Todos miraron al alfarero y luego a Nombeko, excepto el alfarero, que seguía mirando al frente.
Nombeko comprendió que, en el mejor de los casos, su aspiración de llevar una vida normal junto a Holger 2 quedaba aplazada, si no suspendida para siempre. Ahora, lo importante era tomar medidas inmediatas. Lamentarse por lo que tal vez nunca sucedería debía quedar pospuesto a un hipotético futuro.
Les explicó a sus compañeros que en ese momento había al menos dos razones de peso para entretener a la policía. Una era el riesgo de que optaran por abrirse paso a la fuerza a través de la pared sur del almacén y llegaran a la bomba mediante un taladro o un soplete.
—Menuda sorpresa se llevarían —comentó Holger 2.
—No; simplemente morirían, nosotros y ellos —replicó Nombeko—. Y la segunda razón es que tenemos un cadáver sentado en una silla.
—Hablando del alfarero —dijo Holger 2—, ¿no construyó un túnel por donde escapar de la CIA?
—No entiendo por qué no se ha escapado, en lugar de sentarse y morirse —observó Holger 1.
Nombeko felicitó a Holger 2 por acordarse del túnel y a su gemelo le respondió que algún día lo entendería. A continuación, se impuso la tarea de encontrar el túnel, si es que existía, ver adónde conducía, si es que conducía a alguna parte, y, sobre todo, averiguar si era lo bastante amplio para la bomba. Y corría prisa, pues los de allí fuera podían espabilar en cualquier momento.
—¡Dentro de cinco minutos iniciaremos el asalto! —vociferó la policía por el megáfono.
Sin duda, cinco minutos eran muy pocos para:
1) localizar un túnel artesanal,
2) averiguar adónde conducía,
3) procurar, con raíles, cuerdas e imaginación, que la bomba los acompañara en su huida.
Si es que cabía. En un túnel que tal vez ni existía.
Por su parte, la joven airada habría sentido algo parecido a la culpa si hubiera sido capaz de sentir algo así. Cuando telefoneó a la policía, había hablado con chulería, pero ahora se le ocurrió que podían sacar partido de sus bravuconadas.
—Creo que sé cómo ganar tiempo —declaró.
Nombeko le sugirió que desembuchara rápidamente, pues la policía iba a empezar a taladrar al cabo de cuatro minutos y medio.
Bueno, reconocía que había estado un poco exaltada en su llamada, dijo Celestine, aunque habían sido ellos los que la habían provocado al soltarle «Policía» de buenas a primeras.
Nombeko le pidió que fuera al grano.
Al grano, vale. El caso era que, si el grupo llevaba a la práctica la amenaza que ella había espetado por teléfono, los cerdos de allí fuera se desinflarían. Eso seguro. Por supuesto, se trababa de un acto… ¿cómo decirlo?, poco ético, sí, pero el alfarero seguramente no tendría nada que objetar. Y les explicó su idea. ¿Qué pensaban?
—Quedan cuatro minutos —constató Nombeko—. Holger, tú lo coges por las piernas, y tú, Holger, por la cabeza. Yo ayudaré por el tronco.
Justo cuando Holger y Holger acababan de coger, cada uno por un extremo, al ex alfarero de noventa y cinco kilos, sonó el móvil de empresa de Holger 1. El jefe tenía que darle una mala noticia: habían robado un helicóptero. Había ocurrido poco después de que Holger se fuera a casa, de lo contrario sin duda habría evitado el robo. ¿Podría quizá encargarse de la denuncia ante la policía y las compañías de seguros? ¿No? Ah, ¿estaba ayudando a un amigo con la mudanza? Bueno, pero que no cargara demasiado peso, no fuera a lastimarse.
El oficial al mando del operativo decidió abrir una brecha de entrada en el inmueble con un soldador por la pared de chapa del lado sur. La amenaza recibida telefónicamente era preocupante, se trataba sin duda de un asunto serio, y ni siquiera sabían quién o quiénes se escondían allí dentro. La manera más sencilla de introducirse en el edificio habría sido, naturalmente, retirar el camión que bloqueaba el acceso con la ayuda de una excavadora. Pero el vehículo podía ser una trampa, lo mismo que las ventanas del inmueble. De ahí la decisión de atravesar la pared, que con aquel soplete se abriría como el Mar Rojo.
—¡Soplete, Björkman! —ordenó el oficial.
En ese instante, los policías vislumbraron la silueta de un hombre tras una de las desvencijadas ventanas de la buhardilla del edificio. Aunque apenas se lo veía, desde luego sí se lo oyó:
—¡Nunca nos atraparéis, cabrones! ¡Si entráis por la fuerza, saltaremos uno tras otro! ¿Lo habéis oído, esbirros del demonio? —gritó Holger 2 en su tono más fiero y desesperado.
El oficial detuvo a Björkman. ¿Quién vociferaba allí arriba? ¿Qué pretendía?
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis? —preguntó el oficial por el megáfono.
—¡Nunca nos atraparéis! —repitió la voz.
Y entonces, un hombre se adelantó tambaleándose hasta el borde del tejado. ¿Pensaba saltar? ¿Saltar y matarse sólo para…?
¡Joder!
El hombre miraba el asfalto con despreocupación, como si estuviera decidido a hacer lo que estaba haciendo. No emitió ni un solo sonido y se dejó caer como un pedrusco. Aterrizó de cabeza. Se oyó un crac y un ruido sordo. Y salpicó sangre por todas partes. Imposible que hubiera sobrevivido.
La acción policial se interrumpió.
—¡Joder! —exclamó el agente del soplete.
—¿Qué hacemos ahora, jefe? —preguntó otro.
—Operación suspendida —decidió el oficial—. Llamemos al Grupo de Operaciones Especiales de Estocolmo y que se apañen ellos.
El alfarero americano sólo tenía cincuenta y dos años, y sin duda lo hostigaban los recuerdos de la guerra de Vietnam, además de una cohorte de perseguidores imaginarios. Pero desde que Nombeko y las hermanas chinas habían entrado en su vida, las cosas le iban mejor. Casi había superado su angustia paranoide, sus niveles de adrenalina habían bajado y su cuerpo había aprendido a gestionarlos. Sin embargo, cuando la supuesta CIA llamó a su puerta el día menos pensado, todo se disparó con tal rapidez que sus niveles de adrenalina se volvieron locos. Y el alfarero sufrió una fibrilación ventricular. Las pupilas se le dilataron y el corazón se le paró.
Cuando sucede esto, primero la víctima parece muerta y luego se muere realmente. Si además después la arrojan desde la ventana de una cuarta planta con la cabeza por delante, su muerte se confirma por partida doble.
Holger 2 ordenó retirada general al almacén, donde celebrarían un homenaje de treinta segundos en memoria del ingeniero alfarero para agradecerle su inestimable ayuda en aquella difícil encrucijada. Concluido el acto, cedió de nuevo el mando a Nombeko, quien agradeció la confianza y explicó que había encontrado el túnel y realizado una inspección rápida. En resumen: tras su muerte, aquel americano chiflado ayudaría al grupo no una vez, sino dos.
—No sólo construyó un pasadizo de ciento cuarenta metros que lleva hasta la alfarería, al otro lado de la calle, sino que lo apuntaló y proveyó de electricidad, quinqués de reserva, conservas para varios meses, agua embotellada… En definitiva, el pobre estaba como un cencerro.
—En paz descanse —dijo Holger 1.
—¿Qué dimensiones tiene? —terció Holger 2.
—La caja cabrá —aseguró Nombeko—. Justito, pero cabrá.
Entonces empezó a repartir tareas. Celestine recibió el cometido de repasar todos los pisos, recoger cuanto pudiera dar pistas a la policía y dejar el resto.
—Salvo una cosa —añadió—. En mi habitación hay una mochila que quiero llevarme. Contiene elementos decisivos para el futuro.
Diecinueve millones seiscientas mil cosas decisivas, pensó.
A Holger 1 le encargó que cruzara el túnel y trajese la carretilla de la alfarería, mientras que a su gemelo le pidió que convirtiera el rinconcito acogedor en una caja normal y corriente.
—¿Normal y corriente? —ironizó él.
—Vamos, cariño, en marcha.
El reparto de tareas no admitía dudas y cada uno se ocupó de la suya.
El túnel era un brillante ejemplo de ingeniería paranoide: techos altos, paredes rectas, un sistema en apariencia estable de vigas que se bloqueaban entre sí y evitaban los desprendimientos.
Conducía directamente al sótano de la alfarería, que tenía una salida en la parte posterior del inmueble, fuera del alcance de la vista de la creciente muchedumbre de mirones congregada frente al 5 de Fredsgatan.
Una bomba atómica de ochocientos kilos es tan difícil de manejar sobre una carretilla de cuatro ruedas como parece. No obstante, en menos de una hora la habían sacado a una calle perpendicular a Fredsgatan, a sólo doscientos metros de la febril actividad reinante frente a la casa medio en ruinas, donde, a toque de fanfarria, acababa de hacer su aparición el Grupo de Operaciones Especiales.
—Creo que ha llegado el momento de irnos —señaló Nombeko.
Los Holgers y Nombeko empujaban la carretilla, mientras la joven airada controlaba la dirección.
Avanzaron lentamente a lo largo de una pequeña carretera asfaltada hacia los campos de Sörmland. Se alejaron un kilómetro de la sitiada Fredsgatan, luego dos. Y así sucesivamente.
La tarea era agotadora, salvo para Celestine. Pero después de tres kilómetros, en cuanto superaron una leve cresta, la cosa mejoró. Ahora, la ruta descendía en ligera pendiente y los gemelos y Nombeko pudieron tomarse un bien merecido respiro.
Durante unos segundos.
Nombeko fue la primera en advertir lo que estaba a punto de suceder y ordenó a los gemelos que empujaran en sentido contrario para detener la carretilla. Uno lo entendió y obedeció, el otro probablemente también lo entendió, pero acababa de quedarse rezagado para rascarse el trasero. Sin embargo, la deserción accidental de Holger 1 no cambió nada. Porque todo fue inútil desde el instante en que los ochocientos kilos empezaron a rodar cuesta abajo.
La última en darse por vencida fue Celestine. Corrió por delante de la carretilla y trató de reconducirla antes de que la bomba se embalara. Al final tuvo que saltar a un lado para no ser arrollada. Entonces, tuvieron que limitarse a contemplar cómo un arma de destrucción masiva de tres megatones se alejaba cuesta abajo por una cada vez más estrecha carretera. A un lado de la caja colgaba una mochila con diecinueve millones seiscientas mil coronas.
—¡¿A alguien se le ocurre cómo podríamos alejarnos cincuenta y ocho kilómetros en menos de diez segundos?! —exclamó Nombeko mientras seguía la bomba desbocada con la mirada.
—Las ideas no son mi fuerte —admitió Holger 1.
—No, pero en cambio estás muy dotado para rascarte el culo —le espetó su hermano, y pensó que era una extraña réplica para concluir una vida.
Doscientos metros más adelante, la carretera describía una ligera curva a la izquierda. A diferencia de la bomba sobre ruedas, que siguió todo recto.
En su día, el señor y la señora Blomgren se habían unido en sagrado matrimonio al descubrir que ambos estimaban la austeridad como la madre de todas las virtudes. A partir de entonces, Margareta se aferró firmemente a su Harry, quien, a su vez, se agarró con mano aún más firme al dinero de la pareja. Se consideraban personas prudentes y responsables, pero sin duda un observador imparcial los habría tildado de tacaños recalcitrantes.
Harry había sido chatarrero toda su vida. Heredó el depósito de chatarra de su padre con apenas veinticinco años. Lo último que hizo el padre antes de que lo arrollara un Chrysler New Yorker fue contratar a una joven para que se hiciera cargo de la contabilidad. El heredero Harry pensó que era un gasto injustificado y desmedido, hasta que la muchacha, Margareta, le habló de la posibilidad de aplicar intereses de demora a sus clientes remolones. Entonces se enamoró al instante, le pidió la mano y ella aceptó. La boda se celebró en el depósito y los otros tres empleados fueron invitados a una fiesta que pagaron a escote.
No tuvieron hijos; era un gasto que Harry y Margareta no hacían más que calcular, hasta que ya no tuvieron edad para seguir calculándolo.
En cambio, la cuestión de la vivienda se resolvió sola. Durante los primeros veinte años vivieron con la madre de Margareta en su casa de Ekbacka, hasta que la mujer estiró la pata. La anciana, que era muy friolera, siempre se quejó de que Harry y Margareta se negaran a calentar la casa en invierno, a tal punto que llegaba a formarse escarcha en las ventanas. Estaba mejor donde estaba ahora, en un hoyo profundo, al amparo de las heladas, en el cementerio de Herrljunga. Ni Harry ni Margareta le vieron sentido a invertir dinero en flores para su tumba.
La madre de Margareta había disfrutado del simpático pasatiempo de tener tres ovejas pastando en un pequeño cercado que daba a la carretera. Pero, en un abrir y cerrar de ojos, los desposados Harry y Margareta las sacrificaron y se las comieron. Lo único que quedó fue un cobertizo agrietado, que dejaron pudrirse.
Finalmente, se jubilaron y vendieron el depósito de chatarra. Ya habían superado los setenta y los setenta y cinco respectivamente cuando, un día, decidieron hacer algo con aquel corralito en el jardín. Harry iba desmontándolo mientras Margareta apilaba los tablones. Luego les prendieron fuego; la hoguera ardió vivamente ante la atenta vigilancia de Harry Blomgren, que sujetaba una manguera por si el fuego se propagaba. A su lado, como siempre, estaba su esposa Margareta.
En aquel preciso instante oyeron un gran estruendo: una carretilla cargada con una caja atravesó la cerca, se metió en el cobertizo de las extintas ovejas y no se detuvo hasta que alcanzó la hoguera.
—¡¿Qué demonios es eso?! —exclamó la señora Blomgren.
—¡Ha roto la cerca! —gritó el señor Blomgren.
Entonces se volvieron para ver al grupo de cuatro personas que corrían tras la estela de la carretilla y su extraña carga.
—Buenas tardes —saludó Nombeko—. Caballero, ¿sería tan amable de utilizar esa manguera para apagar el fuego? Sin demora, gracias.
Harry Blomgren ni contestó ni se movió.
—Sin demora, por favor. ¡Ahora!
Pero el viejo siguió en sus trece, sosteniendo la manguera cerrada. La madera de la carretilla empezó a crujir. La mochila ya empezaba a arder briosamente.
Entonces, Harry Blomgren al menos abrió la boca.
—El agua no es gratis —dijo.
Y de repente se produjo un estallido.
Nombeko, Celestine, Holger y Holger sufrieron algo similar a la parada cardíaca que había malogrado al alfarero horas antes. Pero, a diferencia de éste, se recuperaron, al comprender que era un neumático lo que había volado por los aires, no una región entera. El segundo, tercero y cuarto siguieron al primero, mientras Harry Blomgren continuaba negándose a apagar la caja y la mochila. Primero quería saber quién iba a pagarle la cerca. Y el agua.
—Me temo que no comprende la gravedad de la situación —dijo Nombeko—. Esa caja contiene… material inflamable. Si se calienta demasiado, esto acabará mal. Muy, pero que muy mal. ¡Créame!
Para entonces ya había dado por perdida la mochila. Las diecinueve millones seiscientas mil coronas habían dejado de existir.
—¿Por qué iba a creer a una desconocida y sus compinches? ¡Mejor dígame quién piensa pagar la cerca!
Nombeko se dio cuenta de que no llegaría muy lejos con aquel hombre terco como una mula. Por eso le pidió a Celestine que se ocupara de él.
La joven prefirió no alargar la conversación con circunloquios y fue al grano:
—¡Apaga el fuego o te mato, viejo de mierda!
Harry Blomgren pareció comprender que la muchacha iba en serio, así que obedeció sin rechistar.
—Has estado muy bien, Celestine —la felicitó Nombeko.
—Es mi novia —dijo Holger 1, lleno de orgullo.
Holger 2 optó por quedarse callado, pensando que, cada vez que aquella joven airada hacía algo útil para el grupo, tomaba la forma de amenaza de muerte.
La carretilla estaba medio consumida por las llamas, y la caja, chamuscada en las esquinas. Pero el fuego se había extinguido. El mundo como tal seguía existiendo.
—Bien, ¿podemos discutir ya el tema de la indemnización? —se animó Harry Blomgren.
Nombeko y Holger 2 eran los únicos que sabían que ese hombre acababa de quemar diecinueve millones seiscientas mil coronas por haber pretendido ahorrar unos litros de agua.
—La cuestión es quién debería indemnizar a quién —murmuró Nombeko.
Al principio de la jornada, Holger y ella habían tenido una idea concreta de su futuro común. En cambio, apenas unas horas más tarde su existencia se había visto doblemente amenazada. Ahora estaban en medio del camino. Decir que la vida es un camino de rosas era exagerar.
Harry y Margareta Blomgren no estaban dispuestos a dejar que aquellos intrusos se fueran así como así. Debían indemnizarlos. Pero empezaba a ser tarde y los miembros del grupo explicaron que no llevaban dinero en efectivo, que habían guardado un poco en la mochila que acababa de arder, de modo que lo único que podían hacer era esperar a que los bancos abrieran al día siguiente. Después sólo les quedaría arreglar la carretilla y seguir su camino con la caja.
—Eso, la caja —dijo Harry Blomgren—. ¿Qué contiene?
—Eso no es asunto tuyo, carcamal —le soltó la joven airada.
—Mis pertenencias personales —aclaró Nombeko.
Aunando fuerzas, entre todos consiguieron mover el cajón chamuscado y trasladarlo al remolque del matrimonio. Luego, tras mucha labia y un poco de ayuda por parte de Celestine, Nombeko logró que Harry Blomgren permitiera que el remolque sustituyera a su coche en el único garaje de la finca. Si no, la caja se vería desde la carretera, y la sola idea de que eso pudiera ocurrir no la dejaría dormir.
En Ekbacka había una cabaña para invitados que el señor y la señora Blomgren habían alquilado a turistas alemanes hasta que la agencia los puso en su lista negra, pues hacían pagar suplementos por prácticamente todo; incluso habían instalado una máquina de monedas en la puerta del baño.
La cabaña, con su máquina de monedas (diez coronas por visita al baño), llevaba vacía desde entonces. Pero ahora meterían allí a los intrusos.
Holger 1 y Celestine ocuparon la sala, mientras que Holger 2 y Nombeko tomaron posesión del dormitorio. Margareta Blomgren les mostró, no sin cierto orgullo, cómo funcionaba el baño por monedas y añadió que no toleraría orines en el jardín.
—¿Podría cambiarme este billete por monedas de diez? —pidió Holger 1, que tenía ganas de orinar.
—Vamos, intenta cobrarle una comisión si quieres que te dé un sopapo —le espetó la joven airada.
Margareta Blomgren no quería recibir ningún sopapo, así que tampoco hubo cambio. De modo que Holger 1 tuvo que aliviarse en un arbusto de lilas en cuanto oscureció, para que nadie lo viera. Sólo que sí lo vieron, pues los Blomgren estaban sentados en su cocina a oscuras, cada uno con sus prismáticos.
El hecho de que aquellos intrusos hubieran lanzado una carretilla a través de su cerca era una negligencia, pero nada hecho con mala fe. Que luego los hubieran obligado bajo amenaza a derrochar agua para salvar sus pertenencias era un acto ilícito y abusivo, aunque podía disculparse por la desesperación del momento. Sin embargo, colocarse delante del arbusto de lilas del jardín y orinar premeditadamente era algo tan imperdonable que Harry y Margareta Blomgren quedaron conmocionados. Era un latrocinio, era un comportamiento intolerable, posiblemente lo peor que habían visto en su vida.
—Estos hooligans serán nuestra ruina —vaticinó Margareta Blomgren.
—Ya —convino Harry Blomgren asintiendo con la cabeza—. Tenemos que hacer algo antes de que sea demasiado tarde.
Nombeko, Celestine y los Holgers se echaron a dormir, mientras, a unos kilómetros de allí, el Grupo de Operaciones Especiales preparaba el asalto a Fredsgatan 5. Una mujer sueca había avisado a la policía y luego un hombre, que como mínimo hablaba sueco y se había dejado ver a través de una ventana de la buhardilla, había saltado al vacío. Habría que realizar una autopsia, por supuesto, pero de momento lo tenían a buen recaudo en una ambulancia aparcada en la calle. Una primera exploración indicó que el difunto era blanco y tenía unos cincuenta años.
Así pues, los okupas eran al menos dos. Los agentes de policía que habían presenciado el suceso intuían que había más gente, pero no estaban seguros.
La operación dio comienzo a las 22.32 horas del jueves 14 de agosto de 1994. El Grupo de Operaciones Especiales inició el asalto desde tres puntos diferentes empleando gas, un bulldozer y un helicóptero. La tensión reinaba entre los jóvenes de las fuerzas de asalto. Ninguno de ellos tenía experiencia real con munición pesada, así que en medio de la batahola se erraron varios disparos. Un mortero colaboró incendiando el stock de almohadas y produciendo tal humareda que a duras penas podían avanzar.
A la mañana siguiente, sentados en la cocina de los Blomgren, los antiguos habitantes de Fredsgatan oyeron en las noticias cómo había concluido la operación.
Según el corresponsal de Eko, se había producido un enfrentamiento. Al menos un miembro de las fuerzas de asalto había recibido un disparo en la pierna y otros tres se habían intoxicado con el gas. El helicóptero —cuyo coste ascendía a doce millones de coronas— había realizado un aterrizaje forzoso detrás de una alfarería desmantelada, pues no había podido orientarse en la densa humareda. El bulldozer había ardido junto con el inmueble, el almacén, cuatro coches de policía y la ambulancia, donde el cadáver del suicida aguardaba a que le practicaran la autopsia.
Sin embargo, la operación en conjunto se consideraba un éxito. Los presuntos terroristas habían sido eliminados. Todavía quedaba por determinar su número, puesto que sus cuerpos aún ardían.
—¡Madre mía! —exclamó Holger 2—. Los de Operaciones Especiales han combatido contra sí mismos.
—En todo caso han salido victoriosos, así que hay que reconocerles su mérito —observó Nombeko.
Durante el desayuno, el matrimonio Blomgren no mencionó cuánto les cobrarían por él. Al contrario, estuvieron muy callados. Mudos. Parecían casi abochornados, cosa que puso a Nombeko en alerta, pues nunca se había encontrado con personas tan desvergonzadamente ruines, y eso que había conocido a unas cuantas en su vida.
Los millones habían desaparecido, pero Holger 2 tenía ochenta mil coronas en el banco (a nombre de su hermano). Además de las casi cuatrocientas mil coronas en la cuenta de la empresa. El siguiente paso consistiría en comprar su libertad a esas personas espantosas, alquilar un coche con remolque y trasladar la bomba de un remolque al otro. Y largarse. Ya determinarían adónde; el único requisito era que estuviera lejos de Gnesta y del matrimonio Blomgren.
—Sabemos que han orinado en el jardín —dijo de pronto la señora Blomgren.
Maldito Holger 1, pensó Nombeko, y contestó:
—Pues es más de lo que yo sé. Lo lamento mucho, y le propongo que añadamos diez coronas a la deuda que pensaba pasar a discutir seguidamente.
—No hace falta —dijo Harry Blomgren—. Como no son de fiar, ya nos hemos cuidado de compensarla nosotros mismos.
—¿Cómo?
—«Material inflamable». ¡Paparruchas! Llevo toda la vida trabajando con chatarra. ¡La chatarra no arde, maldita sea! —soltó Harry Blomgren.
—¿Han abierto la caja? —dijo Nombeko, temiéndose lo peor.
—¡Ahora mismo os dejo la cara como un mapa! —exclamó la joven airada. Holger 2 tuvo que contenerla.
La situación era demasiado complicada para Holger 1, que se alejó del lugar; además, tenía necesidad de acudir al arbusto de la noche anterior. Por su parte, Harry Blomgren retrocedió un paso para alejarse de la joven airada. ¡Qué mujer tan desagradable!
Y entonces inició su arenga. Las palabras fluyeron, pues las había ensayado durante la noche:
—Ustedes han abusado de nuestra hospitalidad, nos han ocultado dinero y han orinado en nuestro jardín. Son personas desleales y ajenas al concepto de austeridad. No hemos tenido más opción que asegurarnos la compensación que sin duda pensaban eludir. Y ahora se han quedado sin su chapuza de bomba.
—¿Que nos hemos quedado sin qué? —saltó Holger 2, mientras por su retina pasaban imágenes de una bomba detonada.
—Sin su chapuza. Anoche llevamos esa vieja bomba a un chatarrero, que nos dio una corona por kilo. Es un poco justito, pero valía la pena. Apenas cubre los gastos por los daños causados. Y eso que no he contado el alquiler de la cabaña de invitados. Y no crean que voy decirles dónde queda la chatarrería. Ya me han causado bastantes problemas.
Mientras Holger 2 impedía que la joven airada cometiera un doble asesinato, a él y a Nombeko les quedó claro que aquel diablo y aquella bruja ignoraban que la supuesta «chapuza» era en realidad un modelo reciente y en perfecto estado de funcionamiento.
Harry Blomgren añadió que, aunque la venta no había arrojado beneficios contabilizables, el asunto del agua, la cerca derribada y la meada en el jardín quedaba zanjado. Siempre y cuando, a partir de entonces y hasta su marcha inminente, los huéspedes se limitaran a hacer pis en el baño y no causaran nuevos desperfectos.
Holger 2 se vio obligado a llevarse a la joven airada fuera, ya que redoblaba sus intentos de saltarles al cuello a los anfitriones. Una vez en el jardín consiguió calmarla un poco dándole un par de cachetes. La muchacha sacudió la cabeza y dijo que había algo insoportable en la mirada de aquellos viejos de mierda. Además de en todo lo que hacían y decían.
Ni Harry ni Margareta habían previsto semejante ira durante el pérfido transporte nocturno de la bomba a su antigua chatarrería, actualmente propiedad de su antiguo empleado, Rune Runesson. Aquella chiflada era un peligro. En resumen, ambos estaban asustados. Y encima Nombeko, que nunca se enfadaba de verdad, se enfadó a base de bien. Hacía apenas unas horas, Holger 2 y ella disponían de un medio para salir adelante. Por primera vez tenían la posibilidad de creer, de soñar. O sea, tenían diecinueve millones seiscientas mil coronas. De las que ahora no quedaba nada, tan sólo el señor y la señora Blomgren.
—Querido señor Blomgren —dijo—, ¿me permite que le proponga un trato?
—¿Un trato?
—Bueno, verá, señor Blomgren, le tengo mucho aprecio a mi chatarra. Así que me gustaría saber adónde la ha llevado. A cambio, le prometo que impediré que la mujer del jardín les rebane la garganta a usted y a su señora.
Pálido, Harry Blomgren no dijo nada. Nombeko prosiguió:
—Si luego nos presta su coche por tiempo indefinido, tiene mi palabra de que tal vez se lo devolvamos algún día, y tampoco haremos pedazos su máquina de monedas ni incendiaremos su casa.
Margareta Blomgren hizo ademán de contestar, pero su marido se lo impidió.
—Silencio, Margareta, yo me encargo.
—Hasta ahora he suavizado mis propuestas —prosiguió Nombeko—. ¿Quiere que pasemos a un tono más duro?
Harry Blomgren siguió encargándose mediante el recurso de no responder. Su Margareta volvió a intentarlo, pero Nombeko la interrumpió:
—Por cierto, ¿es usted, señora Blomgren, quien ha bordado el mantel de la cocina?
—Sí, ¿por qué? —dijo Margareta, sorprendida por el cambio de tema.
—Es muy bonito. ¿Desea usted que se lo haga tragar?
Holger 2 y la joven airada oyeron el diálogo desde el jardín.
—Es mi novia —comentó Holger 2, orgulloso.
* * *
Es ley de vida que, si las cosas tienen que ir mal, van peor. Naturalmente, la bomba había sido trasladada al único desguace del planeta adonde nunca debería haber llegado: el de Fredsgatan 9, en Gnesta. Pero Harry Blomgren ya estaba convencido de que lo prioritario ahora era salvar el pellejo. Por eso les contó adónde habían llevado la bomba a rastras, pensando que, una vez allí, Rune Runesson los recibiría. Sin embargo, lo que los recibió fue el caos: dos edificios contiguos ardían y parte de la vía estaba cortada. Fue imposible entrar en el patio de Runesson. Éste, que se había levantado y dirigido a la empresa para recoger la entrega nocturna, hubo de dejar el remolque y la chatarra en la calle, justo al otro lado del cordón policial, hasta nuevo aviso. Runesson prometió que llamaría para decirles cuándo lo metería en su almacén. Hasta entonces no podrían cerrar el negocio.
—Gracias —dijo Nombeko cuando Harry hubo acabado.
Y abandonó la cocina del matrimonio Blomgren, reunió al grupo, puso a la joven airada al volante del coche de Harry Blomgren, a Holger 1 en el asiento del copiloto y a sí misma y Holger 2 en el trasero para hablar de una estrategia.
—Nos vamos —anunció, y la joven airada salió a la carretera derribando la parte de la cerca que todavía estaba intacta.