El presidente Hu Jintao inició su visita de Estado de tres días a Suecia dando la bienvenida a una réplica del galeón mercante Götheborg, de la Compañía de las Indias Orientales sueca, que precisamente aquel día había llegado a la ciudad del mismo nombre después de un viaje a China.
El barco original había realizado ese mismo viaje doscientos cincuenta años antes. La tripulación había superado tempestades, aguas infestadas de piratas, enfermedades y hambrunas, pero justo novecientos metros antes de tocar puerto y con un tiempo espléndido, la nave había embarrancado y había ido zozobrado lentamente hasta hundirse por completo.
Ciertamente, un hecho exasperante. Pero el sábado 9 de junio de 2007 llegó la hora de la revancha. La réplica, además de superar los mismos contratiempos que el barco original en su día, también superó el último y escaso kilómetro. El Götheborg fue recibido por miles de espectadores exultantes, entre ellos, como ya se ha dicho, el presidente chino, que, ya que andaba por la zona, aprovechó para visitar la fábrica de coches Volvo de Torslanda. Había insistido en este punto, y tenía sus razones.
El caso es que en la compañía Volvo llevaban bastante tiempo cabreados con el gobierno sueco porque se empeñaban en adquirir un BMW cada vez que necesitaban vehículos de alta seguridad. Que los miembros de la casa real sueca y los ministros del gobierno subieran y bajaran de un coche alemán en cada evento oficial irritaba profundamente a la dirección de Volvo. Incluso habían desarrollado un modelo blindado y se lo habían presentado a los responsables de la seguridad, en vano. A uno de los ingenieros de Volvo se le ocurrió entonces la astuta idea de ofrecerle al presidente chino una versión mejorada del mismo modelo, un flamante Volvo S80 color crema con tracción en las cuatro ruedas y un motor V8 de 315 caballos. Digno de un presidente los siete días de la semana.
Al menos eso creía el ingeniero.
Y la dirección de Volvo.
Y, por lo que parecía, también el presidente en cuestión.
El asunto se había organizado de antemano por vías oficiosas. El sábado por la mañana le enseñaron orgullosos el vehículo en la fábrica de Torslanda, que le sería entregado oficialmente al día siguiente en el aeropuerto de Arlanda, justo antes de su viaje de regreso a China.
En el intervalo, se le ofrecería una cena de gala en el palacio real.
Nombeko había estado en la sala de lectura de la biblioteca de Norrtälje repasando periódicos. Empezó por Aftonbladet, que dedicaba cuatro páginas al conflicto entre… no, no entre Israel y Palestina, sino entre un participante de un concurso de canto en la tele y un malvado miembro del jurado que había declarado que ese inepto no sabía cantar. «Que se vaya a freír espárragos», había contraatacado el concursante, que en efecto no sabía cantar y tampoco si se freían espárragos en algún lugar del mundo.
Luego consultó el Dagens Nyheter, que se empecinaba en escribir sobre asuntos serios, logrando que sus ventas fueran de mal en peor. Qué típico del Nyheter: ese día dedicaba la primera página a una visita de Estado en vez de a la bronca en un estudio de televisión. Informaba de la visita de Hu Jintao, de la llegada del Götheborg al puerto y de la cena de gala que tendría lugar en Estocolmo ese mismo sábado en honor del mandatario chino, con la presencia de, entre otros, el rey y el primer ministro.
Seguramente, en otras circunstancias la noticia no habría despertado gran interés en Nombeko, pero la fotografía del presidente Hu le provocó una reacción espontánea.
La miró. Volvió a mirarla. Y entonces exclamó:
—¡Caramba, el señor chino ha llegado a presidente!
Así pues, tanto el primer ministro sueco como el presidente de China serían recibidos en el palacio esa misma noche. Si Nombeko se plantaba entre la muchedumbre que se congregara a las puertas y se ponía a gritarle al primer ministro en cuanto pasara, en el mejor de los casos se la llevarían, y en el peor la arrestarían y deportarían.
Si en cambio le gritaba al presidente en chino wu, el resultado podría ser distinto. Si la memoria de Hu Jintao no era demasiado limitada, la reconocería. Y si resultaba que tenía un mínimo de curiosidad, sin duda iría a su encuentro para enterarse de por qué diablos aquella intérprete sudafricana se encontraba en el patio del palacio real sueco.
De modo que ahora a Nombeko y Holger 2 los separaba una sola persona del primer ministro, incluso del rey. El presidente Hu cumplía todos los requisitos para hacer las veces de puente entre los poseedores involuntarios de una bomba atómica y las personas a quienes llevaban veinte años persiguiendo infructuosamente.
Adónde conduciría eso lo decidiría el futuro, pero era poco probable que el primer ministro se limitara a mandarlos a paseo con la bomba bajo el brazo. Más bien llamaría a la policía y se encargaría de meterlos entre rejas. O habría una solución intermedia. Pero de lo que no cabía duda era de que Nombeko y Holger 2 iban a intentarlo.
No había tiempo que perder. Ya eran las once de la mañana. Nombeko tenía que volver a Sjölida en bici, explicarle a Holger 2 el asunto sin que se enteraran ni los dos chiflados ni Gertrud, subirse al camión y hacer la ruta hasta el palacio antes de las seis, cuando se suponía que llegaría el presidente.
Esta vez, las cosas no se torcieron, sino que fueron mal desde un principio. Holger 2 y Nombeko fueron al granero a desatornillar las matrículas para sustituirlas por las que habían robado años atrás. Pero Holger 1 estaba sentado, como tantas veces, en lo alto del pajar que se hallaba justo enfrente. La actividad alrededor del vehículo lo sacó de su sopor mental y lo llevó a meterse sigilosamente por la trampilla que daba al desván y luego correr en busca de Celestine. Incluso antes de que Holger 2 y Nombeko acabaran con las matrículas, el gemelo y su novia ya se habían colado en el granero y se había sentado en la cabina del camión.
—¡Vaya, vaya! ¿Así que pensabais largaros sin nosotros? Con la bomba y todo —dijo Celestine.
—¡Vaya, vaya! Claro que lo pensabais —dijo Holger 1.
—¡Ya basta! —rugió Holger 2—. ¡Bajad inmediatamente, par de parásitos! No voy a permitir que os carguéis nuestra última oportunidad. ¡Ni hablar!
Entonces Celestine sacó unas manillas y se esposó al salpicadero. La que nacía aguerrida, aguerrida moría, qué diablos.
Conducía Holger 1. Celestine iba a su lado en una postura poco natural, pues se había esposado muy fuerte. Luego estaba Nombeko y, en el extremo derecho, Holger 2, a una distancia prudencial de su hermano.
Cuando el camión de las patatas pasó por delante de la casa, Gertrud se asomó al porche y les gritó:
—¡Comprad un poco de comida, que no nos queda nada!
Nombeko se encargó de explicarles a Holger 1 y a Celestine que se trataba de un viaje cuyo propósito era deshacerse de la bomba, pues el azar había dispuesto las circunstancias de tal modo que finalmente podrían establecer contacto con el primer ministro Reinfeldt.
Holger 2 abundó en los detalles y, en ese sentido, declaró que pasaría a su hermano y su asquerosa novia por la máquina plantadora de patatas de ocho surcos si hacían cualquier cosa que no fuera quedarse sentados donde estaban. Y con la boca cerrada.
—La plantadora de ocho surcos ya está vendida —le informó Holger 1.
—Pues compraré otra.
La gala del palacio real empezó a las 18.00 horas. Los invitados serían recibidos en la Sala de Armas interior, para más tarde trasladarse en elegante comitiva a la Sala Mar Blanco, donde se celebraría el banquete.
A Nombeko no le resultó fácil obtener una buena posición para llamar la atención de Hu Jintao. La expectante muchedumbre que se agolpaba fue estrujada suavemente contra los lados del patio, a unos quince metros de la entrada por la que accederían los invitados. ¿Podría siquiera reconocerlo a esa distancia? Él, en cambio, seguro que la reconocía. ¿Cuántos sudafricanos hablaban el chino wu?
Al final, reconocerse mutuamente fue un visto y no visto. Los agentes del cuerpo de seguridad se pusieron alerta en cuanto el presidente Hu y su esposa Liu Yongqing hicieron su aparición. Entonces Nombeko tomó aire y gritó en dialecto wu:
—¡Hola, señor chino! ¡Ha pasado mucho tiempo desde que coincidimos en Sudáfrica!
En apenas cuatro segundos, dos policías de paisano rodearon a Nombeko. Y cuatro segundos más tarde se habían calmado, pues aquella mujer negra no parecía amenazante, sus manos estaban a la vista y no se disponía a arrojar nada contra el presidente. De todas formas, había que sacarla de allí inmediatamente para no correr ningún riesgo.
Un momento, pero… ¿qué estaba pasando?
El presidente se había detenido, había abandonado la alfombra roja y a su esposa y se dirigía hacia la mujer negra. Y… y… ¡sonriéndole! Había veces en que era muy complicado ser policía, no sabías por dónde tirar. A continuación, el chino le dijo algo a la manifestante, porque era una manifestante, ¿o no? Y ella contestó.
Nombeko se percató de la confusión de los polis.
—Señores, tranquilos —les dijo en sueco—. El presidente y yo somos viejos amigos y sólo queremos ponernos un poco al día. —Entonces se volvió hacia Hu—. Creo que tendremos que dejar los recuerdos para otro momento, señor chino. Mejor dicho, señor presidente. ¡Caramba!
—Así es —dijo Hu Jintao con una sonrisa—. Aunque quizá no sin cierto mérito por su parte, señorita Sudáfrica.
—Es usted muy amable, señor presidente. Pero si me permite que vaya al grano, sin duda recordará a aquel estúpido ingeniero de mi país… me refiero al que lo invitó a cenar y a un safari. Ese mismo. Al final no le fue muy bien, pero eso ahora poco importa. Pues bien, resulta que con mi ayuda y la de algunos más consiguió, a pesar de todo, fabricar unas bombas atómicas…
—Ya. Seis, si no recuerdo mal —asintió Hu Jintao.
—Siete —lo corrigió ella—. Por no saber, no sabía ni contar. Metió la séptima en un cuarto secreto y luego podría decirse que la bomba se extravió. O… bueno, de hecho, se extravió entre mi equipaje y acabó en Suecia.
—¿Suecia posee armamento nuclear? —Hu Jintao dio un respingo.
—No, Suecia no. Pero yo sí, y resulta que estoy en Suecia. Por resumirlo de alguna manera.
El chino guardó silencio unos segundos.
—¿Qué quiere que haga? Por cierto, ¿cómo se llama usted?
—Nombeko.
—¿Qué quiere la señorita Nombeko que haga con esa información?
—Bueno, verá, si tuviera la amabilidad de trasladársela al rey, a quien ahora saludará, y si luego él, a su vez, tuviera la amabilidad de transmitírsela al primer ministro, a lo mejor éste sería tan amable de salir a explicarme qué debo hacer con la bomba. No creo que pueda llevarla a una planta de reciclaje.
Hu Jintao ignoraba lo que era una planta de reciclaje (la política ecológica china todavía estaba a años luz de esos lujos occidentales), pero se hizo cargo de la situación. Y comprendió que las circunstancias exigían actuar de inmediato.
—Descuide, señorita, presentaré el caso ante el rey y el primer ministro, e intercederé por usted. Creo que la llamarán enseguida.
Y, sin más, el presidente volvió junto a su sorprendida esposa, que lo esperaba en la alfombra roja, la que conducía a la Sala de Armas donde aguardaban sus majestades.
Todos los invitados habían llegado, el espectáculo había acabado. Los turistas y demás curiosos se desperdigaron en distintas direcciones para disfrutar del resto de aquella preciosa noche de junio de 2007 en Estocolmo. Nombeko se quedó sola, a la espera de algo, aunque no sabía qué.
Pasados veinte minutos, una mujer se le acercó y se presentó en voz baja: era secretaria del primer ministro y debía acompañarla a un rincón discreto del palacio.
A Nombeko le pareció bien, pero explicó que tenía que llevarse el camión que estaba aparcado fuera del patio. La mujer comentó que los pillaba de camino, así que no había problema.
Holger 1 estaba al volante, con Celestine, ya sin esposas, a su lado. La secretaria ocupaba lo suyo, así que empezaban a estar bastante apretados. Nombeko y Holger 2 subieron a la caja del camión.
El trayecto no duró mucho. Primero cogieron Källargrand y luego bajaron por Slottsbacken. Doblaron a la izquierda, se metieron en el aparcamiento y volvieron a subir. Entonces la secretaria pidió al conductor que entrara marcha atrás. Luego la mujer se bajó del vehículo, llamó a una puerta discreta y se esfumó por ella en cuanto se abrió. Entonces salieron, por orden de aparición, el primer ministro, el rey y el presidente Hu Jintao con su intérprete. Al parecer, el mandatario chino había intercedido eficazmente por Nombeko y compañía, pues el personal de seguridad se quedó en el umbral.
Nombeko reconoció al intérprete, aunque habían transcurrido más de veinte años desde su encuentro.
—Bueno, veo que al final no la palmaste —comentó.
—Puede ocurrir en cualquier momento, teniendo en cuenta lo que lleváis ahí —gruñó el intérprete.
Holger 2 y Nombeko invitaron al primer ministro, al rey y al presidente visitante a subir al camión de patatas. El primer ministro no lo dudó ni un segundo: se trataba de ver confirmada la terrible noticia. Y el rey lo siguió. En cambio, el mandatario chino consideró que era un asunto de carácter interno y volvió al palacio, a diferencia de su curioso intérprete, que quería echar un vistazo a la famosa arma nuclear. En el umbral, los escoltas se inquietaron. ¿Para qué demonios tenían que subirse el rey y el primer ministro a un camión de patatas? Aquello no les gustaba nada.
En ese preciso instante se acercó un grupo de turistas chinos que se habían extraviado, lo que los obligó a cerrar de golpe la portezuela trasera del camión, con lo que el intérprete, que iba un poco rezagado, se pilló los dedos por fuera. Nombeko y los demás le oyeron gritar «¡Socorro, me muero!» desde el interior mientras Holger 2 golpeaba el cristal para pedirle a su hermano, todavía al volante, que encendiera la luz de la caja.
Holger 1 lo hizo. Entonces se volvió y ¡descubrió al rey! Y al primer ministro. Pero sobre todo al rey. ¡Dios mío!
—Es el rey, papá —susurró Holger 1 a Ingmar Qvist en el cielo.
Y su padre contestó:
—¡Arranca, hijo mío! ¡Venga, vamos!
Y Holger 1 arrancó.