12
Del amor encima de una bomba atómica y una política de precios diferenciada.

La vida era complicada para Holger y Nombeko. Pero no eran los únicos que atravesaban una situación compleja en aquellos tiempos. Los países y las cadenas de televisión del mundo entero se devanaban los sesos pensando en cómo posicionarse respecto al concierto de celebración del septuagésimo cumpleaños de Nelson Mandela, en junio de 1988. Al fin y al cabo, Mandela era un terrorista, y sin duda habría seguido siéndolo si una creciente retahíla de estrellas mundiales no hubiera manifestado su voluntad de participar en el espectáculo, que se celebraría en el estadio de Wembley, en Londres.

Para muchos, la solución fue limitarse a informar del acontecimiento. Por ejemplo, se llegó a decir que la Fox, que emitió el concierto en diferido, había expurgado todo contenido político, tanto de los discursos como de las canciones, para no irritar a la Coca-Cola, que había comprado espacios publicitarios durante toda la retransmisión.

A pesar de todo, más de seiscientos millones de personas de sesenta y siete países vieron el concierto. De hecho, sólo un país silenció completamente el acontecimiento.

Sudáfrica.

* * *

Unos meses después, en las elecciones al Parlamento sueco, los socialdemócratas e Ingvar Carlsson lograron mantenerse en el poder.

Por desgracia.

No es que Holger 2 y Nombeko valoraran negativamente dicho resultado desde un prisma ideológico. El problema era que resultaría inútil insistir en la cancillería si Carlsson seguía allí. La bomba se quedaría en el almacén otros cuatro años.

En otro orden de cosas, lo más destacado de las elecciones fue que el Partido Verde, como nuevo movimiento político, obtuvo representación en el Parlamento. Menos interés despertó que el inexistente partido Abajo con Toda esta Mierda obtuviera un voto que fue declarado nulo, emitido por una chica de Gnesta que acababa de cumplir los dieciocho.

El 17 de noviembre de 1988, Nombeko llevaba exactamente un año en la comunidad de la casona ruinosa. Para celebrarlo, preparó una tarta que colocó encima de la caja. Las hermanas chinas habían llegado al mismo tiempo que ella, pero no estaban invitadas a la fiesta. Sólo estarían Holger 2 y Nombeko. Él lo había querido así. Y ella también.

Nombeko pensó que Holger estaba muy mono y le plantó un beso en la mejilla.

En su vida adulta, Holger 2 había soñado con existir, en el sentido de llevar una vida normal con esposa e hijos y un trabajo honrado, cualquiera que no tuviera que ver con almohadas ni cojines. Ni con la casa real.

Padre, madre e hijo…: ¡no pedía nada más! Él nunca había tenido una infancia. Cuando sus compañeros de clase colgaban pósters de Batman y Jocker en sus habitaciones, él debía contentarse con el retrato del presidente de Finlandia.

Pero ¿sería capaz de encontrar a una madre potencial de sus eventuales hijos con quien formar una hipotética familia? Una a quien le bastara con que su marido sólo existiera para ella y los niños, no para el resto de la sociedad. Y con que la familia viviera en una casa medio en ruinas. Y con que el juego que tuvieran más a mano fuera una guerra de cojines alrededor de una bomba atómica.

No, era obvio que eso jamás pasaría.

Lo único que pasaba era el tiempo.

Precisamente, a medida que transcurrían los meses, Holger 2 iba tomando conciencia de que Nombeko, en cierto modo, existía tan poco como él… Y estaba más implicada en el asunto de la bomba que él. Y en general era bastante… maravillosa.

Y ahora, ese beso en la mejilla.

Así que se decidió. No era sólo la mujer a la que más deseaba, sino también la única disponible. Si en esas circunstancias no probaba suerte, no se merecía nada mejor.

—Bueno, verás, Nombeko… —dijo.

—¿Sí, querido Holger?

¿Lo había llamado «querido»? Entonces, ¡había esperanza!

—Si pretendiera acercarme un poco más…

—¿Sí?

—¿Sacarías las tijeras?

Nombeko aseguró que las tijeras estaban muy bien donde estaban, en un cajón de la cocina. Y añadió que en realidad hacía tiempo que deseaba que Holger hiciera exactamente eso, acercarse un poco más. Ambos estaban a punto de cumplir los veintiocho y Nombeko nunca había estado con nadie. En Soweto era una niña, y luego había estado encerrada once años, rodeada básicamente de hombres repulsivos de una raza prohibida. Pero ahora se daba la feliz circunstancia de que lo prohibido allí no lo estaba aquí. Y de un tiempo a esta parte, dijo, Nombeko sentía que Holger era todo lo contrario de su gemelo. Así que, si él quería… ella también querría.

A Holger le costaba respirar. Que fuera todo lo contrario de su hermano era lo más bonito que le habían dicho en su vida. Reconoció que tampoco tenía experiencia en… eso. O sea, él nunca… Y luego había tenido ese problema con… su padre… ¿Nombeko se refería a que ellos…?

—¿Por qué no te callas y te acercas más? —propuso ella.

Naturalmente, una persona que no existe está muy indicada para unirse a otra que tampoco existe. Nombeko se había escapado del campamento de refugiados de Upplands Väsby apenas unos días después de su llegada, y luego había desaparecido de la faz de la Tierra. Un año más tarde, pusieron «desaparecida» entre paréntesis delante de su nombre en un registro sueco. No tuvo tiempo de obtener un permiso de residencia.

Holger, por su parte, seguía sin haber hecho nada respecto a su prolongada inexistencia. El asunto era delicado, más aún dado lo que sentía por Nombeko. Si las autoridades empezaban a investigarla con el objeto de confirmar su historia, podía suceder cualquier cosa, incluido que descubrieran a Nombeko y la bomba. En ambos casos, él se arriesgaba a perder esa dicha familiar antes de haberla encontrado.

En este contexto, puede parecer contradictorio que Holger y Nombeko decidieran tan pronto tener un hijo, convencidos de que sería mejor para ellos.

Nombeko soñaba con una niña que no hubiera de transportar mierda desde los cinco años ni aguantar a una madre que viviera de disolvente hasta dejar de vivir. A Holger le traía sin cuidado el sexo de la criatura, lo importante era que creciera sin que le lavaran el cerebro.

—Entonces, ¿una niña que pueda pensar lo que quiera del rey? —resumió Nombeko, y se acercó a su Holger entre las almohadas y cojines.

—Con un padre que no existe y una madre que se ha fugado. No es un mal comienzo.

Nombeko se acercó aún más.

—¿Más? —dijo Holger.

Sí, por favor.

Pero ¿encima de la caja? Le pareció inquietante hasta que Nombeko le aseguró que la bomba no estallaría por más que ambos se acercaran.

Aunque el arte culinario de las hermanas chinas era realmente extraordinario, la sala del piso de la cuarta planta estaba pocas veces completa. Holger 1 trabajaba en Bromma. Celestine estaba fuera a menudo, entregando almohadas. El alfarero americano se ceñía a sus provisiones de conservas para no exponerse a riesgos innecesarios (sólo él sabía cuál era la naturaleza de tales riesgos). En ocasiones, también sucedía que Holger 2 y Nombeko preferían irse al centro de Gnesta para disfrutar de una cena romántica.

Si el dicho «caldear para las cornejas», es decir, caldear la habitación en vano, hubiera existido en dialecto wu, habría reflejado más o menos lo que las hermanas estaban viviendo. Y no sacaban dinero con su trabajo, ni aquello las acercaba a su tío materno en Suiza.

En su ingenuidad, decidieron abrir un restaurante. Esta idea cobró fuerza cuando se enteraron de que, hasta entonces, el único local de comida china de Gnesta lo regentaba un sueco, con dos empleadas tailandesas en los fuegos en aras de la credibilidad. Que unos tailandeses prepararan platos de la gastronomía china debería ser ilegal, pensaban las hermanas, y pusieron un anuncio en una revista local: el restaurante Pequeña Pekín acababa de abrir sus puertas en Fredsgatan.

—Mirad lo que hemos hecho —dijeron orgullosas al mostrarle el anuncio a Holger 2.

Cuando se hubo recuperado del susto, él les explicó que lo que habían hecho era publicitar un negocio sin licencia en un caserón ruinoso en el que no tenían permiso para vivir y en un país en el que no podían estar. Para colmo, estaban a punto de infringir al menos ocho de las normativas más severas de la Agencia de Seguridad Alimentaria.

Las chinas lo miraron extrañadas. ¿Quiénes eran las autoridades para opinar sobre dónde y cómo preparaban ellas su comida y a quién se la vendían?

—Bienvenidas a Suecia —ironizó Holger 2, que conocía el país que no lo conocía a él.

Afortunadamente, el anuncio se había impreso en tamaño diminuto, y además en inglés. De modo que la única persona que apareció aquella noche fue la concejala de Medio Ambiente, no para cenar, sino para cerrar lo que se acababa de abrir.

Sin embargo, Holger 2 le interceptó el paso ya en el portal y la tranquilizó asegurándole que el anuncio había sido una travesura. Naturalmente, en aquel caserón ni se servían comidas ni vivía nadie. Allí sólo almacenaban almohadas y cojines. Por cierto, ¿no estaría interesada la concejala en adquirir un lote de cien almohadas a buen precio? Tal vez podían parecer muchas para un pequeño municipio, pero es que se vendían por cajas.

No, la funcionaria no quería almohadas. En el Ayuntamiento de Gnesta tenían a mucha honra mantenerse despiertos durante la jornada laboral y, como él mismo podía constatar, también justo después. No obstante, se conformó con la explicación de Holger y se fue a casa.

El peligro inminente había pasado, pero Holger 2 y Nombeko se dieron cuenta de que debían hacer algo con las hermanas chinas, que empezaban a mostrarse impacientes y deseosas de lanzarse a la siguiente etapa de sus vidas.

—Ya lo hemos intentado con maniobras de distracción en otras ocasiones —dijo él, refiriéndose al trabajo con helicópteros de Holger 1 y a la alegría de su novia al conducir ilegalmente un camión con matrícula falsa—. Podríamos volver a probarlo.

—Déjame pensarlo —pidió Nombeko.

* * *

Al día siguiente fue a visitar al alfarero americano para charlar un rato. Naturalmente, tuvo que escuchar otra de sus peroratas, en este caso acerca de que todas las conversaciones telefónicas de Suecia se grababan y las analizaba el personal de una planta entera de la oficina central de la CIA allá en Virginia.

—Menuda planta ha de ser —comentó Nombeko sin prestarle mucha atención.

El alfarero siguió explayándose sobre el particular, y los pensamientos de ella se centraron en las chinas. ¿Qué podían hacer, ahora que la opción del restaurante quedaba excluida? ¿Qué sabían hacer?

Bueno, envenenar perros, aunque los envenenaban demasiado. Y tampoco es que pudieran sacar un provecho económico inmediato de dicho talento en Gnesta y alrededores. También sabían modelar gansos de la dinastía Han. ¿Tal vez eso sí serviría? Contaban con una alfarería y con un alfarero chiflado. ¿Sería buena idea asociarlo con las chinas?

La idea empezó a moldearse en su cabeza.

—Reunión esta tarde a las tres —dijo, cuando el alfarero apenas había llegado a la mitad de su argumentación sobre las escuchas.

—¿Para qué?

—A las tres —repitió Nombeko.

Exactamente a la hora convenida, volvió a llamar a la puerta del americano psicótico. La acompañaban tres chinas sudafricanas.

—¿Quién es? —preguntó el alfarero desde detrás de la puerta.

—El Mossad —contestó Nombeko.

El antiguo ingeniero, que carecía de sentido del humor, abrió al reconocer la voz. Casi no conocía a las chinas, ya que, como se ha dicho, por razones de seguridad prefería sus propias conservas a las delicias de las hermanas.

A fin de que sus relaciones empezaran de la mejor manera, Nombeko le explicó que las muchachas pertenecían a una minoría de Cao Bang, al norte de Vietnam, donde se habían dedicado al cultivo pacífico de opio, hasta que los espantosos americanos las habían expulsado.

—Lo siento mucho, de verdad —declaró él, que se tragó la patraña.

Entonces Nombeko cedió la palabra a Hermana Mayor, que contó lo bien que se les había dado en su día fabricar alfarería de dos mil años de antigüedad, pero que ahora ya no tenían acceso a un local industrial y además su querida madre, la jefa de diseño, seguía en Sudáfrica.

—¿Sudáfrica? —se extrañó el anfitrión.

—Vietnam —se apresuró a rectificar Hermana Mayor.

Añadió que, si el señor alfarero fuera tan amable de permitirles el acceso a su alfarería y encargarse de crear las piezas de la dinastía Han, ellas se comprometían a ayudarlo con sus consejos. Además, eran expertas en trabajar la superficie de las piezas en la última fase de fabricación, para así obtener auténticos gansos de la susodicha dinastía. O casi auténticos.

Muy bien. Hasta aquí, el alfarero se mostró de acuerdo. En cambio, la segunda parte de la conversación, acerca de la política de precios, fue más complicada. A él le parecía que treinta y nueve coronas era un precio aceptable, mientras que las chicas habían pensado en treinta y nueve mil. Dólares.

Nombeko no quería meterse, pero al final terció:

—¿Y si cada cual pone su precio?

Contra todo pronóstico, la colaboración llegó a funcionar. Pronto el americano aprendió el aspecto que debían tener los gansos, y llegó a perfeccionar tanto los caballos de la dinastía Han que le partía una oreja a cada ejemplar para que parecieran más auténticos. Luego enterraban la pieza acabada en el terreno de detrás de la alfarería, y las chinas echaban abono de pollos y orina para que envejecieran dos mil años en tres semanas. En cuanto a la política de precios, al final acordaron dos categorías diferenciadas: una a treinta y nueve coronas la pieza, que se vendería en los mercadillos de Suecia, y otra a treinta y nueve mil dólares, con el apoyo de un certificado de autenticidad que pergeñó Hermana Mayor, que había sido instruida por su madre, que a su vez lo había aprendido de su hermano, el maestro de maestros Cheng Tao.

Todos pensaron que era un buen apaño. Las ventas iniciales también fueron prometedoras. Ya el primer mes consiguieron despachar diecinueve piezas: dieciocho para el mercado de Kivik y una para la renombrada casa de subastas Bukowskis. Sin embargo, poner a la venta las piezas a través de los prestigiosos anticuarios de Estocolmo no era sencillo, a menos que uno quisiera que lo encerraran, experiencia que Nombeko y las chicas no deseaban repetir. Por eso, mediante la Asociación China de Estocolmo localizaron a un jardinero jubilado que, después de treinta años en Suecia, estaba a punto de volver a Shénzhen. A cambio de un diez por ciento de comisión aceptó constar como vendedor ante la casa de subastas. Aunque el certificado de autenticidad estaba muy logrado, existía el riesgo de que la verdad saliera a relucir un par de años después. Si eso ocurría, sería difícil que el largo brazo de la ley se estirara hasta Shénzhen, ciudad de once millones de habitantes, el entorno ideal para cualquier chino con motivos para huir de la policía sueca.

Nombeko se encargaba de la contabilidad.

—Resumiendo, durante el primer mes contable hemos ingresado setecientas dos coronas de la venta en mercadillos y doscientas setenta y tres mil (menos la comisión) de la casa de subastas —dijo—. Los costes suman seiscientas cincuenta coronas por los gastos de viaje de ida y vuelta al mercadillo de Kivik.

Así pues, el beneficio neto del alfarero durante el primer mes ascendió a cincuenta y dos coronas. Incluso él comprendió que una de las áreas de negocio era más rentable que la otra. Por otro lado, no podían recurrir a la casa de subastas Bukowskis demasiado a menudo. Si aparecía un nuevo ganso de la dinastía Han nada más haberse subastado el anterior, pronto recelarían a pesar del certificado de autenticidad. Deberían limitarse a un ganso al año. Y sólo si encontraban a otro testaferro a punto de largarse a China.

Con los beneficios del primer mes, las hermanas y el americano compraron una furgoneta Volkswagen de segunda mano y luego ajustaron el precio de venta al público a noventa y nueve coronas; fue imposible conseguir que el alfarero cediera más. En cambio, añadió su colección saigonesa amarillo napalm al negocio común, y así consiguieron ingresar alrededor de diez mil coronas al mes en su nueva empresa, mientras esperaban el momento para una nueva venta en Bukowskis. Sobraba y bastaba para todo el equipo. Al fin y al cabo, vivir les salía barato.