14
De una visita inoportuna y un fallecimiento repentino.

En la primavera de 1994, Sudáfrica se convirtió en el primer país del mundo, y hasta la fecha el único, que desarrolló sus propias armas nucleares para después renunciar motu proprio a ellas. Se procedió a desmontar el programa nuclear antes de que la minoría blanca se viera obligada a cederles el poder a los negros. El proceso se prolongó años bajo la supervisión del Organismo Internacional de la Energía Atómica, el OIEA, que, cuando todo estuvo oficialmente terminado, pudo confirmar que las seis bombas atómicas de Sudáfrica habían dejado de existir.

En cambio, la séptima, la que nunca había existido, seguía existiendo. Y pronto empezaría a viajar.

Todo comenzó cuando la joven airada se hartó de que la policía nunca la pillara en un control rutinario. ¿Qué estaban haciendo? Conducía a toda mecha, no respetaba las líneas continuas, asustaba a las ancianas que cruzaban la calle. Y sin embargo pasaban los años y ni un solo agente de policía mostraba el menor interés por ella. Había miles de policías en el país, y todos, sin excepción, deberían irse al puto infierno, aunque Celestine aún no había tenido ocasión de espetárselo a ninguno.

La idea de cantar Non, je ne regrette rien aún le parecía lo bastante estimulante como para seguir intentándolo, pero mejor que pasara algo ya, si no quería despertar un buen día formando parte del sistema. De hecho, hacía apenas unos días, Holger 2 le había propuesto que se sacara el carnet para conducir camiones. ¡Eso lo estropearía todo!

Estaba tan frustrada que fue a ver a Holger 1 a Bromma y le dijo que debían dar un golpe de efecto urgentemente.

—¿Un golpe de efecto?

—Sí. Hay que avivar el fuego.

—¿Y qué se te ha ocurrido?

A eso no podía responder con exactitud. Pero se fue a la tienda más cercana y compró un ejemplar del asqueroso diario burgués Dagens Nyheter, que no hacía más que seguirle el juego al poder. ¡Qué asco! Se puso a hojearlo. Pasando las páginas encontró muchas cosas que la soliviantaron aún más, en particular un breve artículo de la página 17.

—¡Joder! —chilló—. ¡Esto es inaceptable!

El artículo explicaba que el joven partido Demócratas de Suecia tenía la intención de manifestarse en la plaza de Sergel al día siguiente. Hacía casi tres años había obtenido el 0,09 por ciento de los votos en las elecciones al Parlamento sueco, lo que, según la joven airada, era jodidamente alarmante. Le explicó que el partido estaba formado por racistas encubiertos dirigidos por un ex nazi, ¡que se postraban ante la casa real!

Aquella manifestación de fachas de mierda necesitaba… ¡una contramanifestación!

Holger 1 escuchó encantado la opinión del partido respecto al rey y la reina: ¡qué maravilla poder crear opinión siguiendo el espíritu de su padre, después de tantos años!

—Mañana tengo día libre. ¡Ven, vayámonos a Gnesta y preparémonos! —propuso.

* * *

Nombeko sorprendió a Holger 1 y su colérica novia mientras confeccionaban las pancartas para el día siguiente: «¡Fachas de mierda, fuera de Suecia!», «¡Abajo la casa real!», «¡El rey a la puta calle!» y «¡Los Demócratas de Suecia son tontos!».

Nombeko, que había leído acerca del partido, asintió con la cabeza, pues todo aquello le sonaba. Desde luego, ser un antiguo nazi no era un inconveniente para hacer carrera política. Sin ir más lejos, casi todos los primeros ministros de Sudáfrica de la segunda mitad del siglo XX tenían esos mismos antecedentes. Si bien era cierto que los Demócratas de Suecia no habían obtenido ni el uno por ciento de los votos, su retórica consistía en intimidar, y Nombeko creía que el miedo tenía un gran futuro por delante; de hecho, siempre ha sido así.

Pese a todo, discrepaba en lo de «tontos»: dejar de llamarse nazis y seguir siéndolo era muy inteligente, les explicó a los dos contramanifestantes.

Para la joven airada, ese desacuerdo obedecía a otra cosa: sospechaba que Nombeko también era bastante nazi.

Nombeko abandonó la factoría de pancartas y fue a ver a Holger 2 para comentarle que tal vez se avecinaban problemas, pues aquella calamidad que era su gemelo y su novia iban camino de Estocolmo, dispuestos a montar bronca.

—Dime una paz que haya sido duradera —repuso Holger 2, sin comprender el alcance del desastre que se avecinaba.

El orador principal de la manifestación era el líder del partido en persona. Encaramado a un tosco estrado y micrófono en mano, hablaba de los valores suecos y de todo lo que los amenazaba. Entre otras cosas, exigía que se pusiera fin a la inmigración y se restableciera la pena de muerte, que en Suecia estaba abolida desde noviembre de 1910.

Frente a él, una cincuentena de correligionarios lo aplaudían. Y justo detrás de éstos, una joven airada y su novio portaban unas pancartas que pronto acabarían destrozadas. El plan consistía en iniciar la contramanifestación justo en el instante en que el líder facha terminara su monserga, para no arriesgarse a que ahogaran su protesta.

Sin embargo, cuando el discurso apenas había empezado, resultó que Celestine no sólo era joven y airada, sino que también tenía ganas de hacer pipí. Le susurró a su novio que tenía que ir un momentito a la Kulturhuset, la casa de cultura, que estaba allí mismo, pero que volvería enseguida.

—Y entonces les daremos su merecido a esos cabrones —prometió, y le estampó un beso en la mejilla a su Holger.

Desgraciadamente, como el orador acabó muy pronto su perorata y el público comenzó a dispersarse en todas direcciones, Holger 1 se sintió obligado a actuar solo. Retiró el papel protector de la primera pancarta y dejó al descubierto «¡Los Demócratas de Suecia son tontos!». Aunque habría preferido destapar «¡El rey a la puta calle!», ésa también serviría. Además, era la favorita de Celestine. Pero, apenas le había dado tiempo a exponer la pancarta unos segundos, cuando dos jóvenes Demócratas de Suecia la descubrieron. Y no se alegraron.

A pesar de que ambos cobraban la prestación por enfermedad, saltaron sobre Holger e intentaron destruir la pancarta. Al no conseguirlo, uno de ellos empezó a morderla, lo cual vino a demostrar que el texto del cartel estaba basado en hechos reales.

Como así tampoco obtenían el resultado deseado, el otro empezó a atizarle a Holger en la cabeza con la pancarta hasta derribarlo. Entonces comenzaron a saltar sobre él con sus botas negras. El pisoteado Holger, despatarrado en el suelo, aún tuvo fuerzas para soltar un débil «Vive la République!», por lo que ambos volvieron a sentirse provocados. No porque comprendieran lo que les había dicho, sino por el simple hecho de que se había atrevido a hablar, y sólo por eso se merecía otra tunda.

Cuando terminaron de machacarlo, decidieron deshacerse de él. Arrastrándolo del pelo y un brazo, cruzaron la plaza hasta la entrada del metro, donde lo lanzaron al suelo delante del torno de acceso. A modo de despedida, le propinaron unas patadas más, acompañadas del consejo de que no volviera a mostrar su puta jeta por allí.

Vive la République! —balbuceó el molido pero valiente Holger mientras sus agresores se alejaban mascullando «maldito extranjero».

Holger no tardó en ser descubierto por un reportero de la televisión sueca que casualmente estaba allí, acompañado por un cámara, para hacer un reportaje sobre el auge de partidos marginales de extrema derecha. Le preguntó a Holger quién era y a qué organización representaba. El apaleado y confuso joven dijo que era Holger Qvist, de Blackeberg, y que representaba a todos los ciudadanos del país que sufrían el yugo de la monarquía.

—Entonces, ¿eres republicano? —quiso saber el reportero.

Vive la République!

Cuando la joven airada salió de la Kulturhuset, no vio a su Holger por ningún lado. Entonces divisó un corrillo de gente congregada ante la estación de metro. Se abrió paso a empellones y apartó al reportero de la televisión. Entonces por fin vio a su maltrecho novio y, ni corta ni perezosa, se lo llevó para coger el tren de cercanías a Gnesta.

Aquí podría haber terminado la historia, de no ser por el cámara que iba con el reportero, que había grabado la agresión, desde el primer ataque a Holger en adelante, incluidos los infructuosos mordiscos a la pancarta. Además, había hecho un zoom sobre el atormentado rostro de Holger, tirado en el suelo, balbuceando su «Vive… la… République!» a los Demócratas de Suecia, rebosantes de salud y beneficiarios de la prestación por enfermedad.

En el montaje, la agresión duraba treinta y dos segundos, y se emitió con la breve entrevista a Holger en el programa informativo «Rapport» esa misma noche. Puesto que la dramaturgia de los treinta y dos segundos era extraordinaria, el canal de televisión consiguió vender en las siguientes veintiséis horas los derechos de exhibición a treinta y tres países. Poco después, más de mil millones de personas en todo el mundo habían visto cómo a Holger le daban una paliza.

A la mañana siguiente, Holger se despertó con dolor en prácticamente cada milímetro de su cuerpo pero, como no parecía tener nada roto, decidió ir trabajar. Dos de los tres helicópteros saldrían a volar a lo largo de la mañana, cosa que siempre generaba mucho papeleo.

Llegó diez minutos después del inicio de la jornada laboral propiamente dicha, y el jefe, que además era uno de los pilotos, le ordenó que volviera a casa inmediatamente.

—Te vi en la tele ayer por la noche. ¿Cómo puedes mantenerte en pie después de semejante paliza? Vete a casa y descansa, tómate el día libre, ¡maldita sea! —dijo, y se elevó con uno de sus Robinson R66 en dirección a Karlstad.

—Con esa pinta sólo conseguirás darle un susto mortal a la gente, maldito chiflado —le espetó el segundo piloto, y se alzó a su vez con el otro Robinson R66, éste en dirección a Gotemburgo.

Holger se quedó solo con el Sikorsky S76 no tripulado.

Como no se decidía a marcharse a casa, fue renqueando a la cocina, se sirvió una taza de café y volvió a su mesa. Tenía sentimientos encontrados. Por un lado, estaba hecho polvo, pero por el otro las imágenes de «Rapport» habían tenido una inmensa repercusión. ¿Y si todo aquello acababa generando un movimiento republicano paneuropeo?

Holger sabía que no había un solo canal de televisión digno de tal nombre que no hubiera emitido el reportaje de la paliza. Lo habían sacudido a base de bien y con saña. Y la verdad era que las imágenes resultaban impactantes. No pudo evitar sentirse orgulloso.

En ese instante, un hombre entró en la oficina sin llamar. A Holger le dio mala espina, pero no pudo hacer nada porque la penetrante mirada del individuo lo dejó clavado en la silla.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó con recelo.

—Permite que me presente —contestó el hombre en inglés—. Mi nombre no te importa y pertenezco a un servicio de inteligencia cuyo nombre tampoco te importa. Cuando la gente me roba, me enfado. Si lo que me han robado es una bomba, me enfado aún más. Y llevo mucho tiempo alimentando mi enfado. En resumidas cuentas, estoy muy, pero que muy cabreado.

Holger Qvist no entendía nada, y esa sensación, aunque no fuera nueva, siempre lo incomodaba. El hombre de la mirada firme (que tenía una voz igualmente penetrante y firme) sacó dos fotografías ampliadas de su cartera y las dejó encima del escritorio. La primera mostraba a Holger 2 en una rampa de carga; la segunda, a su gemelo y otro hombre con una carretilla elevadora subiendo una enorme caja al camión. La famosa caja. Las fotografías estaban fechadas el 17 de noviembre de 1987.

—Éste eres tú —dijo el agente y señaló al hermano de Holger—. Y esto es mío —añadió, y señaló la caja.

El agente A llevaba siete años muy malos por culpa del arma nuclear desaparecida. Siete largos años empeñado en localizarla. Se había puesto manos a la obra inmediatamente, siguiendo dos planes paralelos. Uno consistía en dar con el ladrón directamente, con la esperanza de que éste y el botín siguieran juntos. El otro, en pegar la oreja al raíl y escuchar, por si alguien sacaba a la venta una bomba atómica en Europa Occidental o en otra parte del mundo. Si no era posible echarle mano al petardo a través del ladrón, quizá lo conseguiría a través del perista.

Primero, viajó de Johannesburgo a Estocolmo y empezó su tarea revisando todas las cintas de las cámaras de vigilancia de la embajada israelí. En la de la verja se apreciaba a Nombeko Mayeki firmándole el recibí del envío al guardia.

¿Y no podía tratarse de una confusión por parte de la chica? No. ¿Por qué, si no, iba a llegar a la embajada en un camión? Para diez kilos de carne de antílope bastaba con la cesta de una bicicleta. De haber sido un error, habría regresado en cuanto lo hubiera descubierto, pues, según la cinta, Nombeko no estaba cerca cuando se trasladó el cajón a la plataforma del camión, todavía seguía con el guardia a la vuelta de la esquina, firmando el documento de recepción.

No, no había duda. El prestigioso y condecorado agente secreto del Mossad había sido burlado por segunda vez en su carrera. Por una chica de la limpieza. La misma que la primera vez.

Bueno, era un hombre paciente. Algún día, tarde o temprano, volverían a encontrarse.

—Y entonces, mi querida Nombeko Mayeki, desearás no haber nacido.

La cámara de la verja también había captado la matrícula del camión rojo. Otra cámara, la de la plataforma de carga y descarga de la embajada, mostraba varias imágenes nítidas del hombre blanco de la edad de Nombeko que la había ayudado. El agente A solicitó varias copias.

Investigaciones posteriores revelaron que Nombeko Mayeki había escapado del campamento de refugiados de Upplands Väsby el mismo día que se había llevado la bomba de la embajada. Desde entonces se hallaba en paradero desconocido. La matrícula lo condujo a una tal Agnes Salomonsson, de Alingsås. El vehículo también era rojo, pero no se trataba de un camión, sino de un Fiat Ritmo. Ergo, era una matrícula falsa. Desde luego, la chica de la limpieza había procedido con suma profesionalidad.

Decidió enviar a la Interpol las fotografías del camionero. Eso tampoco dio resultados. El sujeto en cuestión no tenía vínculos conocidos con los traficantes de armas. Sin embargo, circulaba libremente con una bomba atómica en su camión.

El agente A sacó la conclusión, tan lógica como errónea, de que lo había engañado alguien que sabía muy bien lo que se hacía, que la bomba ya había abandonado el territorio sueco, y que debía centrarse en la investigación de las turbias pistas internacionales que existían.

El hecho de que, con los años, la bomba sudafricana rondara por ahí junto con otras armas nucleares descontroladas había complicado aún más la tarea. A medida que la Unión Soviética se desmoronaba, empezaron a aparecer bombas atómicas por todos lados, tanto imaginarias como reales. Ya en 1991, algunos informes de los servicios de espionaje hablaban de un arma nuclear desaparecida en Azerbaiyán. Los ladrones habían tenido que elegir entre dos misiles y habían optado por el que pesaba menos. Por eso sólo se habían llevado la carcasa, demostrando así que los ladrones de bombas atómicas eran bastante paletos.

En 1992, el agente A había seguido la pista del uzbeko Shavkat Abdoujaparov, un ex coronel del ejército soviético que, tras dejar esposa e hijo en Taskent, desapareció para reaparecer tres meses más tarde en Shanghái, y afirmaba tener una bomba cuyo precio de salida era quince millones de dólares. Sin duda se trataba de algo capaz de causar considerables daños. Pero, antes de que el agente A tuviese tiempo de llegar, el coronel Abdoujaparov fue encontrado en una dársena del puerto con un destornillador clavado en la nuca. La bomba de los quince millones jamás salió a la luz.

En 1994, al agente lo destinaron a Tel Aviv para un puesto relativamente importante, quizá no tanto como se habría merecido por sus años de servicio, pero, qué remedio, el incidente nuclear sudafricano le había jodido la carrera. Sin embargo, nunca se rindió, siguió diferentes pistas desde Israel, obsesionado con las imágenes de Nombeko y el desconocido del camión.

Y entonces, la noche anterior, tras una circunstancial y poco emocionante misión en Ámsterdam, ¡después de siete años!, había visto las noticias por la tele: imágenes de un tumulto político en una plaza de Estocolmo, miembros del xenófobo partido de los Demócratas de Suecia que arrastran a un manifestante hasta el metro y lo patean con sus botas negras… Un primer plano del apaleado… ¡y allí estaba!

¡Era él! ¡El hombre del camión rojo!

Según las noticias, se trataba de Holger Qvist, de Blackeberg, Suecia.

—Disculpe —dijo Holger—, pero ¿de qué bomba atómica me habla?

—¿No tuviste bastante con la paliza de ayer? —le espetó el agente A—. Acábate el café si quieres, pero rápido porque dentro de cinco segundos tú y yo iremos a ver a Nombeko Mayeki, esté donde esté.

Holger 1 reflexionó, aunque la cabeza le dolía aún más que antes. Aquel visitante inoportuno trabajaba para un servicio secreto de otra nación. Y creía que Holger 1 era Holger 2. Y buscaba a Nombeko. Que había robado una… ¿bomba atómica?

—¡La caja! —exclamó Holger 1 de repente.

—Sí, ¿dónde está? ¡Vamos, dime dónde está el cajón con la bomba!

Holger 1 fue asimilando la verdad que estaba revelándose. Habían tenido la madre de los sueños republicanos al alcance de la mano durante siete años sin enterarse. Siete años en que había tenido a tiro de piedra lo único que quizá habría obligado al rey a abdicar.

—¡Ojalá ardas en el infierno! —masculló Holger 1 por inercia.

—¿Qué has dicho?

—Bueno, verá, no me refería a usted —se disculpó—, sino a la señorita Nombeko.

—En eso estamos de acuerdo —convino el agente—, pero, como no pienso esperar a que eso ocurra, debes conducirme hasta ella ahora mismo. ¿Dónde está? ¡Contesta, coño!

La voz del agente A era bastante convincente. También su pistola.

Holger 1 no pudo evitar pensar en su infancia. En la lucha de su padre. En cómo él había cogido el testigo y en su incapacidad para continuar adelante. Y en su corazonada de que la solución siempre había estado allí.

Pero lo que lo mortificaba no era que hubiera un agente de un servicio secreto a punto de dispararle si no lo conducía a Nombeko y su maldita caja, sino que la novia sudafricana de su hermano lo hubiera engañado. Y que ahora ya fuera demasiado tarde. A diario, durante siete años, había tenido la posibilidad de completar lo que su padre había empezado, su misión vital. Y no lo había sabido.

—¿Acaso no me has oído? ¿A lo mejor un disparo en la rodilla te ayudaría a prestar más atención a lo que se te dice?

Un disparo en la rodilla, no entre los ojos. O sea, que de momento aquel tipo aún lo necesitaba, acertó a deducir Holger. Pero ¿qué pasaría luego? Si lo llevaba a Fredsgatan, ¿se llevaría la caja, que debía de pesar una tonelada, y se despediría tranquilamente?

No, no lo haría. Primero los mataría a todos. Pero no antes de que lo hubieran ayudado a subir la bomba al camión.

Los mataría a todos si Holger no se apresuraba a cumplir con lo que de pronto entendió que era su deber: luchar por la vida de su hermano y de Celestine.

—Lo llevaré hasta Nombeko —dijo finalmente—. Pero tendrá que ser en helicóptero, si no quiere que se le escape. Ella y la bomba están a punto de marcharse.

Aquella mentira se le ocurrió de improviso. Incluso podría calificarse de idea. Sí, era su primera idea valiosa, pensó Holger. Y la última, porque al fin haría algo importante con su vida.

Moriría.

Por su parte, el agente A no pensaba dejarse engañar una tercera vez por la chica de la limpieza y sus secuaces. ¿Dónde estaba la trampa ahora? ¿Acaso Nombeko había comprendido que se exponía a un gran peligro a raíz de la incursión televisiva de Holger Qvist? ¿Por eso se disponía a recoger sus pertenencias y largarse?

El agente era capaz de distinguir un ganso de la dinastía Han de una baratija, y un cristal tallado de un diamante en bruto. Y de más cosas. Pero no sabía pilotar un helicóptero. Estaría obligado a confiar en el piloto, es decir, en aquel hombre. Habría dos individuos en la cabina, uno a los mandos, el otro con un arma en la mano.

Al final, aceptó subirse al helicóptero; pero antes contactaría con el agente B, por si algo saliera mal.

—Dame las coordenadas exactas del lugar donde se encuentra la chica de la limpieza —le dijo a Holger.

—¿Chica de la limpieza?

—La señorita Nombeko.

Holger 1 hizo lo que le pedía el agente. Con el ordenador de la oficina y el programa de cartografía lo consiguió en pocos segundos.

—Muy bien. No te muevas mientras me comunico con mis colegas. Enseguida despegaremos.

El agente A disponía de un modernísimo teléfono móvil, desde el que envió un mensaje encriptado a su colega B, informando detalladamente del lugar en que se encontraba, con quién, adónde se dirigía y por qué.

—Nos vamos —anunció luego.

A lo largo de los años, Holger 1 había recibido al menos noventa clases prácticas de sus compañeros pilotos de Helikoptertaxi. Pero era la primera vez que pilotaría el aparato solo. Su vida había acabado, lo sabía. Con mucho gusto se habría llevado a la maldita Nombeko al infierno —¿la chica de la limpieza, había dicho el agente?—, pero no a su hermano. Tampoco a su maravillosa Celestine.

En cuanto salió del espacio aéreo controlado, se puso a dos mil pies de altitud y a ciento veinte nudos. Era un trayecto de apenas veinte minutos.

Cuando estaban a punto de llegar a Gnesta, Holger no empezó a aterrizar, sino que activó el piloto automático en dirección este, sin variar la velocidad ni la altitud. Entonces se desabrochó el cinturón de seguridad, se quitó los cascos y fue a la parte trasera de la cabina.

—¿Qué haces? —dijo el agente, pero Holger no se molestó en contestar.

Mientras abría y descorría la puerta trasera del helicóptero, A permaneció sentado delante. No había manera de darse la vuelta para ver qué pretendía hacer ese capullo sin antes quitarse el cinturón. Pero ¿cómo? La situación era complicada y urgente. En vano trató de desabrochárselo. Se retorció, el cinturón lo comprimía contra el asiento.

—¡Si saltas, te mato! —amenazó.

Holger 1, que normalmente era cualquier cosa excepto rápido de réplica, se sorprendió a sí mismo diciendo:

—¿Para asegurarse de que esté muerto antes de estamparme contra el suelo?

El israelí estaba contrariado, eso era innegable. Estaba a punto de ser abandonado en el aire, encerrado en un trasto que no sabía pilotar y con un piloto chiflado que pretendía suicidarse. Estaba en un tris de maldecir por segunda vez en su vida. Volvió a retorcerse un poco contra el cinturón y se le cayó el arma cuando intentó cambiársela de mano. Lo que faltaba.

La pistola aterrizó detrás del asiento trasero y se deslizó hacia Holger 1, que ya estaba en plena corriente de aire, listo para dar el paso definitivo. Él la recogió sorprendido y se la metió en el bolsillo. Luego le deseó toda la suerte del mundo a su pasajero en la tarea que tenía por delante, o sea, aprender a pilotar un S76.

—Lástima que nos hayamos dejado el libro de instrucciones en la oficina —añadió.

Era cuanto tenía que decir. Así que saltó. Y por un segundo sintió cierta paz. Pero sólo por un segundo. Porque entonces se le ocurrió que, en lugar de saltar, podría haberle disparado en la cabeza al tipo aquel.

¡Caramba! Otra vez se había equivocado. Siempre había sido lento de reflejos.

Su cuerpo aceleró hasta alcanzar los doscientos cuarenta y cinco kilómetros por hora durante su vuelo de seiscientos diez metros hasta la dura e implacable Madre Tierra.

—¡Adiós, mundo cruel! ¡Aquí voy, papá! —gritó Holger, aunque la corriente de aire no le permitía oírse a sí mismo.

El agente había quedado apresado en un helicóptero con el piloto automático en dirección este, hacia el mar Báltico, sin saber cómo se desactivaba el piloto automático ni tampoco qué debía hacer si lograba desactivarlo. Con combustible para unas ochenta millas náuticas. Y con ciento sesenta por delante hasta la frontera con Estonia. En medio, agua.

Echó un vistazo al caleidoscopio de botones, luces e instrumental que tenía delante. Y se volvió. La puerta corredera seguía abierta. Ya no quedaba nadie capaz de pilotar. Aquel idiota se había metido la pistola en el bolsillo y había saltado. Entonces la tierra desapareció bajo el helicóptero, sustituida por agua. Y más agua.

A lo largo de su larga carrera, se había visto en los más diversos apuros. Estaba entrenado para mantener la sangre fría. Para analizar las situaciones con calma metódica.

—¡Mamá! —concluyó.

El ruinoso caserón de Fredsgatan 5 llevaba casi veinte años en ese estado, hasta que por fin se le aplicó la legislación vigente. Todo comenzó cuando la concejala de Medio Ambiente sacó a pasear a su perro. Estaba de mal humor desde la noche anterior, cuando había puesto a su compañero de patitas en la calle con fundadas razones. Y las cosas no hicieron más que empeorar cuando el chucho se escapó al ver una perra en celo. Por lo visto, los varones eran todos iguales, tuvieran dos o cuatro patas.

Aquella mañana acabó dando un gran rodeo en su paseo habitual, y antes de atrapar al perro cachondo tuvo tiempo de descubrir indicios de que en la casa de Fredsgatan 5 vivía gente. Se trataba del mismo caserón en el que, según un anuncio de unos años atrás, había abierto sus puertas un restaurante.

¿Y si la habían engañado? Había dos cosas que detestaba por encima de todo: a su ex y que la engañaran. La combinación de ser engañada por su ex era sin duda lo peor. Pero aquello tampoco estaba mal.

En 1992, cuando Gnesta se había separado del municipio de Nyköping y creado el suyo, la zona fue declarada suelo industrial urbanizable. El ayuntamiento había tenido la intención de ocuparse de la zona, pero siempre había algo más urgente. En cualquier caso, la gente no podía vivir donde le diera la gana. Además, en la vieja alfarería del otro lado de la calle parecía desarrollarse una actividad empresarial ilícita, pues ¿por qué, si no, el contenedor de basura ante la puerta estaba lleno de envases vacíos de arcilla?

La concejala era de las que consideraban que la actividad empresarial ilícita era el paso previo a la anarquía.

No obstante, dio rienda suelta a su frustración con el perro, luego volvió a casa, dejó unos trozos de carne en el suelo de la cocina y se despidió de Akilles, que después de satisfacer su deseo sexual dormía como haría cualquier hombre. Entonces se encaminó a su oficina para continuar con su cruzada contra las actividades dignas del Salvaje Oeste que tenían lugar en Fredsgatan.

Meses más tarde, cuando los servicios administrativos y políticos emitieron su dictamen, se comunicó al propietario del inmueble, Holger & Holger, S.A., que, de acuerdo con el artículo 15 del capítulo II de la Constitución, había que expropiar, desocupar y demoler Fredsgatan 5. Cuando el dictamen apareció en el Diario Oficial del Estado, las obligaciones del municipio concluyeron. Pero, como gesto de humanidad, la concejala del perro cachondo se encargó de que llegara una carta a los buzones de los presuntos habitantes del inmueble.

La carta apareció en los buzones la mañana del jueves 14 de agosto de 1994. Además de referirse a diversos preceptos legales, conminaba a los posibles moradores a abandonar el inmueble antes del 1 de diciembre.

La primera en leerla fue la casi siempre colérica Celestine. Aquella misma mañana se había despedido de su magullado novio, que insistía en irse a trabajar a Bromma a pesar del maltrato sufrido el día anterior. Ahora, nuevamente furiosa, corrió a buscar a Nombeko agitando la terrible carta. ¡Las inhumanas e insensibles autoridades pretendían echar a la calle a gente normal y honrada!

—Bueno, me parece que no somos especialmente normales ni honrados —señaló Nombeko—. Vente con Holger y conmigo al rinconcito acogedor del almacén, no vale la pena que te enfades por algo así. Vamos a tomar el té de la mañana, pero, si lo prefieres, puedes tomar café por razones políticas. Estaría bien hablar del asunto tranquilamente.

¿Cómo que tranquilamente? ¿Cuando por fin (¡por fin!) aparecía una barricada a la que unirse? Que Nombeko y Holger 2 se quedaran tomando su maldito té en su condenado rinconcito, que ella se manifestaría. ¡Abajo con el sufrimiento injusto!

La joven airada estrujó la carta del ayuntamiento y, en pleno arrebato de cólera, bajó al patio, desatornilló las matrículas del camión de Holger & Holger, se subió a la cabina, encendió el motor, dio marcha atrás y bloqueó el portal que comunicaba el almacén con Fredsgatan 5 y que conducía al patio. Luego tiró del freno de mano a tope, salió por la ventanilla, lanzó las llaves a un pozo y pinchó las cuatro ruedas del vehículo para que quedara inmovilizado como eficaz barricada ante cualquier tentativa de entrar o salir.

Tras esta acción inaugural de la guerrilla contra la sociedad, se fue con las matrículas en busca de Holger 2 y Nombeko para contarles que se había acabado eso del té en el rinconcito, ¡porque había llegado la hora de ocupar el edificio! ¡Ni un paso atrás!, se dijo, y de camino recogió al alfarero; cuantos más fueran, mejor. Era una pena que su querido Holger estuviera en el trabajo. Bueno, mala suerte, la lucha no podía esperar.

Holger 2 y Nombeko estaban acurrucados encima de la bomba, haciéndose carantoñas, cuando Celestine entró dando traspiés con el alfarero chiflado a rastras.

—¡Es la guerra! —proclamó Celestine.

—¿De veras? —dijo Nombeko.

—¿La CIA? —se inquietó el alfarero.

—¿Por qué te paseas con la matrícula de mi vehículo bajo el brazo? —inquirió Holger 2.

—Son robadas —contestó la joven—. Creía que…

En ese preciso instante, sonó un fuerte crujido sobre sus cabezas; después de haber volado a más de doscientos kilómetros por hora durante más de seiscientos metros, Holger 1 atravesó el tejado agrietado del almacén y aterrizó sobre los cincuenta mil seiscientos cuarenta cojines y almohadas.

—¡Uy, hola, mi amor! —exclamó la joven airada, con el rostro iluminado—. Creía que estabas en Bromma.

—¿Estoy vivo? —preguntó Holger 1, y se llevó la mano al hombro, que después de la agresión fascista había sido el único punto de su cuerpo que no le dolía y que al dar contra el tejado, que cedió bajo su impacto, había recibido un golpe tremendo.

—Eso parece —respondió Nombeko—. Pero ¿por qué has entrado por el techo?

Holger 1 besó a su Celestine en la mejilla. Luego le pidió a su hermano que le sirviera un whisky doble. No, triple. Necesitaba una copa, comprobar si algún órgano interno había cambiado de sitio, ordenar sus pensamientos y estar un rato en tranquila soledad. Prometió que después lo contaría todo.

Holger 2 quiso complacer a su hermano, se levantó y salió con los demás dejándolo con el whisky, las almohadas y la caja.

La joven airada y enamorada aprovechó para observar si ya se había formado un revuelo en la calle a raíz de la ocupación. Pues no. Bueno, tampoco era tan raro. En primer lugar, vivían en una calle escasamente transitada de la periferia de una zona industrial, y con un desguace como único vecino. En segundo lugar, a simple vista, el hecho de que hubiera un camión con las ruedas pinchadas cruzado ante un portal no tenía por qué sugerirle a nadie que estaba produciéndose una ocupación.

Sin embargo, una ocupación sin público no era digna de tal nombre. Celestine decidió darle un impulso al asunto en la dirección adecuada. Así que se puso a hacer unas cuantas llamadas.

Primero telefoneó al Dagens Nyheter, después a Radio Sörmland y finalmente al Södermanlands Nyheter. En el Dagens recibieron la noticia con un bostezo: desde la perspectiva de Estocolmo, Gnesta se encontraba un poco antes del fin del mundo. Radio Sörmland de Eskilstuna le pasó el asunto a Nyköping, y allí le pidieron a Celestine que acudiera después del almuerzo. Mostraron mayor interés en el Södermanlands Nyheter, pero sólo hasta que descubrieron que la acción no había provocado reacción policial.

—Chica, ¿te parece que lo tuyo puede considerarse una ocupación, si nadie ha denunciado que hay una casa ocupada? —preguntó el redactor del diario, que tenía cierta tendencia a filosofar y probablemente fuera un burgués comodón.

La joven los mandó a los tres a la mierda. Y luego llamó a la policía.

—Policía. ¿En qué puedo servirle? —contestó la telefonista de la central de Sundvall.

—Hola, maldita esbirra. Vamos a aplastar esta condenada sociedad capitalista secuestrada por corruptos y tocanarices. ¡Vamos a devolverle el poder al pueblo!

—¿De qué se trata? —preguntó la telefonista, que ni siquiera era policía.

—Pues ahora mismo te lo cuento, jodida arpía. Hemos ocupado la mitad de Gnesta. Y si no accedéis a nuestras exigencias… —De pronto perdió el hilo. ¿De dónde había sacado eso de «la mitad de Gnesta»? ¿Y qué debía exigir? ¿Y qué haría si no se lo daban?

—¿La mitad de Gnesta? Le paso con…

—Fredsgatan número cinco. ¿Acaso estás sorda, so inepta?

—Pero ¿por qué han ocupado la mitad de Gnesta? ¿Quiénes son ustedes, por cierto?

—Ahora eso no importa. Si no vemos cumplidas nuestras exigencias, saltaremos uno tras otro del tejado, hasta que nuestra sangre anegue la sociedad entera.

No se sabe quién se sorprendió más, si la telefonista o la propia Celestine.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó la mujer—. Espere un momento, no cuelgue, le paso con…

No le dio tiempo a añadir nada, pues la joven airada colgó. Bien, el mensaje había sido transmitido, aunque no lo había expresado exactamente como había previsto, si es que había previsto algo. En cualquier caso, ahora la ocupación era real, y eso la hizo sentirse muy bien.

En ese instante, Nombeko llamó a la puerta de Celestine. Holger 1 se había bebido su doble o triple whisky y ya estaba más o menos recuperado. Tenía que contarles algo. La esperaban en el almacén; de camino, podía avisar al alfarero.

—Sé lo que hay en esa caja —declaró Holger 1.

Nombeko, que lo entendía casi todo, no entendió nada.

—¿Cómo puedes saberlo? —repuso—. Caes de las nubes y de pronto resulta que sabes algo que has ignorado durante siete años. ¿Has estado en el cielo y has vuelto? ¿Con quién hablaste?

—Cierra la boca de una vez, chica de la limpieza de mierda —masculló Holger 1.

Entonces ella supo que había estado en contacto directo con el Mossad, o bien se había topado con el ingeniero en su trayecto por el cielo. Lo que contradecía esta última hipótesis era que el ingeniero seguramente no se hallaba en ese lugar.

Holger 1 explicó que se había quedado solo en la oficina a pesar de que le habían ordenado que se fuera a casa, cuando de pronto había aparecido un espía extranjero que le había exigido que lo llevara hasta Nombeko.

—¿O hasta la chica de la limpieza? —dijo Nombeko.

El hombre, pistola en mano, lo había obligado a subirse al único helicóptero libre y le había ordenado que volara a Gnesta.

—¿Significa eso que en cualquier momento puede atravesar el techo un furioso espía extranjero? —preguntó Holger 2.

No, nada de eso. En ese momento, el espía en cuestión estaría sobrevolando el mar, donde pronto acabaría cayendo, en cuanto se quedara sin combustible. Por su parte, él había saltado del helicóptero en pleno vuelo con la intención de salvarles la vida a su hermano y a Celestine.

—Y a mí —terció Nombeko—. Por efecto colateral.

Holger 1 la fulminó con la mirada y declaró que habría preferido aterrizar directamente sobre la cabeza de Nombeko y no sobre las almohadas, pero que no era un tipo con suerte.

—Yo diría que sí has tenido algo de suerte últimamente —comentó Holger 2, superado por los acontecimientos.

Celestine saltó al regazo de su héroe, lo abrazó y besó, y aseguró que ya no aguantaba más.

—Dime lo que hay en la caja. ¡Dímelo, dímelo, dímelo!

—Una bomba atómica.

Celestine soltó a su salvador y novio. Luego reflexionó un segundo antes de resumir la situación sucintamente:

—¡Ay!

Nombeko tomó la palabra y les advirtió que, al hilo de lo que acababan de saber, era importante que procuraran no llamar la atención sobre Fredsgatan. Si empezaba a llegar gente al almacén podía ocurrir una desgracia. Y, desde luego, no sería una desgracia cualquiera.

—¡¿Una bomba atómica?! —chilló el alfarero, tratando de asimilarlo.

—Vaya, entonces es posible que haya hecho cosas poco convenientes para la actual encrucijada —admitió Celestine.

—¿A qué te refieres? —preguntó Nombeko.

De pronto resonó un megáfono en la calle:

—¡Policía! ¡Si hay alguien dentro, identifíquese ahora mismo!

—A eso me refería… —señaló la joven airada.

—¡La CIA! —exclamó el alfarero.

—¿Por qué iba a venir la CIA? ¿Sólo porque ha venido la policía? —razonó Holger 1.

—¡La CIA! —repitió el alfarero—. ¡La CIA!

—Creo que se ha atascado —señaló Nombeko—. Conocí a un intérprete que reaccionó igual cuando un escorpión le picó en un pie.

El alfarero repitió varias veces más el acrónimo, hasta que de pronto se quedó callado. Sentado en su silla, mirando al frente con la boca abierta.

—Yo creía que estaba curado —susurró Holger 2.

—¡Les habla la policía! —vociferó de nuevo el megáfono—. Si hay alguien dentro, ¡que salga! El portal está bloqueado, estamos valorando entrar por la fuerza. ¡Hemos recibido una llamada alarmante!

La joven airada explicó al grupo lo que había hecho, es decir, proclamado la ocupación de una casa, dando inicio a una guerra contra la sociedad en nombre de la democracia y utilizando el camión, entre otras cosas, como arma defensiva. También había telefoneado a la policía con fines informativos. Y, por lo visto, abierto la caja de Pandora.

—¿Qué dices que has hecho con mi camión? —preguntó Holger 2.

—¿Cómo que «tu» camión? —replicó Holger 1.

La joven le dijo a Holger 2 que no se quedara en los aspectos nimios y superficiales, que se trataba de la defensa de principios democráticos trascendentales, y que un insignificante pinchazo importaba bien poco en el actual contexto. Además, ¿cómo iba a saber ella que guardaban bombas atómicas en el almacén?

—Sólo una —la corrigió Holger 2.

—De tres megatones —especificó Nombeko, en un intento de equilibrar al alza la atenuación de su compañero.

El alfarero musitó algo ininteligible, probablemente el nombre del servicio de inteligencia con el que tenía problemas.

—«Curado» tal vez no sea la palabra más adecuada —señaló Nombeko.

Holger 2 no quiso alargar la discusión sobre el camión, pues lo hecho, hecho estaba, aunque se preguntó a qué principio democrático se referiría Celestine. Además, no se trataba de un insignificante pinchazo, sino de cuatro; pero tampoco dijo nada. En cualquier caso, tenían un problema.

—No creo que las cosas puedan empeorar —resumió.

—No te precipites —terció Nombeko—. Mira al pobre alfarero. Creo que está muerto.