7
De una bomba que no existía y un ingeniero que hubiera preferido no existir.

Nombeko estaba de vuelta tras la doble valla de doce mil voltios y el tiempo seguía pasando. La conciencia de que, en la práctica, la condena no tenía límite seguía fastidiándola menos que el hecho de no haberlo pensado desde un principio.

Después de la bomba número 1, las bombas 2 y 3 estuvieron listas a la vez en un par de años. Tras otros veinte meses, también lo estuvieron la 4 y la 5.

Cada equipo de fabricación desconocía la existencia del otro equipo. El ingeniero seguía siendo el único encargado de la comprobación final de cada artefacto terminado. Puesto que dichas piezas se guardaban en uno de los almacenes blindados, siempre que le llegaba el turno de revisión, él podía dejarse asistir en su tarea por su chica de la limpieza sin que nadie alzara una ceja recelosa.

Como ya se ha señalado, lo presupuestado y decidido ascendía a seis bombas de tres megatones cada una. Pero el jefe supremo del proyecto, el ingeniero Engelbrecht Van der Westhuizen, ya no controlaba lo que se hacía en la planta (si es que alguna vez lo había controlado), pues solía estar borracho perdido ya a las diez de la mañana. Y su ayudante estaba demasiado ocupada limpiando y leyendo a escondidas los libros de la biblioteca para poder cubrirle las espaldas. Además, su jefe no llegó a facilitarle un nuevo cepillo de fregar, así que tardaba mucho con los suelos.

Y de este modo se produjo la desgraciada circunstancia de que la producción en paralelo siguiera tras la cuarta y quinta bombas, lo que llevó a que se fabricara la sexta, ¡y una séptima!

Sí, por error, se hizo una bomba nuclear de más, una bomba fuera de todos los protocolos.

Una bomba que en teoría no existía.

Cuando Nombeko descubrió la metedura de pata, se lo comunicó a su jefe, que no se angustió más de lo necesario. Porque las bombas que en teoría no existen son un incordio si empiezan a existir. Difícilmente podría poner en marcha el proceso de desmantelamiento a escondidas, a espaldas del presidente y del gobierno. Aparte, tampoco hubiera sabido cómo hacerlo, ni entraba en sus planes revelar el error de cálculo a los equipos de investigación. Nombeko lo consoló afirmando que a lo mejor, con el tiempo, les encargarían más bombas, y que la séptima podría permanecer en su inexistencia mientras nadie la encontrara, a la espera de ser autorizada a existir.

—Estaba pensando lo mismo —aseguró el ingeniero, aunque en realidad estaba pensando que aquella chica se había convertido en una mujer muy apetecible.

Así pues, guardó la bomba que no existía bajo llave en el almacén vacío, al lado de las seis bombas hermanas legalmente existentes. Él era el único que tenía acceso al lugar. Al margen de Comoquiera que se Llamara, claro.

Después de más de una década encerrada tras la doble valla de la planta de investigación, Nombeko había leído y releído cuanto valía la pena leer de la limitada biblioteca de Pelindaba. Y la mayor parte de lo que no la valía.

Las cosas no mejoraron por el hecho de que se hubiera convertido en toda una mujer, de casi veintiséis años. Por lo que tenía entendido, los blancos y los negros seguían sin poder mezclarse, ya que así lo había decidido Dios, según el Génesis y la Iglesia Reformada. No es que hubiera encontrado un sujeto interesante con quien mezclarse, pero sí soñaba con un hombre y con lo que podrían hacer juntos. En particular, desde determinada perspectiva: una que había descubierto observando las ilustraciones de una obra de calidad innegablemente superior a la Paz en la Tierra del profesor británico, de 1924.

Bueno, más valía no conocer el amor dentro de las vallas de la planta que quedarse sin vida al otro lado de éstas. En el segundo caso, sólo podría intimar con los gusanos que la acompañarían bajo tierra.

Por eso se obligó a no recordarle al ingeniero que los siete años ya se habían convertido en once. Se quedaría donde estaba.

Un poco más.

Las fuerzas armadas sudafricanas no paraban de recibir nuevas y cuantiosas subvenciones de una economía que no podía permitírselas. Al final, una quinta parte de los presupuestos desesperadamente deficitarios del Estado iba destinada al ejército, al tiempo que el resto del mundo se inventaba nuevos embargos comerciales. Una de las medidas más dolorosas para el espíritu nacional sudafricano fue que el país tuviera que jugar al fútbol y al rugby contra sí mismo, pues ninguna otra nación quería jugar con él.

Sin embargo, el país fue tirando: el embargo comercial no era generalizado, y se alzaban muchas voces en contra del recrudecimiento de las sanciones. La primera ministra Thatcher y el presidente Reagan compartían más o menos la opinión sobre el asunto, es decir, que cada nuevo embargo afectaría sobre todo a los sectores más pobres de la población. O, como lo expresó elegantemente el dirigente del Partido Conservador de Suecia, Ulf Adelsohn: «Si boicoteamos los productos sudafricanos, los pobres negros se quedarán sin trabajo».

En realidad, no era ahí donde apretaba el zapato. Lo más incómodo para Thatcher y Reagan (y, la verdad sea dicha, para Adelsohn) no era el apartheid, aunque desde hacía décadas el racismo no era políticamente correcto. No, el problema era qué lo sustituiría. Si la cuestión era elegir entre apartheid y comunismo, el asunto era complicado. En especial para Reagan, que ya en sus tiempos de dirigente del sindicato de actores había luchado para que no dejaran entrar a ningún comunista en Hollywood. ¿Qué imagen daría si se gastaba miles de millones en la carrera armamentística contra el comunismo soviético y al mismo tiempo permitía que éste tomara el poder en Sudáfrica? Encima, esos malditos sudafricanos ya tenían armas nucleares, por mucho que lo negaran.

Entre quienes de ningún modo estaban de acuerdo con Thatcher y Reagan en sus titubeos respecto a la política del apartheid se encontraba el primer ministro sueco, Olof Palme, y el guía del socialismo en Libia, Muammar el Gaddafi. Palme rugió: «El apartheid no puede reformarse, ¡el apartheid tiene que ser eliminado!». Poco después, él mismo fue eliminado por un perturbado que no sabía muy bien a quién había matado ni por qué. O todo lo contrario: ese aspecto nunca acabó de esclarecerse. En cambio, Gaddafi todavía se mantendría sano y salvo muchos años. Envió por barco toneladas de armas al movimiento de resistencia sudafricano, el CNA, y se refirió en voz alta y sin tapujos a la noble lucha contra el régimen opresor blanco de Pretoria, al tiempo que ocultaba al genocida ugandés Idi Amin en su propio palacio.

Ésta era más o menos la situación cuando el mundo, una vez más, demostró lo peculiar que puede llegar a ser si se empeña en ello. Porque en Estados Unidos los demócratas y los republicanos se unieron e hicieron causa común con Palme y Gaddafi contra su presidente. El Congreso impulsó una ley que prohibía cualquier tipo de inversión o transacción comercial con Sudáfrica. Ya ni siquiera se podía volar directamente de Johannesburgo a Estados Unidos; quien lo intentara debía elegir entre dar media vuelta en el aire o ser abatido en vuelo.

Thatcher y otros líderes europeos y mundiales comprendieron lo que estaba a punto de suceder. Como nadie quería jugar en el equipo perdedor, cada vez más naciones cerraron filas en torno a Estados Unidos, Suecia y Libia.

Sudáfrica empezó a resquebrajarse.

Desde su arresto domiciliario en la planta de investigación, Nombeko no estaba en condiciones de mantenerse al día de la evolución del mundo. Sus tres amigas chinas seguían sin saber gran cosa, más allá de que las pirámides se encontraban en Egipto, donde ya llevaban una buena temporada. Tampoco el ingeniero le era de gran ayuda. Sus análisis de la escena internacional se limitaban, cada vez más, a diversos gruñidos del tenor de: «Ahora los maricones del Congreso estadounidense también apoyan el embargo».

Asimismo, la frecuencia y el tiempo que Nombeko podía dedicar al suelo de la sala de espera con televisor, que había fregado hasta desgastarlo, tenía sus límites. No obstante, además de lo que pescaba de las noticias de la tele, era una persona muy observadora. Se daba cuenta de que ocurrían muchas cosas. Sobre todo porque ya no había ningún proyecto en marcha. Nadie correteaba por los pasillos. Tampoco recibían la visita de ningún primer ministro o presidente. Que el alcoholismo del ingeniero hubiera pasado de grave a catastrófico también era una señal de que en el mundo nada funcionaba. Nombeko se temía que el ingeniero pensara dedicarse a jornada completa al coñac, sentado en su sillón, sumido en nostálgicas ensoñaciones acerca de los tiempos en que todavía conseguía convencer a alguien de que entendía algunas cosas. Y en la butaca de al lado muy bien podría haber estado sentado su presidente mascullando que por culpa de los negros el país se había ido a pique. Nombeko prefería no pensar en lo que podría ocurrirle si se llegaba a semejante conclusión.

—Me pregunto si no será que la realidad está a punto de alcanzar al ganso del ingeniero y a sus compinches —les dijo Nombeko una noche a las tres chinas en un fluido dialecto wu.

—Pues ya iría siendo hora —contestaron ellas en un xhosa que no estaba nada mal.

Los tiempos eran cada vez más difíciles para P.W. Botha. Pero, como el Gran Cocodrilo que era, aguantó sumergido en las aguas profundas, manteniendo sólo la nariz y los ojos en la superficie.

Naturalmente, concebía la posibilidad de hacer reformas, se trataba de ir acorde con la época que le había tocado vivir. Hacía mucho que la gente estaba dividida en negros, blancos, mestizos e indios. Así que se encargó de conceder a estos dos últimos grupos el derecho a voto. Es más, también a los negros, pero no únicamente en sus distritos.

Asimismo, levantó un poco las restricciones en cuanto a la interacción entre razas. Ahora los negros y los blancos podían, al menos teóricamente, sentarse en los mismos bancos de los parques. Al menos teóricamente podían acudir a los mismos cines y ver las mismas películas a la vez, e incluso intercambiar fluidos corporales (también en la práctica, pero en este caso se solía añadir un intercambio de dinero o la violencia).

Por otro lado, el presidente se ocupó de concentrar el poder, desechó un par de derechos humanos e instauró la censura en la prensa. Al fin y al cabo, los periódicos eran los únicos responsables de no tener la suficiente sensatez como para escribir cosas sensatas. Cuando un país se tambalea, requiere un liderazgo fuerte, nada de carantoñas a los periodistas capullos.

Aun así, todo resultaba insuficiente. La economía del país se había ido ralentizando hasta rozar la parálisis completa, a un paso de entrar en recesión. Hacer que el ejército sofocara los crecientes disturbios en los barrios de chabolas no salía gratis. Y es que los malditos negros nunca estaban contentos. Bastaba recordar cuando Botha ofreció al condenado Nelson Mandela la libertad a cambio de que se mostrara más dúctil con el gobierno: «Deja ya de alborotar», fue lo único que le exigió. «Entonces prefiero quedarme donde estoy», respondió aquel diablo negro, después de veinte años en aquella isla prisión, y allí siguió.

Con el tiempo, quedó claro que el mayor cambio que P.W. Botha había logrado llevar a cabo fue pasar de primer ministro a presidente. Y convertir a Mandela en un icono aún más carismático. Por lo demás, todo seguía igual. No: fue a peor.

El pobre Botha empezaba a estar harto. Al final, el CNA acabaría haciéndose con el poder. Y en ese caso… Bueno, a ver quién era el guapo que dejaba seis bombas nucleares en manos de una organización comunista negra. ¡Más valía desmantelarlas y organizar un numerito de propaganda! «Asumimos nuestra responsabilidad» y esos camelos, todo ello bajo la supervisión del OIEA, el Organismo Internacional de la Energía Atómica.

El presidente todavía no estaba preparado para tomar una decisión definitiva, pero llamó al responsable de Pelindaba para ponerlo en modo stand by. Por cierto, ¿ya le patinaba la lengua a las nueve de la mañana? No, no podía ser.

De pronto, el insignificante error de cálculo del ingeniero Van der Westhuizen (por el cual las seis bombas se habían transformado en siete) se convirtió en un secreto espantoso. El presidente le había comentado la posibilidad de destruir las seis bombas nucleares. Las seis. Nada de siete, la séptima no existía.

El ingeniero debía elegir entre confesar su error, reconocer que lo había mantenido en secreto durante más de un año y ser despedido con deshonor y una pensión mínima, o bien darle la vuelta al asunto en beneficio propio y asegurarse su independencia económica.

Tuvo miedo. Pero sólo hasta que una nueva dosis de Klipdrift le llegó a la sangre. Entonces, la sensatez se impuso: había llegado el momento de hablar en serio con los agentes del Mossad.

—Tú —farfulló a su criada—, ¡ve a buscar a los dos judíos, que haremos negocios!

Engelbrecht Van der Westhuizen siempre había sabido que tarde o temprano su misión concluiría, que el CNA quizá se haría con el poder y que ya no cabía esperar ningún avance en su carrera. Así pues, se trataba de velar por lo suyo mientras todavía tuviera algo que pudiera considerar suyo.

Comoquiera que se Llamara fue en busca de los agentes que habían supervisado esporádicamente el proceso en nombre de Israel, el socio del proyecto. Mientras recorría los pasillos, pensó que el ingeniero estaba a punto de dar un paso en falso. Probablemente dos.

Los agentes del Mossad, A y B, fueron conducidos al despacho del ingeniero. Nombeko se colocó en la esquina donde el ingeniero siempre quería que estuviera cuando las cosas se ponían feas.

—¡Oh, judío A y judío B, shalom a vosotros! Tomad asiento. ¿Puedo ofreceros un coñac matutino? ¡Tú, sirve a nuestros amigos!

Nombeko les susurró a los agentes que había agua si lo preferían. Y así era.

Westhuizen expuso los hechos sin florituras. Afirmó que había tenido suerte en la vida, y que esa suerte ahora había puesto un arma nuclear en sus manos, una bomba atómica que nadie sabía que existía y que, por tanto, nadie echaría de menos. En realidad, dijo el ingeniero, debería guardársela y lanzarla directamente sobre el palacio presidencial en cuanto ese terrorista de Mandela se instalara allí, pero se sentía demasiado mayor para hacer la guerra por su cuenta.

—Así que me preguntaba si el judío A y el judío B podrían averiguar si el jefazo judío en Jerusalén podría estar interesado en comprar una bomba potente. A precio de amigo. Treinta millones de dólares. Diez millones por megatón. ¡Salud! —concluyó el ingeniero, apuró su copa y acto seguido miró disgustado la botella vacía.

Los agentes le dieron las gracias amablemente y prometieron consultar con el gobierno en Jerusalén.

—Bueno, yo no me caso con nadie —añadió el ingeniero—. Si no les interesa, ya se la venderé a otro. Por cierto, no tengo tiempo de estar aquí charlando con vosotros.

Y abandonó el despacho y la planta en pos de más coñac. Ambos agentes y Comoquiera que se Llamara se quedaron allí. Nombeko sabía lo que estaba en juego con los israelíes.

—Disculpen, pero creo que la buena suerte del ingeniero acaba de agotarse en este instante —dijo. No añadió: «Y la mía», aunque lo pensó.

—Siempre he admirado su sabiduría, señorita Nombeko —repuso el agente A—. Y le agradezco de antemano su comprensión. —No añadió: «Imagino que usted también estará en apuros», aunque lo pensó.

No era que Israel no quisiera la dichosa bomba, al contrario. Pero el vendedor estaba severamente alcoholizado y era muy imprevisible. Después de cerrar un trato con él sería peligrosísimo dejarlo suelto por las calles, balbuciendo y cotorreando de dónde había sacado el dinero. Por otra parte, no podían permitirse rechazar la oferta, pues ¿qué pasaría con aquel petardo? Probablemente el ingeniero se lo vendería a cualquier otro país.

Por eso pasó lo que pasó. El agente A acudió a un miserable que encontró en el peor tugurio de Pretoria con el encargo de que a la noche siguiente le consiguiera un coche, un Datsun Laurel, modelo 1983. A cambio, el miserable recibió cincuenta rands (según lo convenido), así como, una vez efectuada la entrega del automóvil, un tiro en la frente (por iniciativa del agente).

Un par de días más tarde, al volante del coche robado, el agente A se encargó de acabar con la eterna buena suerte del ingeniero atropellándolo cuando éste volvía a casa del bar que visitaba cada vez que sus reservas de coñac menguaban.

La recién estrenada mala suerte del ingeniero fue tal que el agente A volvió a atropellarlo tras detenerse y dar marcha atrás, y luego una tercera vez al alejarse de allí.

Ironías del destino, el ingeniero iba por la acera cuando ocurrió el suceso.

«¿Esto es todo?», pensó entre el segundo y el tercer atropello, igual que había hecho Nombeko en una situación similar once años atrás.

Esta vez sí, eso fue todo.

El agente B contactó con Nombeko poco después de que la noticia de la muerte del ingeniero llegara a la planta. Se lo consideraba un accidente, pero pronto cambiaría de categoría, en cuanto los testigos y diversos técnicos del lugar tuvieron ocasión de hablar.

—Usted y yo, señorita Nombeko, debemos hablar de ciertos temas —dijo—. Y me temo que es urgente.

Al principio, ella no dijo nada, pero pensó enfebrecidamente. Pensó que su seguro de vida, el beodo Van der Westhuizen, se había convertido en su seguro de muerte. Y que en breve ella misma se encontraría en el mismo estado.

—Sí, es cierto —dijo—. Entonces, ¿puedo pedirle al señor agente que acuda junto con su compañero a una reunión en el despacho del ingeniero, dentro de treinta minutos?

Hacía tiempo que el agente B sabía que la señorita Nombeko tenía la cabeza estupendamente amueblada. Y que ella era consciente de su precaria situación. Eso los colocaba a él y su compañero en una posición de poder. Pero ella estaba en posesión de las llaves y en situación de moverse por los pasillos más prohibidos. Sólo ella podría conducirlos hasta la bomba. A cambio, debían ofrecerle una mentira piadosa.

La promesa de que viviría.

Pero ahora estaba pidiendo media hora. ¿Por qué? El agente lo entendía casi todo, pero eso no. En fin, treinta minutos nunca son más que treinta minutos, aunque haya prisa. En cualquier momento, los cuerpos de seguridad sudafricano descubrirían que el ingeniero había sido asesinado, y entonces sería mucho más difícil sacar una bomba de tres megatones de aquellas instalaciones, incluso para dos agentes de un servicio de inteligencia amigo.

Bueno, vale, treinta minutos nunca eran más que treinta minutos. El agente B asintió con la cabeza.

—Entonces nos vemos aquí a las doce y cinco.

—A las doce y seis —precisó Nombeko.

Durante los treinta minutos siguientes, Nombeko se limitó a esperar a que el tiempo pasara.

Los agentes volvieron exactamente a la hora señalada. Ella, sentada en la silla del ingeniero, los invitó a tomar asiento al otro lado del escritorio. La situación había cambiado: una joven negra ocupaba la butaca del director en el corazón mismo del sistema de apartheid.

Nombeko tomó la palabra y dijo que entendía que los señores del Mossad andaban detrás de la séptima bomba, la que no existía. ¿O estaba equivocada?

Los hombres permanecieron callados: no parecían dispuestos a sincerarse.

—Seamos francos —los exhortó Nombeko—, porque, si no, esta reunión habrá acabado antes de empezar.

El agente A asintió con la cabeza y dijo que la señorita Nombeko lo había entendido todo perfectamente bien. Si gracias a su colaboración Israel conseguía la bomba, ellos la ayudarían a salir de Pelindaba.

—¿Sin permitir que me atropellen tantas veces como al ingeniero? ¿O que me disparen y me entierren en la sabana más cercana?

—¡Por favor, querida señorita! —mintió A—. No pensamos tocarle ni un pelo. Pero ¿qué creía usted que íbamos a hacerle?

Nombeko pareció conformarse con la respuesta, y se limitó a añadir que ya la habían atropellado en una ocasión y que con ésa le bastaba.

—Si me lo permiten, ¿cómo piensan sacar la bomba de aquí? Suponiendo que yo les dé acceso a ella, claro.

El agente B contestó que sería relativamente sencillo si se apresuraban. Podían enviar la bomba al Ministerio de Asuntos Exteriores en Jerusalén a través de valija diplomática. Las valijas diplomáticas se despachaban desde la embajada en Pretoria al menos una vez a la semana, y una caja más grande de lo habitual no debería trastocar la rutina. Siempre que el servicio de seguridad sudafricano no aumentara su nivel de alerta y la abriera, cosa que tanto Nombeko como los agentes sabían que ocurriría en cuanto descubrieran cómo había muerto el ingeniero.

—Bueno, aprovecho la ocasión para agradecerles la gestión realizada —dijo ella, con sinceridad y malicia a partes iguales—. ¿Quién de los dos ha tenido el honor de llevarla a cabo?

—Eso tal vez no sea importante —contestó A, el responsable del atropello—. A lo hecho, pecho. Además, sabemos que usted entiende que era necesario.

Pues claro, lo entendía. Entendía que los agentes acababan de caer en su trampa.

—¿Y cómo pensaban garantizar la integridad física de una humilde servidora?

Los agentes habían pensado esconderla en el maletero de su coche, pues no corrían riesgo de ser molestados mientras la seguridad se mantuviera al nivel actual. El servicio de seguridad israelí en Pelindaba llevaba años fuera de toda sospecha.

Una vez abandonado el recinto, bastaría con que fueran directamente a la sabana, sacaran a la mujer del maletero y luego le pegaran un tiro en la frente, la sien o la nuca, dependiendo de lo mucho que pataleara. Sí, era una pena, pues la señorita Nombeko era en muchos aspectos una mujer excepcional que, al igual que los agentes, había tenido que soportar el desprecio indisimulado del ingeniero Westhuizen, que creía pertenecer a un pueblo superior. Era una pena, pero había valores más importantes que preservar.

—Nuestra idea es sacarla de aquí en el maletero —dijo el agente A, omitiendo el resto.

—Bien. Pero no es suficiente. —Y Nombeko añadió que no tenía intención de mover un dedo en su favor hasta que le consiguieran un billete de avión Johannesburgo-Trípoli.

—¿Trípoli? —repitieron A y B al unísono—. ¿Y qué se le ha perdido allí?

Nombeko no tenía preparada una respuesta infalible. Su objetivo siempre había sido la Biblioteca Nacional de Pretoria, pero ahora mismo no podía ir allí. Tenía que marcharse al extranjero. Y, por lo visto, Gaddafi estaba del lado del CNA.

Dijo que, para variar, quería ir a un país amigo, y que en este aspecto Libia parecía ideal. No obstante, si los señores agentes tenían una idea mejor, estaba dispuesta a escucharla. Y añadió:

—Sólo les advierto que no me propongan Tel Aviv o Jerusalén, ya que tengo intención de seguir viva al menos hasta el final de semana.

La estima del agente A por aquella mujer volvió a ganar enteros. Ahora se trataba de estar alerta para que no pudiera imponerles su voluntad. Ella debía de entender que su posición negociadora era débil, que para la fuga de la planta no le quedaba más remedio que confiar en unos agentes en los que no podía confiar. Pero que, a partir de ahí, podrían influir favorablemente en las circunstancias. Sin embargo, su problema era que nunca habría una fase dos, y aún menos tres. En cuanto se cerrara el maletero, la mujer estaría de camino al hoyo. Y entonces daría igual lo que pusiera en el billete. Trípoli, por supuesto. O la luna.

En cualquier caso, habría que jugar hasta el final.

—Sí, Libia podría ser una solución —convino el agente A—. Junto con Suecia, es el país que más protesta contra el apartheid. Allí le darían asilo político aunque no lo solicitara.

—¡Pues ya está! —dijo Nombeko.

—Pero Gaddafi tiene sus cosas, claro —prosiguió el agente.

—¿Qué cosas?

El agente A no se hizo de rogar para entrar en detalles sobre el loco de Trípoli, el que en su día había lanzado obuses sobre Egipto sólo porque el presidente del país había decidido dialogar con Israel. A nadie podía parecerle mal que se mostrara solícito con Nombeko. Que intentara establecer un vínculo de confianza hasta que llegara el momento decisivo del tiro en la nuca.

—Bueno, verá, Gaddafi anda a la caza de armas nucleares tanto como Sudáfrica, sólo que hasta ahora la caza no le ha ido tan bien.

—¡Vaya! —exclamó Nombeko.

—Pero bueno, para consolarse dispone de una reserva de al menos veinte toneladas de gas mostaza y de la fábrica de armas químicas más grande del mundo.

—¡Ay!

—Y además ha prohibido cualquier oposición, huelga o manifestación.

—¡Uf!

—Y ha asesinado a todo aquel que alguna vez se le haya opuesto.

—Entonces, ¿carece de sentimientos?

—No. Por ejemplo, ofreció su hospitalidad al antiguo dictador Idi Amin cuando tuvo que huir de Uganda.

—Sí, me suena haberlo leído.

—Habría más cosas que contar —añadió el agente A.

—O no —repuso Nombeko.

—Compréndame, señorita. Nos preocupamos por usted, para que no le ocurra nada malo, por mucho que acabe de insinuar que no somos de fiar. Esta insinuación nos ha dolido a los dos. Pero si quiere ir a Trípoli lo arreglaremos, por supuesto.

«Eso ha estado muy bien», pensó el agente A.

«Eso ha estado muy bien», pensó el agente B.

«Eso es lo más estúpido que he oído en mi vida», pensó Nombeko. Y eso que había tratado con asistentes del departamento de Sanidad de Johannesburgo y con ingenieros aquejados de severos trastornos cognitivos.

¿Aquellos agentes secretos, preocupados por su bienestar? ¡Ja! Había nacido en Soweto, pero no precisamente ayer.

Libia ya no le parecía nada divertida.

—Entonces, ¿Suecia? —aventuró.

Sí, sin duda sería preferible, opinaron los agentes. Era cierto que acababan de asesinar a su primer ministro, pero la gente solía pasear por la calle tranquilamente, sin miedo. Y los suecos, como ya se ha señalado, eran rápidos a la hora de dejar entrar a los sudafricanos, siempre y cuando estuvieran en contra del apartheid, y los agentes tenían motivos para creer que Nombeko lo estaba.

Ella asintió. Y luego permaneció callada. Sabía dónde estaba Suecia. Casi en el Polo Norte. Lejos de Soweto, lo cual estaba bien. Lejos de todo aquello que hasta entonces había sido su vida. ¿Qué iba a echar de menos?

—Si hay algo que la señorita quiera llevarse a Suecia, naturalmente haremos cuanto esté en nuestra mano para complacerla —terció B, a fin de reforzar el vínculo de confianza.

«Como sigáis así, casi voy a empezar a creeros —pensó Nombeko—. Pero sólo casi. Sería muy poco profesional por vuestra parte no intentar matarme en cuanto obtengáis lo que queréis».

—Estaría bien una caja de carne de antílope seca —pidió—. No creo que tengan antílopes en Suecia.

Tampoco lo creían los agentes. Se encargarían inmediatamente de los marbetes para un envío voluminoso y otro pequeño: la bomba iría al Ministerio de Asuntos Exteriores en Jerusalén a través de la embajada en Pretoria, y respecto a la carne de antílope, Nombeko podría recogerla unos días después en la embajada israelí en Estocolmo.

—Entonces, ¿de acuerdo? —dijo el agente A, seguro de que todo estaba saliendo a pedir de boca.

—Sí. De acuerdo. Pero hay un asunto más.

¿Un asunto más? El agente A había desarrollado una intuición especial en su trabajo. De pronto sintió que su colega y él se habían precipitado al cantar victoria.

—Sé que hay urgencia —dijo Nombeko—. Pero debo ocuparme de algo antes de marcharnos.

—¿Ocuparse?

—Quedamos de nuevo aquí dentro de una hora, a las trece y veinte. Lo mejor será que se apresuren si quieren conseguir el billete de avión y la carne de antílope —les aconsejó Nombeko, y abandonó la sala por la puerta que había detrás del escritorio del ingeniero, a la que los agentes no tenían acceso.

Los dos se quedaron solos.

—¿La hemos subestimado? —preguntó el agente A.

El agente B parecía preocupado.

—Si tú te encargas del billete, yo me ocuparé de la carne —dijo.

—¿Ven esto? —dijo Nombeko cuando retomaron la reunión, dejando un diamante en bruto sobre el escritorio de Westhuizen.

El agente A era un hombre polifacético. Por ejemplo, sabía distinguir sin problemas un ganso de arcilla de la dinastía Han de uno sudafricano de 1970. De modo que vio inmediatamente que lo que tenía delante podría venderse por cerca de un millón de shéquels.

—Caramba. ¿Adónde quiere llegar, señorita?

—¿Adónde? Pues a Suecia. No a un hoyo detrás de un arbusto de la sabana.

—¿Y por eso nos ofrece un diamante? —dijo el agente B, que, a diferencia del agente A, seguía subestimando a Nombeko.

—No, con el diamante sólo pretendía demostrar que he logrado sacar un paquetito de la base desde nuestra reunión anterior. Lo que ahora deben decidir es si lo he conseguido con la ayuda de alguien. Si creen que alguno de los doscientos cincuenta mal pagados empleados puede haber accedido a un arreglo así.

—No entiendo —dijo el agente B.

—Me temo lo peor —murmuró el agente A.

—¡Exactamente! —exclamó ella, sonriendo—. He grabado la charla en la que han admitido haber asesinado a un ciudadano sudafricano y han tratado de robar un arma diabólica sudafricana. Estoy segura de que ambos comprenderán las consecuencias que tendría para ustedes y para su país que la grabación se difundiera. Me guardo para mí adónde la he enviado. Pero el destinatario me ha hecho saber que ha llegado a buen puerto. Es decir, que ya no está aquí, en la base. Si la recojo personalmente en menos de veinticuatro horas, no, disculpen, en menos de veintitrés horas y treinta y ocho minutos (qué rápido pasa el tiempo en buena compañía), tienen mi palabra de que desaparecerá para siempre.

—Y si usted no la recoge, saldrá a la luz pública —quiso confirmar el agente A.

—Creo que podemos dar por finalizada nuestra reunión —concluyó Nombeko, ahorrándose responder a la pregunta—. Será interesante ver si sobrevivo al viaje en el maletero. En cualquier caso, parece que mis posibilidades de que así sea han aumentado considerablemente, sobre todo porque al principio no tenía ninguna.

Y entonces se levantó, dijo que el paquete de carne de antílope debía entregarse al departamento de envíos al cabo de treinta minutos y que ella se ocuparía personalmente de que sucediera lo mismo con el paquete que todavía se hallaba en el almacén contiguo. Además, esperaba que le llegara la documentación, los sellos y los impresos pertinentes para que el envío fuera inaccesible a toda persona que no quisiera responsabilizarse de una seria crisis diplomática.

A y B asintieron con la cabeza, doblemente malhumorados.

Los agentes analizaron la situación. Consideraban verosímil que aquella condenada chica tuviera una cinta de su conversación, pero no estaban tan seguros de que hubiera conseguido sacarla clandestinamente de Pelindaba. Era indiscutible que poseía al menos un diamante en bruto, y si tenía uno podía tener varios. Y si tenía varios, tal vez uno de entre todos los empleados autorizados de la planta hubiera caído en la tentación de asegurarse su economía personal y familiar para el resto de su vida. Era posible, no seguro. Por un lado, la chica de la limpieza (estaban demasiado enfadados para referirse a ella por su nombre) llevaba once años en la planta; por el otro, nunca la habían visto relacionarse con nadie, con ningún blanco, aparte de ellos. ¿Realmente alguno de los doscientos cincuenta empleados había vendido su alma a la mujer a la que todos solían referirse como «la negra»?

Pero cuando los agentes añadieron el factor sexual, es decir, la posibilidad, o mejor dicho, el riesgo de que la criada hubiera añadido su cuerpo al bote, sus probabilidades de salir airosos disminuyeron en picado. Quien fuera lo bastante inmoral como para seguirle el juego por un diamante también sería capaz de denunciarla, pero quien esperara futuras concesiones sexuales se ataría la lengua. O cualquier otra parte de su anatomía.

En resumidas cuentas, concluyeron que había un sesenta por ciento de probabilidades de que Nombeko tuviera en la mano el triunfo que aseguraba tener y un cuarenta por ciento de que no. Era un riesgo demasiado alto. El daño que podía causarles, a ellos y sobre todo a Israel, era incalculable.

Así pues, no había alternativa: según lo previsto, la chica de la limpieza los acompañaría en el maletero; según lo previsto, le conseguirían el billete a Suecia; y según lo previsto, enviarían sus diez kilos de carne de antílope. Pero no recibiría el tiro en la nuca previsto. Ni en la frente. Ni en ningún otro lado de su anatomía.

Seguía siendo un peligro andante. Pero, tal como estaban las cosas, muerta era aún más peligrosa.

Veintinueve minutos después, el agente A le entregó a Nombeko los billetes de avión y la carne de antílope, así como dos juegos de impresos debidamente rellenados, correspondientes a la valija diplomática. Ella le dio las gracias y le indicó que estaría lista al cabo de un cuarto de hora, sólo tenía que asegurarse de que el envío de los paquetes se llevaba a cabo correctamente. Con ello quería decir, aunque no lo dijera, que necesitaba hablar seriamente con las tres hermanas chinas.

—¿Un paquete grande y uno pequeño? —repitió Hermana Pequeña, la más creativa de las tres—. ¿Te importaría, Nombeko, si nosotras…?

—Sí, de eso quería hablaros. No hay que enviar estos paquetes a vuestra madre en Johannesburgo. La caja pequeña va a Estocolmo, es para mí, espero que sea razón suficiente para que no lo toquéis. Y el paquete grande va a Jerusalén.

—¿Jerusalén? —se sorprendió Hermana Mediana.

—En Egipto —le aclaró Hermana Mayor.

—¿Te vas? —quiso saber Hermana Pequeña.

Nombeko se preguntó cómo se le había podido ocurrir al ingeniero poner a las tres chinas a cargo del servicio postal.

—Sí, pero no se lo digáis a nadie. Dentro de poco me sacarán de aquí clandestinamente. Me marcho a Suecia. Tenemos que despedirnos ahora. Habéis sido muy buenas amigas.

Y se abrazaron.

—Cuídate mucho, Nombeko —dijeron las tres chinas en xhosa.

Dy/Dx —respondió ella—. ¡Adiós!

Entonces fue al despacho del ingeniero, abrió el cajón del escritorio y sacó su pasaporte.

—Market Theatre, plaza del mercado, en el centro de Johannesburgo, por favor —le dijo Nombeko al agente A mientras se metía en el maletero del coche diplomático.

Parecía un cliente cualquiera dirigiéndose a un taxista cualquiera en cualquier parte. También parecía conocer Johannesburgo como la palma de su mano y saber adónde iba. Lo cierto es que unos minutos antes había tenido tiempo de consultar una última vez los libros de la biblioteca y había dado con el punto de mayor densidad de población del país.

—Entendido —dijo el agente A—. Allá vamos. —Y cerró el maletero.

Lo que había entendido era que Nombeko no tenía ninguna intención de llevarlos hasta la persona que en ese momento tenía la cinta, porque de eso dependía su vida. También entendió que, en cuanto llegaran a destino, Nombeko conseguiría escapar entre el gentío en un periquete. Y que Nombeko había ganado. Al menos, el primer asalto.

Porque, en cuanto la bomba estuviera a buen recaudo en Jerusalén, se le acabaría su seguro de vida. Entonces Nombeko podría poner la cinta tantas veces como quisiera, donde quisiera, ellos simplemente se limitarían a negarlo. Al fin y al cabo, el mundo entero estaba en contra de Israel, así que era lógico que circularan cintas difamatorias. En cambio, pensar que alguien la creyera era ridículo.

Así llegaría el momento del segundo asalto.

Porque con el Mossad no se jugaba.

El coche diplomático abandonó la planta de Pelindaba a las 14.10 del jueves 12 de noviembre de 1987. A las 15.01, el transporte con el correo saliente traspasaba las mismas vallas. Iba con once minutos de retraso porque se habían visto obligados a cambiar de vehículo debido al volumen de un envío extraordinariamente grande.

A las 15.15, el jefe del equipo que investigaba la muerte del ingeniero Van der Westhuizen descubrió que había sido asesinado. Tres testigos independientes dieron la misma versión de los hechos. Y dos eran blancos.

Dichas declaraciones vinieron a corroborar las observaciones que el jefe había hecho sobre el terreno. Había rastros de goma en tres puntos del desfigurado rostro del ingeniero. O sea, que le habían pasado por encima al menos tres neumáticos, es decir, uno más de los que cualquier coche normal tiene a cada lado. Por tanto, debía haberlo atropellarlo más de un coche o, como afirmaban los testigos, el mismo repetidas veces.

Tardaron otros quince minutos, pero a las 15.30 se elevó el nivel de seguridad en la planta de investigación. Había que despedir de inmediato a la negra de la limpieza del puesto exterior, junto con la otra negra del ala G central y las tres asiáticas, no sin antes someter a las cinco a un análisis de riesgo por parte del cuerpo de seguridad. Todos los vehículos entrantes y salientes serían inspeccionados, ¡aunque estuviera al volante el mismísimo comandante en jefe del ejército!

* * *

Al llegar al aeropuerto, Nombeko siguió el flujo de viajeros y pasó el control de seguridad antes de darse cuenta de que había tal control y de que la habían sometido a él. Más tarde sabría que los diamantes en el forro de una chaqueta no disparan las alarmas de los detectores de metales.

Puesto que los del Mossad le habían comprado el billete con tan poca antelación, sólo habían podido elegir entre los asientos más caros. El personal de a bordo tardó lo suyo en convencer a Nombeko de que la copa de champán Pompadour Extra Brut que le ofrecían estaba incluida en el billete. Al igual que la comida. También tuvieron que conducirla de regreso a su asiento, con amable determinación, cuando quiso ayudar a retirar las bandejas del resto de los pasajeros.

Pero a la hora del postre, que consistía en frambuesas gratinadas con almendras y que acompañó de una taza de café, Nombeko ya había comprendido de qué iba todo aquello.

—¿Le apetece un coñac con el café? —preguntó la azafata afablemente.

—Sí, gracias. ¿Tienen Klipdrift?

Poco después se sumió en un largo y plácido sueño.

Una vez en el aeropuerto de Estocolmo, Arlanda, siguió las instrucciones de los agentes judíos a los que había embaucado con tanta sutileza. Se acercó al primer policía que encontró y solicitó asilo político. Esgrimió su afiliación a la organización clandestina CNA, pues sonaba mejor que explicar que acababa de ayudar al servicio de inteligencia israelí a birlar un arma nuclear.

El interrogatorio subsiguiente se desarrolló en una sala bien iluminada que daba a las pistas. Por la ventana, Nombeko vio nevar por primera vez en su vida. La primera nieve del invierno, en los albores del verano sudafricano.