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De lo que hace y no hace un rey.

El camión de patatas apenas se había puesto en marcha cuando Nombeko se acercó a la ventanilla y le ordenó a Holger 1 que se detuviera si quería seguir viviendo. Pero éste, que no estaba del todo seguro de querer, le pidió a Celestine que cerrara la mampara para no oír a aquellos vociferantes de la parte trasera.

Ella obedeció con mucho gusto, y además corrió la cortina para no tener que ver a su majestad en uniforme de gala, esto es, chaqueta azul, chaleco blanco, pantalones azules con banda lateral dorada, camisa blanca y pajarita negra.

¡Qué orgulloso estaba de su rebelde novia!

—Supongo que volvemos a casa de mi abuela… —aventuró—. ¿O se te ocurre algo mejor?

—Sabes muy bien que no, cariño —respondió él.

El rey parecía principalmente asombrado por la situación, mientras que el primer ministro se mostraba indignado.

—¿Qué demonios está pasando? —bramó—. ¿Pretenden secuestrar a su rey y su primer ministro? ¡Junto con una bomba nuclear! ¡Una bomba atómica en mi Suecia! Esto es intolerable. ¿Quién les ha dado permiso?

—Bueno, el reino de Suecia me pertenece más bien a mí —terció el monarca, y se sentó sobre la caja de patatas que tenía más cerca—. Por lo demás, quiero señalar que comparto la indignación del primer ministro.

Nombeko observó que tal vez no era tan importante a quién perteneciera el país si, finalmente, volaba por los aires.

—¿Qué potencia tiene? ¡Explíquese! —ordenó crispado.

A Nombeko le pareció que el ambiente ya estaba demasiado cargado como para empeorarlo.

—Lamento mucho la situación —se disculpó, tratando de cambiar de tema—. Por favor, no crean que usted, caballero, y su majestad han sido secuestrados, al menos no por mí y por mi novio. Les prometo que en cuanto el camión se detenga le retorceré el cuello al que va al volante y pondré las cosas en su sitio. —Y para desdramatizar añadió—: Resulta muy fastidioso estar encerrada aquí cuando hace un día tan bonito…

Esto último llevó al rey, que era un gran amante de la naturaleza, a pensar en el águila marina que había visto sobrevolar Strömmen aquella misma tarde y a comentarlo con sus compañeros de encierro móvil.

—Vaya, ¡y en plena ciudad! —se admiró Nombeko, con la vana esperanza de consolidar su maniobra de distracción.

Pero el momento pasó y el primer ministro pidió que dejaran de hablar del tiempo y la ornitología y dijo:

—Mejor háblenos del daño que podría provocar la bomba. ¿Cuál es la gravedad de la situación?

Nombeko vaciló. Bueno, era cosa de algún que otro megatón.

—¿De cuántos?

—Sólo dos o tres.

—¿Y eso qué significa?

Menudo testarudo era el primer ministro.

—Tres megatones corresponden más o menos a doce mil quinientos cincuenta y dos petajoules. ¿Su majestad está seguro de que se trataba de un águila marina?

Fredrik Reinfeldt lanzó tal mirada a su jefe de Estado que éste se abstuvo de contestar. Luego se preguntó si su soberano sabía lo que significaba un petajoule y las consecuencias que podían tener más de doce mil juntos. Sin duda, aquella mujer intentaba irse por las ramas.

—¡Explique el asunto tal cual es y de manera inteligible! —exigió.

Y eso hizo Nombeko. Explicó el asunto tal cual era: que la bomba se llevaría por delante todo lo que encontrara en un radio de cincuenta y ocho kilómetros, y que unas malas condiciones climatológicas —por ejemplo, fuertes ráfagas de viento— podrían duplicar el daño.

—Entonces, es una suerte que luzca el sol —observó el rey sensatamente.

Nombeko asintió en señal de apreciación de aquel enfoque optimista, pero el primer ministro señaló que, dadas las circunstancias, Suecia se enfrentaba a la mayor crisis de su historia. El jefe del Estado y el del gobierno se hallaban en compañía de una terrible arma de destrucción, de paseo por Suecia, en un camión conducido por un hombre cuyos propósitos ignoraban.

—¿No le parece a su majestad que sería más urgente pensar en la supervivencia de la nación que en águilas marinas y en el día soleado? —dijo el primer ministro, presa del nerviosismo.

Sin embargo, el rey era zorro viejo, había visto ir y venir una ristra de primeros ministros mientras él seguía repantigado en su trono. Éste no tenía ningún defecto en especial, pero tampoco le vendría mal tranquilizarse un poco.

—Calma, hijo, calma —dijo—. Siéntese usted sobre una caja de patatas, como todos, y luego les pediremos una explicación a los señores secuestradores.

* * *

En realidad le habría gustado ser agricultor. O conductor de una excavadora. O cualquier otra cosa relacionada con vehículos o con la naturaleza. A ser posible, con ambos.

Pero el destino le impuso ser rey.

Claro que no lo cogió por sorpresa. En una temprana entrevista en los inicios de su reinado, describió su vida como una línea recta desde su nacimiento, saludado por cuarenta y dos cañonazos que sonaron en la isla de Skeppsholmen el 30 de abril de 1946. Lo llamaron Carlos Gustavo: Carlos por su abuelo materno, Carlos Eduardo de Sajonia-Coburgo-Gotha (un hombre apasionante, nazi y británico a la vez), y Gustavo por su padre, su abuelo paterno y su bisabuelo paterno.

La vida empezó mal para el pequeño príncipe. Con apenas nueve meses perdió a su padre en un accidente de aviación, lo que creó un terrible contratiempo en el orden de sucesión. Su abuelo paterno, Gustavo VI Adolfo, debía vivir ochenta y nueve años si no quería crear una vacante que podría dar alas a los republicanos en el Parlamento. Los consejeros reales defendían que había que mantener al príncipe heredero tras los gruesos muros del palacio hasta que la sucesión al trono estuviera asegurada, pero su amorosa madre, Sybilla, se negó. Sin amigos, su hijo se volvería, en el peor de los casos, loco; en el mejor, una persona de trato imposible. Por eso asistió a una escuela normal, y en su tiempo libre desarrolló su interés por los motores y se unió a los grupos de scouts, donde aprendió a hacer más rápido y mejor que cualquiera nudos llanos, de vuelta de escota y ballestrinques.

En cambio, en el instituto de Sigtuna suspendió en matemáticas y aprobó las demás asignaturas por los pelos. Por lo visto, confundía las letras y los números: el príncipe heredero era disléxico. El hecho de que fuera el mejor de la clase con la armónica no le concedió ningún punto extra, salvo entre las chicas.

A pesar de todo, gracias a la solicitud materna tuvo amigos, aunque ninguno de la izquierda radical a la que casi todos se adscribían en los años sesenta. Quedaba fuera de su alcance llevar el pelo largo, vivir en una comuna y practicar el amor libre, aunque esto último no le sonaba nada mal.

Su abuelo paterno, Gustavo Adolfo, tenía como lema «El deber por encima de todo». Tal vez por eso se mantuvo con vida hasta los noventa años, de forma que, cuando falleció, en septiembre de 1973, la casa real se había salvado, pues su nieto tenía edad para sucederle.

Dado que, de buenas a primeras, uno no habla de nudos llanos ni de cajas de cambios sincronizadas con la reina de Inglaterra, el joven príncipe no siempre se sentía cómodo en las recepciones de la realeza. Sin embargo, con los años mejoró, y cada vez se soltaba más. Y ahora, después de tres décadas en el trono, una cena de gala en palacio en honor a Hu Jintao era una tarea soporífera que podía manejar y también soportar, pero de la que deseaba librarse cuanto antes.

La actual situación, un secuestro en un camión de patatas, no era deseable, por descontado, pero el rey pensó que eso también acabaría por arreglarse de alguna manera.

Ojalá el primer ministro pudiera relajarse.

Y escuchar lo que tenían que decir los secuestradores.

El primer ministro Reinfeldt no tenía la menor intención de sentarse en una de aquellas sucias cajas de patatas. Además, había polvo por todas partes. Y tierra en el suelo. Pero podía escuchar, naturalmente.

—¿Tendría la gentileza de explicarme qué está pasando? —preguntó, volviéndose hacia Holger 2. Palabras amables, tono imperioso, irritación con el rey intacta.

Holger 2 llevaba casi veinte años ensayando su conversación con el primer ministro. Había imaginado un número prácticamente infinito de escenarios, pero ninguno era ir encerrados en un camión de patatas con la bomba y el rey, un hermano desaforadamente antimonárquico al volante y destino desconocido.

Mientras Holger 2 trataba de centrarse para responder, en la cabina, su gemelo reflexionaba en voz alta acerca de lo que pasaría a continuación. Su padre le había dicho claramente «Arranca, hijo mío». Pero nada más. Sin embargo, no podían dejar simplemente que el rey eligiera entre renunciar al cargo y ocuparse de que nadie se encaramara a él, o bien subirse a la bomba para que Holger 1 y Celestine pudieran hacerlo saltar por los aires, junto con una gran parte del reino, incluidos ellos mismos.

—Mi valiente, valiente amorcito —ronroneó Celestine en respuesta a las reflexiones de su novio.

Aquélla era la madre de todas las barricadas. Además de un buen día para morir, si era necesario.

Entretanto, en la parte trasera del camión, Holger 2 parecía haber recuperado el habla.

—Creo que empezaremos por el principio —dijo.

Entonces les habló de su padre, Ingmar, de sí mismo y de su hermano, de cómo uno de ellos había decidido persistir en la lucha paterna mientras que el otro se encontraba ahora mismo contándoles su vida.

Cuando hubo terminado, Nombeko completó su relato con su propia biografía, incluida la explicación de cómo la bomba que en realidad no existía había acabado errando por el mundo.

El primer ministro se dijo que aquello no podía estar ocurriendo, pero que, para no correr riesgos, sería mejor actuar a partir de la desagradable premisa de que, a pesar de todo, sí estaba ocurriendo. Por su parte, el rey empezaba a tener gazuza.

Fredrik Reinfeldt intentaba asimilar los parámetros de la situación. Valorarlos. Pensaba en el revuelo que estaba a punto de montarse, si es que no se había montado ya; que se desataría el pánico en el país, y el Grupo de Operaciones Especiales y los helicópteros cubrirían el cielo alrededor del camión de patatas y la bomba. De ambos lados de los helicópteros se descolgarían jóvenes nerviosos con fusiles automáticos que en cualquier momento podrían dispararse fortuitamente y atravesar la caja del camión y la capa protectora de metal que envolvía los tres megatones y el hatajo de petajoules. Si no, acabarían provocando que el chiflado que iba al volante actuara desquiciadamente. Por ejemplo, saliéndose de la carretera. Todo esto, en un platillo de la balanza. En el otro, lo que aquel hombre y aquella mujer acababan de contarle y la intercesión del presidente Hu en favor de ella.

Dadas las circunstancias, ¿el rey y él mismo no deberían hacer cuanto estuviera en sus manos para que las cosas no se desmadraran, para que la amenaza de catástrofe nuclear no se hiciera realidad?

Cuando Fredrik Reinfeldt acabó de reflexionar, anunció a su rey:

—He estado pensando.

—¡Qué bien! —contestó el monarca—. Aunque no espero menos de un primer ministro, sin ánimo de ofender.

Reinfeldt planteó a su majestad dos preguntas retóricas: ¿De verdad querían tener al Grupo de Operaciones Especiales revoloteando sobre sus cabezas? ¿Acaso un arma nuclear de tres megatones no exigía más tacto?

El rey lo felicitó por haber elegido los tres megatones en lugar de los doce mil petajoules a la hora de expresarse. De todas formas, tenía entendido que los estragos serían considerables en ambos casos. Además, aún recordaba los informes de la última intervención del Grupo de Operaciones Especiales. Fue en Gnesta. La primera y hasta entonces única misión del aguerrido comando. Por lo visto, habían prendido fuego a una barriada entera mientras los presuntos terroristas abandonaban el lugar dando un paseo.

Nombeko comentó que había leído algo acerca del incidente.

Esto acabó de convencer al primer ministro, el cual sacó su teléfono y llamó al jefe de seguridad para comunicarle que un asunto de interés nacional había cobrado importancia prioritaria, que tanto él como el rey se encontraban bien, que había que celebrar la cena de gala según lo previsto y que tendría que disculpar tanto al jefe de Estado como al del gobierno por estar indispuestos. Por lo demás, el jefe de seguridad no debía hacer nada, tan sólo aguardar órdenes.

El jefe de seguridad sudaba de nerviosismo. Para colmo, su hierático superior, el jefe supremo del Servicio de Seguridad Sueco (Säpo), también había sido invitado a la cena y en ese preciso instante se hallaba al lado de su subordinado, listo para tomar el mando. Tan nervioso como él, por cierto. Tal vez por eso, tomó el mando y decidió formularle preguntas de control de seguridad al primer ministro, cuyas respuestas ni siquiera éste conocía. Albergaba la terrible sospecha de que el primer ministro estaba hablando bajo amenaza.

—¿Cómo se llama su perro, señor primer ministro? —empezó.

El interesado contestó que no tenía perro, pero que se haría con uno bien grande y de fauces espeluznantes y lo azuzaría contra el jefe del Säpo si no lo escuchaba con la boca bien cerrada. Las cosas estaban tal como acababa de explicar. Si tenía alguna duda, podía preguntarle al presidente Hu, pues ahora mismo tanto él como el rey se encontraban con la amiga negra del chino. De lo contrario, podía desoír las instrucciones de su primer ministro, preguntarle por el nombre de su pez de colores (porque pez sí tenía), iniciar su búsqueda, poner el país patas arriba e iniciar asimismo la búsqueda de un nuevo trabajo al día siguiente.

Al jefe del Säpo le gustaba su trabajo. El título era bonito, y el sueldo también. Y la jubilación estaba bastante cerca. En resumidas cuentas, bajo ningún concepto deseaba buscarse un trabajo nuevo. Así que decidió que el pez de colores del primer ministro podía mantener su anonimato. Además, a su lado se encontraba su majestad la reina, que quería hablar con su esposo.

Fredrik Reinfeldt le pasó el teléfono al monarca.

—Hola, cariño. No, mujer, no me he ido de parranda…

* * *

Una vez descartada la amenaza de un ataque desde el cielo por parte del Grupo de Operaciones Especiales, Holger 2 retomó la palabra. Bueno, el caso era que a su gemelo, el que iba al volante, se le había metido entre ceja y ceja, igual que a su difunto padre, que Suecia debía ser una república, no una monarquía. La mujer que iba a su derecha era su irascible e igualmente desquiciada novia. Lamentablemente, la chica compartía la opinión de su hermano respecto a la necesidad del cambio de régimen político.

—Por mi parte, me gustaría dejar claro que no estoy de acuerdo —terció el rey.

El camión de patatas siguió su camino. El grupo que iba en la parte trasera decidió por unanimidad esperar y ver. Sobre todo esperaron, claro, pues desde donde estaban sentados no veían nada desde que Celestine había corrido la cortina entre la caja y la cabina.

De pronto pareció que el viaje había llegado a su fin. El camión se detuvo, el motor se apagó.

Nombeko le preguntó a Holger 2 quién de los dos tendría el placer de matar a su hermano, pero él estaba ocupado tratando de adivinar dónde se encontraban. El rey, por su parte, dijo que esperaba que hubiera algo de comer. A todo esto, el primer ministro había empezado a inspeccionar las puertas del remolque. ¿Acaso no deberían poder abrirse desde dentro? No hubiera sido una buena idea intentarlo con el vehículo en marcha, pero ahora Fredrik Reinfeldt no estaba dispuesto a quedarse encerrado en aquel sucio camión. Era el único que había hecho todo el trayecto de pie.

Entretanto, Holger 1 se había precipitado al granero de Sjölida, había subido al pajar y levantado el cubo en el cual llevaba casi trece años escondida la pistola del agente A. Antes de que el primer ministro hubiera logrado averiguar cómo funcionaba el mecanismo de la puerta, Holger 1 ya había vuelto y la había abierto.

—Ahora nada de tonterías —dijo—. Bajad del camión sin aspavientos.

Las medallas y condecoraciones del rey tintinearon cuando saltó al suelo. El sonido y el centelleo reforzaron la determinación de Holger 1, que, envalentonado, alzó el arma para demostrar quién mandaba allí.

—¿Tienes una pistola? —preguntó Nombeko, sorprendida, y tomó la decisión de que le alteraría la simetría de la nariz, retorciéndosela, antes de matarlo.

—¿Qué está pasando ahí atrás? —dijo entonces Gertrud, que, al ver por la ventana que el grupo había aumentado, salió a su encuentro armada con la escopeta para cazar alces de su padre, como hacía siempre que la situación era confusa.

—Esto se va animando —comentó Nombeko.

Gertrud no se alegró de que Celestine y los demás se hubieran traído a un político, pues esa gente no le caía bien. En cambio, lo del rey le encantó. ¡Y cómo! Desde los años setenta, la anciana había tenido una foto de él con la reina en la letrina, y sus cálidas sonrisas habían sido una buena compañía cuando se sentaba allí. Al principio no se había sentido muy cómoda limpiándose el trasero delante de su monarca, pero pronto se acostumbró a su presencia. La verdad era que, desde que instalaron el inodoro en Sjölida en 1993, echaba de menos los ratos pasados en compañía de sus majestades.

—Encantada de volver a verlo —dijo, tendiéndole la mano al soberano—. ¿Qué tal está la reina?

—El placer es mío —repuso el rey, y añadió que la reina estaba bien, mientras se preguntaba dónde había visto antes a aquella dama.

Holger 1 los empujó a todos hacia la cocina de Gertrud con el propósito de someter a su majestad a un ultimátum. Gertrud preguntó si se habían acordado de hacer la compra, dado que ahora tenían invitados, para colmo, al mismísimo rey, y también a ese otro.

—Soy Fredrik Reinfeldt, el primer ministro —se presentó el aludido, y le tendió la mano—. Encantado.

—Mejor conteste a mi pregunta —replicó la anciana—. ¿Han comprado comida?

—No, Gertrud —terció Nombeko—. Ha surgido un imprevisto…

—Entonces, hala, a morirnos de hambre.

—¿Y no podríamos pedir unas pizzas? —sugirió el rey, mientras se decía que, a esas horas, en la cena de gala seguramente ya habrían dado cuenta de la vieiras al pesto de melisa y estarían saboreando el fletán pochado con espárragos recubiertos de piñones.

—Aquí no funcionan los móviles, y es culpa de los políticos —le espetó Gertrud.

Fredrik Reinfeldt se repitió que eso no podía estar pasando. ¿Acababa de oír a su monarca proponer que pidieran unas pizzas para él y sus secuestradores?

—Si vosotros os encargáis de sacrificar algún pollo, puedo preparar un guiso —ofreció a la anciana—. He vendido mis doscientas hectáreas de patatal, pero no creo que Engström se entere si le sisamos quince de sus quince millones de patatas.

A todo esto, Holger 1 seguía allí plantado, pistola en mano. ¿Pedir una pizzas? ¿Un guiso de pollo? ¿Qué estaba ocurriendo? El rey debía abdicar o estallar atomizado.

Le susurró a Celestine que era hora de ponerse serios. Ella asintió y decidió que empezaría informando a su abuela de la situación. Y eso hizo, aunque muy brevemente: el rey estaba secuestrado, y también el primer ministro. Y ahora ella y Holger 1 iban a obligarlo a abdicar.

—¿Al primer ministro?

—No, al rey.

—Qué pena —se lamentó la anciana, y añadió que nadie debería tener que abdicar con el estómago vacío. Entonces, ¿nada de guisos?

Al rey, la perspectiva de un guiso casero se le antojaba muy sugerente. Y notó que, si quería llenarse el buche, tendría que espabilar. A lo largo de los años había asistido a bastantes cacerías de faisán, y al principio, cuando sólo era el príncipe heredero, nadie se ofrecía a cocinarle las piezas cobradas; el joven debía curtirse. Así que pensó que si había abatido y desplumado faisanes treinta y cinco años antes, también podría sacrificar y desplumar un pollo ahora.

—Si el primer ministro se encarga de las patatas, yo me encargo del pollo —anunció.

Fredrik Reinfeldt estaba casi convencido de que lo que estaba sucediendo no podía estar sucediendo, así que cogió la azada y se dirigió al patatal con sus zapatos de charol y el frac de la casa italiana Corneliani. En cualquier caso, era preferible a mancharse la camisa de sangre y de sabía Dios qué más.

El rey se conservaba ágil para su edad. En apenas cinco minutos atrapó tres pollos y, ayudándose de un hacha, consiguió separar las cabezas de sus respectivos cuerpos. Previamente, colgó la chaqueta del uniforme de gala de un gancho en el exterior del gallinero desde donde, al sol del atardecer, centelleaba su Real Orden de los Serafines, la medalla conmemorativa de Gustavo V, la medalla conmemorativa de Gustavo VI Adolfo, la Orden de la Espada y la de la Estrella Polar. La Orden Real de Vasa con su cadena encontró acomodo al lado, colgada de una horca oxidada.

Tal como se temía el primer ministro, la camisa blanca del soberano acabó cubierta de manchas rojas.

—Tengo otra en casa —le aseguró el rey a Nombeko, que le echó una mano en el desplume.

—Sí, no me cabe duda —repuso ella.

Cuando, poco después, entró en la cocina con tres pollos desplumados en la mano, Gertrud sólo pudo chillar alegremente. ¡Ahora sí que se darían un festín! Holger 1 y Celestine habían permanecido sentados a la mesa de la cocina, más confusos de lo habitual. Pero aún se confundieron más cuando vieron entrar al primer ministro con los pies enfangados y un cubo lleno de patatas, y luego al rey con la camisa ensangrentada. Se había olvidado de la chaqueta de gala y la Orden de Vasa con su cadena, colgadas en el gallinero.

Gertrud cogió las patatas sin pronunciar palabra, pero elogió al rey por su destreza con el hacha.

A Holger 1 lo disgustaba mucho la confraternización de la anciana con su maldita majestad. Lo mismo que a Celestine. De haber tenido diecisiete años, se habría largado, pero ahora debían cumplir una misión, y además no quería volver a separarse de su abuela en un arrebato de cólera. A no ser que se vieran obligados a hacer volar por los aires todo el entorno, pero eso era otro asunto.

Holger 1 seguía pistola en mano, muy ofendido porque a nadie pareciera preocuparle. Nombeko pensó que se merecía más que nunca que le retorciera la nariz (ya no estaba tan enfadada como para matarlo), pero también quería disfrutar del guiso de Gertrud antes de que, si la mala suerte los acompañaba una vez más, se acabara la vida terrenal para todos ellos. De momento, la mayor amenaza ni siquiera era la bomba, sino el chiflado que no paraba de blandir un arma.

De este modo, decidió aclararle un poco las ideas al gemelo de su novio explicándole que si el rey no intentaba escapar no necesitaría la pistola, y si escapaba, aun así dispondría de cincuenta y ocho kilómetros para detonar la bomba. Ni siquiera un rey sería capaz de recorrer esa distancia en menos de tres horas, por mucho que se hubiera desprendido del lastre de las medallas. Lo único que Holger 1 tenía que hacer era esconder las llaves del camión, de manera que nadie debería recelar de nadie. Y podrían cenar en paz.

Holger 1 asintió pensativo. Las palabras de Nombeko sonaban razonables. Además, ya se había metido las llaves en el calcetín, sin poder imaginar todavía hasta qué punto había sido una medida inteligente. Tras unos segundos más de reflexión, se metió la pistola en el bolsillo interior de la chaqueta.

Sin ponerle el seguro.

Mientras Nombeko hacía entrar a Holger 1 en razón, Celestine había recibido la orden de su abuela de trocear los pollos. Al tiempo, a Holger 2 se le había confiado la tarea de preparar unos cócteles, mezclando los ingredientes según las exactas instrucciones de la anciana: un chorrito de Gordon’s Gin, dos chorritos de Noilly Prat y el resto de aquavit puro y Escania a partes iguales. Holger 2 no sabía muy bien cómo medir un chorrito, pero pensó que dos chorritos debían de ser más o menos el doble de uno. Probó la mezcla terminada y quedó tan satisfecho que volvió a probarla.

Al final se sentaron todos a la mesa salvo Gertrud, que estaba dando los últimos toques al guiso. El rey miró a los dos Holgers y lo sorprendió su parecido.

—Pero ¿cómo os puedo distinguir, si además os llamáis igual?

—Le sugiero que al de la pistola lo llame «el Idiota» —dijo Holger 2, contento de haber dicho lo que le pedía el corazón.

—Holger y el Idiota… Sí, ¿por qué no? —convino el rey.

—¡Nadie llama idiota a mi Holger, idiota! —chilló Celestine.

—¿Por qué no? —repuso Nombeko.

El primer ministro estimó que una discusión de esa índole enturbiaría aún más el ambiente, así que se apresuró a elogiar a Holger 1 por haber guardado el arma, lo que dio lugar a que Nombeko les explicara la teoría del equilibrio del terror.

—Si cogemos a Holger, al que no llamaremos Idiota cuando su novia pueda oírnos pero en general sí, y lo atamos a un árbol, corremos el riesgo de que su novia se anime con la bomba. Y si la atamos a ella al árbol de al lado, ¿quién sabe lo que podría hacer la abuela de la chica con su escopeta de cazar alces?

—Ah, sí, Gertrud —dijo el rey en tono apreciativo.

—¡Si tocáis a mi pequeña Celestine, las balas silbarán a discreción, que lo sepáis! —los amenazó la anciana.

—Bueno, ya la han oído —dijo Nombeko—. No hace falta la pistola, y hace un rato he logrado que incluso el Idiota lo entendiera.

—La cena está lista —anunció Gertrud.

El menú se componía de guiso de pollo, cerveza casera y el cóctel especial de la anfitriona. Los comensales podían servirse libremente pollo y cerveza, pero del cóctel se encargaría la anciana. Cada cual recibió su copa, incluido el primer ministro, que arrugó la nariz. Gertrud las sirvió hasta arriba y el rey se frotó las manos:

—Supongo que podemos deducir que el pollo sabe a pollo. Pero veamos qué tal está el aperitivo.

—Bueno, pues entonces a vuestra salud, su majestad —brindó Gertrud.

—¿Y los demás qué? —protestó Celestine.

—A la vuestra también, por supuesto —dijo la anfitriona.

Y entonces la anciana apuró su copa. El rey y Holger 2 siguieron su ejemplo. Los otros bebieron con mayor cautela, salvo Holger 1, que no se vio capaz de hacerlo a la salud del rey, y el primer ministro, que vertió su cóctel en un tiesto de geranios en un descuido de la anciana.

—¡Un mariscal Mannerheim, por mi honor! —exclamó el rey, complaciente, pero nadie salvo Gertrud sabía de qué hablaba.

—¡Exacto, majestad! —soltó ésta—. ¿Me haría el honor de aceptar uno más?

Holger 1 y Celestine se sentían cada vez más molestos ante el entusiasmo de Gertrud por el que debía abdicar, que además estaba sentado a la mesa con la camisa arremangada y ensangrentada en lugar de con su uniforme de gala. A Holger 1 lo incomodaba no entender nada, y eso que, como ya se habrá deducido, a esas alturas ya estaba acostumbrado.

—¿Qué está pasando aquí? —se inquietó.

—¡Pues que tu amigo el rey ha reconocido el mejor cóctel del mundo! —exclamó Gertrud.

—No es mi amigo —puntualizó Holger 1.

Gustaf Mannerheim era un hombre de verdad, no un fanfarrón. Había servido en el ejército del zar varios decenios, y viajado en su nombre por Europa y Asia a lomos de su caballo.

Cuando el comunismo y Lenin asumieron el poder en Rusia, se fue a la Finlandia libre, donde se convirtió en regente imperial, jefe del Estado Mayor y, más tarde, presidente. Fue elegido el mejor militar de Finlandia de todos los tiempos, recibió órdenes y condecoraciones del mundo entero. Y se le concedió el exclusivo título de mariscal de Finlandia.

Durante la Segunda Guerra Mundial, se creó el cóctel del Mariscal: una parte de aguardiente, una parte de aquavit, un chorrito de ginebra y dos chorritos de vermut. Y se convirtió en un clásico.

El rey sueco lo había degustado por primera vez en una visita oficial a Finlandia, hacía más de tres décadas, cuando llevaba poco más de un año de reinado. A los veintiocho años, nervioso y con rodillas temblorosas, fue recibido por el experimentado presidente finlandés Kekkonen, que entonces contaba algo más de setenta. Con la sabiduría que confiere la edad, Kekkonen decidió que aquel joven rey necesitaba meterse algo entre pecho (ya en la época recubierto de medallas) y espalda. A partir de ese momento, la visita fue sobre ruedas. Un presidente finlandés no sirve cualquier cóctel, tenía que ser el del Mariscal. Entre el joven monarca y el cóctel surgió una amistad de por vida, además de hacerse compañero de cacería de Kekkonen.

El rey apuró su segunda dosis, chasqueó la lengua y dijo:

—Veo que la copa del primer ministro está vacía. ¿No debería rellenársela a él también? Por cierto, haga el favor de quitarse el frac. De todas formas, sus zapatos de charol están perdidos de barro, que le llega hasta las rodillas.

El primer ministro se disculpó por su aspecto. De haberlo sabido, habría acudido a la cena de gala en mono de trabajo y con botas de goma. Y añadió que cedería con mucho gusto su cóctel al rey, ya que parecía que éste bebía por los dos.

Fredrik Reinfeldt no sabía cómo manejar a su despreocupado soberano. Por un lado, se suponía que el jefe del Estado debía tomarse la complicada situación muy en serio, no quedarse allí sentado trasegando alcohol a cubos (a ojos del comedido primer ministro, dos cócteles de tres centilitros equivalían a un cubo entero). Por el otro, el rey parecía crear desconcierto entre las filas republicanas y revolucionarias congregadas en torno a la mesa. El primer ministro había observado el cuchicheo entre el pistolero y su novia. Por lo visto, el rey los perturbaba. Pero no de la misma manera que lo perturbaba a él, el primer ministro. Y no, hasta donde él podía juzgar, por la sencilla fórmula de abajo-la-monarquía que había sido probablemente el punto de partida de todo. Allí se cocía algo más. Y si el rey seguía bebiendo como un cosaco, tal vez se descubriría qué.

Por otra parte, era imposible pararle los pies. Al fin y al cabo, era el rey, ¡por la gracia de Dios!

Nombeko fue la primera en acabarse el plato. Desde que a los veinticuatro años había podido saciar el hambre por primera vez, a costa del presidente Botha, no había dejado de aprovechar todas las oportunidades que se le brindaban.

—¿Puedo repetir?

Claro. Gertrud se alegraba de ver que Nombeko apreciaba su comida. En realidad, parecía alegre en general. El rey se había ganado su corazón.

Con su propia persona.

Con su conocimiento de la historia del mariscal Mannerheim.

Con su familiaridad con el cóctel.

O con los tres ingredientes combinados.

Fuera lo que fuese, posiblemente algo bueno sería, pues si el rey y Gertrud conseguían desconcertar a los golpistas, el siniestro plan de estos últimos podría irse al garete.

Un grano de arena en el engranaje, como se decía en sueco en estos casos.

Con sumo gusto habría intercambiado Nombeko unas palabras con el rey para insistirle en que siguiera dando la tabarra con el tema Mannerheim, como maniobra de distracción, pero no conseguía llegar a él, ya que estaba totalmente entregado a su anfitriona, y viceversa.

Su majestad tenía una capacidad de la que carecía el primer ministro: la de disfrutar del momento, a pesar de las amenazas que pudiera haber. El soberano se sentía muy cómodo en compañía de Gertrud, la cual suscitaba su interés.

—¿Qué relación guarda usted, Gertrud, con el mariscal y con Finlandia, si puede saberse? —inquirió.

Era exactamente la pregunta que Nombeko había querido sugerir, pero no había podido hacerlo. «¡Bien jugado, monarca! ¿Realmente eres tan listo? ¿O simplemente estamos teniendo suerte?»

—¿Mi relación con el mariscal y Finlandia? Bah, eso no creo que le interese —repuso Gertrud.

«¡Claro que sí, rey!»

—Claro que sí —dijo el rey.

—Es una larga historia —advirtió entonces Gertrud.

«¡Tenemos tiempo de sobra!»

—Tenemos tiempo de sobra —dijo el rey.

—¡¿De veras?! —exclamó el primer ministro, y recibió una mirada asesina de Nombeko.

«¡Ahora no se meta usted en esto!»

—La historia se remonta a 1867 —empezó Gertrud.

—El año del nacimiento del mariscal —asintió el rey.

«¡Eres un genio, rey!»

—¡Vaya, cuánto sabe usted! —exclamó la anciana—. El año del nacimiento del mariscal, exacto.

A Nombeko, el árbol genealógico de Gertrud se le antojó una incongruencia tan grande como la primera vez que lo oyó. Pero el humor del rey no empeoró, ni mucho menos, al oírlo. Al fin y al cabo, había suspendido matemáticas en el instituto de Sigtuna. Tal vez por eso no había conseguido sumar dos y dos y, por tanto, llegar a la conclusión de que un barón, falso o no, no podía engendrar condesas.

—Vaya por Dios, ¡así que usted es condesa! —exclamó encantado.

—¿De verdad lo es? —inquirió el primer ministro, cuyo sentido de la lógica estaba más desarrollado, lo que le valió otra mirada asesina de Nombeko.

En efecto, lo que más molestaba a Holger 1 y Celestine era algo en la actitud del rey. Aunque se trataba de algo intangible. ¿Era su camisa ensangrentada? ¿Las mangas remangadas? ¿Los gemelos de oro que, de momento, el rey había dejado en una copa de cóctel vacía sobre la mesa de la cocina? ¿Que la asquerosa chaqueta del uniforme recubierta de medallas siguiera colgada de un gancho en la pared del gallinero?

¿O sencillamente que hubiera degollado tres pollos?

¡Los reyes no degüellan pollos!

Por cierto, los primeros ministros tampoco recogen patatas (por lo menos, no vestidos de frac). Pero, sobre todo, los reyes no degüellan pollos.

Mientras la parejita daba vueltas a esas flagrantes incongruencias, el rey consiguió empeorar las cosas. Él y Gertrud se pusieron a hablar del cultivo de las patatas y luego del viejo tractor que ya no necesitaban y que, por tanto, daba igual que no funcionara. Pero Gertrud se empeñó en describirle el problema a su soberano, que contestó que el MF35 era una pequeña joya que había que cuidar. Y entonces propuso limpiar el filtro del gasóleo y las bujías. Bastaría con que restara algo de voltaje de la batería y seguro que, con una simple revisión, el motor volvía a ronronear.

¿Filtro del gasóleo y bujías? ¡Los reyes no arreglan tractores!

Después del café y un paseo a solas para echar un vistazo al viejo MF35, el rey y Gertrud volvieron para degustar un último Mannerheim.

Mientras tanto, el primer ministro Reinfeldt había recogido la mesa y estaba fregando los platos. Para no ensuciarse el frac más de la cuenta, llevaba el delantal de la condesa.

Holger 1 y Celestine cuchicheaban en un rincón mientras su hermano y Nombeko hacían lo propio en otro. Discutían acerca de la situación y de qué paso estratégico dar.

En ese momento, la puerta se abrió de golpe y entró un hombre de cierta edad empuñando un arma. En inglés, les rugió que no se movieran.

—¿Qué significa esto? —dijo Fredrik Reinfeldt con el cepillo de fregar en la mano.

Nombeko respondió en inglés lo siguiente, tal cual: que el Mossad acababa de entrar en la casa por la fuerza con el propósito de apoderarse de la bomba.