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De un agente sorprendido y una condesa que cultivaba patatas.

El agente B llevaba casi tres décadas al servicio del Mossad y de Israel. Había nacido en Nueva York en plena guerra y en su más tierna infancia sus padres se lo habían llevado a Jerusalén, en 1949, tras la fundación del Estado de Israel.

Cuando apenas contaba veinte años, fue enviado al extranjero en su primera misión, que consistió en infiltrarse en los movimientos izquierdistas de la Universidad de Harvard con objeto de detectar y analizar posibles sentimientos antiisraelíes.

Puesto que sus padres se habían criado en Alemania, de donde huyeron para salvar la vida en 1936, el agente B hablaba alemán con fluidez, lo que lo capacitó para operar en la RDA en los años setenta. Vivió y trabajó como alemán oriental casi siete años; entre otras cosas, tuvo que fingir ser seguidor del equipo de fútbol Karl Marx Stadt.

Sin embargo, sólo disimuló durante unos meses. Pronto se convirtió en un forofo tan impenitente como los miles de personas objeto de vigilancia que lo rodeaban. El hecho de que la ciudad y el equipo cambiaran de nombre en cuanto el capitalismo le robó el balón al comunismo no modificó la pasión que, para entonces, sentía por el club. A modo de un discreto y un tanto pueril homenaje a uno de los juveniles más prometedores del equipo, el agente B adoptó el pseudónimo, neutro pero eufónico, de Michael Ballack. El original era bueno con ambas piernas, creativo y con ojo para el juego. Lo aguardaba un futuro brillante. El agente B sentía, en todos los aspectos, afinidad con su alias.

Estaba destinado temporalmente en Copenhague cuando recibió una llamada de su colega A para informarlo de sus pesquisas en los alrededores de Estocolmo. Pero como posteriormente el agente A no dio señales de vida, Tel Aviv lo autorizó a ir en su busca.

La mañana del viernes 15 de agosto se subió a un avión y bajó en el aeropuerto de Arlanda, donde alquiló un coche y salió rumbo a la dirección que A le había dado. El agente B se cuidó mucho de respetar los límites de velocidad, pues no quería arrastrar el nombre del ambidiestro Ballack por el fango.

Una vez en Gnesta, dobló con cautela la esquina de Fredsgatan y se topó con… ¿un cordón policial? Pues sí. Y una barriada reducida a cenizas, un montón de policías, unidades móviles de distintas televisiones y hordas de curiosos.

¿Y qué había allá a lo lejos, sobre un remolque? ¿Acaso era…? No, no podía ser. Imposible. Pero, aun así, ¿no sería…?

—Hola, agente —lo saludó Nombeko tras materializare a su lado—. ¿Todo bien?

Ella ni siquiera se había sorprendido al verlo al otro lado del cordón policial, mirando el remolque con la bomba. ¿Por qué no iba a estar el agente allí justo en ese momento, cuando todo lo demás que no podía suceder había sucedido?

El agente B desvió la mirada de la bomba, se volvió y se encontró con ¡la chica de la limpieza! Primero la caja robada sobre un remolque, y ahora la ladrona. ¿Qué estaba pasando?

Nombeko se sentía extrañamente tranquila. Comprendió que el agente estaba desconcertado y no podía reaccionar. No, claro que no, con al menos cincuenta policías en el lugar y seguramente otros doscientos en la zona, además de la mitad de los medios de comunicación de Suecia.

—Hermosa vista, ¿no cree? —comentó Nombeko, y señaló la caja chamuscada.

El agente B no contestó.

Holger 2 se colocó al lado de Nombeko.

—Holger —se presentó, llevado por una súbita inspiración.

El agente B miró su mano, pero no se la estrechó.

—¿Dónde está mi compañero? —preguntó en cambio, volviéndose hacia Nombeko—. ¿Entre los restos del cajón?

—No. Lo último que he sabido de él era que volaba hacia Tallin. Pero no sé si habrá llegado.

—¿Tallin?

—Si es que ha llegado —insistió Nombeko, e indicó a la joven airada que acercara el coche marcha atrás.

Mientras Holger 2 enganchaba el coche al remolque, Nombeko se disculpó con el israelí. Tenía mucho que hacer y debía irse con sus amigos. Tendrían que esperar al próximo encuentro para charlar un poco. Si es que tenían la mala pata de volver a encontrarse.

—Hasta la vista, agente —se despidió ella, y se sentó en el asiento de atrás, al lado de su número 2.

El agente B no contestó pero, mientras el coche y el remolque se alejaban, se preguntó de nuevo: ¿Tallin?

El agente B seguía en Fredsgatan pensando en lo sucedido, cuando Celestine cogió la carretera hacia el norte desde Gnesta con Holger 1 al lado, y Holger 2 y Nombeko conversando sin parar en el asiento trasero. Se les acababa la gasolina. La joven airada despotricó contra aquel maldito y jodido viejo al que le habían robado el coche y que no se había preocupado de llenar el depósito. Entonces se paró en la primera gasolinera que encontró.

Después de reabastecerse, Holger 1 sustituyó a Celestine al volante; de todos modos, no había más cercas que derribar en un arrebato de cólera. Nombeko celebró el cambio de conductor: las cosas ya estaban bastante mal, con una bomba atómica encima de un remolque sobrecargado y tirado por un coche robado, así que al menos había que procurar que el chófer tuviera carnet.

Holger 1 retomó el camino hacia el norte.

—¿Adónde te diriges, cariño? —le preguntó su novia.

—No lo sé. Nunca lo he sabido.

Ella se quedó pensativa. ¿A lo mejor…? ¿Y si…?

—¿A Norrtälje? —sugirió.

—¿Por qué Norrtälje? —los interrumpió Nombeko.

El tono empleado por Celestine la había alertado acerca de que Norrtälje no era una simple población entre otras.

Celestine explicó que su abuela materna vivía allí. Era una traidora de clase, una persona insoportable. Pero, dadas las circunstancias, seguramente podría aguantar una noche en compañía de la mujer, siempre que los otros también lo hicieran. Por cierto, cultivaba patatas, así que lo mínimo que podría hacer era desenterrar unos cuantos tubérculos y cocinarlos para ellos.

Cuando Nombeko le pidió que les contara más cosas de la anciana, la sorprendió recibir una respuesta larga y relativamente lúcida.

Hacía más de siete años que Celestine no veía a su abuela. Y en ese tiempo no habían hablado nunca. Sin embargo, de niña iba cada verano a aquella casa, la finca Sjölida, y juntas lo habían pasado bien (le costó un tanto pronunciar ese «bien», término ajeno a su visión del mundo). Durante su adolescencia había nacido su interés por la política: comprendió que vivía en una sociedad de ladrones en la que los ricos se hacían cada vez más ricos, mientras que ella sólo se empobrecía, pues su padre le había retirado la paga semanal por negarse a seguir sus designios y los de su madre (por ejemplo, no llamarlos «cerdos capitalistas» durante los desayunos). A los quince años ingresó en el Partido Comunista Marxista-Leninista, cuyos miembros eran conocidos como los Revolucionarios, aunque no supiera qué clase de revolución quería, qué abolir ni a quiénes abatir. Por entonces empezaba a estar condenadamente pasado de moda ser marxista-leninista. La izquierda del 68 y los años setenta había sido sustituida por los conservadores de los años ochenta, que, para colmo, se habían inventado su propio Primero de Mayo, aunque esos gallinas habían elegido el 4 de octubre[1] para celebrarlo.

Ser marginal y ser rebelde le venía como anillo al dedo a Celestine. Era una combinación que representaba todo lo contrario a los valores de su padre, que era director de banco y, por tanto, un asqueroso fascista. Celestine fantaseaba con la idea de que ella y sus camaradas asaltaran el banco con sus banderas rojas y exigiesen no sólo su paga semanal en nombre de Celestine, sino también las pagas semanales retroactivas más intereses desde que se las había retirado.

Pero cuando en una reunión se le ocurrió proponer que la sección local del partido se dirigiera al Banco Comercial de Gnesta por los motivos antes mencionados, primero fue abucheada, luego se mofaron de ella y finalmente la expulsaron. El partido estaba dedicado a la defensa y el apoyo de su camarada Robert Mugabe en Zimbabue. Ya habían conquistado la independencia. Ahora quedaba un último esfuerzo hacia el Estado de partido único. Así las cosas, asaltar bancos suecos en aras de la asignación semanal de una militante no entraba en sus planes. El presidente de la sección local tildó de marimacho a Celestine y la puso de patitas en la calle (por aquel entonces, la homosexualidad era la penúltima tara para los marxistas-leninistas).

A la expulsada y tremendamente airada Celestine no le quedó más remedio que concentrarse en abandonar la educación secundaria con las peores notas posibles en todas las asignaturas. Trabajó activamente para conseguirlo en señal de protesta contra sus padres, de tal modo que, por ejemplo, escribió un breve ensayo de inglés en alemán y en un examen de historia sostuvo que la Edad de Bronce había empezado el 14 de febrero de 1972.

Tras el último día de clase, dejó sus notas finales sobre el escritorio de su padre y acto seguido se despidió anunciando que se mudaba a casa de su abuela Gertrud, en la zona de Roslagen. Sus padres la dejaron, suponiendo que volvería un par de meses después. De todas formas, sus notas, las más bajas de la historia del instituto, no alcanzaban para acceder al bachillerato superior. Ni a ningún otro.

Por entonces, su abuela acababa de cumplir sesenta años y dirigía con gran esfuerzo la explotación de patatas heredada de sus padres. La muchacha contribuía en todo lo que podía, seguía queriendo a la anciana tanto como la había querido en los veranos de su infancia. Hasta que una noche estalló la bomba (si Nombeko le permitía la expresión), cuando su abuela le contó frente a la chimenea que, en realidad, era ¡condesa! Celestine no tenía ni idea. ¡Alta traición!

—¿Por qué? —preguntó Nombeko.

—¿No creerás que soy de las que confraternizan con la clase opresora? —dijo Celestine, y recuperó su proverbial estado de crispación.

—Pero era tu abuela. Y, por lo que tengo entendido, sigue siéndolo, ¿no?

Celestine contestó que Nombeko no entendía nada. Y que no pensaba seguir discutiendo el asunto con ella. En cualquier caso, al día siguiente hizo la maleta y se largó. No tenía adónde ir, así que pasó unas cuantas noches en una sala de calderas. Se manifestó frente al banco de su padre. Conoció a Holger 1, republicano e hijo de un funcionario de bajo rango de Correos al que impulsó una pasión y que murió en la lucha por alcanzar su meta. No podía ser más perfecto. Había sido amor a primera vista.

—¿Y ahora, sin embargo, estás dispuesta a volver con tu abuela? —dijo Nombeko.

—Sí, qué diablos. ¡Si no te gusta, propón algo mejor! Al fin y al cabo, es tu bomba la que llevamos a rastras. Yo, por mi parte, preferiría acercarme a Drottningholm y detonar esa mierda frente al palacio. Al menos moriríamos con un poco de dignidad.

Nombeko señaló que no era imprescindible trasladarse al palacio del rey, que estaba a cuarenta kilómetros de allí, si querían borrar la monarquía y prácticamente todo lo demás del mapa, porque podían arreglarlo a distancia. Pero no era una alternativa óptima. En cambio, aprobaba la idea de ir a casa de su abuela.

—Entonces, a Norrtälje —concluyó, y retomó su conversación con Holger 2.

Holger 2 y Nombeko intentaron eliminar el rastro del grupo para que el agente B no les siguiera la pista, si es que era éste quien los había encontrado, y no a la inversa.

Holger 1 debía dejar inmediatamente su empleo en Bromma. Y no volver a aparecer nunca más por Blackeberg, pues su casa constaba en el registro civil. En resumen, tendría que seguir el ejemplo de su hermano y procurar existir cuanto menos, mejor.

Por su parte, Celestine debía doblegarse y dejar de existir, pero se negó a hacerlo. En otoño volvía a haber elecciones legislativas, y luego, además, un referéndum sobre la adhesión a la Unión Europea. Si carecía de dirección, no recibiría papeletas de voto, y sin papeletas de voto no podría ejercer su derecho ciudadano a votar al inexistente partido A la Mierda con Todo. Por cierto, pensaba votar que sí, pues contaba con que la UE se iría a la mierda, y Suecia no podía ser menos.

Nombeko se dijo que había abandonado un país donde la mayoría de la población no tenía derecho a voto para trasladarse a otro donde algunos no deberían tenerlo. En cualquier caso, al final decidieron que la colérica joven se haría con un apartado de correos en la provincia de Estocolmo, y que cada vez que fuera a vaciarlo se aseguraría de que nadie la estuviera vigilando. La medida podía parecer exagerada, pero hasta entonces todo lo que había podido torcerse lo había hecho.

Decidido esto, no había mucho más que hacer respecto a las pistas más antiguas. Sólo quedaba ponerse en contacto con la policía y solicitar una reunión para tratar el hecho de que un grupo terrorista hubiera reducido Almohadas y Cojines Holger & Holger a cenizas. Más valía prevenir que curar. Sin embargo, de momento eso esperaría.

Nombeko cerró los ojos, dispuesta a descansar un rato.

Hicieron un alto en Norrtälje para comprar comida con la que conquistar a la abuela de Celestine. A Nombeko le parecía innecesario obligarla a salir al patatal.

Luego retomaron el viaje en dirección a Vätö y se metieron por un camino de grava justo al norte de Nysättra.

La abuela de Celestine vivía a doscientos metros del final del camino, y hacía años que no recibía visitas. Así pues, esa noche, cuando oyó y vio entrar en su finca un vehículo desconocido con remolque, agarró la escopeta para cazar alces de su difunto padre y salió al porche.

Cuando todos bajaron del coche, se encontraron con una anciana que, rifle en mano, les soltó que allí no eran bienvenidos ni los ladrones ni los bandidos. Nombeko se sintió aún más cansada.

—Señora —dijo, dando un paso adelante—, si realmente cree que debe disparar, hágalo, pero a las personas, no al remolque.

—¡Hola, abuela! —exclamó la joven airada (por una vez, relativamente alegre).

Cuando vio a su nieta, la anciana dejó el arma y le dio un fuerte abrazo. Luego se presentó como Gertrud y le preguntó quiénes eran sus amigos.

—Amigos es mucho decir —la corrigió ésta.

—Yo me llamo Nombeko. Se nos han complicado un poco las cosas y estaríamos muy agradecidos si nos dejara invitarla a cenar, a cambio tal vez de ofrecernos un sitio donde dormir esta noche.

La anciana reflexionó.

—No sé —dijo al cabo—. Pero si me contáis qué clase de pillos sois y a qué pensabais invitarme a cenar, es posible que lleguemos a un acuerdo. —Y entonces reparó en los dos Holgers—. ¿Y esos dos que se parecen tanto?

—Yo me llamo Holger —dijo Holger 1.

—Yo también —dijo Holger 2.

—Pollo guisado —dijo Nombeko—. ¿Le parece bien?

Pollo guisado fue la contraseña que les abrió las puertas de Sjölida. Gertrud también degollaba de vez en cuando uno de sus pollos, precisamente con el objetivo de guisarlo, pero que te sirvieran el plato sin tanto engorro era mucho mejor.

Mientras Nombeko preparaba la cena, los demás se sentaron alrededor de la mesa de la cocina. Gertrud les dio cerveza casera a todos, incluida Nombeko, que se recuperó un poco.

Celestine le explicó a su abuela la diferencia entre los dos Holgers: uno era su maravilloso novio, y el otro no era nadie. Nombeko comentó que la alegraba que Celestine lo viera así, porque de este modo nunca podría ser otro. Pero cuando llegaron a las razones que los habían llevado a Sjölida, el tiempo que pensaban quedarse y por qué cargaban con un cajón en un remolque, el asunto se complicó. Gertrud endureció su tono y dijo que, si se traían algo sospechoso entre manos, ya podían irse con la música a otra parte. Celestine siempre sería bienvenida, pero no los demás.

—¿Y si lo hablamos durante la cena? —propuso Nombeko.

Dos vasos de cerveza después, el pollo guisado estuvo listo y servido. La anciana, que se había ablandado, se derritió con el primer bocado. En cualquier caso, había llegado el momento de que se lo explicaran todo.

—Que la comida no selle vuestras bocas —dijo.

Nombeko reflexionó sobre la mejor estrategia. Lo más sencillo sería mentir y luego intentar mantener la mentira el mayor tiempo posible. Aunque no sería fácil, con Holger 1 y su colérica novia cerca… ¿Cuánto tardarían en irse de la lengua? ¿Una semana? ¿Un día? ¿Un cuarto de hora? Y la anciana, que probablemente era igual que su nieta en cuanto al temperamento, ¿qué haría entonces? ¿Usaría la escopeta para cazar alces?

Holger 2 miró intranquilo a Nombeko. No estaría pensando en contárselo todo, ¿verdad?

Nombeko le sonrió. Tranquilo, las cosas se arreglarían. Desde un punto de vista estadístico, las probabilidades eran bastante favorables, teniendo en cuenta que hasta entonces todo lo demás se había ido al infierno. Hasta el punto de que ahora mismo se encontraban en él.

—Bueno, ¿qué? —dijo Gertrud.

Nombeko le preguntó si estaba dispuesta a alcanzar un pequeño acuerdo comercial.

—Le contaré nuestra historia de pe a pa, tal cual. Creo que es muy probable que luego usted nos eche, aunque nos gustaría quedarnos un poco más. Así pues, a cambio de mi sinceridad le propongo que nos deje quedarnos al menos esta noche. ¿Qué me dice? Por cierto, sírvase más pollo, por favor. ¿Quiere que le llene el vaso?

Gertrud asintió con la cabeza. Y dijo que accedería al trato, siempre y cuando le prometieran atenerse a la verdad. Nada de mentiras.

—Nada de mentiras —prometió Nombeko—. Vamos allá.

Y empezó a contar. Le ofreció la versión abreviada de toda la historia, desde Pelindaba en adelante. Más el relato de cómo Holger y Holger se convirtieron en Holger & Holger. Y luego el de la bomba atómica, originalmente destinada a proteger Sudáfrica contra los comunistas, posteriormente asignada a Jerusalén para protegerse de todos los árabes malvados, y finalmente aparecida en Suecia como defensa de nada en absoluto (a noruegos, daneses y finlandeses no se los considera lo suficientemente malvados), en un almacén de Gnesta, que por desgracia había sido pasto de las llamas. Y ahora, desafortunadamente, la bomba se encontraba en el remolque que estaba aparcado fuera, y ellos necesitaba un lugar donde vivir, a la espera de que el primer ministro mostrara suficiente sentido común para ponerse al teléfono de una vez. La policía no los perseguía, aunque no les faltaban motivos para hacerlo. En cambio, en su periplo habían tenido la mala suerte de ganarse la enemistad de un servicio de inteligencia extranjero.

Cuando hubo terminado su relato, todos aguardaron en vilo el veredicto de la anfitriona.

—Bueno —dijo tras reflexionar un rato—. No podéis dejar la bomba delante de mi puerta, así que haced el favor de trasladarla al camión de las patatas. Está aparcado detrás de la casa. Después metedlo todo en el granero, para que ninguno de nosotros resulte herido si explota.

—Bueno, eso no serviría de mucho… —terció Holger 1.

—Has estado maravillosamente callado desde que hemos llegado —lo interrumpió Nombeko—. Sigue así, ¿quieres?

Gertrud ignoraba lo que era un servicio de inteligencia, pero por el nombre parecía algo digno de confianza. Y puesto que la policía no les pisaba los talones, decidió que podían quedarse un tiempo, a cambio de un pollo guisado de vez en cuando. O de conejo al horno.

Nombeko le prometió que le prepararía un pollo y un conejo cada semana si les dejaba quedarse. Holger 2, que, a diferencia de su gemelo, no tenía prohibido hablar, pensó que debía desviar la conversación antes de que la anciana cambiara de parecer.

—¿Puedo preguntarle a la señora cuál es su historia?

—¿Mi historia? —repuso Gertrud—. Bueno, veamos…

Gertrud les empezó a contar que era noble, una condesa, nieta del barón, mariscal y héroe nacional finlandés, Carl Gustaf Emil Mannerheim.

—¡Uf! —soltó Holger 1.

—Tu principal misión esta noche es cerrar el pico —le recordó su hermano—. Prosiga, Gertrud, por favor.

Bueno, Gustaf Mannerheim se trasladó a Rusia muy pronto, donde juró fidelidad eterna al zar. Cumplió de manera irreprochable la promesa, hasta que se tornó irrelevante cuando los bolcheviques, en julio de 1918, asesinaron al zar y al resto de su familia.

—Bien hecho —murmuró Holger 1.

—¡He dicho que silencio! —refunfuñó su hermano—. Prosiga, Gertrud.

Bueno, en resumidas cuentas, Gustaf hizo una brillante carrera militar. Y no sólo eso: fue y volvió de China a lomos de un caballo como espía del zar, abatió tigres con fauces tan enormes que podrían haberse tragado a un hombre entero, conoció al Dalái lama y fue nombrado comandante de todo un regimiento. Sin embargo, en los asuntos del corazón no fue tan afortunado. Se casó con una hermosa mujer serbo-rusa de alta alcurnia, con quien tuvo dos hijas. También tuvo, poco antes del cambio de siglo, un hijo, aunque fue declarado muerto durante el parto. Cuando a raíz de ello la esposa de Gustaf se convirtió al catolicismo y se marchó a Inglaterra para ingresar en un convento, las posibilidades de volver a tener hijos con ella disminuyeron drásticamente.

Gustaf se deprimió y, a fin de disipar su ánimo sombrío, se fue a la guerra ruso-japonesa, donde, como cabía esperar, se convirtió en un héroe y fue condecorado con la cruz de San Jorge por su extraordinario valor en el campo de batalla.

Sólo Gertrud sabía que aquel niño nacido muerto no lo estaba, ni mucho menos. Fue una mentira que la futura monja le coló a su esposo, que siempre estaba ausente. El bebé fue enviado a Helsinki, donde lo dejaron frente a un orfanato con una cinta alrededor de la muñeca con su nombre.

—¿Cedomir? —preguntó, llegado el momento, el padre adoptivo—. ¡Ni hablar! Se llamará Tapio.

Tapio Mannerheim, ahora Virtanen, no heredó el coraje de su padre biológico, pero su padre adoptivo le enseñó los secretos de su profesión, que consistía en falsificar letras de cambio. A los diecisiete años, el joven Tapio casi era ya un maestro en el arte de la falsificación. Tiempo después, cuando padre e hijo adoptivo habían timado ya a media Helsinki, advirtieron que el apellido Virtanen había adquirido muy mala reputación y ya no daba para más. Entonces Tapio, que ya conocía sus orígenes nobles, decidió volver a ser un Mannerheim por razones comerciales. Los negocios empezaron a ir como nunca, hasta que Gustaf Mannerheim regresó a su hogar tras un viaje a Asia, donde había estado cazando fieras con el rey del Nepal. Lo primero de lo que se enteró fue de que un falso Mannerheim había timado al banco del que él mismo era presidente.

Una cosa llevó a la otra, y el padre adoptivo acabó arrestado, mientras que Tapio consiguió escapar a la zona costera de Roslagen, en Suecia, vía Åland. Una vez allí, recuperó el apellido Virtanen, salvo para los trabajos con letras de cambio suecas, en los que Mannerheim sonaba mejor.

Contrajo matrimonio con cuatro mujeres en poco tiempo: las tres primeras se casaron con un conde y se divorciaron de un patán, mientras que la cuarta conocía desde el principio la verdad sobre Tapio Virtanen. Fue ella quien lo convenció de que dejara el chanchullo de las letras de cambio antes de que le pasara lo mismo que en Finlandia.

Con los recursos obtenidos fraudulentamente, el matrimonio Virtanen adquirió una pequeña granja, Sjölida, al norte de Norrtälje, con tres hectáreas de patatales, dos vacas y cuarenta gallinas. La señora Virtanen se quedó embarazada y en 1927 dio a luz a su hija Gertrud.

Pasaron los años, estalló otra guerra mundial y, como era habitual, Gustaf Mannerheim obtuvo grandes éxitos en todo lo que se propuso (salvo en el amor), volvió a convertirse en un héroe nacional y, con el tiempo, también en mariscal de Finlandia y presidente del país. Y en un sello norteamericano. Mientras, su hijo desconocido labraba con cierta distinción un patatal sueco. Al crecer, Gertrud corrió más o menos la misma suerte que su abuelo paterno en el amor: cuando tenía dieciocho años, en las fiestas de Norrtälje, fue seducida por un tipo que trabajaba en una gasolinera con ayuda de aguardiente y limonada, y se quedó embarazada detrás de un rododendro. El romanticismo se agotó en menos de dos minutos. Luego el individuo se sacudió la tierra de las rodillas, dijo que tenía prisa y que no podía perder el último autobús y dio por finalizada la velada con un «Ya nos veremos».

Ni volvieron a verse ni coincidieron por casualidad. Pero, nueve meses después, Gertrud dio a luz a una hija ilegítima mientras su madre sucumbía a un cáncer. En la finca Sjölida quedaron Tapio, Gertrud y la recién nacida, Kristina. Padre e hija siguieron trabajando duramente en los campos de patatas mientras la pequeña crecía. Cuando estaba a punto de empezar el instituto de bachillerato de Norrtälje, su madre la previno contra todos los hombres desaprensivos, y poco después Kristina conoció a Gunnar, que resultó ser todo menos eso. Se emparejaron, se casaron y tuvieron a la pequeña Celestine. Más tarde, Gunnar fue nombrado director de banco, ¿quién lo iba a decir?

—¡Sí, qué asco! —soltó la joven colérica.

—Tú cierra el pico también —le soltó Holger 2, pero en un tono más dulce, para que Gertrud no perdiera el hilo.

—Supongo que mi vida no siempre ha sido divertida —resumió la anciana, y apuró su cerveza—. Pero tengo a Celestine. Es maravilloso que hayas vuelto, cariño mío.

Nombeko, que en los últimos siete años había devorado los libros de una biblioteca entera, sabía lo suficiente sobre la historia de Finlandia y del mariscal Mannerheim como para constatar que el relato de Gertrud tenía sus puntos débiles. No dejaba de ser cuestionable que la hija de un hombre a quien se le había ocurrido que era hijo de un barón pudiera convertirse en condesa.

—¡Caramba! ¡Estamos cenando con una condesa! —exclamó de todas formas.

La condesa Virtanen se ruborizó y fue a la despensa por más bebida. Holger 2 se dio cuenta de que su gemelo estaba a punto de arremeter contra los orígenes de la anciana. Por eso se le anticipó y le ordenó que cerrara el pico más que nunca. No era cuestión de genealogía, sino de conseguir alojamiento.

Los patatales de Gertrud estaban en barbecho desde que se había jubilado, un par de años antes. Disponía de un pequeño camión, el de las patatas, con el que se trasladaba a Norrtälje una vez al mes para avituallarse, y que durante el resto del tiempo quedaba aparcado detrás de la casa. Decidieron transformarlo en un almacén nuclear temporal y lo metieron en el granero, a ciento cincuenta metros de la casa. Por si acaso, Nombeko confiscó las llaves. En cuanto a las compras, las realizarían con el Toyota que el matrimonio Blomgren les había prestado por un tiempo indefinido. Gertrud ya no tendría por qué abandonar su Sjölida, lo que le venía muy bien.

La casa era espaciosa. Holger 1 y Celestine ocuparon una habitación al lado de la de Gertrud, en el primer piso, mientras que Holger 2 y Nombeko se alojaron junto a la cocina, en la planta baja.

Estos últimos habían mantenido enseguida una conversación muy seria con el gemelo y Celestine. Nada de manifestaciones, nada de ideas de cambiar la caja de sitio. En resumen, nada de tonterías. Si no, pondrían en peligro la vida de todos, incluida la de Gertrud.

Holger 2 convenció a su hermano para que le prometiera que no se entregaría a actividades subversivas, ni intentaría acercarse a la bomba. Holger 1 replicó que su hermano debería reflexionar sobre lo que le diría a su padre el día que se reencontraran en el cielo.

—¿Cómo te suena esto?: «Gracias por haberme destrozado la vida» —repuso Holger 2.

El martes siguiente llegó la hora de reunirse con la policía de Estocolmo. Holger 2 había solicitado una entrevista personalmente. Intuía que le plantearían preguntas acerca de unos posibles inquilinos del caserón medio en ruinas, como parte de la investigación sobre la identidad de los terroristas, que no habían existido y aún menos perecido entre las llamas.

La solución fue urdir una historia creíble y dejar que la joven airada lo acompañara. Era una apuesta arriesgada, pero Nombeko le explicó repetidas veces a Celestine la desgracia que se abatiría sobre el grupo si no se atenía a lo decidido. La joven prometió que durante la conversación no llamaría a los jodidos polis lo que eran.

Holger 2 se presentó como su hermano, acompañado por la única empleada de Holger & Holger, la joven Celestine.

—Buenos días, Celestine —saludó el oficial de policía, y le tendió la mano.

Ella se la estrechó, contestando una especie de «grmpf», puesto que es imposible hablar y morderse el labio al mismo tiempo.

El oficial dijo que lamentaba que la empresa hubiera sido pasto de las llamas, almacén incluido. Ahora, como bien sabría el señor Qvist, el balón estaba en el tejado de las compañías de seguros. También lamentaba que la señorita Celestine se hubiera quedado sin empleo.

La investigación todavía estaba en mantillas; por ejemplo, no tenían nada acerca de la identidad de los terroristas. Al principio habían creído que los encontrarían entre los restos carbonizados del inmueble, pero lo único que habían hallado era un túnel secreto por el que posiblemente habían huido. Todo resultaba bastante confuso, pues el helicóptero del Grupo de Operaciones Especiales había realizado un aterrizaje forzoso justo en la salida del túnel.

Sin embargo, una funcionaria del ayuntamiento había declarado que en aquel caserón a medio derruir vivía gente. ¿Qué tenía que declarar el señor Qvist al respecto?

Holger 2 parecía consternado, como habían decidido. Holger & Holger, S.A., sólo había tenido a una empleada en el almacén, Celestine, como ya había quedado dicho, que se encargaba del stock, la administración y de tareas ocasionales, mientras que él, en sus ratos libres, se ocupaba de la distribución. Por lo demás, como tal vez el oficial ya sabía, trabajaba para Helikoptertaxi, S.A., en Bromma, aunque había dejado el empleo tras un desgraciado accidente. A Holger le costaba creer que alguien hubiera vivido en aquella casucha.

Entonces, la joven airada empezó a llorar, según lo planeado.

—Querida Celestine —dijo Holger—. ¿Quieres contarnos algo?

Entre sollozos, al final logró decir que se había peleado con sus padres (lo cual era cierto), y que por esa razón se había instalado un tiempo en uno de aquellos pisos miserables, sin pedirle permiso a Holger (lo que, en cierto modo, también era cierto).

—Y ahora iré a la cárcel —sollozó.

Holger 2 consoló a la chica y dijo que eso había sido una tontería, pues ahora él acababa de mentirle al señor policía de manera involuntaria, pero seguramente no había razón alguna para creer que fuera a acabar en prisión. ¿O no, señor oficial?

El policía carraspeó y afirmó que en realidad no estaba permitido instalarse temporalmente en terreno industrial, pero que eso tenía muy poco que ver con la investigación de terrorismo en curso, por no decir nada. En resumen, la señorita Celestine podía dejar de llorar, nadie se enteraría de lo que había hecho. Aquí tenía la señorita un pañuelo, si quería.

La joven airada se sonó mientras pensaba que ese poli, aparte de todo lo demás, también era un corrupto, ¿o acaso no había que tomar medidas contra los infractores sí o sí? Pero no dijo nada.

Holger 2 añadió que, ahora que la empresa de almohadas había sido desmantelada por completo, el asunto de los posibles inquilinos no oficiales carecía de interés. ¿Podría decirse que ya estaba todo aclarado?

Sí. El oficial no tenía nada que añadir. Y les dio las gracias por haberse molestado en desplazarse hasta allí.

Holger le devolvió las gracias y Celestine emitió un nuevo «grmpf».

Tras una agresión en la plaza de Sergel, un salto sin paracaídas desde una altura de seiscientos metros, el asesinato de un hombre que acababa de fallecer, huir de la policía y haber evitado que una bomba atómica ardiera en la hoguera, los nuevos huéspedes de Sjölida necesitaban un poco de tranquilidad. Mientras tanto, el agente B obraba para procurarles todo lo contrario.

Hacía unos días, había permitido que Nombeko y sus compinches se llevaran la bomba de Fredsgatan en un remolque. No porque quisiera, sino porque no había tenido alternativa. Un agente del servicio de inteligencia israelí metido en una pelea por una bomba atómica en plena calle de Suecia con cincuenta agentes de policía como testigos…, sin duda, no es la mejor manera de servir al país.

Sin embargo, la situación no era ni mucho menos desesperada. Ahora el agente sabía que la bomba y Nombeko Mayeki seguían juntas. En Suecia. Era tan evidente como incomprensible. ¿Qué había estado haciendo en los últimos siete años? ¿Dónde se encontraba ahora? ¿Y por qué?

El agente B se registró en un hotel de Estocolmo con el nombre de Michael Ballack para reflexionar y analizar la situación.

El jueves anterior había recibido el siguiente mensaje encriptado de su compañero, el agente A: había localizado a Holger Qvist (reconocido gracias a la tele), el cual lo llevaría directamente a Nombeko Mayeki, la maldita chica de la limpieza que los había engañado no una, sino dos veces. Desde entonces no había sabido nada más de su colega. Y ahora no contestaba a los mensajes. Era lógico pensar, pues, que había muerto.

Sin embargo, antes había dejado un montón de pistas que el agente B podría seguir. Como, por ejemplo, las coordenadas del lugar donde deberían encontrarse la chica y la bomba. Y la dirección del supuesto piso de Holger Qvist en un sitio llamado Blackeberg. Y su lugar de trabajo en Bromma. En el sistema sueco nada parecía confidencial, ¡el sueño de cualquier agente secreto!

El agente B había empezado por visitar Fredsgatan 5, que ya no existía, pues el inmueble había quedado reducido a cenizas la noche anterior. Sin duda, alguien había sacado la bomba de entre las llamas en el último momento, ya que la había visto cargada en un remolque con la caja chamuscada, justo al otro lado del cordón policial. ¡Qué visión tan irreal! Más irreal aún fue cuando la chica de la limpieza había aparecido a su lado, lo había saludado despreocupadamente y había desaparecido del lugar con la bomba.

Él se había apresurado a largarse también. Después, había comprado y descifrado no sin dificultad las páginas de un par de diarios suecos. Quien sabe alemán e inglés puede entender una palabra aquí y otra allá, y llegar a un par de conclusiones. En la Biblioteca Real también tuvo acceso a algunos artículos en inglés.

Por lo visto, el fuego se había iniciado durante un enfrentamiento con unos terroristas. Pero la terrorista al mando, Nombeko, estaba allí, tan tranquila, al otro lado del cordón policial. ¿Por qué no la habían detenido? La policía sueca no podía ser tan incompetente como para primero sacar una caja de ochocientos kilos de entre las llamas, luego olvidarse de averiguar lo que contenía y, acto seguido, permitir que alguien se la llevara. ¿O sí?

¿Y su colega A? Seguramente había quedado atrapado en el incendio, claro. Otra cosa era imposible. A no ser que hubiera llegado a Tallin. Y en ese caso, ¿qué hacía allá abajo? ¿Y cómo es que la chica de la limpieza estaba al corriente de ello?

El hombre que la acompañaba se había presentado como Holger. Es decir, el mismo al que el agente A había tenido bajo control el día antes. ¿Habría conseguido ese tal Holger reducir a su colega para luego enviarlo a Tallin?

No. El agente A había muerto, no podía ser de otra manera. La chica los había engañado tres veces. Lástima que, a cambio, sólo pudiera morir una vez.

El agente B tenía mucho trabajo por delante. Por un lado, estaban las pistas que A le había dejado; por el otro, sus propias pistas; por ejemplo, el número de matrícula del remolque con el que se habían llevado la bomba. Pertenecía a un tal Harry Blomgren, que vivía cerca de Gnesta. El agente decidió hacerle una visita.

El inglés de Harry y Margareta Blomgren era muy deficiente, y su alemán, insignificantemente mejor. Pero, por lo que el agente B pudo entender, estaban tratando de convencerlo de que los indemnizara por una cerca destrozada y un coche con remolque robado. Creían que representaba a la chica de la limpieza.

Al final, se vio obligado a sacar la pistola para reconducir el interrogatorio.

Por lo visto, la chica había atravesado la cerca con el remolque y los había obligado a alojarla por la noche. El agente no consiguió sacar en claro lo que había sucedido a partir de entonces. Los conocimientos lingüísticos del matrimonio eran tan lamentables que llegaron a decir algo así como que alguien había intentado morderles el cuello.

Bueno, la única implicación del matrimonio en el asunto era haber tenido la desgracia de interponerse en el camino de la chica de la limpieza. Si les pegaba un tiro en la frente a ambos sólo sería porque no le caían bien. Pero B nunca había sentido placer matando por razones espurias. De modo que decidió disparar contra los dos cerdos de porcelana que la señora Blomgren tenía sobre la chimenea, para luego explicar al matrimonio que correrían la misma suerte si no olvidaban de inmediato su visita. Los cerdos habían costado cuarenta coronas cada uno; verlos hechos añicos fue una dura prueba para los cónyuges. Sin embargo, la sola idea de morir y separarse eternamente de los casi tres millones de coronas que habían conseguido ahorrar con los años era incluso peor. Por eso asintieron con la cabeza y prometieron con la mano en el corazón que siempre mantendrían la boca cerrada sobre los sucesos vividos.

El agente siguió con su misión. Resultó que Holger Qvist era el único propietario de una empresa llamada Holger & Holger, S.A., con sede en Fredsgatan 5. Una empresa ahora reducida a cenizas. ¿Terroristas? ¡Ah, ya! Por supuesto, esa maldita chica de la limpieza no sólo había engañado al Mossad, sino también al Grupo Especial de Operaciones sueco. Era una mujer sumamente irritante y a su vez una digna adversaria.

Además, Qvist seguía empadronado en Blackeberg. El agente B estuvo vigilando su piso tres días y tres noches seguidos. No se encendieron ni se apagaron las luces. Por el buzón de la puerta divisó una pila de publicidad sin recoger. Qvist no estaba en casa, no lo había estado desde el día en que de pronto había sucedido algo.

Aun a riesgo de levantar sospechas con sus indagaciones, el agente B se dirigió a la empresa Helikoptertaxi, S.A., donde se presentó como el periodista Michael Ballack, del periódico alemán Stern, y preguntó si el señor Qvist estaría disponible para una entrevista.

No, Qvist se había despedido tras haber sufrido una grave agresión días atrás. ¿Acaso el señor Ballack no estaba al corriente del suceso?

¿Que dónde se encontraba ahora? A saber. Tal vez en los alrededores de Gnesta, donde tenía una empresa de almohadas; no trabajaba en ella pero, por lo que había entendido el propietario de Helikoptertaxi, siempre tenía asuntos que atender allí. Además, su novia vivía en aquel sitio, ¿o no?

—¿Su novia? ¿Sabe, señor director, cómo se llama?

No, el director no lo sabía. ¿Tal vez Celestine? En cualquier caso, tenía un nombre poco corriente.

Resultó que había veinticuatro Celestines registradas en Suecia. Pero sólo una de ellas, Celestine Hedlund, había pasado una temporada en Fredsgatan 5, en Gnesta, hasta hacía unos días.

—Me pregunto si no habrás sido tú la que conducía un Toyota Corolla rojo con remolque, Celestine —dijo el agente, hablando solo—. Con Nombeko Mayeki y Holger Qvist en el asiento de atrás. Y un hombre no identificado al lado.

La pista Celestine se ramificó inmediatamente en cuatro direcciones. Ahora estaba domiciliada en un apartado postal de Estocolmo. Antes, en Fredsgatan. Antes, en casa de una tal Gertrud Virtanen, a las afueras de Norrtälje. Y antes aún, en lo que se suponía que era la casa paterna en Gnesta. Era plausible suponer, pues, que tarde o temprano se acercaría a alguna de esas cuatro direcciones.

Desde un punto de vista de vigilancia, la menos interesante era, por supuesto, la que se había transformado en un montón de cenizas. La más interesante, el apartado de correos. Luego, de más a menos: la casa de sus padres y la de Gertrud Virtanen.

Tras interrogar a Celestine, Nombeko se había enterado de que la chica había estado empadronada durante un breve período en Sjölida. Era inquietante, aunque también poco probable que el agente que los perseguía conociera su existencia.

La refugiada sudafricana ilegal no había sido especialmente afortunada en la vida, desde el día en que fue atropellada por un ingeniero ebrio en Johannesburgo. Sin embargo, nunca imaginaría la suerte que estaba teniendo en ese preciso instante.

Pues sucedió que el agente B primero vigiló el apartado de correos en Estocolmo durante una semana, luego la casa de los padres de Celestine, durante el mismo tiempo. En ambos casos, en vano. Y cuando se disponía a concentrarse en la pista menos probable, la que se hallaba a las afueras de Norrtälje, su jefe en Tel Aviv se hartó. Su superior le dijo que el caso se había convertido casi en una vendetta personal, y que las actividades del Mossad debían guiarse por criterios mucho más racionales. ¿No pretendería hacerle creer que un ladrón de armas nucleares intentaba presionarlos con una bomba desde un bosque sueco? El agente debía volver a casa. Ahora. No, nada de muy pronto. Ahora mismo.