Ingmar y Holger 1 estuvieron de acuerdo en que la mejor forma de honrar a Henrietta era seguir la lucha. Holger 2 estaba convencido de que su padre y su hermano se equivocaban, pero se limitó a preguntarles quién se suponía que traería entonces el dinero a casa.
Ingmar frunció el cejo y reconoció que no había dado prioridad a ese detalle, entre tantas cosas que había tenido que considerar últimamente. Todavía quedaban algunos billetes de cien en el azucarero de Henrietta, pero pronto habrían desaparecido, como ella misma.
A falta de otras ideas, el antiguo funcionario de Correos decidió solicitar su viejo puesto como auxiliar de contable a su antiguo jefe, que estaba a sólo dos años de la jubilación. Éste le contestó que no tenía ninguna intención de permitir que el señor Qvist le arruinara la vida.
La situación era sumamente complicada, o al menos lo fue durante unos días más. Hasta que murió el suegro de Ingmar.
El furibundo comunista que nunca conoció a sus nietos (y que nunca pilló a Ingmar) falleció a los ochenta y un años, amargadísimo, habiendo perdido a una hija, con una esposa desaparecida y en el contexto de un capitalismo floreciente. Afortunadamente, como ya no estaba entre los vivos, se libró de ver cómo cuanto había poseído pasaba a manos de los Holgers e Ingmar. Fue Holger 1, el que existía, quien heredó.
El dirigente comunista de Södertälje había simultaneado su labor política con la importación y venta de productos de la Unión Soviética. En los últimos tiempos había frecuentado los mercados suecos para ofrecer su mercancía junto con sus ideas sobre la grandeza soviética. Las cosas le fueron regular, tanto en un campo como en el otro, pero los beneficios pecuniarios le alcanzaron para cubrir las necesidades básicas, incluidos un televisor en color, dos visitas semanales al establecimiento estatal de bebidas alcohólicas y tres mil coronas mensuales de donación al partido.
La herencia de Holger 1 incluía un camión en buen estado y un garaje, además de un almacén lleno de artículos. En aquellos años, el viejo había adquirido más mercancía de la que había conseguido vender.
Entre los artículos había caviar negro y rojo, encurtidos y krill ahumado. Había té georgiano, lino bielorruso, botas de fieltro rusas y pieles de foca esquimales. También vasijas de esmalte de todo tipo, incluidos los imprescindibles cubos de basura verdes con pedal. Furasjki, los gorros militares rusos, y usjanki, los gorros de piel con los que es imposible pasar frío. Y bolsas de agua caliente de goma y copitas de aguardiente decoradas con frutos de serbal pintados a mano. Y zapatos de paja trenzada del 47.
Había quinientos ejemplares del Manifiesto comunista en ruso, doscientos chales de pelo de cabra de los Urales y cuatro pieles de tigre siberiano.
Estas y aún más cosas encontraron Ingmar y los chicos en el garaje. Y en último lugar, aunque no por ello menos importante: una estatua de Lenin de dos metros y medio en granito de Carelia.
El suegro de Ingmar, si hubiera seguido vivo y además hubiera tenido ganas de hablar con su yerno en lugar de desear estrangularlo, podría haberle contado que le había comprado la estatua por poco dinero a un artista de Petrozavodsk que había cometido el error de conferir rasgos humanos al gran dirigente. La mirada gris y acerada de Lenin había adquirido una expresión más bien turbada, y la mano que se suponía que debía señalar directamente al futuro parecía saludar al pueblo que el dirigente debía guiar. El alcalde de la ciudad que había encargado la estatua se enfadó al verla y ordenó al artista que la hiciera desaparecer inmediatamente, o el desaparecido sería el propio escultor.
En ese preciso instante, el suegro de Ingmar apareció en uno de sus habituales viajes comerciales. Dos semanas más tarde, la estatua saludaba a la pared de un garaje en Södertälje.
Ingmar y Holger 1 examinaron los tesoros riendo regocijados. ¡Con todo aquello, la familia podría mantenerse durante años!
Holger 2 no estaba tan encantado con el cariz que tomaba la situación. Deseaba que su madre no hubiera muerto en vano, que las cosas cambiaran para bien.
—Quizá Lenin no tiene el valor de mercado más alto del mundo —aventuró, pero fue reprendido de inmediato.
—¡Dios mío, qué negativo eres! —exclamó Ingmar.
—¡Sí, Dios mío, qué negativo eres! —repitió Holger 1.
—Y tampoco vale mucho el Manifiesto comunista en ruso —osó añadir Holger 2.
Los artículos del garaje cubrieron las necesidades de la familia durante ocho años. Ingmar y los gemelos siguieron los pasos del abuelo, de mercado en mercado, obteniendo dinero suficiente para llevar una vida aceptable, sobre todo porque los comunistas de Södertälje ya no participaban de los beneficios. Como tampoco las arcas públicas, por cierto.
Holger 2, que siempre había anhelado irse, se consolaba pensando que al menos el mercadeo no dejaba tiempo para aquel disparatado proyecto republicano.
Finalizado este período, sólo quedaba la estatua de Lenin de dos metros y medio en granito de Carelia, así como 498 de los quinientos ejemplares del Manifiesto comunista en ruso. Ingmar había conseguido venderle uno a un ciego en un día de mercado en Mariestad. El otro se había usado de camino al mercado de Malma, cuando Ingmar había tenido que detener el coche y acuclillarse en una zanja.
En este sentido, Holger 2 había estado en lo cierto.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Holger 1, que nunca en su vida había tenido una sola idea propia.
—Cualquier cosa, siempre y cuando no tenga nada que ver con la casa real —propuso Holger 2.
—Pues eso es precisamente lo que necesitamos —opinó Ingmar—. Últimamente le hemos consagrado muy poco tiempo.
La idea de Ingmar para asegurarse su futura supervivencia consistía en modificar la estatua de Lenin. Había descubierto que ese Lenin y el rey sueco compartían bastantes rasgos, así que lo único que debían hacer era eliminar el bigote y la barba del vejete, rebajar un poco la nariz y convertir su gorra de visera en ondas en el pelo, y ¡zas!, ¡sería el vivo retrato de su majestad!
—¿Piensas vender una estatua de dos metros y medio del rey? —le preguntó Holger 2 a su padre—. ¿Es que no tienes principios?
—No seas insolente, querido hijo renegado. La necesidad no conoce leyes, como aprendí cuando, siendo joven y espabilado, me vi en tan penosa situación que tuve que arramblar con la bicicleta nueva de un miembro del Ejército de Salvación. A propósito, también se llamaba Holger.
Y añadió que sus hijos ni siquiera sospechaban cuántos acaudalados admiradores del rey había en el país. Por una estatua del monarca podían llegar a pagarles veinte o treinta mil coronas, tal vez incluso cuarenta. Y después venderían el camión.
Ingmar puso manos a la obra. Picó, limó y pulió durante una semana entera. Y superó cualquier expectativa. Cuando Holger 2 vio el resultado, pensó que podían decirse muchas cosas de su padre, pero desde luego no que careciera de recursos. Ni de ciertas dotes artísticas.
Ya sólo quedaba la venta. Ingmar pensaba subir la estatua a la plataforma del camión sirviéndose de un cabrestante, y luego visitar a todos los condes y barones de las mansiones de alrededor de Estocolmo, hasta que alguno comprendiera que no podía seguir viviendo sin un rey de granito sueco-carelio en su jardín.
Sin embargo, lo del cabrestante era una maniobra delicada. Holger 1 estaba ansioso por ayudar, su padre únicamente tenía que decirle qué hacer. Holger 2 observaba con las manos en los bolsillos, en silencio. Ingmar miró a sus hijos y decidió que no podía permitirse que metieran la pata, así que tendría que encargarse él personalmente.
—Retroceded unos pasos y no me molestéis —pidió.
Fijó cuerdas por todos lados, siguiendo un sistema muy avanzado. Y empezó a tirar. De hecho, consiguió subir sin ayuda la estatua hasta el borde del remolque del camión.
—¡Ya casi está! —anunció el satisfecho detractor de reyes, un segundo antes de que se rompiera una cuerda.
En ese momento, la abnegada peripecia vital de Ingmar Qvist tocó a su fin: el rey se inclinó con humildad hacia él, sus miradas se cruzaron por primera vez, y luego cayó lenta pero inexorablemente sobre su creador.
Ingmar murió en el acto bajo el real peso, mientras el monarca se resquebrajaba en cuatro trozos.
Holger 1 estaba desconsolado. Su hermano permanecía de pie a su lado, avergonzado porque no sentía nada. Miró a su padre muerto y al rey cuarteado.
La partida parecía haber acabado en tablas.
* * *
Unos días después, se pudo leer en el periódico local de Södertälje:
Mi amado padre,
Ingmar Qvist,
me ha dejado
con infinito dolor y añoranza.
Södertälje, 4 de junio de 1987
HOLGER
Vive la République!
Como se habrá podido observar, Holger 1 y 2 eran físicamente idénticos, pero de personalidades opuestas.
Holger 1 nunca había cuestionado la vocación de su padre. Las dudas de Holger 2 llegaron a los siete años, y nunca habían dejado de crecer. Cuando éste cumplió los doce, comprendió que su padre no estaba bien de la cabeza. A partir de la muerte de su madre, empezó a cuestionar más a menudo las ideas de su progenitor.
Sin embargo, no se marchó. Con el tiempo, fue sintiéndose cada vez más responsable de su padre y de su hermano. Y luego estaba el hecho de que Holger 1 y él eran gemelos. Ese lazo no parecía fácil de cortar.
Las razones por las que eran tan distintos resultaban difíciles de determinar. Posiblemente guardaran relación con el hecho de que Holger 2, el que no acababa de existir, poseía una inteligencia inexistente en el 1.
Por eso también fue muy natural que en los años de colegio fuera el 2 quien se presentara a los exámenes escritos y orales, que él le sacara el carnet de conducir a su hermano y lo instruyera en el arte de la conducción. Incluso el carnet para llevar camiones. El Volvo F406 del abuelo era la única posesión de los hermanos digna de llamarse así. Es decir, Holger 1 era su único propietario. Porque, quieras que no, para poseer cosas hay que existir.
Cuando su padre murió, Holger 2 consideró la posibilidad de acudir a las autoridades y comunicarles su existencia, lo que le permitiría cursar estudios superiores. Y encontrar a una chica a quien amar. ¿Cómo sería eso?
Pero, tras reflexionar un poco, se dio cuenta de que las cosas no eran tan sencillas como parecían. ¿Acaso podía adjudicarse el brillante diploma de bachillerato? ¿O le correspondía a su hermano? Oficialmente, él ni siquiera tenía el certificado de primaria.
Aparte, cuestiones más acuciantes lo preocupaban. Por ejemplo, de dónde iban a sacar dinero para subsistir. Dado que Holger 1 existía legalmente y tenía pasaporte y carnet de conducir, debería buscar un trabajo.
—¿Un trabajo? —replicó el susodicho cuando el tema salió a colación.
—Sí, un trabajo. No es tan raro que una persona de veintiséis años trabaje.
Entonces Holger 1 propuso que se encargara de eso el 2 en nombre del 1. Más o menos como en los tiempos de la escuela. Sin embargo, Holger 2 repuso que, ahora que el rey había matado a su padre, había llegado el momento de dejar atrás la infancia y la adolescencia. No pensaba seguir haciéndole el juego a su hermano, y menos aún a su padre.
—No fue el rey, fue Lenin —respondió Holger 1, malhumorado.
Su hermano contestó que lo traía sin cuidado cuál de los dos había caído sobre Ingmar. Por él, ¡podría haber sido el mismísimo Gandhi! El incidente ya era historia. Ahora tocaba labrarse un futuro. A ser posible, con su amado hermano, pero sólo si éste le prometía abandonar toda intención de cambiar el régimen político. Holger 1 murmuró que todavía no tenía ninguna idea al respecto.
Holger 2 se conformó con esa respuesta y dedicó los siguientes días a reflexionar sobre qué paso debían dar a continuación. Lo más acuciante era el dinero para llevar comida a la mesa.
Y optó por vender dicha mesa. De hecho, la casa entera.
La casita de la familia a las afueras de Södertälje cambió de propietario, y los hermanos se mudaron al remolque de su camión Volvo F406.
De todas formas, la casa que acababan de vender no era precisamente un castillo, y tampoco nadie se había ocupado de su mantenimiento desde que su padre había empezado a delirar, unos cuarenta años atrás. El propietario oficial, es decir, Holger 1, sólo recibió ciento cincuenta mil coronas por la venta. Si los hermanos no hacían nada al respecto, pronto se les acabaría el dinero.
Holger 1 le preguntó a Holger 2 cuánto creía que podía valer la cuarta parte superior de la estatua. A fin de que ese asunto quedara zanjado para siempre, Holger 2 sacó escoplo y martillo y la hizo pedazos. Cuando terminó, también prometió quemar los restantes 498 ejemplares del Manifiesto comunista en ruso. Pero antes daría un paseo, necesitaba estar solo un rato.
—No pienses demasiado mientras estoy fuera, hazme el favor —le pidió a su hermano.
Durante el paseo, Holger 2 pensó en lo que les quedaba: un camión. Era cuanto tenían en esta vida. ¿Y si montaban una empresa de transportes? ¿Transportes Holger & Holger? Puso un anuncio en el diario provincial que rezaba «Pequeña empresa de transportes busca encargos». Enseguida recibió respuesta de un empresario de Gnesta que necesitaba ayuda, porque su antiguo transportista se había olvidado no sólo de entregar un envío de cada cinco, sino también de abonar uno de cada dos pagos a la Hacienda Pública, cosa que lo obligaría a mudarse en breve a la prisión de Arnö. El Estado consideraba que el transportista tardaría dieciocho meses en rehabilitarse; el empresario, que conocía muy bien al transportista, creía que tardaría más. En cualquier caso, el transportista estaba donde estaba, y el empresario necesitaba un sustituto inmediatamente. La empresa Gnesta Almohadas & Cojines, S.A., llevaba años fabricando almohadas y cojines para hostelería, entidades provinciales y otras instituciones. Al principio el negocio fue bien, pero empeoró paulatinamente, hasta el punto de que el dueño tuvo que prescindir de sus cuatro empleados y empezar a importar cojines de China. Su vida resultaba más llevadera, pero era duro y se sentía mayor. Agotado y harto de todo, continuaba trabajando porque hacía tiempo que había olvidado que la vida podía consagrarse a otra cosa.
Holger 1 y 2 se encontraron con el empresario en sus locales en las afueras de Gnesta. El lugar tenía un aspecto miserable: había un almacén y un caserón casi en ruinas conectados por un patio y, al otro lado de la calle, una alfarería desmantelada hacía años. Como vecino más cercano, un desguace: el resto de la zona estaba desierta.
Puesto que Holger 2 era elocuente, y puesto que Holger 1, por orden de su hermano, guardó silencio, el empresario depositó su confianza en aquel joven y nuevo transportista.
Cuando todo iba viento en popa, la Dirección General de Pensiones le comunicó al empresario que estaba a punto de cumplir sesenta y cinco años y que, por tanto, tenía derecho a una pensión. No lo había pensado antes. ¡Qué suerte! Había llegado la hora de disfrutar de la vida de pensionista. No hacer nada durante todo el santo día, eso ansiaba. ¿Tal vez incluso permitirse algunos bailes? No había intentado salir de juerga desde finales del verano de 1967, cuando había ido a Estocolmo para asistir al Nale, sólo para descubrir que la famosa sala de baile se había convertido en una iglesia evangélica.
La noticia de la pensión era buenísima para el empresario, pero problemática para Holger y Holger.
Como no tenían nada que perder, Holger 2 decidió pasar a la ofensiva. Propuso que Holger & Holger se hiciera cargo de la sociedad del empresario, incluidos el almacén, el caserón medio derruido y la alfarería. A cambio, le pagarían treinta y cinco mil coronas al mes mientras viviera.
—Como una especie de pensión extra —añadió Holger 2—. Es que no tenemos dinero en metálico para comprarle su parte, señor empresario.
El recién jubilado sopesó el asunto.
—¡De acuerdo! —decidió—. Y que sean treinta, no treinta y cinco. ¡Y con una condición!
—¿Una condición?
—Bueno, verás… —empezó el empresario.
La rebaja tenía como contrapartida que Holger y Holger prometieran hacerse cargo del ingeniero americano al que el empresario había encontrado escondido en la alfarería catorce años atrás. El americano había construido túneles militares durante la guerra de Vietnam y sufrido fieros ataques del Vietcong, hasta quedar herido de gravedad. Lo atendieron en un hospital de Japón, de donde, una vez recuperado, se fugó a través de un túnel subterráneo. Luego voló a Hokkaido, llegó a la frontera soviética en un barco pesquero, finalmente aterrizó en Moscú y después en Helsinki, y desde allí viajó a Estocolmo, donde el gobierno sueco le concedió asilo político.
Pero, en Estocolmo, el desertor de Vietnam creía ver a la CIA en todas partes, tenía los nervios destrozados y temía que lo encontraran y se lo llevasen de vuelta a la guerra. De modo que se fue al campo y acabó en Gnesta, se coló en una alfarería desmantelada y se puso a dormir bajo una lona. Que hubiera dado con aquel refugio fue más que una simple casualidad: el americano había sido ingeniero militar obligado por su padre, pero lo que llevaba en la sangre era la alfarería.
Al fabricante de cojines no le interesaban demasiado las vasijas, y usaba el local de la alfarería para archivar una parte de la contabilidad de la empresa que soportaba mal exponerse a la luz. Por eso iba allí varias veces a la semana. Un buen día, entre las carpetas, asomó la cara asustada del americano. El empresario se apiadó de él: permitió que se quedara, pero debía mudarse a una de las plantas del caserón, en el número 5 de Fredsgatan. Si deseaba resucitar la alfarería podía hacerlo, pero en tal caso la puerta de la habitación sin ventanas debería permanecer cerrada.
No sin cierta aprensión, el americano aceptó y luego empezó, inmediatamente y sin permiso, a construir un túnel que iba de la planta baja de Fredsgatan 5 a la alfarería, al otro lado de la calle. Cuando el empresario lo descubrió, el americano le explicó que necesitaba una vía de escape para el día en que la CIA finalmente llamara a su puerta. Tardó años en acabar el túnel, y cuando terminó, hacía tiempo que la guerra de Vietnam también había terminado.
—No está en sus cabales, ya lo sé, pero forma parte del trato —resumió el empresario—. Además, no molesta a nadie, y por lo que tengo entendido, vive de modelar en el torno cosas que luego vende en los mercadillos de la zona. Está chiflado, sí, pero no hace daño a nadie, salvo a sí mismo.
Holger 2 titubeó. La verdad es que no necesitaba más excentricidades en su vida. Con su hermano y la herencia paterna tenía de sobra. Sin embargo, el acuerdo les ofrecería la posibilidad de mudarse al caserón, como había hecho el americano. Una vivienda de verdad, en lugar de un colchón en el camión.
Al aceptar, asumieron también la responsabilidad sobre el desquiciado alfarero americano, con lo cual todas las pertenencias del antiguo empresario fueron absorbidas por la sociedad anónima recién fundada de Holger 1.
¡Por fin aquel hombre agotado por el trabajo podría relajarse! Al día siguiente se fue a Estocolmo para disfrutar de los clásicos baños de Sturebadet. ¡Luego, llegaría la hora de los arenques y el aguardiente en el Sturehof!
Desde su anterior visita a la siempre hormigueante capital, se había cambiado el sentido de la circulación de por la izquierda a la derecha. Que lo mismo hubiera ocurrido en Gnesta era algo que él ni siquiera había advertido. Así pues, salió a Birger Jarlsgatan mirando en la dirección contraria.
—¡Vida, aquí estoy! —exclamó.
Pero la vida le dio una respuesta mortal: lo atropelló un autobús.
—¡Qué triste! —dijo Holger 1 cuando los hermanos se enteraron.
—Sí. Y barato —repuso Holger 2.
Entonces fueron a contarle al alfarero americano el acuerdo que habían alcanzado con el malogrado empresario, y a comunicarle que podía quedarse, pues formaba parte del contrato con el ahora difunto (¿para qué estaban los contratos sino para cumplirlos?).
Holger 2 llamó a la puerta.
Nada.
Holger 1 también llamó.
—¿Sois de la CIA? —dijo una voz.
—No, de Södertälje.
Silencio de nuevo. Y al final la puerta se abrió lentamente.
El encuentro entre los tres hombres fue muy bien. Empezó con reservas por parte de todos, pero el ambiente se relajó cuando Holger y Holger aludieron a que al menos uno de ellos tenía una situación legal bastante compleja. Aunque al americano le habían concedido asilo político, no había vuelto a comunicarse con las autoridades suecas, así que no se atrevía siquiera a pensar si a esas alturas aquella decisión aún tendría validez.
El alfarero se hizo a la idea de que el caserón había pasado a manos de nuevos propietarios y decidió quedarse, considerando poco probable que Holger y Holger estuvieran a sueldo del servicio de inteligencia estadounidense. De hecho, era muy poco probable, pues por astutos que fueran en la CIA, nunca se les ocurriría enviarle a dos agentes idénticos y con idéntico nombre.
El americano incluso llegó a valorar la oferta de Holger 2 de que se encargase, al menos de vez en cuando, de las entregas de cojines. Pero exigió que pusieran matrículas falsas al vehículo, para que la CIA no pudiera localizarlo en el supuesto de que su imagen fuera captada por una de las miles de cámaras instaladas por todo el país.
Holger 2 negó con la cabeza, incrédulo, pero ordenó a Holger 1 que saliera esa noche a robar un par de placas. Sin embargo, el alfarero exigió entonces que pintaran el camión de negro, para que le resultara más fácil eludir a la CIA adentrándose por algún oscuro camino forestal el día en que, a pesar de las precauciones, dieran con él.
Holger 2, aún más incrédulo, consideró que ya era suficiente.
—Está bien —dijo—, creo que entregaremos los cojines nosotros mismos. Pero, en cualquier caso, gracias.
El alfarero lo miró, sin entender por qué su interlocutor había cambiado de opinión tan repentinamente.
Holger 2 sentía que en general iba dando tumbos por la vida, a pesar de los acuerdos con el difunto empresario. Para más inri, constató con envidia que su hermano se le había adelantado y tenía novia. Ella tampoco era muy avispada, pero, en fin, Dios los cría y ellos se juntan. Era una joven de unos diecisiete años que parecía enfadada con el mundo entero, salvo quizá con Holger 1. Se habían conocido en el centro de Gnesta, donde la joven airada había organizado una manifestación unipersonal contra el corrupto sistema bancario. La muchacha, como autoproclamada representante del presidente de Nicaragua, había solicitado un préstamo de medio millón de coronas, pero el director del banco —que, dicho sea de paso, era su padre— le había comunicado que no se concedían préstamos a intermediarios, y que, en consecuencia, el presidente Daniel Ortega tendría que viajar a Gnesta para identificarse y acreditar su solvencia.
Entonces ella decidió convocar la manifestación. Naturalmente, tuvo una repercusión limitada. El único público estaba formado por el padre de la muchacha, plantado en la puerta del banco, dos hombres que holgazaneaban a la espera de que abriera el establecimiento de bebidas alcohólicas, y Holger 1, que había ido al centro a comprar tiritas y desinfectante, pues se había pegado un martillazo en el pulgar cuando trataba de reparar el suelo del piso que compartía con su hermano.
No es difícil suponer qué opinaba el padre de la chica. En cuanto a los dos holgazanes, fantaseaban con la cantidad de bebida que podrían comprar con medio millón de coronas (el más audaz estimó que unas cien botellas de vodka Explorer), mientras que Holger 1 se quedó deslumbrado por la chica. Luchaba por un presidente que a su vez luchaba contra viento y marea, enemistado con Estados Unidos y prácticamente el resto del mundo.
Cuando la muchacha acabó de manifestarse, Holger se presentó y le contó su sueño de derrocar al rey sueco. En menos de cinco minutos, ambos supieron que estaban hechos el uno para el otro. La muchacha se acercó a su infeliz padre, que seguía ante la puerta del banco, y le soltó que podía irse al infierno, porque ahora pensaba irse a vivir con… ah, sí, Holger… ¡Con Holger!
La pareja echó a Holger 2 de la planta que ocupaban los hermanos, y el joven tuvo que buscarse otra vivienda en aquel caserón medio derruido, aún más deteriorada, si cabía. Y todo eso mientras la vida seguía su maldito curso.
* * *
Un buen día, el trabajo lo llevó a Upplands Väsby, al norte de Estocolmo, al campamento de refugiados de la Dirección Nacional de Inmigración. Entró en el campo, aparcó frente al almacén y vio a lo lejos a una mujer negra sentada en un banco, seguramente una recién llegada. Luego entregó los cojines. Cuando ya salía del almacén, la mujer lo abordó. Él le contestó educadamente, y ella se extasió ante aquella conducta tan civilizada, feliz, dijo, de constatar que existieran hombres como él.
Ese comentario le llegó a Holger 2 de tal modo al corazón que no pudo sino contestar:
—El problema es que no existo.
Probablemente, de haber sabido lo que se avecinaba, habría salido corriendo.