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De acabar de limpiar y marcharse.

Eran cerca de las tres de la madrugada cuando el primer ministro volvió a Sjölida tras dar un paseo hasta la carretera en el ciclomotor de la condesa. Como allí si había cobertura, pudo realizar unas breves llamadas para comunicar a su equipo y al del rey, así como al jefe del Säpo (sin duda, el hombre más aliviado del mundo), que la situación estaba bajo control, que contaba con estar en la cancillería en algún momento de la mañana y que para entonces quería que su secretaria lo esperara allí con un traje y unos zapatos limpios.

La fase crítica del trance parecía superada sin heridos, salvo Holger 2, que había recibido un disparo fortuito en el brazo y ahora estaba tumbado en el dormitorio de la condesa, blasfemando por lo bajo. La herida era considerable pero, gracias al cóctel Mannerheim (con doble propiedad desinfectante y anestesiante) y a un vendaje, había motivos para creer que se restablecería al cabo de un par de semanas. Nombeko sintió renovarse su amor al ver que no había montado un numerito ni se había quejado. Al contrario, estaba echado en la cama, ensayando el arte de estrangular a una persona con una sola mano y ayudándose de una almohada.

Sin embargo, la víctima en potencia se encontraba a una distancia prudencial. Él y Celestine se habían ido a dormir bajo una manta en el embarcadero. Mientras tanto, el hasta hacía poco tan amenazador ex agente B seguía roncando en la cocina. Por si acaso, Nombeko le había quitado la pistola que llevaba debajo de la chaqueta. Esta vez no hubo accidentes.

El rey, la condesa, Nombeko y el primer ministro se reunieron en la cocina con el agente durmiente. El rey preguntó alegremente cuál era la siguiente actividad en el programa. El primer ministro estaba demasiado cansado para irritarse aún más con su soberano. En cambio, se volvió hacia Nombeko y solicitó hablar con ella en privado.

—¿En la cabina del camión? —sugirió Nombeko.

El primer ministro asintió con la cabeza.

El jefe de gobierno sueco resultó ser tan inteligente como hábil había sido a la hora de fregar y secar platos. Lo primero que hizo fue reconocer que su mayor deseo era denunciar a todos los presentes en Sjölida, incluido el rey, por su desfachatez. Pero, tras pensarlo mejor, dio un enfoque más pragmático al asunto. Para empezar, porque no se podía encausar a un rey. Y tal vez no fuera del todo justo que encerraran a Holger 2 y Nombeko, que habían hecho todo lo posible por instaurar cierto orden en medio del caos. Y, en líneas generales, la condesa tampoco era culpable de nada. Por supuesto, siempre que se abstuviera de comprobar la licencia de aquella escopeta grotesca.

Así pues, quedaba el espía extranjero. Y el Idiota y su novia, los cuales sin duda se merecían una buena cadena perpetua, aunque probablemente lo más práctico fuera que el país también renunciara a esta justa vendetta, ya que en el juicio habría un fiscal preguntón y las respuestas podrían causar un serio trauma a la ciudadanía. Una bomba atómica extraviada en Suecia durante veinte años. Madre mía, ¡inadmisible e inconcebible!

El primer ministro se estremeció antes de proseguir con su argumentación. Había otra razón para no tomar medidas legales: cuando se había acercado a la carretera con el ciclomotor, primero había telefoneado al jefe del servicio de seguridad para tranquilizarlo y luego a su secretaria para hacerle un encargo de índole práctica. Pero no había dado la alarma. Por tanto, un fiscal celoso, espoleado por la oposición, podría llegar a la conclusión de que había sido cómplice en un acto ilícito.

—Hum… —reflexionó Nombeko—. Por ejemplo, al poner en peligro la vida de otros, según el capítulo tres, artículo nueve del código penal.

—¿Me caerían dos años? —preguntó el primer ministro, que ya intuía que Nombeko sabía de todo.

—Sí. Teniendo en cuenta la devastación potencial, no creo que se consiguiera rebajar ni un día la pena. Además, ha conducido un ciclomotor sin casco. Por lo que sé de la ley sueca, podrían caerle otros quince años.

El mandatario pensó en el futuro. Aspiraba a presidir la UE en el verano de 2009. Estar encerrado en una prisión hasta entonces no era la mejor forma de allanarse el camino. Aparte de que perdería tanto el cargo actual como el liderato de su partido.

Por eso pidió a la sabia Nombeko su punto de vista sobre cómo salir de aquel lío tremebundo, recordando que el objetivo era relegar la mayor parte de los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas a un olvido eterno.

Ella comentó que no conocía a nadie que limpiara tan bien como el primer ministro: sólo había que echar un vistazo a la cocina, que había quedado reluciente después del guiso, la cerveza, el cóctel, el café y lo demás. ¿Quizá la última mancha que había que limpiar era el agente durmiente?

El primer ministro frunció el cejo.

No obstante, Nombeko creía que lo más urgente era separar al Idiota y su novia de la bomba. Y después meterla en alguna gruta.

El primer ministro estaba cansado, se había hecho tan tarde que lo correcto sería decir que era temprano. Tenía la cabeza embotada y ya no daba más de sí, por lo que la hipótesis de la gruta le pareció relativamente cercana a la perfección. Una vez trasladada la bomba allí, ordenaría que la desactivaran, o al menos la emparedaran, y luego se olvidaría del asunto para siempre.

Pero resulta que el sol no brilla más para un primer ministro que para el común de los mortales. A veces, incluso todo lo contrario. Lo más acuciante en la agenda oficial de Reinfeldt era la reunión con el presidente Hu en la cancillería, prevista a las diez, seguida de un almuerzo en la Casa Sager. Antes tenía que darse una ducha para librarse del olor a patatal y cambiarse de ropa.

Si conseguían ponerse en marcha enseguida, era factible. Más difícil sería encontrar por el camino una gruta lo bastante profunda y apartada donde esconder la bomba. Por importante que fuera, habría que dejar esa cuestión para la tarde.

Por lo general, Fredrik Reinfeldt era un hombre atento que sabía escuchar y que raramente hablaba más de la cuenta. Sin embargo, esta vez se sorprendió mostrándose tremendamente comunicativo con Nombeko Mayeki. Aunque quizá no fuera tan extraño: todos necesitamos a alguien con quien compartir nuestras intimidades, ¿y quién más estaba disponible, aparte de aquella mujer sudafricana y quizá su novio, para discutir el problema de tres megatones que tanto les pesaba?

De pronto comprendió que era preciso ampliar el círculo de conocedores de aquel gran secreto, probablemente el más secreto. Bien, empezaría por el jefe del Estado Mayor, cuya misión sería encontrar la gruta, dondequiera que estuviese. Puesto que dicho jefe no podría desmontar la bomba y emparedar la entrada él solo, habría que implicar a un par de personas más. Así pues, al menos las siguientes personas sabrían algo que jamás deberían haber sabido: 1) el jefe del Estado Mayor, 2) el desmontador, 3) uno o dos albañiles, según el volumen de trabajo a realizar, 4) la inmigrante ilegal Nombeko Mayeki, 5) el inexistente Holger Qvist, 6) su gemelo demasiado existente, 7) la colérica novia del hermano, 8) una antigua cultivadora de patatas, actualmente condesa, 9) su despreocupada majestad, así como 10) un agente del Mossad retirado.

—Es imposible que esto acabe bien —concluyó Reinfeldt.

—Al contrario —objetó Nombeko—. La mayoría de los que ha enumerado tienen todos los motivos del mundo para mantener la boca cerrada. Además, algunos están tan chiflados que nadie los creería si lo contaran.

—¿Se refiere al rey?

El primer ministro y Hu Jintao degustarían el almuerzo en la Casa Sager en compañía de algunos de los empresarios más importantes de Suecia. Luego el presidente chino se dirigiría al aeropuerto de Arlanda, donde lo aguardaba su Boeing 767 para trasladarlo de vuelta a Pekín. Sólo entonces podría citarse con el jefe del Estado Mayor en la cancillería.

—Bien, dadas las circunstancias, señorita Nombeko, ¿puedo atreverme a confiarle la bomba durante las horas que esté en compañía de Hu y el tiempo que tarde en hablar con el jefe del Estado Mayor?

—Bueno, usted sabrá a qué se atreve o no, pero llevo veinte años como custodia de esa pieza sin que haya explosionado. Creo que podré arreglármelas un par de horas más.

De repente vio que el rey y la condesa abandonaban la cocina en dirección al embarcadero. ¿Qué chifladura estarían tramando? Reflexionó rápidamente.

—Estimado primer ministro, vaya usted a la cocina y póngase de acuerdo con el israelí haciendo uso del sentido común que lo distingue. Yo me acercaré al embarcadero y me ocuparé de que al rey y su condesa no se les ocurra cometer alguna estupidez.

Fredrik Reinfeldt entendió lo que planeaba Nombeko. Todo su ser le decía que las cosas no se podían hacer de aquella manera.

Entonces suspiró, y obedeció.

—¡Despierte!

El primer ministro sacudió al ex agente B hasta que éste abrió los ojos y recordó, para su horror, dónde estaba.

Cuando Reinfeldt consideró que el hombre ya se hallaba receptivo, lo miró a los ojos y le dijo:

—Veo que su coche está aparcado ahí fuera. En aras de la confraternización entre los pueblos de Suecia e Israel, le propongo que se suba de inmediato en él, se aleje de esta casa y abandone el país cuanto antes. Asimismo, le sugiero que olvide que alguna vez estuvo aquí y que no vuelva jamás.

El recto e íntegro primer ministro se sintió físicamente indispuesto sólo de pensar que en el transcurso de unas horas no únicamente había sido ladrón de patatas, sino que también estaba a punto de obligar a un hombre ebrio a ponerse al volante. Aparte de todo lo demás.

—Pero ¿y el primer ministro Ólmert? —respondió el ex agente B.

—No tengo nada que hablar con él, porque usted nunca ha estado aquí, ¿entiende?

El agente retirado no estaba sobrio y acababa de despertarse, pero aun así se sintió nacer por segunda vez. Y decidió largarse pitando, no fuera a ser que el jefe del gobierno sueco cambiara de parecer.

Fredrik Reinfeldt era una de las personas más honradas de Suecia, una de las pocas que pagaban el canon de tenencia y disfrute de televisión desde sus años de estudiante. Que ya de niño le había extendido un recibo a su vecino tras venderle un manojo de cebolletas por veinticinco céntimos.

No era de extrañar, pues, que ahora se sintiera como se sentía tras dejar escapar al ex agente israelí. Y tras decidirse por silenciar lo demás. Por enterrarlo. Bomba incluida. En una gruta. Si es que eso era posible.

Nombeko volvió con un remo bajo el brazo y le explicó que acababa de impedir que la condesa y el rey salieran a pescar sin licencia. Al ver que el primer ministro no contestaba y que las luces traseras del coche alquilado del ex agente B se alejaban de Sjölida, añadió:

—Hay cosas que no se pueden hacer del todo bien, señor. Sólo más o menos mal. La limpieza de la cocina de la condesa era asunto de interés nacional. No debe sentir remordimientos.

El primer ministro aún permaneció en silencio un instante. Y entonces dijo:

—Gracias, señorita.

Nombeko y el primer ministro se dirigieron al embarcadero para hablar en serio con Holger 1 y Celestine. Ambos habían estado durmiendo bajo una manta, y hacía unos minutos el rey y la condesa, visto que no saldrían a pescar, se habían colocado a su lado con el mismo propósito.

—Levántate ahora mismo, Idiota, si no quieres que te envíe de cabeza al agua de una patada —le soltó Nombeko, empujándolo con el pie (aún tenía ganas de retorcerle la nariz).

Los dos ex secuestradores se incorporaron, mientras la otra pareja durmiente abría los ojos. El primer ministro empezó diciendo que no los denunciaría por el secuestro y las amenazas si en adelante Holger 1 y Celestine colaboraban lealmente.

Los dos asintieron.

—¿Y ahora qué ocurrirá, Nombeko? —preguntó Holger 1—. No tenemos dónde vivir. Mi piso de una habitación de Blackeberg no sirve, porque Celestine desea llevarse a su abuela, si Gertrud quiere, claro.

—¿Cuándo podremos practicar la pesca furtiva? —dijo la recién despertada condesa.

—Primero tenemos que sobrevivir a este embrollo —repuso el primer ministro.

—Meritorio objetivo —comentó el rey—. Un poco a la defensiva, pero está bien.

—Y añadió que quizá lo mejor sería que él y la condesa se abstuvieran de salir en el bote de remos. Sin duda, los indecentes periodistas no se abstendrían de publicar un titular del tipo «El rey detenido por pesca furtiva».

El primer ministro pensó que ningún periodista del mundo, indecente o no, renunciaría voluntariamente a un titular rentable. En cambio, manifestó que apreciaría que su majestad abandonara cualquier idea de cometer nuevos actos ilícitos, pues la cantidad de delitos cometidos la noche anterior bastaría para colapsar un juzgado entero.

El rey se dijo que en calidad de sí mismo podía dedicarse a la pesca furtiva cuando le viniera en gana, pero con buen criterio se abstuvo de mencionarlo.

De modo que Reinfeldt pudo seguir con el plan de salvación general. Volviéndose hacia la condesa Virtanen, le pidió que diera una breve y clara respuesta a la pregunta de si quería abandonar Sjölida junto con su nieta y su novio.

Sí, la condesa era consciente de que había recuperado las ganas de vivir, seguramente debido a que su querida nieta había regresado al nido, y a la presencia del rey, que había demostrado hallarse muy al corriente de la historia sueco-finlandesa y sus tradiciones. Bueno, habían vendido el patatal, y dirigir aquella revista no la entusiasmaba.

—Por cierto, también estoy harta de seguir soltera. ¿Su majestad no conocerá a algún viejo barón divorciado que presentarme? No es imprescindible que sea guapo.

El rey empezó a explicarle que los barones divorciados escaseaban, pero el primer ministro lo interrumpió afirmando que no era momento para discutir asuntos de casamenteros, sino de ponerse en marcha. Entonces, ¿la condesa los acompañaría?

Sí, desde luego. Pero ¿dónde viviría? A las ancianas normales podía alojárselas en cualquier casita, pero una condesa se debía a su reputación.

Nombeko señaló que eso no era problema: les quedaba bastante dinero del patatal, más que suficiente para una vivienda digna para la condesa y su corte.

—Mientras buscamos algún palacio a buen precio, alquilaremos habitaciones en algún establecimiento respetable, ¿de acuerdo? ¿Qué tal una suite en el Grand Hôtel de Estocolmo?

—Sí, para un período de transición estará bien —accedió la condesa, mientras la ex antisistema Celestine apretaba con fuerza la mano de su novio, que no paraba de hacer muecas.

Ya eran las seis de la mañana cuando el camión con la bomba enfiló la carretera. Al volante iba el primer ministro, el único que tenía carnet y estaba lo suficientemente íntegro y sobrio para conducir. A la derecha iba Nombeko y en medio Holger 1 y Holger 2 con el brazo en cabestrillo.

Detrás, el rey y la condesa seguían a lo suyo. El monarca estaba dándole una serie de consejos acerca de su futura vivienda. Por lo visto, el palacio clasicista de Pöckstein, cerca de la Estrasburgo austríaca, estaba en venta, y probablemente sería digno de ella. Sólo que por desgracia se encontraba lejos de Drottningholm para tomar el té de las cinco. ¿Quizá fuera preferible el palacio medieval de Södertuna, que de hecho no estaba muy lejos de Gnesta? Aunque quizá resultara demasiado modesto para la condesa.

Ella no podía opinar sin antes visitar todos los palacios disponibles; luego ya se vería si eran o no demasiado modestos.

El rey propuso acompañarla junto con la reina en alguna de esas visitas. Seguro que la reina le sería de gran ayuda respecto a lo que se exigía del jardín de un palacio digno de tal nombre.

La condesa se mostró de acuerdo. Sería un placer reencontrarse con la reina en un ambiente diferente al de la letrina donde una hacía sus necesidades.

A las siete y media de la mañana dejaron a las puertas del palacio de Drottningholm al rey, que tuvo que discutir con un perplejo jefe de la guardia sobre su identidad para que lo dejara entrar. Cuando por fin el monarca pasó por su lado, se fijó en que llevaba manchada de rojo la camisa.

—¿Está herido, majestad?

—No, es sangre de pollo. Y un poco de aceite de motor.

La siguiente parada fue el Grand Hôtel. Pero de pronto la logística se complicó. A Holger 2 le había subido la fiebre a causa de la herida. Necesitaba acostarse y que le administraran analgésicos, pues ya no quedaba cóctel de Mannerheim.

—¿Creéis que voy a permitir que me alojéis en un hotel para que me cuide el mismo loco que casi me mata? —dijo Holger 2—. Prefiero desangrarme en el banco de un parque.

Sin embargo, Nombeko consiguió persuadirlo, prometiéndole que si se restablecía podría estrangular a su hermano, o al menos retorcerle la nariz (si es que no lo hacía ella antes). ¿Acaso no era una terrible ironía que justo el día en que estaban a punto de deshacerse de la bomba prefiriera desangrarse en un banco?

Holger 2 estaba demasiado cansado para contradecirla.

A eso de las nueve menos veinte, estaba acostado y con dos analgésicos y antipiréticos entre pecho y espalda. Se los había tragado de golpe y se había quedado dormido al cabo de quince segundos. Holger 1 se echó en el sofá del salón con intención de hacer lo mismo, mientras la condesa exploraba el minibar del dormitorio de la suite.

—Podéis iros, ya me las arreglaré.

* * *

El primer ministro, Nombeko y Celestine estaban en el vestíbulo del hotel, ultimando los detalles de cómo proceder en las próximas horas.

Reinfeldt se encontraría con Hu Jintao. Entretanto, Nombeko y Celestine circularían con el mayor cuidado por el centro de Estocolmo con la bomba.

Conduciría Celestine, porque no quedaba otro conductor al que recurrir. Holger 2 estaba herido y Holger 1 se había quedado roque, y el primer ministro no podía conducir y reunirse con el presidente chino a la vez. De este modo, sólo quedaba la imprevisible y antes airada muchacha. Supervisada por Nombeko, pero aun así…

Mientras el trío aún estaba en el hotel, la secretaria del primer ministro llamó para comunicarle que el traje y los zapatos limpios lo esperaban en la cancillería. Pero, además, el equipo del presidente Hu le había transmitido una preocupación: el intérprete del mandatario se había destrozado cuatro dedos la noche anterior y se encontraba en el hospital de Karolinska, recién operado. A través de sus colaboradores, el presidente chino había sugerido que, a lo mejor, el primer ministro tenía una solución al problema idiomático para la reunión matinal y el posterior almuerzo. Su ayudante creía que se refería a la mujer negra con quien había coincidido frente al palacio, ¿estaba en lo cierto? Y, en tal caso, ¿el primer ministro sabía dónde encontrarla?

Sí, el primer ministro lo sabía. Tras pedirle a su ayudante que aguardara un momento, se volvió hacia Nombeko.

—Señorita Nombeko, ¿le gustaría asistir a la reunión matinal con el presidente de la República Popular China? Su intérprete ha sido hospitalizado.

—Supongo que se queja de que está a punto de morir. —Y antes de que el primer ministro pudiese preguntar a qué se refería, añadió—: Por supuesto. Pero, entretanto, ¿qué haremos con el camión, la bomba y Celestine?

Dejar a Celestine a solas con el camión y la bomba varias horas no era especialmente tranquilizador. Lo primero que se le ocurrió a Nombeko fue arrebatarle las esposas y encadenarla al volante. Pero la siguiente idea fue aún mejor. Regresó a toda prisa a la suite y enseguida estuvo de vuelta.

—He encadenado a tu novio al sofá, donde está roncando plácidamente. Si se te ocurre hacer cualquier tontería con el camión y la bomba mientras el primer ministro y yo estamos reunidos con el chino, te juro que arrojaré la llave de las esposas a la bahía de Nybroviken.

Por toda respuesta, Celestine dio un resoplido.

El primer ministro llamó a dos de sus escoltas y les pidió que se acercaran al Grand Hôtel a recogerlos a Nombeko y a él en un coche con los cristales bien tintados. Celestine recibió instrucciones de aparcar en la primera plaza que viera disponible y quedarse allí hasta que él o Nombeko se pusieran en contacto con ella. Sería cuestión de unas pocas horas, aseguró el primer ministro. Él mismo deseaba de todo corazón que aquel maldito día llegara a su fin.