Nombeko se había descrito a sí misma como una luchadora por la libertad en Sudáfrica a cuya cabeza habían puesto un precio. En Suecia gustaban esa clase de personalidades y, efectivamente, la dejaron entrar en el país de inmediato. Primera parada: el centro de refugiados de Carlslund en Upplands Väsby, al norte de Estocolmo.
Pese al frío, llevaba cuatro días consecutivos yendo a sentarse en un banco frente al edificio número 7 del campamento, envuelta en una manta marrón de la Dirección General de Inmigración, pensando qué iba a hacer con toda esa libertad que de pronto le había caído en suerte.
Ya había cumplido veintiséis años. Ya era hora de conocer a gente un poco más amable. A gente normal. O al menos a una persona normal. Alguien que pudiera enseñarle algo de Suecia. Y se suponía que en ese país también habría una biblioteca nacional, aunque la mayoría de sus obras debían de estar en un idioma que no entendía. Dicha persona normal que le enseñara algo de Suecia seguramente debería enseñarle asimismo sueco.
Siempre pensaba con mayor claridad cuando tenía un poco de carne seca de antílope que masticar. En Pelindaba esa carne no se incluía en el menú, lo que podría muy bien explicar por qué había tardado once años en planear su fuga.
¿Y si la carne de antílope ya había llegado a la embajada de Israel? Por cierto, ¿se atrevería a presentarse allí? A fin de cuentas, la grabación con la que había amenazado a los agentes del Mossad seguía cumpliendo su cometido, aunque su existencia siempre hubiera sido pura ficción.
En esas cavilaciones estaba cuando entró un camión con remolque rojo en el patio. Aparcó marcha atrás frente al almacén y un hombre de la edad de Nombeko saltó de él y empezó a descargar cojines retractilados. Hizo numerosas idas y venidas hasta que el remolque estuvo vacío y la mujer que mandaba en el almacén hubo firmado un papel. ¡Una mujer que mandaba! Blanca, sí, pero ¡caramba!
Nombeko se acercó al hombre y se excusó por hablarle en inglés, pero no sabía ni una palabra de sueco. ¿O acaso su interlocutor hablaba xhosa o chino wu?
Él la miró y le dijo que entendía el inglés y que nunca había oído hablar de esos dos idiomas.
—Buenos días, por cierto —añadió, tendiéndole la mano—. Me llamo Holger. ¿En qué puedo ayudarla?
Nombeko, estupefacta, le estrechó la mano. ¡Un hombre blanco que sabía comportarse!
—Soy Nombeko. Vengo de Sudáfrica. Soy refugiada política.
Holger lo lamentó y le dio la bienvenida a Suecia. No estaría pasando frío, ¿verdad? Si quería, podía conseguirle otra manta en el almacén.
¿Si tenía frío? ¿Conseguirle otra manta? ¿De qué iba todo aquello? ¿Acaso ya había dado con esa persona normal, apenas unos segundos después de formular aquel deseo para sí? No pudo evitar expresar su asombro:
—Es increíble que exista gente como usted.
Holger la miró, melancólico.
—El problema es que no existo.
—¿Qué es lo que no hace? —preguntó Nombeko, creyendo que había oído mal.
—Existir —contestó Holger—. Yo no existo.
Ella lo miró de arriba abajo y luego de abajo arriba. ¡Qué mala suerte la suya! Cuando por fin asomaba alguien en su vida que parecía valer la pena y merecer su respeto, va y resulta que no existía.
Pasando por alto la declaración de Holger, le preguntó si sabía dónde quedaba la embajada israelí. Él no veía la relación directa entre una refugiada sudafricana y la embajada de Israel, pero pensó que eso no lo incumbía.
—Si no me equivoco, en el centro de la ciudad. Tengo que pasar muy cerca de allí. ¿Quiere que la lleve, señorita Nombeko? A menos que lo considere un atrevimiento por mi parte, claro.
Ya volvía a ser normal. Casi le pedía disculpas por existir. ¿No era un poco contradictorio si era verdad que no existía?
Nombeko se puso alerta. Examinó al hombre. Parecía bondadoso. Y se expresaba de manera sensata y amable.
—Sí, gracias —dijo al fin—. ¿Puede esperarme un momento? Solamente tengo que subir a mi habitación a coger mis tijeras.
Se dirigieron al sur, hacia el centro de Estocolmo. El hombre era alegre y divertido. Le habló de Suecia, de inventos suecos, del Premio Nobel, de Björn Borg…
Por su parte, Nombeko tenía muchas preguntas que hacerle. ¿Realmente Björn Borg había ganado Wimbledon cinco veces seguidas? ¡Fantástico! Por cierto, ¿qué era Wimbledon?
El camión llegó al 31 de Storgatan, Nombeko bajó de la cabina, se acercó al guardia de la verja de la embajada, se presentó y preguntó si había llegado un envío a su nombre desde Sudáfrica.
Sí, acababa de llegar, y suerte que ella ya estaba allí, pues la embajada no podía almacenar esa clase de envíos en sus dependencias. Acto seguido, se volvió hacia el chófer de Nombeko y le pidió que aparcara frente a la zona de descarga, a la vuelta de la esquina. Mientras tanto, ella debía quedarse donde estaba, pues tendría que firmar algún que otro documento. A ver… ¿Dónde los había dejado?
Nombeko replicó que no hacía falta cargar el envío en el camión, pensaba llevárselo bajo el brazo. Ya encontraría la manera de regresar al campamento. Pero el guardia se limitó a sonreír mientras le hacía señas a Holger. Luego volvió a rebuscar entre sus papeles.
—Veamos… No soy muy ordenado, ¿sabe, señorita? Aquí no están. ¿Tal vez aquí?
Se tomó su tiempo. Cuando estuvo todo en orden, el envío cargado en el camión y Holger listo para salir, Nombeko se despidió del guardia y volvió a subirse a la cabina.
—Puedes dejarme en la parada del autobús —dijo.
—Hay algo que no acabo de entender muy bien.
—¿Qué?
—Creía que habías dicho que había diez kilos de carne de antílope en tu envío.
—¿Y? —dijo Nombeko, aferrando las tijeras que se había guardado en el bolsillo.
—Pues yo diría que se trata más bien de una tonelada.
—¿Una tonelada?
—Menos mal que tengo un camión.
Nombeko se quedó en silencio, digiriendo la información.
—Esto no va bien —dijo al cabo.
—¿Qué no va bien? —preguntó Holger.
—Nada. Nada va bien.
Por la mañana, en su habitación del hotel de Johannesburgo, el agente A estaba de buen humor. Su colega de los años en Pelindaba ya se hallaba de camino a su nuevo destino en Buenos Aires. En cuanto a él, después del desayuno pensaba dirigirse al Jan Smuts International para coger un avión de vuelta a casa y pasar unas semanas de vacaciones muy merecidas, antes de salir rumbo a Suecia tras la chica de la limpieza, para hacer con ella lo que tenía que hacer, y que, por cierto, haría con sumo gusto.
De repente, sonó el teléfono. Sorprendido, contestó. ¡Era Shimon Peres, el ministro de Asuntos Exteriores en persona, conocido por no andarse nunca con rodeos!
—¿Por qué demonios me has enviado diez kilos de carne de caballo?
El agente A era ágil de mente, así que comprendió al instante lo sucedido.
—Le pido disculpas, señor ministro. Ha habido una terrible confusión. ¡Ahora mismo me encargo del asunto!
—¿Cómo demonios se puede confundir lo que se suponía que tenía que llegarme con diez kilos de carne de caballo? —bramó Shimon Peres, que no quería pronunciar la palabra «bomba» por teléfono.
—Carne de antílope, para ser más exactos —especificó A, arrepintiéndose de inmediato.
El agente consiguió quitarse de encima momentáneamente al colérico ministro y llamó a la embajada israelí en Estocolmo, donde le pasaron con el guardia de la verja.
—¡El envío de ochocientos kilos de Sudáfrica no debe salir de la embajada! ¡Ni se le ocurra tocarlo hasta que yo llegue! ¿Ha entendido?
—Pues vaya, lo siento —repuso el guardia—. Una simpática chica negra acaba de pasarse por aquí con un camión, y ha firmado un… Vaya, ahora mismo no encuentro el recibo donde consta su nombre.
El agente A nunca maldecía. Era profundamente religioso y había recibido una educación muy severa. Pero al colgar, se sentó en el borde de la cama y exclamó:
—¡Joder, vaya mierda!
Fantaseó sobre el asesinato de Nombeko Mayeki y el método que emplearía. La variante lenta sería la mejor, sin duda.
* * *
—¿Una bomba atómica? —repitió Holger.
—Una bomba atómica —confirmó Nombeko.
—¿Quieres decir un arma nuclear?
—Eso también.
Nombeko pensó que Holger se merecía conocer la historia, teniendo en cuenta que estaba transportando el petardo. Le habló de Pelindaba: del proyecto nuclear secreto, las seis bombas que se convirtieron en siete, del ingeniero Westhuizen, de su buena suerte, su coñac y su desafortunada defunción; de los agentes del Mossad, de la caja con la carne de antílope que había que mandar a Estocolmo y el paquete, considerablemente más voluminoso, que ahora Holger y Nombeko llevaban en el camión, que debería haber acabado en Jerusalén. Aunque ella no entró en detalles, Holger se hizo enseguida una composición de lugar. Y lo comprendió todo, salvo que las cosas hubieran ido tan mal. Nombeko y los agentes sólo habían tenido que gestionar dos envíos, uno pequeño y otro gigantesco, ¿tan complicado era?
Nombeko abrigaba sus sospechas. Bueno, el caso era que había tres hermanas chinas, encantadoras pero un poco duras de mollera y atolondradas, que se encargaban de los envíos. Seguramente etiquetar dos paquetes al mismo tiempo había sido un reto demasiado difícil para ellas. Por eso las cosas habían ido tan mal.
—Sí, eso es lo mínimo que puede decirse —intervino Holger sintiendo un escalofrío.
Nombeko guardó silencio.
—A ver, ¿estás diciéndome que tú y los representantes del servicio secreto más competente del mundo dejasteis el etiquetaje de una bomba atómica en manos de tres muchachas un poco duras de mollera y atolondradas?
—Sí, supongo que podría resumirse así.
—¿A quién se le ocurre confiar el correo saliente a personas no dignas de confianza?
—Y el entrante —especificó Nombeko—. Supongo que fue el ingeniero, en realidad una de las personas más estúpidas de la historia. Sabía leer, eso sí, pero poco más. Me recordaba a un siniestro y tonto asistente del departamento de Sanidad de Johannesburgo con quien traté en mi adolescencia.
Holger no dijo nada, mientras su cerebro trabajaba en todas las direcciones a la vez. Cualquiera que haya llevado una bomba atómica en su coche estará familiarizado con dicha actividad neuronal.
—¿Quieres que demos media vuelta y se la devolvamos a los israelíes? —propuso Nombeko.
En ese momento, Holger pareció despertar de su parálisis mental.
—¡Ni hablar! —exclamó.
La señorita Nombeko debía entender que él también tenía una historia vital de lo más peculiar, aunque careciera de existencia legal, cosa que ya le había comentado. Y sin embargo, amaba a su país de tal modo que jamás entregaría voluntariamente un arma nuclear a un servicio de inteligencia israelí o de cualquier otra nación, estando en territorio sueco.
—¡Ni hablar! —repitió—. Y no puedes quedarte en el campamento de refugiados. Estoy seguro de que los israelíes ya os estarán buscando, a ti y a la bomba.
De todo lo que dijo, a Nombeko le llamó la atención que volviera a hacer mención de su no existencia. Y se lo comentó.
—Es una larga historia —murmuró él.
Nombeko siguió pensando. Respecto a su futuro como mujer libre, sólo sabía que quería conocer a gente normal, pues no tenía experiencia en ese campo. Y entonces aparecía un hombre sueco aparentemente normal. Amable. Considerado. Instruido. Que afirmaba que no existía.
Estaba sumida en estos pensamientos cuando Holger dijo:
—Vivo en un caserón casi en ruinas, en Gnesta.
—Estupendo.
—¿Qué te parecería mudarte allí?
Un caserón casi en ruinas… ¿cómo sería? ¿Y Gnesta?
¿Por qué no?, pensó. Había pasado la mitad de su vida en una chabola y la otra mitad encerrada. Podía cambiarlo perfectamente por un caserón en ruinas.
Pero ¿estaba seguro Holger de que quería tener a una refugiada y un arma nuclear a su cargo? ¿Y al servicio secreto de otra nación pisándole los talones?
Holger no estaba seguro de nada, pero Nombeko le resultaba simpática. No concebía dejarla caer en garras del Mossad.
—No —dijo—. No lo estoy. Aun así, insisto.
A su vez, a Nombeko le caía bien Holger. Si es que finalmente había alguien existente que pudiera caerle bien.
—Entonces, ¿no estás enfadado conmigo por lo de la bomba?
—¡Bah! Son cosas que pasan.
En el trayecto desde la embajada israelí en Östermalm hasta la E4 en dirección sur pasaron por los barrios de Norrmalm y Kungsholmen. A través de la ventanilla, Holger y Nombeko vieron el rascacielos más alto de Suecia, sede del diario Dagens Nyheter. Holger no pudo evitar pensar en qué le pasaría al edificio si la bomba estallaba.
—Si las cosas salieran mal, ¿hasta qué punto saldrían mal? —quiso saber.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, pongamos que choco contra una farola y la bomba explota: ¿qué pasaría exactamente? Supongo que tú y yo nos iríamos al otro barrio, pero el rascacielos de allí, por ejemplo, ¿se derrumbaría?
Nombeko le contestó que había acertado al suponer que ellos seguramente no se salvarían. El rascacielos tampoco. La bomba se llevaría por delante casi todo en un radio de unos cincuenta y ocho kilómetros.
—¿Casi todo en un radio de cincuenta y ocho kilómetros? —repitió Holger 2.
—Sí. O mejor dicho, todo.
—¿En un radio de cincuenta y ocho kilómetros? ¿La ciudad de Estocolmo entera?
—La verdad es que no sé qué tamaño tiene Estocolmo, pero a juzgar por el nombre parece grande. Luego hay ciertos aspectos que considerar…
—¿Aspectos?
—Además de la bola de fuego en sí, la onda expansiva, la radiación inmediata, la dirección del viento. Y luego cosas como… Veamos. Si chocas contra una farola aquí y ahora y la bomba se activa…
—No chocaré —repuso Holger, y aferró el volante con ambas manos.
—De acuerdo, pero imaginemos que chocas. Lo que supongo que ocurriría es que todos los grandes hospitales del área metropolitana de Estocolmo se desintegrarían. ¿Quién se haría cargo de cientos de miles de personas gravemente heridas en la zona de la explosión?
—Sí, eso digo yo, ¿quién? —dijo Holger.
—Desde luego, ni tú ni yo.
Holger quiso alejarse cuanto antes de ese radio de cincuenta y ocho kilómetros, así que salió a la E4 y aceleró. Nombeko tuvo que recordarle que, por muy rápido y lejos que fuera, seguiría habiendo cincuenta y ocho kilómetros hasta la zona segura mientras transportaran la bomba en el camión.
Entonces redujo la velocidad, reflexionó y luego preguntó si ella no podría desactivarla, ya que había participado en su fabricación. Nombeko le explicó que había dos tipos de bomba atómica: la operativa y la no operativa. Desgraciadamente, la que llevaban era operativa, y desactivarla supondría unas cuatro o cinco horas de trabajo. No había dispuesto de ese tiempo cuando las cosas se habían precipitado allá en Sudáfrica. Y ahora, el único esquema de desactivación de esa bomba en concreto estaba en manos israelíes y, como Holger sin duda imaginaba, no estaban en situación de hacer una llamada a Jerusalén para que se lo pasaran por fax.
Holger asintió. Parecía muy triste. Nombeko lo consoló asegurándole que la bomba era resistente y, aunque Holger se saliera de la carretera, había posibilidades de que tanto él como ella y Estocolmo se salvaran.
—¿De verdad?
—Claro que lo mejor sería que no nos arriesgáramos, por si acaso. Por cierto, ¿adónde decías que íbamos? ¿A Gnesta?
—Sí. Y una vez allí, lo primordial será dejarle clarísimo a mi hermano que no puede utilizar lo que llevamos en el camión para intentar cambiar el régimen político del país.
En efecto, Holger vivía en un caserón casi en ruinas. Bastante encantador, en opinión de Nombeko. Era un edificio de dos alas y cuatro plantas, que se prolongaba en un almacén que, a su vez, tenía dos alas, todo ello delimitado por un patio con un estrecho portal que daba a la calle.
A Nombeko le parecía que sería un desperdicio derruir del todo la casona. Ciertamente, había algún que otro boquete en la escalera de madera que conducía a la planta donde por lo visto viviría, y ya estaba prevenida de que un par de ventanas estaban tapadas con tablones, no con cristales, y de que entraba corriente por unas grietas en la fachada de madera. Pero en conjunto era una enorme mejora respecto a las condiciones de vida en su chabola de Soweto. Sólo había que fijarse en el suelo, ¡de tablones de madera, no de tierra apisonada!
Con mucho esfuerzo, ingenio y unos raíles, Holger y Nombeko consiguieron bajar la bomba del remolque del camión y dejarla en un rincón del almacén que, por lo demás, estaba lleno de almohadas y cojines. No lo habían hablado, pero no había que ser superdotado (como posiblemente lo fuera Nombeko) para comprender que Holger comercializaba y distribuía precisamente eso: almohadas y cojines.
Apuntalada en la esquina del almacén, la bomba no constituía por el momento una amenaza inmediata. Siempre y cuando no empezara a arder alguno de los miles de cojines altamente inflamables, había motivos para pensar que Nyköping, Södertälje, Flen, Eskilstuna, Strängnäs, Estocolmo y alrededores sobrevivirían. Y Gnesta, claro.
Ahora que la bomba estaba a buen recaudo, Nombeko quiso saber algunas cosas. En primer lugar, qué era esa tontería de la no existencia de Holger. Luego el asunto de su hermano: ¿qué llevaba a Holger a pensar que aquél querría la bomba para cambiar el régimen político? ¿Quién era, por cierto? ¿Dónde estaba? ¿Y cómo se llamaba?
—Se llama Holger —dijo Holger—. Y supongo que estará por aquí, en algún lado. Es una suerte que no haya aparecido mientras trajinábamos con la caja.
—¿Holger? ¿Holger y Holger? —se sorprendió ella.
—Sí. Podríamos decir que él es yo.
Ahora, más le valía explicarse, o Nombeko se iría de inmediato y ya se quedaría él con la bomba, que ella estaba harta de verla.
Amontonó unas almohadas sobre la gran caja, se subió encima y se sentó en una esquina. Luego ordenó a Holger:
—¡Vamos, cuenta!
No sabía qué esperar, pero cuando Holger acabó cuarenta minutos después, se sintió aliviada.
—¡Eso no es nada! Si no existes sólo porque no existen papeles que lo atestigüen, no puedes ni imaginar cuántos sudafricanos tampoco existen. Por cierto, yo solamente existo porque el tonto del ingeniero para el que trabajaba esclavizada así lo quiso, pues le convenía.
Holger 2 aceptó agradecido las palabras de consuelo de Nombeko, se subió a la caja, se echó en la otra esquina entre las almohadas y respiró hondo. Las emociones de la jornada lo sobrepasaban: primero, la bomba; luego, el relato de su vida. Era la primera vez que alguien ajeno sabía toda la verdad.
—¿Te quedas o te vas? —preguntó entonces.
—Me quedo. Si puedo, claro.
—Claro que puedes. Pero ahora creo que necesito un poco de tranquilidad.
—Yo también.
Y entonces se acomodó contra su nuevo amigo, sólo para respirar hondo.
En ese instante, oyeron un crujido y una tabla lateral de la caja se soltó.
—¡¿Qué ha sido eso?! —preguntó, inquieto, Holger 2, justo cuando la siguiente tabla caía al suelo y asomaba un brazo de mujer.
—Tengo mis sospechas —dijo Nombeko.
Éstas se vieron confirmadas enseguida, cuando las tres hermanas chinas salieron entornando los ojos para protegerse de la luz.
—Hola —saludó Hermana Pequeña al ver a Nombeko.
—¿Tienes algo de comer? —preguntó Mediana.
—¿Y de beber? —sugirió Hermana Mayor.