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De un primer ministro incorruptible y un deseo vehemente de secuestrar a un rey.

¿Es que aquel disparatado día no iba a acabar nunca? Holger 2 se incorporó y miró a las tres chicas que acababan de salir de la caja.

—¡¿Qué pasa aquí?! —exclamó.

Nombeko había estado preocupada por las chicas desde su partida, ya que habrían extremado las medidas de seguridad en Pelindaba. Temía que hubieran corrido la suerte que le habían tenido reservada a ella.

—No sé lo que sucederá mañana —dijo Nombeko—, porque la vida es así. Pero lo que acaba de pasar ahora explica cómo el envío pequeño y el grande cambiaron de destino. ¡Una evasión perfecta, chicas!

Las hermanas chinas tenían hambre después de cuatro días metidas en una gran caja junto con la bomba, dos kilos de arroz frío y cinco litros de agua. Todos fueron a la planta de Holger 2, donde las chinas probaron por primera vez el pudin de arándanos.

—Me recuerda a la arcilla con la que hacíamos gansos —dijo Hermana Mediana, entre bocado y bocado—. ¿Puedo repetir?

Cuando estuvieron llenas, se acostaron en la amplia cama de Holger 2. Les dijeron que les asignarían el único piso que quedaba más o menos habitable, el de la última planta, aunque habría que arreglar un boquete de tamaño considerable que había en una pared.

—Siento que tengáis que dormir un poco apretadas esta noche —se excusó Holger 2 con las muchachas, que para entonces ya dormían como angelitos.

Una casa casi en ruinas suele tender a la ruina total. Dichas viviendas no suelen estar habitadas. Por eso puede afirmarse que era digno de mención que ahora vivieran en un mismo caserón medio derruido de Gnesta, provincia de Södermanland, un alfarero estadounidense, dos hermanos muy parecidos y a la vez muy distintos, una joven airada, una refugiada sudafricana a la fuga, así como tres muchachas chinas bastante alocadas y pizpiretas.

Todos se encontraban en la Suecia libre de armas nucleares. Pared con pared con una bomba atómica de tres megatones.

Hasta entonces, las potencias nucleares eran Estados Unidos, Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia, China y la India. Los expertos estimaban el número total de ojivas en aproximadamente sesenta y cinco mil. Estos mismos expertos no estaban tan de acuerdo en el número de veces que se podría hacer saltar por los aires el planeta, porque la capacidad destructora de las bombas era diversa. Los más pesimistas calculaban que entre catorce y dieciséis veces; los optimistas daban la cifra de dos.

A los países anteriormente citados había que añadir Sudáfrica. E Israel. Aunque ninguno de los dos gobiernos lo había admitido. Quizá también fuera el caso de Pakistán, que juró que fabricaría sus propias armas nucleares en cuanto la India hubo detonado una.

Y ahora, Suecia. Aunque involuntaria e incluso inconscientemente.

* * *

Holger y Nombeko dejaron a las hermanas chinas donde estaban y se dirigieron al almacén para charlar con tranquilidad. Allí estaba la bomba en su caja, con almohadas y cojines encima, en lo que parecía un rinconcito agradable, por mucho que la situación no tuviera nada de agradable.

Se subieron a la caja de nuevo y se sentaron cada uno en un extremo.

—La bomba —dijo él.

—Tampoco será fácil guardarla aquí hasta que deje de constituir un peligro público —opinó Nombeko.

Holger 2 sintió que se encendía una llamita de esperanza en su interior. ¿Cuánto tiempo tendría que pasar?

—Veintiséis mil doscientos años —respondió Nombeko—. Con un margen de error de tres meses, más o menos.

Ambos convinieron en que veintiséis mil doscientos años constituían una larga espera, aunque el margen de error se pusiera de su lado. Entonces Holger 2 pasó a exponer las terribles consecuencias que tendría la noticia de la bomba. Suecia era un país neutral y, en su opinión, el principal valedor de la más alta moral. El país estaba absolutamente convencido de que no poseía armas nucleares, y no entraba en guerra desde 1809.

Según él, había que confiar la bomba al gobierno. Y debía hacerse con la mayor habilidad posible, para no provocar escándalo, así como en el menor tiempo posible, para que su hermano y su apéndice no tuvieran tiempo de intentar nada.

—Estoy de acuerdo. ¿Quién es vuestro jefe de Estado?

—El rey —respondió Holger—. Aunque no es él quien manda.

Un jefe que no mandaba. Más o menos como en Pelindaba, donde el ingeniero, en términos generales e inconscientemente, siempre había hecho lo que Nombeko le decía.

—Entonces, ¿quién manda?

—Bueno, supongo que el primer ministro.

Holger 2 le contó que el primer ministro de Suecia se llamaba Ingvar Carlsson. Había llegado al cargo casi de la noche a la mañana, cuando su antecesor, Olof Palme, fue asesinado en el centro de Estocolmo.

—Llama a Carlsson —propuso Nombeko.

Y eso hizo Holger. O al menos telefoneó a la cancillería, preguntó por el primer ministro y lo pasaron con su secretaria.

—Buenos días, me llamo Holger. Me gustaría hablar con Ingvar Carlsson de un asunto muy importante.

—Ajá… ¿Y de qué se trata?

—Lamento no poder decírselo, es un secreto.

En su época, Olof Palme aparecía en el listín telefónico, de manera que, si un ciudadano quería tratar algún asunto con su primer ministro, sólo tenía que llamarlo a casa. Si no era la hora de acostar a los niños o de cenar, solía coger el teléfono. Pero eso era en los buenos tiempos. Que concluyeron el 28 de febrero de 1986, cuando Palme, que no llevaba guardaespaldas, fue abatido de un disparo por la espalda cuando salía del cine.

A su sucesor lo mantenían alejado del pueblo llano. Su secretaria explicó que bajo ningún concepto podía pasarle la llamada de un desconocido al jefe del gobierno.

—Pero es importante.

—No lo dudo.

—Sumamente importante.

—No; lo siento. Si lo desea, puede escribirle una carta y enviarla a…

—Se trata de una bomba atómica —dijo Holger.

—¿Perdón? ¿Es esto una amenaza?

—¡No, maldita sea! Al contrario. Bueno, la bomba sí es una amenaza, por eso quiero quitármela de encima.

—¿Quiere deshacerse de una bomba atómica? ¿Y llama al primer ministro para regalársela?

—Sí, pero…

—Oiga, la gente a menudo quiere regalarle cosas al primer ministro. Hace sólo una semana, un obstinado caballero se empeñó en regalarle una lavadora. Pero el primer ministro no acepta regalos, aunque se trate de… ¿bombas atómicas, dice? ¿Seguro que no es una amenaza?

Holger le aseguró una vez más que no tenía malas intenciones. Pero finalmente comprendió que había llegado a un callejón sin salida, de modo que le dio las gracias y colgó.

Siguiendo el consejo de Nombeko, llamó también al rey y habló con un secretario real, que contestó más o menos como la secretaria del primer ministro, aunque con mayor soberbia.

En el mejor de los mundos, el primer ministro (o al menos el rey) habría contestado, habría tomado nota de la información, se habría dirigido inmediatamente a Gnesta y, una vez allí, se habría llevado la bomba con su embalaje. Todo ello antes de que el gemelo potencialmente subversivo de Holger 2 descubriera el pastel, preguntara y, Dios no lo quisiera, pensara un poco por su cuenta.

En el mejor de los mundos, claro.

En este mundo, sin embargo, sucedió que Holger 1 y la joven airada entraron por la puerta del almacén. Querían saber cómo era posible que el pudin de arándanos que habían previsto sisar de la nevera de Holger 2 hubiera desaparecido y por qué su piso estaba lleno de chinas durmientes. A ello añadieron un par de preguntas más: quién era la mujer negra sentada sobre aquella caja y qué contenía ésta.

Por el lenguaje corporal de los recién llegados, Nombeko dedujo que ella y la caja se habían convertido en el centro de atención, y aunque no tenía ningún inconveniente en participar en la conversación, dijo que debería ser en inglés.

—¿Eres americana? —inquirió la joven airada, y acto seguido declaró que odiaba a los estadounidenses.

Nombeko dijo que era sudafricana y que le parecía ligeramente estresante odiar a todos los estadounidenses, teniendo en cuenta que eran muchos.

—¿Qué hay en la caja? —preguntó Holger 1.

Holger 2 eludió la respuesta, explicando que las tres muchachas chinas y la chica que estaba a su lado eran refugiadas políticas y que se quedarían un tiempo. Aprovechó para lamentar que su pudin hubiera desaparecido antes de que a Holger 1 le hubiera dado tiempo a robárselo.

Sí, a su gemelo también le parecía fastidioso. Pero ¿y la caja? ¿Qué había dentro?

—Mis efectos personales —anunció Nombeko.

—¿Tus efectos personales? —repitió la joven colérica en un tono que daba a entender que exigía una explicación más detallada.

Nombeko notó que la curiosidad se había instalado irremediablemente en los ojos de los recién llegados, así que lo mejor sería sentar algunas bases:

—Mis efectos personales también vienen de África. Al igual que yo, que soy una persona amable a la par que imprevisible. Una vez le clavé unas tijeras en el muslo a un tipo que no sabía comportarse. Y poco después volví a hacerlo, con unas tijeras nuevas y en el otro muslo.

La situación era demasiado complicada para que Holger 1 y su amiga la comprendieran. La chica negra parecía agradable, pero al mismo tiempo insinuaba que era capaz de atacarlos con unas tijeras si no dejaban en paz su caja.

Así pues, Holger 1 cogió a la joven airada del brazo y, tras despedirse con un murmullo en nombre de los dos, se fueron.

—Creo que queda salchicha en la nevera —le dijo Holger 2—. Por si no pensabais compraros comida.

Holger 2, Nombeko y la bomba se quedaron a solas en el almacén. Él explicó que, como seguramente Nombeko ya había comprendido, acababa de conocer a su hermano el republicano y a su irascible novia.

Ella asintió con la cabeza. Tener a esos dos y una bomba atómica en un mismo continente ya de por sí resultaría peligroso, y si encima estaban en el mismo país y en el mismo edificio… Tendrían que ocuparse de ello cuanto antes, pero ahora debían descansar. Había sido un día largo y movido.

Holger 2 se mostró de acuerdo. Largo y movido.

Cogió una manta y una almohada para Nombeko antes de adelantarse con un colchón bajo el brazo para enseñarle el camino a su piso. Abrió la puerta, dejó en el suelo lo que llevaba y declaró que aquello no era precisamente un palacio, pero que esperaba que ella se sintiera cómoda.

Nombeko le dio las gracias y se despidió de él en el vano de la puerta, donde permaneció un rato. Filosofando.

«En el umbral de mi propia vida», pensó. Una vida llena de obstáculos, habida cuenta de que su equipaje incluía una bomba atómica y que seguramente tenía a uno o dos furibundos agentes del Mossad pisándole los talones. Aun así, ahora tenía casa propia, en lugar de una chabola en Soweto. Nunca más tendría que cargar con mierda, ni vivir encerrada tras una doble valla y a las órdenes de un ingeniero que prácticamente sólo se ocupaba de favorecer a la industria del coñac. Vale, se había perdido la Biblioteca Nacional de Pretoria, pero debería conformarse con su equivalente en Gnesta. Bastante bien surtida, según Holger 2.

¿Y ahora qué?

Lo que más deseaba era coger la maldita bomba y devolverla a la embajada israelí. Tal vez podría dejarla en la calle, dar el chivatazo al guardia de la verja y salir corriendo. Así se reincorporaría al proceso de inmigración sueco, obtendría el permiso de residencia, estudiaría en la universidad y, con el tiempo, se convertiría en ciudadana sueca.

¿Y luego? Bueno, no estaría mal ser la embajadora sueca en Pretoria. En tal caso, lo primero que haría sería invitar al presidente Botha a una cena sin comida.

Sin embargo, la realidad era que Holger 2 se negaba a entregarle la bomba a nadie que no fuera el primer ministro sueco o, en última instancia, el rey. Pero ninguno de ellos respondía.

Era la persona más normal con la que Nombeko se había cruzado. De hecho, era bastante agradable. Así que ella respetaría su decisión.

Por lo demás, parecía que su sino era estar rodeada de cenutrios. ¿Valía la pena siquiera intentar luchar contra ello? Aparte, ¿cómo se reconocía a un idiota? Por ejemplo, el alfarero estadounidense del que le había hablado Holger 2. ¿Debía dejarlo solo con su paranoia? ¿O debía visitarlo y hacerle entender que, aunque hablara inglés, no la había enviado la CIA? Y las hermanas chinas, que hacía tiempo que eran mujeres adultas, aunque se comportaran como adolescentes. Con el pudin y tras una buena noche de sueño, se recuperarían del viaje y empezarían a mirar alrededor. ¿Desde cuándo su futuro era responsabilidad de Nombeko? De hecho, las cosas eran más fáciles con el gemelo de Holger. Había que mantenerlo lejos de la bomba, al igual que a su novia. En eso Nombeko no podía delegar.

La chica de la limpieza de Pelindaba comprendió que había llegado la hora de poner orden también en Suecia, antes de zambullirse en la vida de verdad. Era primordial aprender sueco, por supuesto, pues no soportaba la idea de vivir a dos kilómetros de una biblioteca sin poder disfrutarla. Proteger la bomba era, cuando menos, tan importante como lo anterior. Y, por último, sabía que no se quedaría tranquila si abandonaba al chiflado alfarero y las tres despreocupadas e insensatas chinas a su suerte. Por lo demás, esperaba que le quedara tiempo para la única relación que le parecía digna de profundización: la relación con Holger 2.

Pero antes que nada necesitaba dormir. Nombeko se metió en su piso y cerró la puerta.

Por la mañana, resultó que Holger 1 se había marchado a Hotemburgo para una entrega de cojines, llevándose a su airada novia consigo. Las tres chinas se habían despertado, se habían zampado unas salchichas y habían vuelto a acostarse. Y Holger 2 había empezado con el papeleo en el recién creado rinconcito acogedor del almacén (así de paso vigilaba la bomba). Pero, como casi todo estaba en sueco, Nombeko no podía ayudarle.

—¿Qué tal si, mientras tanto, me presento al alfarero y lo conozco? —propuso entonces.

—Te deseo toda la suerte del mundo —dijo Holger 2.

—¿Quién es? —inquirió el alfarero desde el otro lado de la puerta.

—Me llamo Nombeko y no soy de la CIA. El Mossad me pisa los talones, así que haz el favor de dejarme entrar.

Dado que el objeto de la paranoia del alfarero era el servicio secreto americano y no el israelí, accedió a recibirla.

A sus ojos, que la visitante fuera mujer y negra eran circunstancias atenuantes. Si bien los agentes estadounidenses adoptaban diversos colores y formas, el prototipo era blanco y de unos treinta años.

La mujer también dio muestras de conocer un idioma tribal africano. Y fue capaz de referir tantos detalles de su supuesta infancia en Soweto que resultaba imposible dudar que realmente hubiera vivido allí.

Por su parte, Nombeko se quedó impresionada por el alcance de los daños psicológicos del alfarero. En adelante, la táctica consistiría en frecuentes pero breves visitas para ir creando poco a poco unos lazos de confianza.

—Nos vemos mañana —dijo al irse.

Un piso más arriba, las hermanas chinas habían vuelto a despertarse y habían encontrado pan crujiente en la despensa, que mordisqueaban cuando Nombeko se unió a ellas.

Cuando les preguntó cuáles eran sus planes, respondieron que no habían tenido demasiado tiempo para pensarlo. Pero a lo mejor podrían ir a ver al hermano de su madre, Cheng Tao, que vivía cerca. En Basilea. ¿O tal vez fuera en Berna? ¿O Bonn? Posiblemente sería Berlín. Al hermano de su madre, experto en la fabricación de nuevas antigüedades, seguramente le vendría bien un poco de ayuda.

Gracias a sus visitas a la biblioteca de Pelindaba, Nombeko poseía ciertas nociones de la geografía del continente europeo y sus ciudades. Por eso le pareció que no se equivocaba al decir que ni Basilea ni Berna ni Bonn ni Berlín se hallaban cerca. Y que tal vez no fuera tan sencillo encontrar al tío materno, por mucho que consiguieran descubrir en qué ciudad vivía.

Pero ellas afirmaron que lo único que necesitaban era un coche y algo de dinero, el resto ya se arreglaría. Qué más daba si era Bonn o Berlín: siempre podían preguntar sobre la marcha. En cualquier caso, su tío estaba en Suiza.

Nombeko tenía dinero de sobra para ayudarlas. En el dobladillo de la que había sido su única chaqueta desde la adolescencia seguía habiendo una fortuna en diamantes. Sacó uno y fue al establecimiento del joyero de Gnesta para que se lo tasara. Sin embargo, hacía poco su ayudante de origen extranjero lo había engañado, a raíz de lo cual el joyero se había sumado a la opinión, mundialmente extendida, de que nunca hay que fiarse de los extranjeros.

Cuando vio que entraba una negra que le hablaba en inglés mientras dejaba un diamante en bruto sobre el mostrador, el hombre le espetó que se largara o llamaría a la policía. Nombeko, a quien no le apetecía demasiado tratar con los representantes de la ley y el orden suecos, cogió su diamante, se disculpó por las molestias y se fue.

Bueno, las hermanas deberían ganarse su dinero y conseguir un coche por su cuenta. Si Nombeko podía echarles una mano en alguna cosilla, lo haría, pero no les financiaría el viaje.

Holger 1 y la joven airada volvieron esa misma tarde. Como él se encontró con que las provisiones de su hermano habían mermado, tuvo que ir a hacer la compra, lo que dio a Nombeko la oportunidad de mantener una conversación de verdad con la joven airada sin que mediara nadie.

Primero debía conocer al enemigo, es decir, a la joven colérica y a Holger 1, para, a continuación, metafóricamente hablando, o mejor aún, literalmente, alejarlos de la bomba.

—¡Vaya, la americana! —exclamó la joven airada al abrir la puerta.

—Ya te dije que soy sudafricana. ¿Cuál es tu origen?

—Sueco, claro.

—Entonces seguro que podrás invitarme a una taza de café. O mejor aún, de té.

Podía prepararle el té, aunque el café era preferible, pues se decía que las condiciones de trabajo en las plantaciones de café sudamericanas eran mejores que las de los cultivos de té indios. O tal vez no fuera más que una mentira. En ese país la gente mentía que daba gusto.

Nombeko tomó asiento en la cocina de la colérica joven y comentó que probablemente la gente mintiera con bastante soltura en todos lados. Después, inició la conversación con una sencilla pregunta de orden universal:

—¿Qué tal te van las cosas?

La respuesta que recibió se prolongó diez minutos. Las cosas no iban bien, ni mucho menos.

Resultó que la joven airada estaba furiosa con todo. Furiosa porque la nación seguía dependiendo de la energía nuclear y del petróleo. Por las centrales hidroeléctricas en los ríos. Por la ruidosa y fea energía eólica. Porque estaban construyendo un puente a Dinamarca. Con todos los daneses, por ser daneses. Con los criadores de visones. De hecho, con todos los granjeros en general. Con cuantos comían carne. Con cuantos no lo hacían (llegados a este punto, Nombeko perdió el hilo momentáneamente). Con todos los capitalistas. Con casi todos los comunistas. Con su padre, porque trabajaba en un banco. Con su madre, porque no trabajaba. Con su abuela materna, porque pertenecía a un linaje de condes. Consigo misma, porque estaba obligada a esclavizarse a cambio de un sueldo en lugar de cambiar el mundo. Y con el mundo, incapaz de ofrecer un sistema de esclavitud salarial razonable.

También estaba enfadada por el hecho de que ella y Holger vivieran gratis en el caserón en ruinas, y que no hubiera entonces un alquiler que negarse a pagar. ¡Dios mío, qué ganas tenía de ir a las barricadas! Lo que más la enfurecía era que no hubiera una barricada a la que unirse.

Nombeko pensó que aquella joven debería desempeñar un trabajo de negra en Sudáfrica unas semanas, y tal vez vaciar una letrina o dos; así adquiriría cierta perspectiva vital.

—¿Y cómo te llamas?

Parecía imposible, pero ¡aquella joven colérica era capaz de encolerizarse aún más! Porque tenía un nombre tan horrible que era impronunciable.

Sin embargo, Nombeko insistió hasta sonsacárselo.

—Celestine.

—Oh. Es bonito.

—Fue idea de papá. Director de banco. ¡Qué asco!

—¿Cómo puedo llamarte, pues? —preguntó Nombeko.

—De cualquier manera menos Celestine —dijo Celestine—. ¿Y tú cómo te llamas?

—Nombeko.

—También es un nombre espantoso.

—Gracias. ¿Podrías servirme más té, por favor?

Como Nombeko se llamaba como se llamaba, tras la décima taza de té la joven le dio permiso para llamarla Celestine. Y para estrecharle la mano a modo de despedida y agradecimiento por el té y la charla. Una vez en la escalera, Nombeko decidió que esperaría un tiempo prudencial antes de hablar con Holger 1, porque conocer al enemigo resultaba agotador.

* * *

Lo más positivo de la conversación con la chica que no quería llamarse como se llamaba fue que le dejó usar su carnet de la biblioteca de Gnesta. La refugiada política a la fuga necesitaba uno, y la joven airada había descubierto que lo que podía sacar en préstamo no era más que propaganda burguesa de un tipo u otro. Salvo Das Kapital, de Karl Marx, que era medio burgués pero estaba en alemán.

En su primera visita a la biblioteca, Nombeko cogió un curso de sueco con casetes incluidas.

Con el reproductor de Holger 2, repasaron juntos las primeras tres lecciones entre almohadas, en lo alto de la caja del almacén.

«Hola. ¿Qué tal? ¿Cómo estás? Yo estoy bien», dijo la casete.

—Yo también —repuso Nombeko, que aprendía rápido.

Aquella misma tarde pensó que había llegado la hora de ocuparse de Holger 1. Y fue directa al grano:

—Dicen que eres un republicano convencido.

Holger 1 lo admitió. Todo el mundo debería serlo. La monarquía era una perversión.

Desgraciadamente, ahí se le acababan las ideas.

Nombeko replicó que incluso una república podía tener sus inconvenientes, por ejemplo la sudafricana, pero bueno… Allí estaba ella para echarle una mano. (O sea, para echarle una mano a fin de alejarlo de la bomba, eso tenía en mente, aunque dejó cierto margen a su interlocutor para las interpretaciones).

—Sería muy amable de su parte, señorita Nombeko —repuso él.

De acuerdo con el plan, le pidió a Holger 1 que le contara qué derroteros habían tomado sus ideas republicanas durante los meses pasados, desde que el rey había aplastado a su padre.

—¡El rey no, Lenin! —la corrigió él.

Y a continuación reconoció que, aunque no era tan ingenioso como su hermano, tenía una idea: secuestrar al rey con un helicóptero, subirlo a bordo sin sus escoltas, trasladarlo a algún lugar y una vez allí, convencerlo de que abdicara.

Nombeko lo miró. ¿Eso era cuanto había conseguido idear?

—Sí. ¿Qué le parece, señorita Nombeko?

Desde luego, no iba a decirle qué le parecía.

—Tal vez el plan no esté del todo elaborado, ¿no? —comentó en cambio.

—¿Qué falta?

—Bueno, por ejemplo, cómo conseguirás un helicóptero, quién lo pilotará, dónde secuestrarás al rey, adónde lo llevarás y con qué argumento lo convencerás de que abdique.

Holger 1 guardó silencio y bajó los ojos.

A Nombeko le resultaba cada vez más evidente que el número 2 no había salido desfavorecido el día en que se hizo el reparto de sentido común e inteligencia entre los gemelos. Pero eso tampoco lo dijo.

—Déjame que lo piense un par de semanas, y ya verás como todo se arreglará. Ahora voy a ver a tu hermano.

—Gracias, eres muy amable, Nombeko. ¡Muchas gracias!

La joven regresó junto a Holger 2 para contarle que había establecido diálogo con su hermano, y que pensaba idear un plan para alejar su mente de cierta caja. Su idea consistía en asegurarle que cada vez estaba más cerca del cambio de régimen político, cuando, en realidad, cada vez estaría más lejos de la bomba.

Holger 2 asintió y dijo que creía que todo se arreglaría de la mejor manera posible.