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De cómo todo se arregló por casualidad de la mejor manera posible.

Las hermanas chinas, que habían sido responsables de la cocina en Pelindaba, pronto se hartaron del pudin, de las salchichas y del pan crujiente, y empezaron a cocinar para ellas y para todos los inquilinos de Fredsgatan. Puesto que realmente sabían cocinar, Holger 2 financió encantado la empresa con los beneficios de la empresa de almohadas y cojines.

Al mismo tiempo, por iniciativa de Nombeko, consiguió que la joven airada aceptara hacerse cargo de la distribución. Reticente al principio, la chica empezó a interesarse por la propuesta cuando Holger 2 le explicó que debería conducir ilegalmente un camión con matrícula falsa.

En efecto, había una razón de tres megatones de peso para que la joven colérica no atrajera a la policía hasta Fredsgatan (aunque ella no lo sabía). La matrícula del camión era robada y por tanto no llevaría a la policía hasta Gnesta. Pero la chófer tenía diecisiete años y carecía de carnet de conducir. Por eso la aleccionaron para que, si se veía atrapada en un control, no dijera nada, ni siquiera su nombre.

Como la joven airada declaró que no se creía capaz de mantenerse callada frente a la policía, por lo mal que le caía, Holger 2 le propuso que en vez de hablar cantara. De esta forma los irritaría sobremanera, pero no revelaría nada comprometedor.

Una cosa llevó a la otra, y al final Holger 2 y la joven llegaron a un acuerdo: en caso de que la detuvieran, Celestine se presentaría como Édith Piaf, se haría un poco la loca (cosa que, desde el punto de vista de Holger 2, no le costaría ningún esfuerzo) y entonaría Non, je ne regrette rien. Sólo eso, hasta que le dieran la posibilidad de hacer una llamada, y entonces telefonearía a Holger 2. La conversación se limitaría a entonar la misma melodía, él se haría cargo de lo que pasaba. Holger 2 dejó que creyera que, en ese caso, iría a su rescate inmediatamente, cuando en realidad sus intenciones eran hacer desaparecer la bomba del almacén mientras ella permanecía a buen recaudo.

—¡Uau, será guay tomarle el pelo a la pasma! ¡Odio a esos fascistas! —exclamó la joven, y prometió que se aprendería de memoria la letra del clásico de la chanson.

Parecía tan entusiasmada que Holger 2 se vio obligado a subrayar que el hecho de que la policía la detuviera no era un fin en sí mismo. Al contrario, entre los cometidos de repartidora de almohadas y cojines no entraba que intentara acabar en prisión.

Ella asintió con la cabeza, menos contenta.

¿Lo había entendido?

—¡Que sí, joder! Lo he entendido.

Paralelamente, Nombeko se superó a sí misma para lograr que Holger 1 pensara en algo que no fuera la caja. Su idea consistía en enviarlo a una academia para que se sacara la licencia de piloto de helicópteros. No veía ningún riesgo en animarlo a efectuar su proyecto, ya que si un alumno normal tardaba como mínimo un año en obtener la licencia, Holger 1 tardaría cuatro, con suerte. Un lapso de tiempo más que razonable para que Nombeko y Holger 2 se ocuparan de la bomba.

Sin embargo, al estudiar el programa del curso, vieron que Holger 1 tendría que examinarse en sistemas de navegación, seguridad aérea, planificación de vuelo, meteorología, navegación, procedimientos operacionales y aerodinámica. Ocho materias que, en opinión de Nombeko, no sería capaz de superar. Seguro que se hartaría a los pocos meses, si es que no lo echaban del curso antes.

Entonces Nombeko reflexionó y solicitó la ayuda de Holger 2. Juntos pasaron varios días leyendo anuncios de ofertas de empleo en los periódicos, hasta que encontraron algo que podía servirles.

Sólo faltaba realizar una pequeña operación de maquillaje. O «falsificación de documento», como suele llamarse. Se trataba de conseguir que el gemelo inepto pareciera todo lo contrario.

Holger 2 redactó, cortó y pegó siguiendo las instrucciones de Nombeko. Una vez estuvo satisfecha, le dio las gracias y, con el resultado bajo el brazo, fue en busca de Holger 1.

—¿Y si te buscaras un trabajo? —dijo Nombeko.

—¡Uf! —exclamó Holger 1.

Pero ella no se refería a un trabajo cualquiera. Le explicó que la compañía Helikoptertaxi, S.A., de Bromma, necesitaba un hombre para todo, entre otras cosas para recibir a los clientes. Si conseguía el empleo, podría hacer contactos, además de adquirir ciertos conocimientos de pilotaje.

—Así, cuando llegue el día estarás preparado —le aseguró Nombeko, mintiendo sin contemplaciones.

—¡Genial! —se embaló Holger 1.

Pero ¿cómo había pensado ella que conseguiría el trabajo?

Bueno, la biblioteca de Gnesta acababa de adquirir una fotocopiadora que sacaba fantásticas copias a cuatro colores de cuanto quisieras. Y entonces le mostró diversos certificados de trabajo y excelentes cartas de recomendación a nombre de Holger 1 (y ya puestos, al de Holger 2). Había requerido bastante trabajo y tiempo, así como un sinfín de páginas arrancadas de las publicaciones del Real Instituto de Tecnología de Estocolmo. Pero el resultado final era impresionante.

—¿El Real Instituto de Tecnología? —se ofuscó él al oír el «real».

Nombeko lo pasó por alto y continuó:

—Acabaste tu formación en el KTH, en el departamento de Ingeniería Técnica. Eres ingeniero y sabes una barbaridad sobre aeronaves en general.

—¿De verdad?

—Fuiste durante cuatro años ayudante de controlador aéreo en el aeropuerto de Sturup, a las afueras de Malmö. Y otros cuatro recepcionista en Taxi Skåne.

—Pero yo no he…

—Tú solicita la plaza No pienses. Solicítala.

Eso hizo Holger 1. Y, efectivamente, le dieron el empleo.

Estaba satisfecho. No había secuestrado al rey con un helicóptero, no tenía licencia para pilotar aeronave alguna, ni siquiera tenía una idea, pero trabajaba cerca de un helicóptero (o tres), aprendía cosas, de vez en cuando recibía una lección gratis de los pilotos taxistas, y mantenía vivo, conforme al plan de Nombeko, su disparatado sueño.

Coincidiendo con su incorporación al trabajo, se mudó a un espacioso estudio en Blackeberg, muy cerca de Bromma. Así pues, el necio gemelo de Holger 2 estaría fuera de juego y alejado de la bomba durante un tiempo considerable. Lo ideal habría sido que su aún más necia novia lo hubiera acompañado, pero ésta había abandonado su cruzada antienergética (que partía de la idea de que todas las formas de energía conocidas eran perniciosas) para consagrarse a la problemática de la liberación de la mujer. Ello implicaba que como mujer podía conducir un camión a los diecisiete años y descargar tantos cojines como cualquier hombre. Por eso se quedó en el caserón ruinoso y se mantuvo firme en su esclavo trabajo; en cuanto a su relación sentimental, ella y su novio se visitarían alternadamente en sus respectivos hogares.

También el alfarero estadounidense pareció evolucionar favorablemente, como mínimo por un tiempo. Cada vez que se veían, Nombeko lo notaba menos tenso. Y le sentaba bien hablar con alguien sobre la amenaza de la CIA. Ella se ofrecía encantada, pues era tan interesante escuchar sus delirios como lo había sido en su día escuchar las hazañas de Thabo en África. Según el alfarero, la Inteligencia norteamericana estaba prácticamente en todas partes. Le explicó a Nombeko que las nuevas y automatizadas centrales de llamadas de taxis que se habían instalado en el país se fabricaban en San Francisco. Con eso estaba todo dicho. Sin embargo, gracias a una rápida encuesta telefónica desde una cabina, había comprobado que al menos una empresa se había negado a someterse a la CIA: Borlänge Taxi seguía utilizando el método manual.

—Es una información muy útil, señorita Nombeko. Por si algún día tiene que ir a algún sitio.

Dado que ella ignoraba que Borlänge estaba a doscientos veinte kilómetros de Gnesta, esta vez, a diferencia de tantas otras, el alfarero salió airoso de la estupidez que acababa de decir.

El viejo desertor de Vietnam era psíquicamente inestable y tendía al delirio, pero también era un artista maravilloso, capaz de crear sublime belleza con el barro, la caolinita y los vidriados, de diferentes matices de amarillo napalm. Era lo que vendía en los mercadillos. Siempre que necesitaba dinero, cogía el autobús hasta el mercadillo en cuestión. Nunca viajaba en tren, porque era público y notorio que la CIA y Statens Järnvägar, los ferrocarriles del Estado, estaban compinchados. Se llevaba dos pesadas maletas llenas de piezas de su colección, que solía vender en apenas unas horas, pues sus precios eran ridículamente bajos. Cuando cogía un taxi en la central de Borlänge, el negocio era una ruina, porque el trayecto de doscientos veinte kilómetros no salía gratis. El alfarero no lograba comprender eso del volumen de negocio y el beneficio neto, como tampoco era consciente de su propio talento.

Al cabo de cierto tiempo, Nombeko hablaba un sueco pasable con los Holgers y Celestine, dialecto wu con las chinas e inglés con el alfarero. Y se llevaba a casa literatura de la biblioteca de Gnesta en tales cantidades que se vio obligada a rechazar en nombre de Celestine un puesto de dirección en la Asociación Literaria de Gnesta, la GLF.

Por lo demás, frecuentaba cuanto podía a Holger 2, persona que, dadas las circunstancias, podía considerarse normal. Lo ayudaba en la contabilidad de la empresa y le sugería mejoras estratégicas en el sistema de compras, ventas y entregas, y él estaba encantado con su ayuda. Hasta principios del verano de 1988 no se dio cuenta de que Nombeko sabía calcular. Es decir, calcular a lo grande.

Sucedió una hermosa mañana de junio, cuando Holger llegó al almacén.

—Ochenta y cuatro mil cuatrocientos ochenta —le dijo ella a modo de recibimiento.

—Buenos días igualmente —repuso él—. ¿De qué me hablas?

Entonces ella le tendió cuatro folios. Mientras Holger aún dormía, ella había medido el local a pasos y establecido el volumen de una almohada y, a partir de estos datos, calculado la cantidad exacta de unidades.

El caso era que Holger había maldecido porque el extenuado empresario hubiera muerto sin realizar un traspaso del negocio como Dios manda. Por ejemplo, era imposible saber el stock de almohadas y cojines.

Holger echó un vistazo al primer folio y no entendió nada. Nombeko le explicó que tampoco era tan extraño, pues había que considerar la ecuación en su conjunto.

—Verás —dijo, y cambió de folio.

—¿Sombra E? —dijo Holger 2, por decir algo.

—Sí, he aprovechado para medir el volumen del desván cuando despuntaba el sol. —Y volvió a cambiar de folio.

—¿Quién es el monigote? —preguntó él, de nuevo por decir algo.

—Soy yo. Con la cara un poco blanca, es cierto, pero por lo demás se me parece bastante. Cuando el ingeniero tuvo la amabilidad de proveerme de un pasaporte, supe mi estatura, así que sólo he tenido que medir mi sombra en relación con el desván. De hecho, el sol está muy bajo en este país. A saber cómo me las habría apañado en el Ecuador. O si hubiera llovido a cántaros.

Holger 2 seguía sin entender nada.

—Pero si es muy sencillo —repitió ella con paciencia, disponiéndose a pasar a otro folio.

—No, no lo es —la interrumpió él—. ¿Están incluidas las almohadas que hay sobre la caja?

—Sí. Las quince.

—¿Y la de la cama de tu habitación?

—Ay, de ésa me había olvidado.