Trece años es mucho tiempo si lo pasas detrás de un escritorio sin nada que hacer. Pero ahora el ex agente B había dejado atrás el último día de su carrera. Tenía sesenta y cinco años y nueve días. Nueve días antes se habían despedido de él con una tarta de almendras y un discurso. Puesto que la alocución de su jefe había sido bonita pero hipócrita, las almendras le supieron amargas.
Cuando llevaba una semana como jubilado, tomó una decisión. Hizo la maleta para viajar a Europa. A Suecia, para ser exactos.
El caso de la chica de la limpieza desaparecida con la bomba honradamente robada por Israel nunca había dejado de obsesionarlo, y esa obsesión lo había perseguido hasta la vejez.
¿Dónde estaba aquella muchacha? Además del robo, probablemente había asesinado a su colega A. El ex agente B no sabía qué lo impulsaba pero, si uno no está en paz consigo mismo, no lo está y punto.
Debería haber sido más paciente cuando vigilaba aquel apartado de correos de Estocolmo. Y haber buscado a la abuela materna de Celestine Hedlund. ¡Ojalá lo hubieran autorizado! Aunque de eso hacía mucho tiempo y la pista no era gran cosa, ni siquiera en su momento. Pero bueno, el ex agente B pensaba dirigirse al bosque, al norte de Norrtälje. Si la pista no lo llevaba a nada, volvería a vigilar el dichoso apartado de correos como mínimo durante tres semanas.
Entonces podría jubilarse realmente. Seguiría haciéndose preguntas y jamás conocería la verdad, pero al menos sentiría que había hecho cuanto había estado en su mano. Perder contra un adversario superior era soportable, pero no se abandonaba el partido antes del pitido final. Michael Ballack nunca lo habría hecho. Por cierto, el gran talento ambidiestro del FC Karl Marx Stadt había llegado a la selección nacional, de la cual ya era capitán.
El ex agente B aterrizó en el aeropuerto de Arlanda, donde alquiló un coche y fue directamente a casa de la abuela de Celestine Hedlund. Sin duda había imaginado que la casa estaría vacía, cerrada a cal y canto, o tal vez en su fuero interno deseara que así fuera. En realidad, hacía aquel viaje para encontrar la paz interior, no una bomba que, pese todos los esfuerzos, no había manera de encontrar.
En cualquier caso, había un camión aparcado delante de la casa de la abuela, ¡con las luces del interior encendidas! ¿Qué hacía allí ese vehículo? ¿Y qué contenía?
Se bajó del coche, se acercó a hurtadillas, echó una ojeada al camión y… fue como si el tiempo se hubiese detenido. ¡Allí estaba la caja con la bomba! Un poco chamuscada por los bordes, igual que la última vez que la vio. Como el mundo parecía haber enloquecido y todo era posible, comprobó si las llaves estaban en el contacto. Pero no iba a tener tanta suerte. Al final, se vería obligado a enfrentarse a los de la casa, fueran quienes fuesen. Con toda seguridad, habría una anciana de ochenta años. Y su nieta. Y el novio de la nieta. Y la maldita chica de la limpieza. ¿Alguien más? Bueno, quizá el desconocido al que había vislumbrado en el coche del matrimonio Blomgren frente al inmueble reducido a cenizas de Fredsgatan, en Gnesta.
El ex agente B sacó su arma, que había tenido la prudencia de llevarse cuando recogió sus cosas el día de su jubilación, y accionó el tirador de la puerta. No estaba cerrada con llave.
Fredrik Reinfeldt (con el cepillo de fregar en la mano) había preguntado airado qué estaba pasando y Nombeko le había explicado en inglés las cosas como eran: que el Mossad acababa de entrar por la fuerza en la casa con el propósito de apoderarse de la bomba. Y quizá, de paso, liquidar a alguno de los presentes. Para esto último, Nombeko era una excelente candidata.
—¡¿El Mossad?! —exclamó el primer ministro (también en inglés)—. ¿Con qué derecho esgrime el Mossad un arma en mi Suecia?
—Mi Suecia —lo corrigió el rey.
—¿Su Suecia? —se oyó decir el ex agente B, y miró al hombre del delantal y el cepillo de fregar los platos y luego al hombre en el sofá con la camisa ensangrentada y una copa vacía en la mano.
—Soy el primer ministro Fredrik Reinfeldt —declaró el primer ministro.
—Y yo el rey Carlos XVI Gustavo —lo imitó el monarca—. Podría decirse que soy el jefe del primer ministro. Y esta dama es la condesa Virtanen, nuestra anfitriona.
—Sí, mucho gusto —repuso la condesa, orgullosa.
Fredrik Reinfeldt estaba casi tan indignado como unas horas antes, cuando había descubierto que era víctima de un secuestro.
—Aparte esa arma, o llamaré a Ehud Ólmert para que me explique qué está pasando. Supongo que actuará por orden de su primer ministro, ¿no?
El ex agente B permaneció sin moverse, afectado por algo similar a una parálisis cerebral. No sabía qué era peor: que el hombre del delantal y el cepillo de fregar afirmara ser el primer ministro, que el hombre de la camisa ensangrentada afirmara ser el rey, o el hecho de que a él le pareciera reconocerlos a ambos. Sí, al primer ministro y al rey, en una casa perdida en un bosque recóndito de Suecia.
Un agente del Mossad nunca perdía la compostura. Pero eso fue exactamente lo que el ex agente B hizo en ese momento. Perdió la compostura, bajó el arma, volvió a enfundársela en la pistolera bajo la chaqueta y preguntó:
—¿Podrían darme algo de beber?
—¡Por suerte no nos hemos acabado el cóctel! —exclamó Gertrud.
El ex agente tomó asiento al lado del rey y le sirvieron una copa del cóctel del Mariscal. La apuró, se estremeció y aceptó, agradecido, otra.
Antes de que el primer ministro procediera a interrogar al intruso, Nombeko se volvió hacia el ex agente B y le propuso que juntos le contaran al jefe Reinfeldt y al jefe de éste, el rey, lo sucedido con pelos y señales. A partir de Pelindaba. El israelí asintió con la cabeza, todo pusilanimidad.
—Empieza tú —propuso, y alzó hacia la condesa Virtanen su copa, que volvía a estar vacía.
Entonces Nombeko comenzó a contar. El rey y el primer ministro ya habían oído una versión resumida durante su estancia en el camión con la bomba, pero esta vez Nombeko entró en detalles. El primer ministro escuchó atentamente mientras limpiaba la encimera y el fregadero, y el rey también escuchó, sentado en el banco de la cocina, entre la encantadora condesa y el no tan encantador ex agente.
Nombeko empezó por Soweto, siguió con los diamantes de Thabo y el atropello en una acera de Johannesburgo. El juicio. La sentencia. El ingeniero y su afición al coñac. Pelindaba y sus vallas electrificadas. El programa nuclear de Sudáfrica. La presencia israelí.
—No estoy en disposición de ratificar esa información —precisó el ex agente B.
—Inténtelo, vamos… —pidió Nombeko.
El ex agente reflexionó: su vida había tocado a su fin, ya fuera porque acabaría en una prisión sueca a perpetuidad, ya porque el primer ministro llamaría a Ehud Ólmert. Se decantó por la perpetuidad.
—He cambiado de idea —dijo—. Sí puedo ratificarla.
Durante el relato tuvo que ratificar aún más cosas. El interés por la inexistente séptima bomba. El acuerdo con Nombeko. La idea de la valija diplomática. La persecución inicial del agente A cuando se descubrió la confusión.
—Por cierto, ¿qué ha sido de él? —quiso saber B.
—Aterrizó con un helicóptero en el mar Báltico —explicó Holger 1—. De una manera un tanto brusca, me temo.
Nombeko prosiguió. Holger & Holger. Fredsgatan. Las hermanas chinas. El alfarero. El túnel. La intervención del Cuerpo de Operaciones Especiales, cuyos miembros habían acabado luchando heroicamente contra sí mismos.
—Los que se hayan sorprendido que levanten la mano —murmuró el primer ministro.
Nombeko continuó. El señor y la señora Blomgren. El dinero de los diamantes, que ardió. El encuentro con el propio agente B frente al caserón en ruinas. Las infructuosas llamadas a la secretaria del primer ministro durante años.
—Se limitaba a hacer su trabajo —la defendió Reinfeldt—. ¿Tiene una escoba, Gertrud? Sólo me queda el suelo.
—Condesa Gertrud, si es tan amable —lo corrigió el rey.
Nombeko siguió. El patatal. Los estudios de Holger 2. La intervención del Idiota en la defensa de su tesis.
—¿El Idiota? —se extrañó el ex agente.
—Supongo que ése soy yo —admitió Holger 1, y se dijo que a lo mejor tenían algo de razón.
Nombeko continuó. La revista Política Sueca.
—Era una revista estupenda —comentó el primer ministro—. Hasta el segundo número, claro. ¿Quién de vosotros escribió ese editorial? No, no digáis nada: dejad que lo adivine…
Nombeko casi había terminado su relato. Para concluir, les habló de por qué y cómo había reconocido a Hu Jintao y llamado su atención frente al palacio. Y de cómo Holger el Idiota los había secuestrado.
El ex agente B apuró su tercera copa y se sintió bastante embotado. Entonces amplió el relato de Nombeko con el suyo propio, desde el día de su nacimiento hasta ese mismo instante. Tras jubilarse, el caso había seguido obsesionándolo, así que había viajado hasta allí. Ni mucho menos por orden del primer ministro Ólmert, sino por iniciativa propia. Y cuánto se arrepentía ahora.
—¡Menudo embrollo! —exclamó el rey, antes de estallar en carcajadas.
El primer ministro tuvo que reconocer que, a pesar de todo, su majestad había resumido la cuestión con bastante acierto.
Hacia la medianoche, el jefe del Säpo estaba a punto de perder los nervios.
El rey y el primer ministro seguían desaparecidos. Según el presidente de la República Popular China, estaban en buenas manos, pero seguro que pensaba lo mismo de la población del Tíbet.
Habían adelantado algo cuando el primer ministro llamó para decir que todo iba bien y que mantuvieran la calma, pero de eso hacía varias horas. Ahora ni siquiera contestaba al teléfono y era imposible localizar la posición geográfica del móvil. El rey, por su parte, no tenía móvil.
Hacía un buen rato que la cena de gala había terminado y empezaban a correr rumores. Los periodistas llamaban para saber por qué no había asistido el anfitrión. Los servicios de prensa de la casa real y del primer ministro habían comunicado que, por desgracia, ambos mandatarios se habían sentido indispuestos, de forma independiente, pero que ninguno corría peligro.
Por desgracia, no está en la naturaleza de los periodistas creer en casualidades de esa índole. El jefe del Säpo presentía que todos estaban en pie de guerra, a diferencia de él, que se había contentado con quedarse sentado de brazos cruzados. Porque ¿qué demonios se suponía que debía hacer?
Había tomado alguna medida discreta, entre ellas hablar con el jefe del Grupo de Operaciones Especiales. El jefe del Säpo no le había dicho de qué se trataba, aparte de que era una situación delicada y podría darse el caso de que sus hombres tuvieran que intervenir en un operativo de asalto y rescate. Parecido al de Gnesta, llevado a cabo hacía poco más de una década. Suecia era un país pacífico. Una operación especial cada diez o quince años debía de ser la media.
Entonces, el jefe del Grupo de Operaciones Especiales le había explicado con orgullo que Gnesta había sido su primera y hasta entonces única misión, y que él y su grupo estaban listos, como era su deber. En aquellos tiempos, cuando parte de Gnesta había ardido, el jefe del Säpo aún no ocupaba ese puesto. Ni había leído los informes. De modo que la existencia del Grupo de Operaciones Especiales le resultaba tranquilizadora, al contrario que la inexistencia de la información necesaria para rescatar a los dos mandamases.
Es decir, saber dónde demonios se habían metido.
El ex agente B solicitó un cuarto cóctel. Y un quinto. No sabía gran cosa sobre las cárceles suecas, pero estaba seguro de que el alcohol gratis no entraba en el rancho. Así pues, mejor aprovechar mientras pudiese.
El rey felicitó al agente por la velocidad de crucero que llevaba.
—Te ha bastado y sobrado con cuarenta minutos —comentó.
El primer ministro alzó la vista del suelo que estaba limpiando. No se bromeaba de esa manera con un servicio de inteligencia extranjero.
La condesa estaba radiante en compañía del rey. Su estatus de soberano ya era un buen comienzo, pero es que también degollaba pollos como un hombre de verdad, sabía quién era Mannerheim, conocía el cóctel del Mariscal y había cazado alces con Urho Kekkonen. Y además la llamaba «condesa». Era como si por fin alguien la hubiera visto, como si hubiera vuelto a ser una Mannerheim finlandesa, después de haber sido una cultivadora de patatas llamada Virtanen toda su vida adulta.
En ese momento, sentada en el sofá con su majestad y aquel extranjero achispado, decidió que, pasara lo que pasase cuando el cóctel hubiera dejado de surtir efecto en el cuerpo del rey y éste se hubiera ido, en adelante siempre sería una condesa. ¡De pies a cabeza!
Holger 1 estaba consternado. Ahora comprendía que la llama de la república se había mantenido viva en su interior tantos años por la imagen que él tenía de Gustavo V, en uniforme de gala, con medallas, monóculo y bastón de plata. Además, era la fotografía a la que él y su hermano, aleccionados por su padre, lanzaban dardos. La misma imagen que le había transmitido a su amada Celestine. Y que ella había hecho suya.
¿Sólo por eso iban a hacer volar al bisnieto de Gustavo V junto con todos los presentes?
Ojalá nunca hubiera degollado aquellos pollos. Ni se hubiera quitado el uniforme. Ni remangado su camisa ensangrentada. Ni instruido a Gertrud en cómo reparar el tractor. Ni trasegado un cóctel tras otro sin despeinarse.
Que en ese instante el primer ministro se pusiera a cuatro patas para eliminar una mancha en el suelo, después de haber recogido la cocina y haber fregado y secado los platos, ablandó aún más a Holger 1. Sin embargo, aquello no era nada comparado con la verdad que se había hecho añicos ante sus propios ojos: que un rey no degüella pollos.
Ahora, lo que Holger 1 necesitaba como el agua de mayo era la confirmación de que todas las enseñanzas que había recibido seguían vigentes. Sólo así convencería a Celestine de que continuara apoyándolo.
Según el relato de su padre, Ingmar, el monarca de monarcas había sido Gustavo V; había sido él, por encima de los demás, el enviado por el mismísimo diablo para corromper a la inocente Suecia. Así pues, necesitaba oír al actual rey venerar a la progenie del diablo. Por eso se acercó a donde estaba sentado, arrullando a aquella mujer de ochenta años.
—Oye, rey —le dijo, pasando a tutearlo.
Su majestad se interrumpió en mitad de una frase, alzó la vista y dijo:
—Ése soy yo.
—Me gustaría verificar una cosa —continuó Holger 1.
El rey esperó educadamente a que prosiguiera.
—Verás, se trata de Gustavo V.
—El padre de mi abuelo paterno.
—Exacto, así es como os perpetuáis —repuso Holger 1, sin saber muy bien qué estaba diciendo—. Lo que deseo saber es lo que el rey, es decir, tú, piensas de él.
Nombeko, que se había acercado discretamente para escuchar la conversación entre el rey y el Idiota, se dijo: «De momento lo has hecho todo muy bien, rey. ¡Así que haz el favor de contestar correctamente!».
—¿De Gustavo V? —repitió el rey para ganar tiempo, presintiendo una trampa. Y a continuación dejó volar su mente entre las generaciones que lo habían precedido.
Ser jefe de Estado no siempre era tan fácil como podían creer algunos plebeyos. Estaba pensando en Erik XIV, a quien primero llamaron el Chiflado (parece que con motivo) y al que su hermano acabó encerrando y finalmente envenenó con una sopa. Y en Gustavo III, que acudió a un baile de disfraces en busca de un poco de diversión y recibió un tiro, algo que no era demasiado divertido, pero además el tirador apuntó tan mal que el pobre rey agonizó dos semanas antes de morir.
Y sobre todo pensó en Gustavo V, con quien el republicano Holger parecía obsesionado. Su bisabuelo había sido un niño de constitución débil que parecía arrastrar la pierna y, por tanto, fue tratado con el nuevo invento de la época: el electroshock. Los médicos pensaron que unos cuantos voltios en su cuerpo le darían el empujoncito que necesitaban sus pies. Era imposible saber si fue gracias a los voltios o a otra cosa, pero Gustavo V había guiado a la neutral Suecia a través de dos guerras mundiales sin mostrar jamás un signo de debilidad. Flanqueado por una reina alemana y por un hijo y príncipe heredero que se empeñó en casarse con una británica, no una sino dos veces.
Quizá, justo antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, Gustavo V se había extralimitado al exigir un ejército más poderoso, a tal punto que el primer ministro había dimitido en un arrebato de cólera. A Staff le parecía más importante instaurar el sufragio universal que construir un par de acorazados. Nadie prestó atención a que su bisabuelo hubiera exigido lo que exigió justo antes del atentado de Sarajevo. Y que hubiera estado en lo cierto. Todos creían que su condición de rey lo obligaba a estarse calladito. Él mismo, el actual monarca, había vivido una amarga experiencia cuando tuvo la mala pata de declarar que el sultán de Brunéi era un tipo de espíritu abierto. A veces el cargo no compensaba.
Sea como fuere, el padre de su abuelo paterno reinó casi cuarenta y tres años, moviéndose hábilmente por todos los cambios políticos. Sólo había que pensar en que, de hecho, la monarquía no se había ido a pique, a pesar de que un buen día el populacho había conseguido el derecho al voto y lo había ejercido tan mal como para darle el poder a la socialdemocracia. En lugar de la esperada revolución, lo que sucedió fue que el primer ministro Hansson, tan republicano como era, de vez en cuando se escapaba de noche y acudía a palacio a jugar al bridge.
La verdad era, pues, que su bisabuelo había sido el salvador de la monarquía. Y ahora se trataba de manejar la situación con el espíritu de su bisabuelo: con determinación y consideración de la realidad a partes iguales.
El rey había comprendido que detrás de la pregunta del que no podían llamar Idiota delante de su novia subyacía algo importante. Pero el Idiota apenas había nacido cuando su bisabuelo había fallecido, en 1950, de modo que difícilmente habrían coincidido y seguro que el asunto se remontaba a otros tiempos. Ahora lamentó no haber prestado atención al relato de la señorita Nombeko, pues había estado excesivamente pendiente de la condesa. Sin embargo, le parecía recordar que el otro Holger había comentado algo en el camión acerca de que había sido su padre quien en su día inoculó la idea republicana en la familia.
Bien, tiraría de ese hilo.
¿Acaso el padre de los gemelos había sufrido algún perjuicio por culpa de Gustavo V?
Hum…
De pronto, lo asaltó un pensamiento prohibido.
La idea de casarse por amor todavía no se había instaurado en los círculos reales cuando los padres de su abuelo paterno se habían dado el sí en septiembre de 1881. A pesar de ello, su bisabuelo se entristeció cuando su reina se fue en busca del calor de Egipto para fortalecer la salud y de paso entregarse a una aventura en una tienda beduina con un simple barón de la corte. Para colmo, danés. Se decía que, desde aquel día, el rey había perdido el interés por las mujeres, aunque nunca quedó claro qué tal lo llevaba con los hombres.
A lo largo de los años habían corrido diferentes rumores, sobre todo uno acerca de un chantaje: un lenguaraz habría extorsionado al rey en unos tiempos en que la homosexualidad era ilegal y podía amenazar la monarquía. La corte hizo cuanto estuvo en su mano por contentar al charlatán y mantenerlo callado. Le dieron dinero, y luego un poco más y más tarde otro poco. Lo ayudaron a montar un restaurante y una pensión. Pero, cuando uno es lenguaraz por naturaleza, no hay nada que hacer: el dinero se le escurría entre los dedos y siempre volvía exigiendo más. Una vez le llenaron los bolsillos y lo enviaron al otro lado del Atlántico, a Estados Unidos, pero, cuando aún no estaba claro ni siquiera que hubiera llegado, ya estaba de vuelta con nuevas exigencias. En otra ocasión, en plena guerra, lo enviaron a la Alemania nazi con la promesa de una renta mensual vitalicia a cargo del Tesoro sueco. Sin embargo, una vez allí, el muy desgraciado había tocado a niños pequeños y contravenido vergonzantemente el ideal de hombre ario de Hitler. De modo que fue devuelto a Suecia, después de exasperar a la Gestapo tanto que había estado muy cerca de acabar en un campo de concentración (lo que sin duda para la corte sueca hubiera sido un triunfo).
De nuevo en Estocolmo, se le ocurrió escribir una autobiografía. ¡Ahora el mundo entero lo sabría todo! Nada de eso, pensó el jefe de policía de Estocolmo, que compró la tirada íntegra y la metió en una celda de la jefatura central. Al final fue imposible silenciar la desagradable historia (sin duda, las cosas habrían sucedido de otro modo en Brunéi). Pero entonces la sociedad dio un paso adelante y sentenció al lenguaraz a ocho años de prisión un poco por todo. A esas alturas, Gustavo V ya había fallecido y el lenguaraz procuró imitarlo en cuanto salió de la cárcel.
Una historia ciertamente lamentable, aunque también cabía que el lenguaraz fuera algo más que un maldito lenguaraz. Al menos en cuanto a su relación con Gustavo V. Y no podía descartarse que el rey se hubiera comportado con otros chicos y hombres de aquella manera, por entonces, ilegal.
¿Y si…? ¿Y si el padre de los Holgers había sufrido abusos? ¿Y si por ese motivo había emprendido su cruzada contra la monarquía en general y contra Gustavo V en particular?
¿Y si…?
Porque algún motivo habría, claro.
Cuando hubo acabado de reflexionar, el monarca se dijo que sus especulaciones no eran del todo fundadas, pero sí juiciosas.
—¿Que qué pienso del padre de mi abuelo, Gustavo V? —preguntó retóricamente entonces.
—¡Haz el favor de contestar a la puta pregunta! —lo apremió Holger 1.
—¿Entre tú y yo? —dijo el rey, aunque estaban presentes la condesa Virtanen, Celestine, Holger 2, Nombeko, el primer ministro y un ex agente israelí que se había quedado dormido.
—Claro.
El monarca le pidió disculpas a su bisabuelo, allá en el cielo, y declaró:
—Pues que era un verdadero hijo de puta.
Hasta entonces, había cabido la posibilidad de que el rey fuera un alma cándida, y el encuentro entre él y Gertrud, una feliz coincidencia. Pero cuando se cargó el honor de Gustavo V, Nombeko entendió que el soberano había comprendido perfectamente la situación en que se encontraban. El monarca había despojado a su bisabuelo de toda dignidad e integridad en aras del interés común de los allí reunidos por la fuerza de las circunstancias.
Ahora faltaba ver la reacción de Holger 1.
—Ven, Celestine —dijo éste—. Demos un paseo por el embarcadero. Tenemos que hablar.
Los dos se sentaron en el banco del embarcadero en el estrecho de Vätö. Era poco después de la medianoche; la breve noche del verano sueco era oscura pero no gélida. Celestine cogió las manos de su novio entre las suyas, lo miró a los ojos y le preguntó si podría perdonarle que por sus venas corriera una pizca de sangre noble.
Él musitó que sí, pues, por lo que tenía entendido, no era culpa suya que el padre de la abuela Gertrud ostentara el título de barón, al tiempo que desarrollaba la respetable labor de falsificador de letras de cambio. Pero desde luego costaba creer aquella historia. Si era verdad, parecía tener algunos puntos flacos. También podía considerarse un atenuante que, al final de su vida, Gustaf Mannerheim se lo hubiera pensado mejor y se hiciera presidente. Un noble fiel al zar que se había hecho cargo de una república. ¡Uf, a veces la Historia era un lío!
Celestine estuvo de acuerdo. Se había sentido frustrada durante toda su niñez y adolescencia, hasta que un buen día apareció Holger y resultó ser lo que ella buscaba. Y luego él había saltado de un helicóptero a seiscientos metros de altitud para salvarle la vida. Y juntos habían secuestrado al rey sueco para convencerlo de que renunciara al trono o, si no, hacerlo volar, inmolándose todos por aquella honorable causa.
Durante ese tiempo, la vida de Celestine pareció cobrar sentido y volverse comprensible.
Pero entonces había sucedido lo de los pollos degollados. Y luego, después del café, el rey había echado una mano para reparar el tractor de su abuela. Ya no tenía sólo sangre en la camisa, sino también aceite de motor.
Todo esto, al tiempo que Celestine veía cómo su abuela florecía. Llegó a sentir vergüenza por haberse ido en su día sin siquiera despedirse de ella, por la sencilla razón de que su abuela tenía el abuelo inadecuado.
¿Vergüenza? Era un sentimiento nuevo.
Holger 1 aseguró que entendía que esa noche su abuela hubiera impresionado a Celestine, él mismo estaba desconcertado. No sólo había que erradicar al rey y su monarquía, sino también cuanto la monarquía representaba. De ese modo, la institución ya no tendría razón de ser. Además, el rey había blasfemado una vez. A saber si no estaría ahora fumándose un porro a escondidas con Gertrud…
Celestine no lo creía. Habían salido solos, eso sí, pero sin duda por el asunto del tractor.
Holger 1 suspiró. ¡Si el rey no hubiera repudiado a Gustavo V de aquella manera!
Celestine preguntó si no deberían tratar de alcanzar un entendimiento, y cayó en la cuenta de que nunca antes había utilizado esa palabra.
—¿Quieres decir que detonemos la bomba sólo un poco? ¿O que el rey abdique a tiempo parcial?
En todo caso, no estaría de más llevarlo al embarcadero para negociar las alternativas con él. Sólo el rey, Holger 1 y Celestine. Sin su hermano, ni Gertrud, el primer ministro, la víbora de Nombeko ni el israelí durmiente.
Holger 1 no sabía por dónde empezar la negociación ni adónde debía conducir, y Celestine aún menos. Pero a lo mejor, si elegían bien las palabras, podrían hallar una solución.
El rey abandonó de mala gana a su condesa, pero naturalmente había accedido a conceder una audiencia nocturna a la señorita Celestine y al que no podían llamar Idiota delante de su novia, si podía servir para reconducir las cosas por la senda de la cordura.
Holger 1 abrió las negociaciones en el embarcadero diciendo que el rey debería avergonzarse de no comportarse como un rey.
—Nadie es perfecto —admitió el soberano.
Para suavizar las cosas, Holger 1 añadió que su novia Celestine se alegraba de la calurosa relación que el rey había establecido con Gertrud.
—La condesa —lo corrigió el monarca.
Bueno, la llamaran como la llamasen, ella ya era motivo suficiente para que fueran aparcando la idea de hacer volar por los aires al rey y parte de la patria, por mucho que su majestad se negara a abdicar.
—Muy bien dicho —convino el rey—. Entonces creo que optaré por hacerlo.
—¿Por abdicar?
—No, por negarme a ello, puesto que ya no tendrá las dramáticas consecuencias que habíais manifestado anteriormente.
Holger 1 se maldijo. Había empezado fatal la partida y malogrado su única baza: la amenaza de la bomba. Era increíble que siempre tuviera que salirle todo mal. Cada vez tenía más claro que verdaderamente era idiota.
El rey lo vio debatirse consigo mismo y añadió que el señor Idiota no debería sentirse demasiado apenado por el cariz que tomaban los acontecimientos: la Historia demostraba que no bastaba con desterrar a un rey, ni siquiera con acabar con toda una dinastía.
—¿De veras? —dijo Holger 1.
Mientras amanecía en Roslagen, el rey decidió contarle la historia moralizante de Gustavo IV Adolfo, a quien las cosas no le habían ido demasiado bien, y las consecuencias que se habían derivado de ello.
Todo empezó cuando dispararon contra su padre en la Ópera. Mientras éste encaraba su larga agonía, su hijo dispuso de dos semanas para acostumbrarse a su nuevo papel. Su padre había tenido tiempo de meterle en la cabeza que el rey sueco lo era por la gracia de Dios, que el monarca y Dios formaban un equipo. Y quien se siente protegido por el Señor considera un mero trámite ir a la guerra y alzarse con la victoria en un santiamén. En el caso de Gustavo IV Adolfo, vencer tanto al emperador Napoleón como al zar Alejandro. A ambos a la vez. Desgraciadamente, también el emperador y el zar reivindicaban la protección divina y actuaban conforme a ella. Si los tres estaban en lo cierto, desde luego Dios se había complicado la vida prometiendo demasiado a demasiados bandos. Así las cosas, su única opción era dejar que las relaciones fácticas de fuerzas decidieran el asunto.
Quizá por esa razón Suecia recibió una paliza por partida doble: Pomerania fue ocupada y el reino se quedó sin Finlandia. En cuanto a Gustavo, fue depuesto por unos condes encolerizados y unos generales amargados. En resumidas cuentas, un golpe de Estado.
—¡Toma ya! —dijo Holger 1.
—Todavía no he acabado —señaló el rey.
Gustavo IV Adolfo se deprimió y se dio a la bebida, ¿qué otra cosa podía hacer en tales circunstancias? Y cuando ya no le permitieron llamarse lo que ya no era, empezó a presentarse como coronel Gustavsson en sus viajes erráticos por Europa, hasta acabar sus días en una pensión suiza, solo, alcoholizado y muy pobre.
—Pues me alegro —se entusiasmó Holger 1.
—Si no me interrumpieras ya habrías entendido que no es ahí a donde quiero llegar —replicó el rey—, sino que sabrías, entre otras cosas, que pusieron a un nuevo monarca en su lugar.
—Lo sé —admitió Holger 1—. Por eso se trata de eliminar la familia al completo.
—Pero ni siquiera eso serviría —aseguró el rey, y prosiguió—: De tal palo tal astilla, como suele decirse, y los golpistas no querían correr ningún riesgo. Así pues, declararon que el destierro del incompetente Gustavo IV Adolfo no sólo lo afectaría a él en calidad de rey, sino también a su familia, incluido el príncipe heredero, que por entonces contaba diez años. Todos, sin excepción y para siempre, fueron desposeídos de sus derechos a la Corona sueca. Entonces, quien ocupó su lugar en el trono fue el hermano del asesino del padre de Gustavo IV Adolfo.
—Esto empieza a ser demasiado —se irritó Holger 1.
—Pues no es nada comparado con lo que falta —señaló el rey.
—De acuerdo, sigue.
Bueno, el nuevo rey recibió el nombre de Carlos XIII, y todo habría transcurrido plácidamente de no ser porque su único hijo sólo vivió una semana. Y no parecían querer llegar más hijos (o sí, pero no con la mujer adecuada). La línea dinástica estaba a punto de extinguirse.
—Pero le buscarían una solución, ¿no? —inquirió Holger 1.
—Pues sí: primero adoptaron a un pariente principesco que también tuvo el mal gusto de morirse.
—Pues qué mala pata. ¿Y qué hicieron?
—Adoptaron a un príncipe danés que asimismo murió rápidamente, de apoplejía.
Holger resopló y reconoció que la historia tenía su miga, pero que se temía que el desenlace ya no le gustaría tanto.
El rey prosiguió. Tras el fiasco del príncipe danés, pusieron los ojos en Francia, donde al emperador Napoleón le sobraba un mariscal. Una cosa llevó a la otra, y pronto Jean-Baptiste Bernadotte se convirtió en príncipe heredero sueco.
—¿Y qué ocurrió?
—Que fue el primero de una nueva dinastía. Yo también soy un Bernadotte. Jean-Baptiste era el tatara-tatara-abuelo de mi tatara-tatara-abuelo, Gustavo V, ya sabes.
—¡Caramba!
—Es imposible erradicar las dinastías reales, Holger —concluyó el rey en tono afable—. Mientras el pueblo quiera una monarquía, no te desharás de ella. Pero respeto tu opinión, al fin y al cabo vivimos en una democracia, válgame Dios. ¿Por qué no te unes al partido político mayoritario, los socialdemócratas, e intentas influir desde dentro? ¿O te haces miembro de la Asociación Republicana y creas opinión?
—O construyo una estatua de ti, dejo que me caiga encima y me libro de todo este embrollo.
—¿Perdón?
El sol salió antes de que ninguno de los presentes en Sjölida se hubiera planteado acostarse, excepto el ex agente B, que se había sumido en un sueño inquieto en el sofá.
Nombeko y Holger 2 sustituyeron al rey en el embarcadero. Fue la primera vez que Holger y Holger tuvieron ocasión de cruzar unas palabras desde el secuestro.
—Prometiste que no te acercarías a la bomba —dijo Holger 2 en tono de sordo reproche.
—Lo sé —admitió su gemelo—. Y mantuve mi promesa todos estos años, ¿no? Hasta que acabó en el camión con el rey y conmigo al volante. Entonces ya no pude evitarlo.
—Pero ¿en qué estabas pensando? ¿Y ahora en qué piensas?
—En nada. Pocas veces pienso, ya lo sabes. Fue papá quien me dijo que arrancara.
—¿Papá? Pero ¡si lleva muerto casi veinte años!
—Sí, ¿verdad que es raro?
Holger 2 suspiró.
—Creo que lo realmente raro es que seamos hermanos.
—¡No seas cruel con mi amor! —se quejó Celestine.
—¡Cierra el pico! —le espetó Holger 2.
Nombeko se dio cuenta de que Holger 1 y Celestine empezaban a vacilar en su convicción de que lo mejor para la nación sería resultar aniquilados al mismo tiempo que una región entera.
—¿Qué pensáis hacer ahora? —preguntó.
—¿Por qué siempre me hacéis pensar en algo? —se quejó Holger 1.
—Yo pienso que no podemos matar a alguien que hace reír a mi abuela —reconoció Celestine—. Nunca en su vida se había reído.
—¿Y tú qué piensas, Idiota, si te decides a pensar? —preguntó Nombeko.
—No seáis crueles con mi amor —insistió Celestine.
—Si ni siquiera he empezado.
Holger 1 guardó silencio unos segundos.
—Si es que pienso algo, pienso que habría sido más fácil con Gustavo V —admitió al cabo—. Llevaba bastón de plata y monóculo, no sangre de pollo en la camisa.
—Y aceite de motor —apuntó Celestine.
—O sea que, si he entendido bien, pensáis salir de ésta sin hacer el ridículo, ¿verdad? —quiso saber Nombeko.
—Sí —dijo Holger 1 quedamente, sin atreverse a mirarla a los ojos.
—Entonces empieza por entregar las llaves del camión y la pistola.
Holger 1 consiguió darle las llaves, pero la pistola se le cayó al suelo y se le disparó.
—¡Joder! —aulló Holger 2, y se desplomó en el embarcadero.