenuado después de haberse ocupado de mil asuntos durante más de treinta horas seguidas y sin descanso. Decidió echarse una siestecita en la cancillería.

Nombeko y Celestine siguieron su ejemplo, pero en la cabina del camión, en un aparcamiento del barrio de Tallkrogen.

* * *

Mientras tanto, llegaba la hora de la partida del presidente chino y su séquito. Hu Jintao estaba satisfecho con la visita, pero ni siquiera la mitad que la primera dama, Liu Yongqing. Mientras su esposo dedicaba el domingo a la política y al bacalao hervido con salsa de mantequilla, ella y algunas mujeres de la delegación habían tenido tiempo de hacer dos fantásticas visitas, al Mercado Campesino de Västerås y a una monta en Knivsta.

En Västerås, la esposa del presidente se había deleitado con la interesante artesanía genuinamente sueca, antes de llegar a un puesto de baratijas importadas. Entre éstas (¡Liu Yongqing no daba crédito a sus ojos!) descubrió un auténtico ganso de barro de la dinastía Han. Cuando Liu Yongqing hubo preguntado por tercera vez en su limitado inglés si el vendedor estaba seguro del precio, el hombre creyó que ella intentaba regatear y exclamó enfadado:

—¡Sí, ya se lo he dicho! ¡Veinte coronas, ni un céntimo menos!

El ganso venía en un lote de cajas que el hombre había adquirido en la venta de una herencia en Sörmland (el difunto le había comprado el ganso por treinta y nueve coronas a un extraño norteamericano en el Mercado de Malma, pero eso no podía saberlo). En realidad, estaba harto de la pieza, pero como aquella extranjera se había mostrado muy agresiva y había cotorreado con sus amigas en un idioma que ningún ser humano podía entender, el precio fijado se había convertido al final en una cuestión de principios. Veinte coronas o nada, así de sencillo.

Al final, la arpía había pagado: ¡cinco dólares! Encima, ni sabía contar.

El puestero quedó satisfecho, y la esposa del presidente, feliz. Y más lo estaría en cuanto se enamorara locamente del caballo caspio negro de tres años, de nombre Morfeus, en la monta de Knivsta. El animal poseía todas las características de un caballo adulto normal, pero medía sólo un metro hasta la cruz y, al igual que todos los caballos de esa raza, no crecería más.

—¡Para mí! —exclamó Liu Yongqing, que desde que era la esposa del presidente había desarrollado una extraordinaria capacidad para salirse con la suya.

Sin embargo, todo lo que la delegación pretendía llevarse a Pekín exigía una tremenda cantidad de documentación que rellenar en el centro de carga del aeropuerto de Arlanda. Los empleados no sólo disponían de todas las herramientas prácticas para trajinar con mercancías, sino también de los conocimientos necesarios para determinar qué papeles y sellos se necesitaban para los distintos artículos.

El valioso ganso de la dinastía Han pasó los controles. Lo del caballo fue más difícil.

El presidente, que ya había tomado asiento en la butaca presidencial de su avión presidencial, le preguntó a su secretario por qué se retrasaba tanto la salida. Éste le respondió que al transporte que llevaba el Volvo del presidente desde Torslanda aún le quedaban unos kilómetros hasta el aeropuerto, pero que las cosas se habían complicado con el caballo comprado por su esposa. Los del aeropuerto eran muy raros: parecían atenerse a la idea de que las reglas estaban para cumplirlas, y poco importaba que se tratara del avión del presidente chino. El secretario reconoció que las negociaciones habían resultado muy arduas, dado que el intérprete seguía en el hospital. Naturalmente, no quería agobiar al presidente con los detalles, pero la delegación agradecería contar con la mujer sudafricana una última vez, si al presidente le parecía adecuado. Así pues, ¿podían llamarla?

De ese modo, Nombeko y Celestine, que dormían cabeza con pies en la cabina del camión en un aparcamiento de la ciudad, se despertaron al oír el móvil y fueron al centro de carga del aeropuerto de Arlanda para echar una mano a la delegación china en las diversas formalidades aduaneras.

Alguien que considere que no tiene suficientes problemas en su vida siempre puede hacerse con un mamífero en Suecia poco antes de que despegue su vuelo, y luego insistir en que el animal viaje en la bodega con el resto del equipaje.

Entre otras cosas, Nombeko debía obtener un certificado de la Dirección General de Agricultura válido para exportar el caballo caspio que horas atrás había mirado a los ojos a la esposa del presidente. Por otro lado, debían presentar un certificado de vacunación del animal ante las autoridades sanitarias del aeropuerto. Puesto que Morfeus era caspio y el destino del viaje Pekín, según las reglas de la Dirección General de Agricultura china, se requería un test de Coggins para determinar que el caballo, que había nacido y se había criado en Knivsta, o sea, no lejos del círculo polar ártico, no padecía anemia infecciosa equina.

Además, en el avión tenía que haber sedantes, jeringuillas y cánulas, por si el animal entraba en pánico en pleno vuelo. También anteojeras, por si se desbocaba.

Por último, el veterinario de distrito de la Dirección General de Agricultura debía examinarlo y asistir a su identificación en el aeropuerto. Cuando descubrieron que el jefe de las clínicas veterinarias de la provincia de Estocolmo estaba de viaje oficial en Reikiavik, Nombeko se rindió.

—Este problema requiere una solución alternativa —declaró.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Celestine.

Una vez hubo resuelto el problema equino, Nombeko tenía motivos suficientes para correr a la cancillería e informar de lo sucedido. Como era importante que llegara antes que el jefe del Estado Mayor, optó por subirse de un salto a un taxi, después de advertirle seriamente a Celestine que debía pasar inadvertida entre el tráfico. La joven se lo prometió, y seguramente habría cumplido su promesa, de no ser porque en la radio empezó a sonar una canción de Billy Idol.

Unos kilómetros al norte de Estocolmo había un atasco monumental a causa de un accidente. El taxi de Nombeko tuvo la suerte de pasar justo antes, pero Celestine y el camión se quedaron atrapados en el creciente embotellamiento. Según las explicaciones que más tarde daría, es físicamente imposible permanecer inmóvil mientras en la radio suena Dancing with Myself. Así pues, decidió circular por el carril de autobuses.

Así fue como, justo al norte de Rotebro, una mujer que sacudía la cabeza espasmódicamente al ritmo de la música al volante de un camión de patatas con matrícula falsa y adelantaba por la derecha a un coche de policía parado en el atasco, fue detenida.

Mientras el agente comprobaba la matrícula y le comunicaban desde la central que pertenecía a un Fiat Ritmo rojo cuyas matrículas habían sido robadas hacía muchos años, su colega en prácticas se acercó a Celestine, que había bajado la ventanilla.

—No puede ir por el carril bus, haya habido o no un accidente —explicó el agente en prácticas—. ¿Puedo ver su carnet de conducir?

—Pues no, poli de mierda —repuso Celestine.

Un par de tumultuosos minutos después, estaba en el asiento de atrás del coche de policía, inmovilizada con unas esposas bastante parecidas a las suyas. Los ocupantes de los otros vehículos les sacaban fotos como locos.

El agente veterano, que tenía una larga carrera a sus espaldas, le explicó con calma que haría bien en decirles quién era, quién era el propietario del camión y por qué llevaba una matrícula falsa, mientras el agente en prácticas examinaba el remolque. Se topó con una caja grande; si forzaba una de las junturas seguramente podría abrir… pues sí, podía.

—¡Dios mío! —exclamó, y llamó al otro agente.

Luego se apresuraron a volver con la Celestine esposada para plantearle nuevas preguntas, esta vez sobre el contenido de la caja. Pero para entonces ella ya se había recuperado.

—A ver, ¿cómo era…? Ah sí, queríais saber cómo me llamo, ¿no?

—Pues sí, nos gustaría —repuso el veterano sin perder la calma.

—Edith Piaf —dijo Celestine. Acto seguido entonó:

Non, rien de rien,
non, je ne regrette rien,
ni le bien qu’on m’a fait,
ni le mal, tout ça m’est bien égal!

Y siguió cantando mientras la llevaban a la jefatura central de Estocolmo. Durante el trayecto, el agente pensó que podían decirse muchas cosas del trabajo de policía, pero desde luego no que fuera monótono.

El agente en prácticas recibió la orden de conducir el camión al mismo lugar con sumo cuidado.

A las 16.30 del domingo 10 de junio de 2007, el avión presidencial chino despegó del aeropuerto de Arlanda, en Estocolmo, con destino a Pekín.

Más o menos a la misma hora, Nombeko estaba de vuelta en la cancillería. Consiguió llegar al sanctasanctórum recurriendo a la ayudante del primer ministro y explicándole que tenía información importante relacionada con el presidente Hu.

La condujeron hasta el primer ministro minutos antes de que entrara en escena el jefe del Estado Mayor. Fredrik Reinfeldt parecía descansado, había dormido casi una hora y media mientras Nombeko se entretenía en Arlanda haciendo malabarismos con papeles, caballos y demás. ¿Qué querría decirle Nombeko? Había creído que no volverían a verse hasta que el jefe del Estado Mayor hubiera sido informado y hubiera llegado la hora del, por así decirlo, almacenamiento final.

—Bueno, verá, señor primer ministro, las circunstancias han querido que ahora mismo la reunión con el jefe del Estado Mayor resulte innecesaria. En cambio, seguramente sería conveniente telefonear al presidente Hu cuanto antes.

Nombeko le explicó el asunto del caballo caspio del tamaño de un poni y la lista infinita de formalidades que era preciso cumplir para que el animal no se quedara en territorio sueco, lo que sin duda habría suscitado la irritación de la presidenta y su esposo. A fin de evitar un desenlace tan enojoso, Nombeko había optado por una solución poco convencional: poner el caballo junto con el Volvo convenientemente embalado, despachado y en regla que el presidente había recibido de la planta de Torslanda.

—¿Es necesario que esté al corriente de esas cosas? —la interrumpió el mandatario.

—Me temo que sí.

Al final resultó que el caballo no cabía en el contenedor del Volvo. En cambio, atando y encerrando al animal en la caja de la bomba y transfiriendo toda la documentación de un sitio al otro, Suecia se había deshecho tanto del caballo caspio como de la bomba en un solo viaje.

—¿Quieres decir que…?

—Estoy segura de que el presidente Hu estará encantado de hacerse cargo de la bomba y aportará todas las respuestas posibles a sus técnicos. China ya está llena de misiles de media y larga distancia, así que una bomba más o menos les dará igual. ¡Y piense en la alegría de la presidenta con su caballo! Es una pena, eso sí, que el Volvo haya tenido que quedarse en Suecia. Está en el camión. A lo mejor, el primer ministro podría organizar un envío en barco a China. ¿Qué le parece?

Fredrik Reinfeldt no se desmayó porque no le dio tiempo: en ese mismo instante su ayudante llamó a la puerta y le comunicó que el jefe del Estado Mayor había llegado y esperaba fuera.

Apenas pocas horas antes, el alto jerarca militar estaba disfrutando de un almuerzo tardío en el encantador puerto de San Remo con su estimada esposa y sus tres hijos. Tras la llamada de la cancillería, se había metido en un taxi a toda prisa para desplazarse a Génova, donde lo esperaba un Jas 39 Gripen, el orgullo de industria aeronáutica sueca, para llevarlo a velocidad super-supersónica y a un coste de trescientas veinte mil coronas al aeropuerto militar de Uppsala-Ärna. Desde allí siguió el trayecto en coche, pero se retrasó debido a un accidente en la E4. Durante el embotellamiento, fue testigo de un curioso incidente. La policía había detenido a una camionera allí mismo, ante sus ojos. Primero la esposaron y luego ella se puso a cantar en francés. Qué incidente tan extraño.

Pero la reunión con el primer ministro resultó aún más extraña. El jefe del Estado Mayor temía que se hallaran casi en estado de guerra, visto que le habían ordenado volver con tanta premura. Y ahora el primer ministro estaba allí, pidiéndole simplemente que le asegurara que las cuevas suecas estaban operativas y cumplían con su objetivo.

El militar contestó que, por lo que él sabía, todas cumplían su cometido, y que sin duda habría metros cúbicos libres aquí y allá, en función de lo que el primer ministro quisiera guardar, claro.

—Muy bien —dijo éste—. En ese caso, no lo distraeré más, tengo entendido que está usted de vacaciones.

Cuando el jefe del Estado Mayor hubo terminado de reflexionar sobre lo sucedido y concluyó que no había manera de comprenderlo, la confusión dio paso a la irritación. ¡Era increíble que no pudiera disfrutar en paz de sus vacaciones! Al final llamó al piloto del Jas 39 Gripen que lo había recogido ese mismo día y que seguía en el aeropuerto militar al norte de Uppsala.

—Hola, soy el jefe del Estado Mayor. Necesito que me lleve de vuelta a Italia.

Otras trescientas veinte mil coronas que se volatilizaban. Más ocho mil, puesto que decidió contratar un helicóptero hasta el aeropuerto. Por cierto, viajó en un Sikorsky S76 de trece años, cuyo propietario había comprado con el dinero que le había pagado el seguro tras el robo de un aparato del mismo tipo.

El jefe del Estado Mayor llegó a San Remo un cuarto de hora antes de que se sirviera la cena de marisco.

—¿Qué tal la reunión con el primer ministro, cariño? —quiso saber su esposa.

—Creo que en las próximas elecciones votaré al partido de la oposición —contestó él.

El presidente Hu recibió la llamada del primer ministro sueco en pleno vuelo. Aunque nunca se servía de su limitado inglés en conversaciones políticas de carácter internacional, esta vez hizo una excepción. Sentía demasiada curiosidad por saber qué quería el primer ministro Reinfeldt. Y segundos después se desternillaba de risa. La señorita Nombeko era extraordinaria, ¿no estaba de acuerdo el primer ministro?

El Volvo era un estupendo regalo, pero lo que le habían dado al presidente en su lugar era sin duda todavía mejor. Además, su querida esposa estaba contentísima por haber podido llevarse el caballo.

—Me ocuparé de que le manden el coche por barco —prometió Reinfeldt, enjugándose el sudor.

—Sí, o tal vez mi intérprete podría conducirlo hasta casa —reflexionó Hu Jintao—. Si es que recupera la movilidad de la mano, claro. ¡No, no, espere! Déselo a la señorita Nombeko, creo que se lo merece.

Luego Hu prometió que no utilizaría la bomba. Al contrario, la desmantelarían y finalmente dejaría de existir. ¿Tal vez el primer ministro Reinfeldt podría estar interesado en participar en los descubrimientos que harían los técnicos nucleares chinos durante el proceso?

No, el primer ministro no lo estaba. Su nación (o del rey) podía prescindir de esos conocimientos.

A continuación, Fredrik Reinfeldt dio las gracias una vez más al presidente Hu por su visita.

Nombeko volvió a la suite del Grand Hôtel y le quitó las esposas a Holger 1, que seguía durmiendo. Luego besó en la frente a Holger 2, que también dormía, y cubrió con una manta a la condesa, que se había quedado roque sobre la moqueta, al lado del minibar. Después volvió junto a su amor, se echó a su lado, cerró los ojos, y antes de dormirse apenas le dio tiempo a preguntarse dónde se habría metido Celestine.

Se despertó a las doce y cuarto del día siguiente, cuando los dos Holgers y la condesa la avisaron de que el almuerzo estaba servido. Gertrud era quien había dormido peor, y en consecuencia había sido la primera en levantarse. A falta de otra mosca que matar, había hojeado el folleto informativo del hotel, y había hecho un descubrimiento fantástico. Aquel establecimiento lo tenía todo organizado de tal manera que primero pensabas lo que querías, luego cogías el teléfono y se lo decías a una persona al otro extremo de la línea, quien, a su vez, te daba las gracias por la llamada y después, sin tardanza innecesaria, te servía lo solicitado.

Por lo visto, lo llamaban room service. A la condesa Virtanen poco le importaba cómo lo llamaran y en qué idioma, pero ¿realmente funcionaba?

Había empezado encargando, a modo de prueba, una botella de cóctel Mannerheim, que le habían servido en su suite, aunque tardaron una hora en preparar la combinación exacta. Luego encargó ropa para sí misma y para los demás, calculando las tallas a ojo. Esta vez tardaron dos horas. Y ahora un almuerzo de tres platos para todos, excepto para la pequeña Celestine. Que no estaba. ¿Sabía Nombeko por dónde andaba?

Nombeko, recién despertada, no lo sabía. Pero era evidente que algo había pasado.

—¿Ha desaparecido con la bomba? —dijo Holger 2, sintiendo que le subía la fiebre sólo de pensarlo.

—No, nos hemos deshecho de la bomba para siempre, cariño —le aseguró Nombeko—. Éste es el primer día del resto de nuestras vidas. Te lo explicaré más tarde, pero ahora comamos, luego me daré una ducha y me cambiaré de ropa, al fin. Después saldremos en busca de Celestine. ¡Muy buena iniciativa lo de la ropa, condesa!

Habrían disfrutado del exquisito almuerzo si Holger 1 no hubiese estado lamentándose sin cesar por la desaparición de su novia. ¿Y si resultaba que había detonado la bomba sin él?

Entre bocado y bocado, Nombeko dijo que sin duda todos se habrían visto implicados si Celestine hubiera hecho lo que él se temía, pero que no era el caso, puesto que estaban sentados allí comiendo pasta con trufa y no muertos. Además, lo que los había atormentado durante dos décadas se encontraba ya en otro continente.

—¿Celestine está en otro continente? —preguntó Holger 1.

—Come, anda —replicó Nombeko.

Después del almuerzo se duchó, se puso su ropa nueva y bajó a recepción a fin de fijar restricciones a los futuros encargos de la condesa Virtanen. Le había cogido demasiado gusto a su nueva vida aristocrática; de seguir así, no tardaría en pedir una actuación privada de Harry Belafonte y un jet, también privado.

Una vez en recepción, las portadas de los diarios vespertinos le llamaron la atención. Un titular del Expressen, con una foto de Celestine discutiendo con dos agentes, rezaba:

EL ARRESTO DE LA CANTANTE

Una mujer de unos cuarenta años había sido detenida la víspera por la policía a consecuencia de una infracción de tráfico en la E4, al norte de Estocolmo. En lugar de identificarse, afirmó ser Edith Piaf, y a partir de entonces no había dejado de cantar Non, je ne regrette rien. Así había seguido hasta quedarse dormida en su celda.

La policía no había querido entregar a la prensa una foto de la detenida, pero el Expressen había comprado unas excelentes imágenes tomadas por particulares. ¿Alguien la reconocía? Según varios testigos, Celestine había insultado a los agentes en sueco antes de ponerse a cantar en francés.

—Ya me imagino los insultos —murmuró Nombeko.

Con las prisas, se olvidó de avisar en recepción de las restricciones al servicio de habitaciones y volvió a la suite con el diario bajo el brazo.

Fueron los vecinos más cercanos de los sufridos Gunnar y Kristina Hedlund, de Gnesta, quienes descubrieron la fotografía de su hija en la portada del Expressen. Dos horas después, Celestine se reunía con sus padres en una celda de la jefatura central de Estocolmo. Al darse cuenta de que ya no estaba enfadada con ellos, les dijo que quería salir de aquella jodida cárcel para poder presentarles a su novio.

No había nada que le apeteciera más a la policía que perder de vista a aquella insoportable mujer, pero antes había que aclarar algunas cosas. El camión llevaba matrícula falsa, pero resultó que no era robado. La propietaria del vehículo era la abuela materna de Celestine Hedlund, una dama un poco atolondrada de ochenta años. Se hacía pasar por condesa y consideraba que, gracias a su título, estaba por encima de cualquier sospecha. No sabía explicar cómo había acabado aquella matrícula falsa en su camión, pero creía que tal vez había sucedido en algún momento de los años noventa, cuando se lo había prestado varias veces a unos jóvenes recolectores de patatas de Norrtälje. Desde el verano de 1945, la condesa sabía que los jóvenes de Norrtälje no eran de fiar.

Puesto que Celestine Hedlund había sido identificada, ya no había motivo para que siguiera detenida o para solicitar su ingreso provisional en prisión. Le caerían unas cuantas multas por conducción temeraria, eso sí. Robar matrículas era un delito, por supuesto, pero la sustracción se había realizado veinte años atrás y, por tanto, había prescrito. Conducir con matrícula falsa, en cambio, era un delito vigente, pero el oficial de policía estaba tan harto de escuchar Non, je ne regrette rien que optó por considerar que no había habido intencionalidad. Además, daba la casualidad de que el oficial tenía una cabaña a las afueras de Norrtälje y precisamente el verano pasado le habían robado una hamaca de su jardín. Así pues, la condesa podía tener mucha razón al cuestionar la conducta de los jóvenes de Norrtälje.

Quedaba por resolver la incógnita del flamante Volvo encontrado en el camión. Tras una primera consulta a la fábrica de Torslanda habían averiguado que el coche pertenecía ni más ni menos que al presidente de la República Popular de China, Hu Jintao. Pero después de ponerse en contacto con el equipo del presidente en Pekín, la dirección de Volvo volvió a llamar para decir que, por lo visto, el presidente se lo había regalado a una mujer cuyo nombre no quiso dar. Se suponía que a Celestine Hedlund. De pronto, aquel extravagante caso se había convertido en una cuestión de alta política internacional, y el oficial se dijo que no quería saber más del asunto. El fiscal se mostró de acuerdo. Por eso soltaron a Celestine Hedlund. Ella y sus padres se alejaron de la comisaría en el Volvo.

El oficial puso especial cuidado en no fijarse en quién de ellos conducía.