El plan de Ingmar siempre había sido que Holger fuera educado en el espíritu republicano desde el primer día. En una pared de la habitación infantil colgó unos retratos en homenaje a Charles de Gaulle y Franklin D. Roosevelt, uno al lado del otro, sin pensar que ambos estadistas no se podían ni ver. En otra pared, el de Urho Kekkonen, de Finlandia. Los tres presidentes se merecían ese honor, habían sido elegidos por el pueblo.
Ingmar se estremecía ante la sola idea de que una persona fuera llamada desde su nacimiento a convertirse en el líder oficial de toda una nación, por no hablar de la tragedia personal que suponía que te metieran ciertas opiniones en la cabeza desde el primer momento, sin que tuvieras posibilidad de defenderte. Debería considerarse maltrato infantil, pensó, y con toda su buena fe también colgó en la pared del todavía nonato Holger el retrato del antiguo presidente argentino Juan Domingo Perón.
Para Ingmar, siempre tan impaciente, la obligación legal de llevar a Holger a la escuela era una preocupación. Por descontado que el niño tendría que aprender a leer y escribir, pero el problema era que en el colegio les endosaban religión, geografía y muchos otros rollos que sólo servían para restar horas a la verdadera formación, la educación en casa, que debía enseñarle que el rey debía ser, eventualmente por la vía democrática, destronado y sustituido por un representante elegido mediante el voto popular.
—¿Eventualmente por la vía democrática? —repitió Henrietta.
—No es necesario que analices todas mis palabras, querida.
Al principio, la logística se complicó porque Holger no llegó al mundo una vez, sino dos en el plazo de pocos minutos. Pero, como en tantas ocasiones, Ingmar logró darle la vuelta al contratiempo para convertirlo en lo opuesto. Tuvo una idea revolucionaria, que pensó detenidamente cuarenta segundos antes de presentársela a su esposa.
Holger y Holger se repartirían la escolarización. Puesto que el alumbramiento había tenido lugar en casa, lo único que debían hacer era inscribir a uno de ellos en el registro, a cualquiera de los dos, y mantener en secreto la existencia del otro. En este sentido, había sido una suerte que Ingmar hubiera arrancado el cable del teléfono de la pared y que, por tanto, no hubieran llegado a llamar a la comadrona, única posible testigo.
Holger 1 iría a la escuela los lunes, mientras Holger 2 se quedaba en casa para que su padre le enseñara los principios republicanos. Los martes, los chicos intercambiarían sus puestos, y así sucesivamente. Resultado: una dosis razonable de conocimientos reglados, más una cantidad satisfactoria de los que verdaderamente contaban.
Henrietta tenía la esperanza de haber oído mal. ¿Realmente pretendía Ingmar que mantuvieran la existencia de uno de sus hijos en secreto toda su vida? ¿En la escuela? ¿Entre los vecinos? ¿Frente al mundo?
Más o menos, sí, confirmó Ingmar. En nombre de la república.
Además, había que andarse con cuidado con el colegio, pues un exceso de libros podía convertir a cualquiera en un tonto. Por otro lado, él mismo había llegado a ser contable sin haber leído demasiado.
—Ayudante de contable —lo corrigió Henrietta, que recibió un reproche por estar analizando de nuevo sus palabras.
¿Qué la preocupaba? ¿Lo que dirían los vecinos y el mundo? ¡Por el amor de Dios! Pero si ni siquiera tenían vecinos dignos de tal nombre en aquel bosque remoto. Salvo Johan, el del cerro, pero ¿qué hacía él sino practicar la caza furtiva de alces? Sin ni siquiera compartirla con ellos, por cierto. ¿Y acaso el mundo en general era digno de respeto? No había más que monarquías y dinastías por todas partes.
—¿Y tú qué? —replicó ella—. ¿Dejarás el trabajo para quedarte en casa con uno de los niños a jornada completa? ¿No estarás pensando en que traiga yo sola a casa el dinero para el sustento familiar?
Ingmar lamentó que su mujer fuera tan estrecha de miras. Pues claro que él renunciaría a su plaza, ¿o no entendía que no podía tener dos trabajos a tiempo completo a la vez? Pero estaba dispuesto a asumir su parte de responsabilidad para con la familia. Por ejemplo, echaría con mucho gusto una mano en la cocina. Al fin y al cabo, ya no resultaba imprescindible mantener fresco el escroto. Henrietta repuso que Ingmar sólo sabía dónde estaba la cocina porque su casa era muy pequeña. Ya se encargaría ella de su trabajo como costurera, de la comida y de cambiar pañales, si a cambio él y su escroto se mantenían alejados de su cocina.
Y luego, a pesar de todo, sonrió. Decir que su marido estaba lleno de vida era quedarse muy corta.
Ingmar renunció al día siguiente y le permitieron irse con el sueldo íntegro de tres meses. Su marcha fue motivo de celebración espontánea esa noche entre los hombres y mujeres, normalmente muy serenos y grises, de la oficina de Correos.
Corría el año 1961. Por cierto, el mismo en que nació una niña extraordinariamente inteligente en una chabola de Soweto, a miles de kilómetros de allí.
* * *
Durante los primeros años de vida de Holger y Holger, Ingmar consagró las jornadas a estorbar a su esposa en casa y a hacer diversas y variadas travesuras de naturaleza republicana.
También empezó a frecuentar el Club Republicano bajo la tutela moral del gran Vilhelm Moberg. El legendario escritor estaba furioso con los traicioneros socialistas y liberales que incluían la instauración de la república en los programas de sus partidos, pero no hacían nada por alcanzarla. Ingmar no quería destacar demasiado, ni demasiado pronto, así que esperó a la segunda reunión para proponer que le dejaran administrar los fondos del club con el fin de secuestrar al príncipe heredero, y de esa manera cortar el flujo constante de pretendientes al trono.
Tras unos segundos de silencio atónito alrededor de la mesa republicana, Moberg puso personalmente a Ingmar de patitas en la calle con una certera patada en el trasero a modo de despedida.
El contacto con el pie derecho de Moberg, junto con la subsiguiente caída escaleras abajo, le dolió, pero no sufrió más daños dignos de mención, se dijo Ingmar mientras se alejaba renqueante. Por él, esos republicanos que no hacían más que adularse mutuamente podían quedarse con su club. Ingmar tenía otras ideas.
A continuación se unió al apocado Partido Socialdemócrata. Los socialdemócratas ostentaban el poder en Suecia desde que Per Albin Hansson había guiado la nación en la Segunda Guerra Mundial con la ayuda de los astros. Hansson había hecho carrera antes de la contienda, precisamente exigiendo la instauración de la república, pero, en cuanto llegó al poder, el viejo defensor de la sobriedad optó por el póquer y el vino caliente en compañía de sus compañeros en lugar de concretar sus convicciones. Resultaba aún más triste porque Hansson era un hombre fehacientemente hábil y competente, de lo contrario nunca se las habría arreglado para tener contentas a su mujer y a su amante durante años, con dos niños en cada lado.
El plan de Ingmar consistía en escalar en la jerarquía socialdemócrata hasta lograr la autoridad suficiente para mandar por la vía parlamentaria al maldito rey lo más lejos posible. La Unión Soviética había conseguido lanzar una perra al espacio: la próxima vez podían enviar al jefe de Estado sueco, se dijo, y se dirigió a la oficina del distrito de Eskilstuna, porque los socialdemócratas de Södertälje tenían su sede puerta con puerta con los comunistas de su suegro.
Sin embargo, la carrera política de Ingmar fue aún más corta que en el Club Republicano. Se afilió al partido un jueves, e inmediatamente recibió un montón de octavillas que debía distribuir el siguiente sábado frente al establecimiento estatal de venta de bebidas alcohólicas. El problema era que los socialdemócratas del distrito de Eskilstuna, de cariz internacionalista, exigían la dimisión de Ngo Dinh Diem, en Saigón. Pero ¡si Diem era un presidente! Y encima, después de miles de años de dinastía imperial.
Desde luego, no todo se había hecho de la mejor manera. Por ejemplo, se decía que, tras arruinarse el cerebro con los vapores del opio, el hermano de Diem, en calidad de responsable del escrutinio de votos en las elecciones presidenciales vietnamitas, había contabilizado dos millones de papeletas de más a favor de éste. No debería haber sido así, claro, pero exigir la dimisión del presidente era llevar las cosas demasiado lejos.
De modo que Ingmar arrojó las octavillas al río e imprimió sus propios pasquines, en los que, en nombre de la socialdemocracia, rendía homenaje a Diem y al ejército estadounidense.
Con todo, para el Partido Socialdemócrata los daños fueron limitados, porque resultó que, ese sábado por la mañana, tres de los cuatro miembros de la dirección del distrito justo tenían unos recados que hacer en el establecimiento estatal de venta de bebidas alcohólicas. Las octavillas de Ingmar acabaron en la papelera y a él le exigieron la devolución inmediata del carnet de militancia que ni siquiera había recibido todavía.
Pasaron los años, Holger y Holger crecieron y, de acuerdo con el plan de su padre, se volvieron prácticamente idénticos.
Su madre consagraba las jornadas a coser, fumar tranquilizadores John Silver y colmar de amor a sus tres niños. El mayor, Ingmar, dedicaba gran parte del tiempo a ensalzar las virtudes de la república ante sus hijos, y el resto a viajar a Estocolmo con el propósito de causar estragos entre las filas monárquicas. Cada vez que se marchaba, Henrietta se veía obligada a empezar de cero para volver a llenar de dinero el azucarero que nunca lograba esconder lo bastante bien.
A pesar de algún que otro contratiempo personal, la década de los sesenta fue un decenio medianamente bueno para Ingmar y su causa. Por ejemplo, una junta militar asumió el poder en Grecia y echó al rey Constantino II y su corte, que tuvieron que instalarse en Roma. Todo parecía indicar que la monarquía griega ya era historia y que al país lo aguardaba un futuro próspero.
Las experiencias de Vietnam y Grecia le demostraron a Ingmar que el cambio podía llegar por la vía de la violencia. Así pues, él tenía razón y Vilhelm Moberg no. Tantos años después, aquella patada en el trasero aún le dolía moralmente. ¡Maldito escritor!
Por cierto, el rey sueco también podía mudarse a Roma si no le apetecía hacerle compañía a Laika en el espacio. Allí tendría con quien salir por las noches. Al fin y al cabo, las malditas realezas estaban todas emparentadas entre sí.
Y ahora estaban a las puertas de un nuevo año: 1968 sería el año de Ingmar, anunció aquellas navidades a su familia. Y de la república.
—¡Qué bien! —exclamó Henrietta, y abrió el regalo de su querido marido.
No esperaba demasiado, pero aun así, encontrarse con un retrato enmarcado del presidente islandés Ásgeir Ásgeirsson…
Ahora que Henrietta estaba pensando dejar de fumar…
En el otoño de 1968, Holger y Holger entraron en el sistema escolar sueco según la pauta de día sí, día no, que Ingmar había establecido.
Al maestro le extrañaba que lo que Holger había aprendido el lunes lo hubiera olvidado el martes, y que los conocimientos del martes se hubieran perdido al día siguiente, mientras que los del lunes resucitaban.
Pero el niño no iba mal en general, y a pesar de su corta edad mostraba cierto interés por la política, así que en realidad no había razón para inquietarse.
En los años sucesivos, en el hogar de los Qvist disminuyó la locura integral, en la medida en que Ingmar dio prioridad a la enseñanza en casa por encima de sus expediciones subversivas. Cuando se producían, siempre se llevaba a uno de los niños; uno de ellos necesitaba especialmente que lo vigilaran, el que desde el principio llamaron Holger 2, pues pronto dio claras muestras de flaquear en sus convicciones. En cambio, las cosas parecían muy distintas en el caso de Holger 1.
Quiso el azar que fuera Holger 1 el inscrito en el registro, y por eso mismo tenía pasaporte propio, mientras que Holger 2 no existía legalmente. En cierto modo parecía estar en reserva. Lo único que diferenciaba al 2 del 1 era que tenía materia gris. Por eso siempre era Holger 2 quien asistía a la escuela cuando había exámenes escritos, aunque no le tocara según la agenda establecida. Salvo en una ocasión en que cogió fiebre. Un par de días después, su profesor de geografía lo llamó para que le explicara cómo había conseguido ubicar los Pirineos en Noruega.
Henrietta notaba la infelicidad de Holger 2, y verlo así la entristecía cada vez más. ¿Realmente era posible que su querido marido chiflado no tuviera límites?
—Por supuesto que los tengo, querida Henrietta —repuso Ingmar—. De hecho, he estado dándole vueltas al asunto. Ya no estoy tan seguro de que sea posible convertir a la nación de una sola vez.
—¿No a toda la nación?
—No de una sola vez.
Porque, si bien Suecia era larga y estrecha, no tenía una forma homogénea de arriba abajo. Ingmar empezó a fantasear con la idea de convertir al país por sectores, empezando por el sur y abriéndose camino hacia el norte. También podría hacerlo al revés, naturalmente, pero allá arriba hacía un frío terrible. ¿A quién le iba a apetecer cambiar de régimen político a cuarenta grados bajo cero?
Sin embargo, para Henrietta lo peor de todo era que Holger 1 no parecía albergar duda alguna. Se le notaba en los ojos. Cuanto más bravucón se mostraba Ingmar, más se le iluminaban. Así que decidió que no dejaría pasar ni una locura más, a fin de no acabar enloqueciendo ella.
—¡O te quedas en casa, o te pongo de patitas en la calle! —amenazó a su marido.
Ingmar, que amaba a su Henrietta, respetó su ultimátum. Aunque, eso sí, la escolarización prosiguió de acuerdo con el principio de la alternancia diaria, al igual que las sempiternas referencias a diversos presidentes. La locura también prosiguió (y, por ende, el tormento de Henrietta), pero las excursiones de Ingmar cesaron por completo, hasta que los niños estuvieron a punto de acabar la escuela.
Entonces Ingmar sufrió una recaída y fue a manifestarse frente al palacio real de Estocolmo, entre cuyos muros acababa de nacer un príncipe heredero.
Y eso fue demasiado para Henrietta. Llamó a Holger y Holger y les pidió que se sentaran con ella en la cocina.
—Ahora os lo contaré todo, queridos hijos —anunció.
Y eso hizo.
Su relato se prolongó durante veinte cigarrillos. Desde el inicial encuentro con Ingmar en los juzgados de Södertälje en 1943 en adelante. Evitó valorar la misión vital del padre y se limitó a describirla tal cual se había desarrollado hasta entonces, incluido el momento en que confundió a los dos recién nacidos, de suerte que había sido imposible determinar cuál de ellos había llegado antes.
—Es posible que tú seas el dos, Holger uno, pero no lo sé, nadie lo sabe —admitió Henrietta.
Le pareció que el relato era muy instructivo y que hablaba por sí mismo, de manera que los chicos sacarían las conclusiones correctas.
Ahí acertaba sólo a medias.
Los dos Holgers escucharon. Para uno, el relato materno era la leyenda de un héroe, un hombre llevado por el sentido del deber que luchaba incansable contra viento y marea. Para el otro, en cambio, era la crónica de una muerte anunciada.
—Esto es cuanto tenía que deciros —concluyó la madre—. Era importante para mí. Digerid lo que os he contado, pensad bien adónde queréis que os lleve la vida, y ya hablaremos. ¿Qué os parece mañana, en el desayuno?
Por muy hija de dirigente comunista que fuera, aquella noche Henrietta rezó. Rezó para que sus dos hijos la abandonaran, para que abandonaran a Ingmar. Para que comprendieran que era posible reconducir la situación, que podían llevar una vida normal. Pidió la ayuda de Dios en la tarea de acudir a las autoridades y solicitar la ciudadanía de un hombre de casi dieciocho años recién nacido. Rezó para que todo saliera bien.
—¡Por favor, por favor, Dios mío! —suplicó.
Y se durmió.
A la mañana siguiente, Henrietta se sentía tremendamente cansada mientras preparaba las gachas para ella y los niños. Sólo tenía cincuenta y nueve años, pero parecía mayor.
Era muy duro, en todos los sentidos. Todo la preocupaba. Ahora sus hijos conocían la historia. Quedaba por conocer su veredicto. Y el de Dios.
Madre e hijos volvieron a tomar asiento alrededor de la mesa de la cocina. Holger 2 veía, sentía y comprendía la angustia materna. Holger 1 no veía nada ni comprendía nada. Pero sintió. Sintió que quería consolar a su madre.
—No te preocupes, mamá —dijo—. ¡Te prometo que nunca me rendiré! Mientras esté vivo y respire, continuaré la lucha en nombre de papá. ¡Mientras viva y respire! ¿Lo has oído, mamá?
Henrietta lo había oído. Y se le rompió el corazón, de pena y culpabilidad. De sueños, visiones y fantasías reprimidas. Del hecho de que hasta entonces casi nada en su vida había sido como había imaginado. De haber sufrido a cada minuto durante treinta y dos años. Y de que uno de sus hijos acabara de comunicarle que aquella locura seguiría hasta el final de los tiempos.
Pero sobre todo a causa de los cuatrocientos sesenta y siete mil doscientos John Silver sin filtro que se había fumado desde el otoño de 1947.
Ella era una luchadora. Quería a sus hijos. Pero cuando un corazón se rompe, se rompe. El infarto de miocardio masivo acabó con su vida en apenas unos segundos.
Holger 1 nunca llegó a comprender que él, junto con su padre y los cigarrillos, le habían arrebatado la vida a su madre. Holger 2 valoró la posibilidad de contárselo, pero pensó que no mejoraría las cosas, así que lo dejó estar. A raíz de la necrológica aparecida en el periódico local de Södertälje, Holger 2 comprendió por primera vez en su vida hasta qué punto no existía.
Nuestra amada esposa
y madre
Henrietta Qvist
nos ha dejado
con infinito dolor y añoranza.
Södertälje, 15 de mayo de 1979
INGMAR
Holger
Vive la République