En Sudáfrica fue liberado un hombre condenado por terrorismo después de veintisiete años de prisión, le concedieron el Premio Nobel de la Paz y fue elegido presidente del país.
En Sjölida, en el mismo período, los acontecimientos fueron menos espectaculares.
Los días se convirtieron en semanas, y éstas en meses. Al verano le sucedió el otoño, luego el invierno y después la primavera.
No apareció ningún agente secreto de una nación extranjera (había uno en el fondo del Báltico, a unos doscientos metros de profundidad, y otro atormentándose sentado a un escritorio en Tel Aviv).
Durante un tiempo, Nombeko y Holger 2 alejaron la bomba y demás miserias de sus preocupaciones. Los paseos por el bosque, la recogida de setas, las excursiones de pesca por la bahía en el bote de remos de Gertrud… todo tenía un efecto calmante.
Además, cuando volvió el buen tiempo, la anciana les dio permiso para cultivar el patatal.
El tractor y las máquinas no eran modernos, pero Nombeko, tras hacer sus cálculos, llegó a la conclusión de que el negocio debería reportar unos beneficios de doscientas veinticinco mil setecientas veintitrés coronas al año. De paso, Holger 1 y Celestine estarían entretenidos y no pensarían en hacer ninguna tontería. Unos pequeños ingresos que complementaran la tranquilidad campestre no harían daño a nadie, ahora que tanto la empresa de almohadas como las diecinueve millones seiscientas mil coronas se habían volatilizado.
Hasta que cayeron las primeras nieves en noviembre de 1995, Nombeko no retomó la sempiterna cuestión del futuro con Holger 2.
—Estamos bastante bien aquí, ¿no crees? —comentó durante uno de sus largos paseos dominicales.
—Sí, aquí estamos muy bien.
—Sólo que es una pena que no existamos realmente.
—Mientras que la bomba sigue existiendo en el granero.
Y entonces pasaron tanto rato valorando las posibilidades de invertir aquellas dos situaciones que acabaron hablando sobre las veces que habían hablado del tema antes. Por muchas vueltas que le dieran, siempre llegaban a la misma conclusión: no podían confiarle la bomba a cualquier consejo municipal, sino que necesitaban contacto directo con las máximas autoridades.
—¿Quieres que vuelva a telefonear al primer ministro? —sugirió Holger 2.
—¿De qué nos serviría?
Ya lo habían intentado tres veces con dos secretarias diferentes y otras dos con un mismo miembro de la corte real; y siempre habían obtenido la misma respuesta. Ni el primer ministro ni el rey recibían a nadie. A lo mejor, el primero lo haría si se detallaba previamente el asunto a tratar en una carta, algo que no tenían pensado hacer.
Nombeko desempolvó la vieja idea de que Holger cursara estudios en nombre de su hermano, para luego buscar un empleo cerca del primer ministro.
Esta vez, la alternativa no era quedarse en el caserón ruinoso hasta que se derrumbara por sí solo, porque había dejado de existir. Se trataba de cultivar patatas en Sjölida. Sin embargo, por agradable que resultara, no se sostenía como proyecto de futuro.
—Pero uno no se convierte en académico de un día para otro —rebatió Holger 2—. Al menos yo no, tú tal vez sí. Tardaría unos años. ¿Estás dispuesta a esperar?
Pues sí. Los años pasaban, Nombeko lo sabía por experiencia. Y por supuesto que tendría en qué matar el tiempo, incluso a partir de ese momento. Por ejemplo, la biblioteca de Norrtälje contenía libros que todavía no había leído. Además, vigilar a los cabecitas locas y a la anciana ya era de por sí un empleo a media jornada. Y luego estaban los patatales, claro, que también exigirían lo suyo.
—Entonces, Económicas o Ciencias Políticas —decidió él.
—O ambas cosas. Yo te ayudaré con mucho gusto. Se me dan bien los números.
Holger 2 se presentó a las pruebas de acceso en primavera. La combinación de inteligencia y entusiasmo le procuró unas notas excelentes, y al otoño siguiente ingresó en las facultades de Económicas y de Ciencias Políticas de la Universidad de Estocolmo. A veces, las clases se impartían a la misma hora, pero entonces Nombeko se colaba y ocupaba el sitio de Holger 2 en Económicas para luego, por la noche, explicarle la clase casi textualmente, con algún que otro comentario acerca de lo que el catedrático Bergman o el profesor adjunto Järegård habían interpretado al revés.
Holger 1 y Celestine echaban una mano con las patatas y viajaban regularmente a Estocolmo para asistir a las reuniones de la Asociación Anarquista. Holger 2 y Nombeko habían dado su aprobación, tras recibir su promesa de que no participarían en actividades públicas. Además, la A.A. era lo bastante anarquista como para no llevar un registro de sus miembros. Holger 1 y Celestine podrían ser todo lo anónimos que requerían las circunstancias.
Ambos disfrutaban tratando con personas de su mismo parecer, pues los anarquistas de Estocolmo estaban descontentos con todo. Había que acabar con el capitalismo, y de paso con la mayoría de los demás ismos. El socialismo. El marxismo, en la medida en que consiguieran dar con él. El fascismo y el darwinismo, pues los consideraban las dos caras de la misma moneda. En cambio, el cubismo podía mantenerse, porque no se regía por ninguna regla. Luego también había que derrocar al rey, por descontado. Algunos miembros propusieron una alternativa: ¡que todo el que quisiera fuera rey! Holger 1 protestó airadamente: ¿acaso no tenían ya bastante con uno solo?
Y, quién lo iba a decir, cuando Holger 1 hablaba, los demás escuchaban. Igual que cuando Celestine contó que durante toda su vida adulta había sido fiel seguidora del partido A la Mierda con Todo, de cosecha propia.
Ambos habían encontrado su lugar en el mundo.
Nombeko decidió que si, por las vueltas de la vida, tenía que dedicarse a cultivar patatas, lo haría en serio. Gertrud y ella se llevaban muy bien. Por mucho que la anciana hubiera refunfuñado por la razón social en sí, en realidad no se mostró contraria a que Nombeko registrara Condesa Virtanen, S.A., a su nombre.
Juntas iniciaron el proceso de compra de los campos que rodeaban sus patatales, para aumentar el volumen de negocio. Gertrud sabía qué agricultores eran los más viejos y hartos. Cogió su bicicleta y fue a visitarlos con una tarta de manzana y un termo de café. Antes de la segunda taza de café el terrenito había cambiado de manos. Luego Nombeko solicitó una tasación de las tierras recién adquiridas, y añadió una casa ficticia y dos ceros al documento de tasación.
De este modo, Condesa Virtanen, S.A., pudo pedir un préstamo de casi diez millones por unas tierras valoradas en ciento treinta mil coronas. Con el dinero, Nombeko y Gertrud compraron más tierras ayudándose de más tarta de manzana y termos de café. Dos años después, Gertrud se había convertido en la mayor patatera de la comarca en cuanto a superficie cultivada, pero con deudas que superaban el volumen de ventas al menos cinco veces.
Así pues, sólo quedaba acelerar la recolección de tubérculos. Gracias al modelo de préstamo de Nombeko, la empresa no tenía problemas de liquidez, pero sí con la maquinaria, que estaba un tanto anticuada y no servía para cumplir con su cometido. Para remediarlo, puso a Gertrud al volante y viajaron a Västerås para visitar la empresa Pontus Widén Maskin, S.A. La anciana llevó las riendas de la conversación con el encargado.
—Buenos días, soy Gertrud Virtanen de Norrtälje, y tengo un patatal, da buen rendimiento y las patatas me las quitan de las manos.
—¿Ah, sí? —dijo el hombre, receloso, preguntándose por qué diantres aquella vieja acudía a él, cuando ninguna de sus máquinas costaba menos de ochocientas mil coronas.
—Tengo entendido que vende maquinaria para el cultivo de la patata —prosiguió Gertrud.
El encargado se temía que aquella visita podía eternizarse; lo mejor sería cortar por lo sano.
—Sí, tengo plantadoras, sembradoras de cuatro, seis y ocho surcos, aporcadores de cuatro surcos y recolectores de uno y dos surcos. Si quiere comprarlo todo para su patatal le haré un precio especial.
—¿Un precio especial? Muy bien. ¿De cuánto estamos hablando?
—De cuatro millones novecientas mil coronas —contestó él con malicia.
Gertrud contó con los dedos mientras el hombre se impacientaba.
—Oiga, señora Virtanen, la verdad es que no tengo tiempo para…
—Entonces póngame dos de cada. ¿Cuál sería el plazo de entrega?
Durante los siguientes seis años, pasaron a la vez muchas y pocas cosas. En el ámbito mundial, Pakistán se unió al exclusivo grupo de potencias nucleares, puesto que necesitaba defenderse de su vecina India, que veinticuatro años atrás había hecho lo mismo para protegerse de Pakistán. La relación que mantenían ambos países era, pues, la que cabía esperar.
En comparación, las cosas estaban muy calmadas en la potencia nuclear sueca.
Holger 1 y Celestine se sentían contentos de estar descontentos. Cada semana aportaban su granito de arena a la causa. Nada de manifestaciones públicas, pero sí acciones clandestinas. Pintaban eslóganes anarquistas con spray en las puertas de los baños públicos, dejaban octavillas en instituciones y museos. El principal mensaje político era que la política era una mierda, pero Holger 1 también se ocupaba de que el rey se llevara lo suyo.
Paralelamente a su antiactividad política, la pareja atendía a sus tareas campesinas con cierta aplicación. Y de paso se sacaban un sueldo mínimo, pues al fin y al cabo necesitaban dinero: los rotuladores, los sprays y las octavillas no eran gratis.
Nombeko intentaba no perder de vista a esos dos chiflados, aunque se cuidaba de no preocupar a Holger 2. Era un estudiante aplicado, entregado y entusiasta. Verlo satisfecho la llenaba de satisfacción también a ella.
Asimismo, era interesante ver revivir a Gertrud después de, esencialmente, haber malgastado su vida, por decirlo de algún modo. Se había quedado embarazada a los dieciocho años a raíz de un primer y último encuentro con un cabrón y su limonada tibia y diluida con aguardiente. Madre soltera, aún se quedó más sola cuando su madre falleció de cáncer y, luego, cuando a su padre, Tapio, una gélida noche de invierno de 1971, se le quedaron atrapados los dedos en el primer cajero automático de Norrtälje. No lo encontraron hasta el día siguiente, ya bien congelado y muerto.
Cultivadora de patatas, madre y abuela, no había visto nada del mundo, pero se había permitido soñar cómo podría haber sido todo si su abuela materna, la noble Anastasia Arapova, no hubiera sido tan poco cristiana como para enviar a Tapio a Helsinki para ella consagrar su vida a Dios.
O comoquiera que hubieran sido las cosas. Nombeko sabía que Gertrud se guardaba mucho de verificar la historia de su padre hasta el final. Porque corría el riesgo de no encontrar nada más allá del patatal.
En cualquier caso, el regreso de su nieta y la presencia de Nombeko habían despertado algo en la anciana. Resplandecía en las cenas, aunque normalmente se guardaba sus pensamientos para sí. Solía cocinar ella: degollaba y guisaba pollos, o echaba redes al lago para pescar lucios y asarlos al horno con rábano picante. Una vez incluso había abatido un faisán de un disparo en el jardín con la escopeta de dos cañones de su padre, sorprendida de que el arma todavía funcionara. Y de dar en el blanco. Además, con tal tino que del faisán sólo quedaron unas cuantas plumas desperdigadas.
La Tierra seguía girando alrededor del sol al compás regular y con los cambios de humor de siempre. Nombeko leía todo lo que caía en sus manos. Y sentía cierto estímulo intelectual cuando presentaba una especie de boletín de noticias cada noche en la cena. Entre los acontecimientos que marcaron aquellos años, cabe mencionar el día que Boris Yeltsin hizo pública su dimisión. En Suecia había adquirido notoriedad por una visita oficial, durante la cual se había mostrado un tanto achispado y había exigido que el país, que no tenía ninguna central térmica de carbón, desmantelara todas sus centrales térmicas de carbón.
Las vicisitudes que rodearon las elecciones presidenciales del país más desarrollado del mundo también fueron dignas de un folletín, a tal punto que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos tardó varias semanas en establecer, por cinco votos a favor y cuatro en contra, que el candidato más votado había perdido. Así, George W. Bush se convirtió en presidente del país, mientras que Al Gore quedó reducido a un mero agitador medioambiental al que ni siquiera los anarquistas de Estocolmo prestaban demasiada atención. Por cierto, luego Bush invadió Iraq para acabar con todas las armas que Sadam Hussein no tenía.
En el apartado de lo anecdótico, destacaba un antiguo culturista austríaco que se convirtió en gobernador de California. Nombeko sintió una punzada en el corazón cuando lo vio posando con su blanca sonrisa ante las cámaras acompañado por su esposa y sus cuatro hijos. Desde luego, el mundo era muy injusto: unos recibían en abundancia, mientras que otros no recibían nada. Y eso que todavía no sabía que el gobernador en cuestión tenía un quinto hijo, éste parido por su ama de llaves.
Sin embargo, en conjunto, fue una época esperanzadora y bastante feliz en Sjölida, mientras el mundo seguía comportándose como siempre.
Y, a todo eso, la bomba seguía donde estaba.
En la primavera de 2004, el sol parecía brillar más que nunca. Holger 2 estaba a punto de finalizar la carrera de Ciencias Políticas al tiempo que se doctoraba en Económicas. Lo que pronto se convirtió en una tesis había empezado en su cabeza a modo de terapia. Llevaba muy mal el riesgo cotidiano de ser corresponsable de la ruina de un país entero. Para sobrellevarlo, había empezado a ver un lado alternativo del asunto y llegado a la conclusión de que, desde una perspectiva estrictamente económica, Suecia y el mundo resurgirían de entre las cenizas. De ahí su tesis doctoral «La bomba atómica como factor de crecimiento. Ventajas dinámicas de una catástrofe nuclear».
Los evidentes perjuicios, que investigó hasta la extenuación, le habían impedido dormir por las noches. Según los expertos, la India y Pakistán podrían acabar con veinte millones de vidas humanas en un enfrentamiento nuclear, incluso antes de que el número total de megatones siquiera hubiera sobrepasado los que él y Nombeko almacenaban. Según las simulaciones informáticas, en pocas semanas habría ascendido tanto humo a la estratosfera que pasarían diez años hasta que el sol consiguiera atravesarla de nuevo. No sólo sobre los dos países enfrentados, sino sobre el mundo entero.
Pero, en este punto, pensaba Holger 2, los mercados conocerían un renacer excepcional. Gracias al aumento de los casos de cáncer de tiroides en un doscientos mil por ciento, el paro se reduciría. Las enormes migraciones de los soleados paraísos vacacionales (que ya no tendrían sol que ofrecer) a las megalópolis propiciarían una mayor distribución de la riqueza. Una larga serie de mercados maduros se tornarían de golpe inmaduros, lo que a su vez crearía una nueva dinámica. Un ejemplo claro era el monopolio de los chinos sobre las placas solares, que de un plumazo carecería de sentido. Gracias a sus esfuerzos combinados, la India y Pakistán también podrían acabar con el galopante efecto invernadero. A fin de neutralizar el enfriamiento de dos o tres grados de la Tierra por efecto de la guerra nuclear entre ambos países, se recurriría a la deforestación y el uso de combustibles fósiles con gran provecho. Estas ideas le mantenían el ánimo a flote.
Al mismo tiempo, Nombeko y Gertrud habían conseguido impulsar el negocio de las patatas. Habían tenido suerte, sin duda, pues Rusia llevaba varios años con malas cosechas. Y encima, una de las celebridades más mediáticas (y, desde luego, más absurdas) de Suecia había proclamado que su nueva y esbelta figura se debía a la dieta SP (Sólo Patatas). La reacción no se hizo esperar: los suecos empezaron a consumir patatas con un ansia desconocida.
De pronto, la antes tremendamente endeudada Condesa Virtanen, S.A., estaba a punto de saldar todas sus deudas. Por su parte, a Holger 2 le faltaban pocas semanas para presentarse a su doble examen y, en virtud de sus excelentes resultados académicos, seguro que podría emprender el camino que acabaría por llevarlo a una entrevista privada con el primer ministro. Por cierto, había cambiado desde la vez anterior: ahora se llamaba Göran Persson, pero se mostraba tan poco dispuesto como sus predecesores a contestar al teléfono.
En resumen: el plan de ocho años estaba a punto de consumarse. Hasta el momento, todo había ido según lo deseado. Y parecía que así seguiría. La sensación de que nada podía ir mal era del mismo calado que la que en su día había experimentado Ingmar Qvist cuando emprendió su viaje a Niza.
Para recibir un buen correctivo a manos de Gustavo V.
El jueves 6 de mayo de 2004, las últimas quinientas octavillas fueron recogidas de la imprenta de Solna. Holger 1 y Celestine pensaron que esta vez sí se habían superado. En el panfleto aparecía una fotografía del rey y una de un lobo. Debajo, el texto establecía un paralelismo entre la población de lobos suecos y las casas reales europeas, y consideraba que ambas adolecían del mismo problema de endogamia. La solución, en el primer caso, podía ser repoblar los bosques con lobos rusos. En el segundo, se proponía el sacrificio. O la deportación generalizada a Rusia. Incluso se ofrecía la opción de un trueque: un lobo ruso por un miembro de una casa real europea.
Cuando los llamaron de la imprenta en Solna, Celestine quiso ir a recoger las octavillas inmediatamente, para poder tapizar ese mismo día el mayor número de instituciones posible. Holger 1 tampoco deseaba esperar, pero objetó que aquel jueves su hermano necesitaba el coche. Celestine restó importancia al obstáculo y declaró:
—No creo que el coche sea más suyo que nuestro, ¿verdad? Venga, cariño. Tenemos todo un mundo que transformar.
Pero resultó que ese mismo jueves 6 de mayo de 2004 también sería el día más importante en la vida Holger 2. La defensa de su tesis doctoral estaba fijada para las once.
Cuando, pasadas las nueve de la mañana, vestido con traje y corbata, se disponía a subir al viejo Toyota de Blomgren, descubrió que el vehículo había desaparecido.
El desgraciado de su hermano se le había adelantado, seguramente acicateado por Celestine. Como en Sjölida no había cobertura, no podía llamarlos y ordenarles que dieran media vuelta de inmediato. Y tampoco pedir un taxi. Había medio kilómetro hasta la carretera, donde llegaba la red telefónica de vez en cuando, dependiendo de su humor. Ir corriendo hasta la universidad quedaba descartado: no podía defender su tesis empapado en sudor. Así que cogió el tractor.
Por fin, a las nueve y veinticinco dio con ellos.
—¿Sí? —contestó Celestine.
—¿Habéis cogido el coche?
—¿Por qué? ¿Eres Holger?
—¡Haz el favor de contestar, maldita sea! ¡Lo necesito ahora mismo! Tengo una reunión muy importante en la ciudad a las once.
—Ya. O sea que tus asuntos son más importantes que los nuestros, ¿verdad?
—No he dicho eso. Pero había reservado el coche. ¡Dad media vuelta inmediatamente, joder! Es urgente.
—¡Vaya, qué malhablado!
Holger 2 reflexionó. Tendría que cambiar de táctica.
—Celestine, guapa, un día de éstos podemos sentarnos a discutir el asunto del coche y quién lo había reservado para hoy. Pero te lo ruego, dad media vuelta y recogedme. Mi compromiso es lo más import…
Entonces ella colgó. Y apagó el móvil.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Holger 1, que conducía.
—Ha dicho «Celestine, guapa, un día de éstos podemos sentarnos a discutir el asunto del coche». Nada más.
Holger 1 se tranquilizó, pues había temido la reacción de su hermano.
Holger 2 permaneció al borde de la carretera más de diez minutos con su traje y su desesperación, intentando que algún coche lo llevara. Pero, claro, para eso tenía que pasar alguno. Cuando cayó en la cuenta de que debería haber llamado un taxi descubrió que su abrigo y su cartera seguían colgados en el vestíbulo de la casa. Con ciento veinte coronas en el bolsillo de la camisa, tomó la decisión de seguir en tractor hasta Norrtälje, y desde allí, en autobús. Probablemente habría sido más rápido dar media vuelta, recoger la cartera, volver a dar media vuelta y llamar un taxi. O aún mejor: primero llamar un taxi y mientras éste venía, ir y volver hasta la casa en el tractor.
Pero Holger 2, por inteligente que fuera, sufría un nivel de estrés que poco tenía que envidiar al del difunto alfarero. Estaba a punto de no llegar a la defensa de su tesis doctoral, tras años de preparativos. Era increíble. Y eso que aquella jornada de locos no había hecho más que empezar.
La única suerte que Holger 2 tuvo aquel día fue cuando cambió el tractor por el bus en Norrtälje. En el penúltimo segundo consiguió bloquear el paso al autobús para poder subirse. El chófer se apeó para cantarle las cuarenta al conductor del tractor, pero se quedó cohibido al ver que el supuesto paleto era un hombre bien peinado y vestido con traje, corbata y zapatos relucientes.
Una vez a bordo, Holger 2 localizó por teléfono al rector, el profesor Berner, y en su disculpa adujo que unas circunstancias particularmente desgraciadas lo obligarían a llegar una media hora tarde.
El profesor refunfuñó que los retrasos no formaban parte de las tradiciones universitarias, pero que intentaría retener a los miembros del tribunal y al público.
Para entonces, Holger 1 y Celestine habían llegado a Estocolmo y recogido las octavillas. Celestine, que era la estratega de la pareja, decidió que el primer objetivo sería el Museo Nacional de Historia Natural, donde había una sección dedicada a Darwin y la teoría de la evolución. Darwin le había robado el concepto the survival of the fittest a un colega para explicar que en la naturaleza sobrevivía el más fuerte, mientras que el débil perecía. Así pues, era un fascista y había que castigarlo, aun ciento veintidós años después de su muerte. Pese a que su octavilla contenía marcados rasgos facistoides. Se trataba de pegar pasquines a escondidas, cuantos más, mejor, y sanseacabó. Por todo el museo. En nombre de la sagrada anarquía.
Y así lo hicieron, sin contratiempos. Trabajaron sin interrupciones, ya que los museos suecos nunca están abarrotados.
El siguiente objetivo fue la Universidad de Estocolmo, muy cerca de allí. Celestine se ocupó de los servicios de mujeres y dejó a su novio los de los hombres, donde los acontecimientos sufrieron un giro inesperado.
—¡Vaya! ¿Ya has llegado? —exclamó el profesor Berner cuando se cruzaron en la puerta del lavabo.
Y entonces se llevó al sorprendido Holger pasillo abajo y lo metió en el aula número 4, mientras Celestine seguía a lo suyo en el servicio de señoras.
De pronto, sin entender lo que ocurría, Holger 1 se encontró subido a un estrado ante un auditorio de al menos cincuenta personas.
El profesor Berner pronunció una pequeña introducción en inglés usando muchas y complicadas palabras. A Holger 1 no le resultó fácil seguirlo, pero entendió que se esperaba de él que hablara acerca de la utilidad de la detonación de un arma nuclear. ¿Y eso por qué?
Bueno, lo haría de buen grado, aunque su inglés dejara mucho que desear. Al fin y al cabo, lo principal no era lo que uno decía, sino lo que opinaba. ¿O no?
Durante la recogida de patatas, había soñado despierto muchas veces y había llegado a la conclusión de que, si la familia real sueca no se retiraba voluntariamente, lo mejor sería trasladarla a la región desierta de Laponia y detonar la bomba allí. De ese modo, casi ningún inocente perecería y el daño sería mínimo. Además, cualquier ascenso de las temperaturas a raíz de la detonación sería de agradecer, pues el frío allí en el norte era horrible.
Barajar estas ideas puede considerarse de por sí un despropósito, pero es que en ese momento, además, Holger 1 se disponía a exponerlas desde un estrado universitario.
La primera oposición vino de un tal profesor Lindkvist, de la Universidad de Linné, en Växjö. A medida que Holger 1 avanzaba en su discurso, se puso a comprobar sus notas. Luego abrió su turno de réplica preguntando si lo que acababa de escuchar era una mera suposición teórica o una especie de introducción a acontecimientos venideros.
¿Introducción? Sí, podría llamarse así. Con la muerte de los miembros de la familia real, nacería y se desarrollaría una república. ¿O a qué se refería el caballero?
El profesor Lindkvist habría querido decir que no entendía de qué iba aquello, pero se limitó a afirmar que le parecía inmoral aniquilar a una casa real entera. Y especialmente por el método defendido por el señor Qvist.
Holger 1 se sintió ofendido. ¡Él no era un asesino! El objetivo era que el rey y sus secuaces abdicaran. Sólo se recurriría al arma nuclear si se negaban, y en tal caso las consecuencias serían imputables única y exclusivamente a la familia real. Pero al advertir que su arenga era recibida con un silencio absoluto por parte del profesor Lindkvist, quien se había quedado literalmente sin habla, decidió enriquecer un poco el debate y planteó una hipótesis alternativa: en lugar de quedarse sin rey, también podría optarse por permitir que lo fuera cualquiera que lo deseara.
—No es algo por lo que yo abogue, pero es una idea interesante —concluyó Holger 1.
Al parecer, el profesor Lindkvist no estaba de acuerdo, porque miró implorante a su colega Berner, quien nunca en su vida se había sentido tan contrariado. Con la defensa de aquella tesis se pretendía ofrecer una especie de muestra de excelencia a los dos invitados de honor presentes entre el público, a saber: el ministro de Educación y Ciencia sueco, Lars Leijonborg, y su homóloga francesa, Valérie Pécresse, que acaba de tomar posesión del cargo. Ambos pretendían implantar un programa de formación común y un diploma binacional. El proyecto había avanzado. Leijonborg se había puesto en contacto personalmente con el profesor Berner para pedirle que les recomendara la defensa de una tesis doctoral a la que él y su homóloga pudieran asistir. El profesor había pensado en su estudiante modélico, Holger Qvist.
Berner se decidió a interrumpir de una vez aquel deplorable espectáculo. Resultaba obvio que se había equivocado de doctorando, y lo mejor era que éste abandonara el estrado. Y luego el aula. Y después la universidad. Y, de ser posible, también el país.
Pero pronunció tal sentencia en un inglés rebuscado, así que Holger 1 no acabó de entenderlo.
—¿Quiere que repita mi argumentación desde el principio? ¿Es eso?
—¡No, por favor! —replicó, asustado, Berner, que en los últimos veinte minutos había envejecido diez años—. Ya basta. Haga el favor de marcharse ahora mismo, se lo ruego.
Y eso hizo Holger 1.
Cuando estaba saliendo, cayó en la cuenta de que acababa de actuar en público, cosa que le había prometido a su hermano que nunca haría. ¿Ahora se enfadaría con él? Bueno, tampoco tenía por qué enterarse…
Una vez en el pasillo, divisó a Celestine. La cogió del brazo y le dijo que lo mejor que podían hacer era cambiar de escenario. Ya se lo explicaría todo por el camino.
Cinco minutos después, Holger 2 entró corriendo por las puertas de la universidad. El profesor Berner acababa de disculparse ante el ministro de Educación sueco, quien, a su vez, hizo lo propio ante su homóloga francesa, que contestó que, visto lo visto, creía que lo más conveniente sería que Suecia recurriera a Burkina Faso si quería un socio a su altura en cuestiones educativas.
Entonces el profesor divisó al maldito Holger Qvist en el pasillo. ¿Acaso creía que bastaba con cambiarse los vaqueros por un traje para que todo se olvidara?
—Lo siento mucho —se disculpó el bien vestido y jadeante Holger 2.
Berner le espetó que eso no importaba. Lo único importante era que desapareciera de allí ipso facto. Y de la manera más permanente posible.
—La defensa ha terminado, Qvist. Váyase a casa. Y reflexione sobre el peligro para nuestra nación que supone su mera existencia.
Holger 2 no obtuvo su doctorado. Y tardó un día entero en comprender lo sucedido y otro más en digerir el alcance de aquella catástrofe. No podía telefonear al profesor para explicarle la verdad: que durante todos esos años había estudiado mediante una suplantación de identidad, y que, caprichos del azar, el suplantado había asomado la cabeza justo el día de la defensa de su tesis. No, no conduciría a nada, salvo a mayores desgracias.
Holger 2 hubiera estrangulado de buen grado a su hermano. Pero no le era posible, pues, cuando tuvo claro lo ocurrido, Holger 1 se encontraba, por suerte para él, en la reunión de los sábados de la A.A. Y cuando esa misma tarde Holger 1 y Celestine volvieron, el estado de ánimo de Holger 2 había mudado en profunda depresión.