13
De un reencuentro feliz y aquel que se convirtió en su apodo.

Todavía faltaba un tiempo para que le llegara su hora a uno de los residentes en Fredsgatan 5.

Holger 1 se encontraba a gusto en Helikoptertaxi, S.A. Se le daba bien su trabajo, que consistía en responder al teléfono y preparar café. A cambio, de vez en cuando tomaba una clase práctica en alguno de los tres helicópteros, e imaginaba que su sueño de secuestrar al rey estaba cada vez más cerca.

Por su parte, su joven y airada novia recorría el país en un camión con matrícula falsa, alimentando su buen humor con la esperanza de que algún día la pillaran en un control rutinario.

Las tres hermanas chinas y el americano iban de mercadillo en mercadillo vendiendo piezas antiguas a noventa y nueve coronas la unidad. Al principio, Nombeko los acompañaba para supervisarlo todo, pero, en cuanto se demostró que el negocio funcionaba, empezó a quedarse en casa. Una vez al año, la sala de subastas Bukowskis recibía una nueva pieza de la dinastía Han, que siempre tenían salida.

Las chinas tenían pensado ahorrar un poco más de dinero, cargar la Volkswagen con piezas y marcharse a Suiza en busca de su tío materno. Ya no estaban impacientes. La verdad era que aquel país (comoquiera que se llamara) resultaba rentable y bastante agradable.

El alfarero, muy implicado en el negocio con las hermanas, había reducido sus delirios a episodios esporádicos. Por ejemplo, sólo registraba una vez al mes la alfarería en busca de micrófonos ocultos. No encontró ninguno. Ni uno. Nunca. ¿Cómo lo harían esos listillos de la CIA? Era todo un misterio.

En las elecciones al Parlamento de 1991, el partido Abajo con Toda esta Mierda volvió a obtener un voto, que de nuevo fue declarado nulo. En cambio, el Partido de la Coalición Moderada recibió tantos que Suecia cambió de primer ministro. Así pues, Holger 2 vio la oportunidad de telefonear al nuevo mandamás para ofrecerle algo que sin duda no querría, pero que en cualquier caso debería aceptar. Por desgracia, el primer ministro Bildt no tuvo ocasión de decir ni que sí ni que no, pues su secretaria mantenía la misma postura que la de su antecesor en cuanto a las llamadas que podía pasarle y las que no. Y cuando Holger lo intentó con el mismo rey de hacía cuatro años, le contestó el mismo secretario real de la última vez. Aunque ahora con más arrogancia.

Nombeko comprendía perfectamente que Holger 2 exigiera que la bomba fuese entregada al primer ministro y a nadie más. Salvo que el rey se cruzara por casualidad en su camino, claro.

Pero después de casi cuatro años y un cambio de gobierno, acabó entendiendo que había que ser alguien para poder acercarse al primer ministro sueco sin provocar una gran alarma. Óptimamente, el presidente de otro país o, al menos, el dueño de alguna empresa con miles de empleados. O artista: ese mismo año, una sueca llamada Carola había cantado una canción sobre que estaba atrapada en una tempestad y había ganado un festival que, por lo visto, se había emitido en las televisiones de todo el mundo; Nombeko no sabía si Carola había conocido al primer ministro, pero sí que él le había enviado un telegrama. O una estrella del deporte: seguro que, en sus mejores tiempos, ese tal Björn Borg habría conseguido todas las audiencias que quisiera. Tal vez incluso ahora.

Lo importante era ser alguien. Precisamente lo que el inexistente Holger 2 no era, mientras que ella sí, pero ilegal.

Sin embargo, hacía cuatro años que no estaba encerrada tras unas vallas electrificadas. Como deseaba que la situación siguiera así, prefería que la bomba permaneciera donde estaba un tiempo más si era menester, mientras ella aprovechaba para continuar leyendo con afán los volúmenes de la biblioteca local.

Entretanto, Holger 2 amplió la empresa añadiendo toallas y pastillas de jabón para hoteles. Almohadas, cojines, toallas y pastillas de jabón no eran lo que había imaginado en su juventud, cuando soñaba con alejarse de su padre, pero tendría que conformarse.

A principios de 1993 reinaba una satisfacción moderada, tanto en la Casa Blanca como en el Kremlin. Estados Unidos y Rusia acababan de dar un paso adelante en el control mutuo de sus respectivos arsenales nucleares. Además, los acuerdos START II habían establecido las bases para un nuevo desarme.

Tanto George Bush como Boris Yeltsin consideraban que la Tierra se había convertido en un lugar más seguro.

Claro que ninguno de los dos había estado nunca en Gnesta.

Ese mismo verano, las posibilidades de las hermanas chinas de ampliar sus actividades lucrativas en Suecia disminuyeron. Todo por culpa de un marchante de arte de Söderköping que descubrió que se vendían gansos de la dinastía Han en los mercadillos del país. Adquirió doce unidades y las llevó a Bukowskis, donde pretendió que se las pagaran a doscientas veinticinco mil coronas cada una. Pero sólo obtuvo unas esposas y una orden de prisión preventiva. Era imposible que hubiera otros doce gansos de la dinastía Han, además de los cinco que la casa de subastas había adquirido en el último lustro.

Cuando el intento de estafa apareció en la prensa, Nombeko tomó buena nota e informó a las chinas: en adelante, bajo ningún concepto se acercarían a Bukowskis, con o sin testaferro.

—¿Por qué no? —preguntó Hermana Pequeña, que carecía de la facultad de advertir los peligros.

Nombeko dijo que no valía la pena explicárselo a alguien que no lo entendería, pero que de todas formas tendrían que obedecerla.

Entonces las hermanas se dieron cuenta de que aquella etapa había tocado a su fin. Ya habían reunido dinero suficiente, y no llegarían a ahorrar mucho más si se sometían a la mísera política de precios del alfarero.

Así que cargaron la furgoneta Volkswagen con doscientas sesenta piezas de barro de antes de Cristo recién fabricadas, se despidieron de Nombeko con un abrazo y partieron con destino a Suiza, el tío materno Cheng Tao y su tienda de antigüedades. Los gansos se venderían a cuarenta mil dólares y los caballos a setenta mil. Además, varias piezas habían salido tan mal que podían considerarse valiosas obras únicas cuyo precio, por tanto, oscilaba entre los ciento sesenta y los trescientos mil dólares. El alfarero chiflado retomó sus periplos por los mercadillos vendiendo ejemplares propios de las mismas piezas por treinta y nueve coronas, feliz por no tener que transigir con el precio.

Al despedirse, Nombeko les dijo a las chinas que los precios que barajaban seguramente serían razonables en Suiza, teniendo en cuenta lo antiguas y bellas que eran las piezas, sobre todo para un ojo poco entrenado. Sin embargo, por si resultaba que los suizos no eran tan fáciles de engañar como los suecos, les aconsejó que se esmerasen en los certificados de autenticidad.

Hermana Mayor repuso que no había de qué preocuparse. Si bien su tío materno, como todo el mundo, tenía sus defectillos, en el arte de falsificar certificados de autenticidad era inigualable. Era cierto que había estado encerrado cuatro años en Inglaterra, pero había sido por culpa de un chapucero de Londres que expedía verdaderos certificados de autenticidad tan lamentables que, a su lado, los de su tío parecían demasiado impecables. Los sagaces sabuesos de Scotland Yard enviaron al chapucero a la cárcel, convencidos de que sus certificados eran falsos. Hubieron de pasar tres meses hasta que la verdad inversa quedó al descubierto: es decir, que los falsos eran los de Cheng Tao y los auténticos los del chapucero.

Cheng Tao había aprendido la lección. Ahora ya no era tan perfeccionista en su trabajo. Más o menos como cuando ellas partían una oreja de los caballos de la dinastía Han para elevar su precio. Todo iría bien, le prometieron.

—¿Inglaterra? —se sorprendió Nombeko, pues no estaba segura de que las chicas diferenciaran entre Gran Bretaña y Suiza.

No, eso ya era historia. Durante su estancia en prisión, su tío compartió celda con un timador suizo que había perfeccionado su trabajo a tal extremo que le cayó el doble de años. Como el suizo no necesitaría su identidad durante una buena temporada, se la prestó a su tío, probablemente sin saberlo. Huelga decir que su tío no solía pedir permiso cuando tomaba algo prestado. El día que lo soltaron, la policía estaba esperándolo en la verja con intención de enviarlo a Liberia, puesto que desde allí había llegado a Inglaterra. Pero entonces resultó que el chino no era africano sino suizo, así que lo expulsaron a Basilea. O tal vez a Berna. O a Bonn. Posiblemente a Berlín. En cualquier caso, a Suiza.

—¡Adiós, querida Nombeko! —exclamaron las hermanas en xhosa, y a continuación partieron.

—le dijo Nombeko a la furgoneta Volkswagen—. ¡Suerte!

Mientras las veía alejarse, dedicó unos segundos a calcular las probabilidades estadísticas de que tres refugiadas ilegales chinas que no distinguían Basilea de Berlín fueran capaces de cruzar Europa en una furgoneta Volkswagen sin seguro, encontrar Suiza, entrar en el país y, una vez allí, dar con su tío materno.

Dado que no volvió a verlas, nunca supo que muy pronto las hermanas decidieron atravesar Europa en línea recta, hasta tropezar con el país que buscaban. Pensaron que ir recto era lo acertado, pues por todos lados había postes indicadores que nadie en su sano juicio podría entender. Nombeko tampoco se enteró de que la Volkswagen con matrícula sueca superó los diversos controles fronterizos y llegó finalmente a Suiza. Tampoco se enteró de que lo primero que hicieron las hermanas en tierras helvéticas fue entrar en un restaurante chino para preguntar si, por casualidad, el propietario conocía al señor Cheng Tao. Como cabía esperar, no lo conocía, pero conocía a alguien que podía conocerlo, que conocía a alguien que quizá lo conocía, que conocía a alguien que decía que tenía un hermano que posiblemente tenía un inquilino con ese nombre. Las chicas encontraron a su tío materno en un suburbio de Basilea. El reencuentro fue muy emotivo.

Pero Nombeko nunca llegó a saberlo.

En Fredsgatan, Holger 2 y Nombeko se habían hecho inseparables. Ella sentía que la sola presencia de él bastaba para alegrarla. Y él se sentía orgulloso cada vez que ella abría la boca: era la persona más inteligente que conocía, y la más guapa.

Seguían aunando esfuerzos con ahínco para concebir un hijo, esperanzados, sin tener en cuenta las complicaciones que acarrearía. Pero la frustración de la pareja iba en aumento, porque sus intentos se revelaban vanos. Era como si se hubieran quedado estancados en la vida y sólo un hijo pudiera sacarlos del atolladero.

Acabaron convenciéndose de que era culpa de la bomba. Si se deshacían de ella, seguro que tendrían un hijo. Sabían que la relación bomba-niño era difícil de establecer desde un prisma racional, pero cada vez aplicaban más sentimientos y menos sentido común. Por ejemplo, una vez trasladaron sus actividades eróticas a la alfarería. Nuevo lugar, nuevas posibilidades. O no.

Nombeko seguía guardando veintiocho diamantes en bruto en el forro de una chaqueta que ya no usaba. Tras aquel primer y malogrado intento de vender uno, años atrás, no había querido volver a correr riesgos. Pero poco a poco había retomado aquella idea. Porque si Holger 2 y ella tuvieran mucho dinero, podrían encontrar maneras de acceder a aquel pelma de primer ministro. Era una pena que Suecia fuera un país tan irremediablemente ajeno a la corrupción, pues de lo contrario podrían haberse abierto camino mediante el soborno.

Holger asintió con la cabeza, pensativo. ¿Y si lo de sobornar no fuera tan mala idea? Decidió probarlo de inmediato: buscó el número de teléfono del Partido de la Coalición Moderada, llamó, se presentó como Holger y dijo que estaba considerando la posibilidad de donarles dos millones de coronas, siempre y cuando pudiera reunirse con su líder (y primer ministro) a solas.

En la secretaría del partido se mostraron sumamente interesados. Sin duda, podrían arreglar una reunión con Carl Bildt, si antes el señor Holger tenía la amabilidad de contarles quién era y su propósito y darles su nombre y dirección.

—Me temo que prefiero permanecer en el anonimato —replicó.

Entonces le dijeron que él podía quedarse donde quisiera, faltaría más, pero que había ciertas medidas de seguridad en torno al líder del partido y jefe de gobierno.

La mente de Holger iba a cien por hora: fingiría ser su hermano, con dirección en Blackeberg y empleo en Helikoptertaxi, S.A., en Bromma.

—Así pues, ¿me garantizan que podré reunirme con el primer ministro?

La secretaría no podía prometérselo, aunque harían todo lo posible.

—¿O sea que tengo que donar dos millones para luego, si todo va bien, tal vez reunirme con él?

Más o menos. Sin duda, el señor lo entendería.

No, el señor no lo entendía. Frustrado porque resultara tan condenadamente difícil hablar con un primer ministro, respondió que los moderados ya podían ir buscándose a otro a quien sacarle el dinero y, tras desearles el mayor batacazo de la historia en las siguientes elecciones, colgó.

Entretanto, Nombeko había estado pensando. El primer ministro no debía de estar el día encerrado en la sede del gobierno. De hecho, se reunía con gente, desde jefes de Estado hasta su equipo de colaboradores. Además, seguro que veía la tele de vez en cuando. Y hacía declaraciones ante los periodistas a diestro y siniestro. Sobre todo a diestro.

Dado que era poco probable que Holger o Nombeko consiguieran hacerse pasar por jefes de Estado de un país extranjero, parecía más sencillo lograr un trabajo en el gabinete del gobierno, o en las inmediaciones, aunque no sería fácil. Holger 2 ya podía irse preparando para matricularse en la universidad, aunque antes tendría que hacer el examen de ingreso. Entonces estudiaría lo que él quisiera en nombre de su hermano, siempre y cuando eso lo acercara al primer ministro. Además, no sería necesario seguir con la empresa de almohadas si conseguían vender la fortuna de la chaqueta.

Él captó al vuelo las intenciones de Nombeko. ¿Ciencias Políticas? ¿O Económicas? Eso suponía varios años en la universidad, y luego, tal vez no conseguiría nada. Sin embargo, no había muchas alternativas, a menos que quisieran quedarse como estaban hasta el final de los tiempos, o hasta que Holger 1 se convenciera de que nunca aprendería a pilotar un helicóptero, o hasta que la joven airada se hartara de que la policía no le diese caza. Eso si para entonces aquel loco americano no había provocado alguna catástrofe. Por otro lado, Holger 2 siempre había deseado cursar estudios superiores.

Nombeko abrazó a su Holger, confirmando así que ahora, a falta de un hijo, tenían algo parecido a un plan. Era una sensación maravillosa. Sólo faltaba encontrar un modo seguro de vender los diamantes.

Nombeko seguía dándole vueltas a cómo contactar con un comerciante de diamantes digno de confianza cuando se dio de bruces con la solución. El afortunado suceso se produjo en la acera frente a la biblioteca de Gnesta. Se llamaba Antonio Suárez, era chileno y en 1973 se había trasladado a Suecia con sus padres a raíz del golpe de Estado en su país. Casi nadie, ni siquiera de entre sus amistades, conocía su nombre, lo llamaban simple y llanamente el Joyero, aunque era cualquier cosa menos eso.

Sí era cierto que había trabajado de dependiente en la única joyería de Gnesta, pero básicamente con el objeto de organizarlo todo para que su hermano pudiese desvalijar la tienda. El golpe salió bien, pero al día siguiente su hermano decidió celebrarlo por su cuenta y, como una cuba, se subió en su coche y acabó detenido por una patrulla de policía que lo pilló pisando a fondo el acelerador y haciendo eses.

El hermano, que era perdidamente romántico, empezó alabando la delantera de la oficial que bajó del coche patrulla, lo que le valió un puñetazo que lo hizo caer rendido de amor: no había nada más irresistible en este mundo que una mujer con agallas. Apartando el alcoholímetro en el que la indignada oficial le pidió que soplara, se sacó del bolsillo un anillo de diamantes valorado en doscientas mil coronas y se le declaró.

Acto seguido fue esposado y trasladado al calabozo más cercano. Cuando los policías ataron cabos, el hermano del borracho también acabó entre rejas, a pesar de negarlo todo.

—No he visto a este hombre en mi vida —declaró ante el fiscal en el juzgado de Katrineholm.

—Pero es su hermano, ¿no?

—Sí, pero no lo había visto nunca.

Sin embargo, el fiscal tenía argumentos de peso. Entre otros, fotografías de los hermanos juntos desde la temprana infancia en adelante, la circunstancia de que estuvieran empadronados en la misma dirección en Gnesta, así como que la policía hallara la mayor parte del botín en el armario ropero que compartían. Además, los honrados padres de los hermanos testificaron en su contra.

A aquel que a partir de entonces sería conocido como el Joyero le cayeron cuatro años de cárcel, los mismos que a su hermano. Pasado ese tiempo, su hermano volvió a Chile, mientras que él decidió intentar ganarse la vida vendiendo baratijas importadas de Bolivia. La idea era ahorrar un millón de coronas y jubilarse en Tailandia. Había coincidido con Nombeko en la plaza del mercado. No es que se trataran directamente, pero solían saludarse.

El problema era que la clientela de los mercadillos no parecía valorar un corazón de plata boliviana hecho de plástico. Tras dos años de dura labor, pensaba, deprimido, que todo era una mierda (lo que esencialmente era cierto). Había ahorrado ciento veinticinco mil coronas en su carrera hacia el millón, pero ya no aguantaba más. Y así, una tarde de sábado se dirigió a Solvalla sumido en total abatimiento. Una vez allí, se jugó todo su dinero en las carreras de caballos con intención de perderlo y luego echarse en un banco del parque de Humlegården a esperar la muerte.

Pero sucedió que todos los caballos por los que había apostado dieron la talla (nunca lo habían hecho hasta ese día), y cuando acabaron las carreras, un único ganador con siete aciertos firmó un recibí por treinta y seis coma siete millones de coronas, de las que cobró doscientas mil en mano.

El Joyero aparcó su plan de aguardar la muerte en un banco del parque y se fue al Café de la Ópera a emborracharse.

Y le salió mejor de lo esperado. A la mañana siguiente se despertó en la suite del Hilton de Slussen, vistiendo sólo calcetines y calzoncillos, cuya presencia suscitó su primera reflexión: quizá no había pasado una noche tan divertida como se merecía. Pero no recordaba nada.

Pidió el desayuno en la habitación. Mientras degustaba los huevos revueltos y el champán, decidió lo que haría con su vida. Desechó la idea de Tailandia. Se quedaría en Suecia y abriría un negocio serio.

El Joyero sería joyero.

Por pura malicia, compró un local contiguo a la joyería atracada. Puesto que Gnesta era Gnesta, un lugar donde una sola joyería ya sobraba, en menos de medio año el Joyero desbancó a su antiguo jefe; el mismo hombre, por cierto, que había amenazado con llamar a la policía la vez que Nombeko había visitado su negocio.

Una mañana de mayo de 1994, de camino al trabajo, el Joyero se topó con una mujer negra frente a la biblioteca. ¿Dónde la había visto antes?

—¡Hola, Joyero! —lo saludó ella—. ¡Cuánto tiempo! ¿Qué tal te va la vida?

Ah, sí, era la mujer que recorría los mercadillos con el americano loco y las tres hermanas chinas con los que era imposible llegar a nada.

—Bien, gracias —respondió él—. Podría decirse que he cambiado los corazones de plata boliviana de plástico por piezas de verdad. Ahora soy joyero.

La noticia asombró a Nombeko. De pronto y sin esfuerzo por su parte, había conseguido un contacto en el círculo de joyeros suecos. Además, con uno que tenía una moral probadamente laxa, si no ausente.

—¡Fantástico! —exclamó—. Entonces supongo que a partir de ahora deberé llamarte «señor joyero». ¿Estaría interesado en hacer unos negocios, señor joyero? Resulta que tengo unos diamantes en bruto y me gustaría cambiarlos por dinero.

El Joyero pensó que los caminos de Dios eran realmente inescrutables. Aunque siempre le había rezado, pocas veces había recibido algo a cambio, y el asunto del atraco debería haberlo perjudicado en su relación con lo divino. Sin embargo, el Señor le enviaba una perita en dulce.

—Tengo sumo interés en los diamantes en bruto, señorita… Nombeko, ¿no?

Hasta entonces, los negocios no le habían ido como él esperaba. Pero ahora podría abandonar los planes de atracar su propia joyería.

Tres meses después, los veintiocho diamantes tenían nuevos propietarios, y Nombeko y Holger una mochila rebosante de dinero. Diecinueve millones seiscientas mil coronas, seguramente un cincuenta por ciento menos que si no hubiera sido imprescindible llevar el negocio de manera tan discreta. Pero ya lo dijo Holger 2:

—Bueno, diecinueve millones seiscientas mil son diecinueve millones seiscientas mil.

Él, por su parte, acababa de inscribirse para las pruebas de acceso a la universidad de otoño. Brillaba el sol y los pájaros cantaban.