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De una carta anónima, la paz en la Tierra y un escorpión hambriento.

La chica de la limpieza del ingeniero Westhuizen retomó la idea que había descartado en un primer momento, según la cual un cambio social externo vendría en su ayuda. Pero no era fácil predecir los sucesos que le ofrecería el futuro, fuera cual fuese la naturaleza de ese futuro.

Los libros de la biblioteca de la planta de investigación sí le daban ciertas ideas, por supuesto, pero la mayor parte de lo que había en las estanterías tenía como mínimo diez años. Entre otras, Nombeko había hojeado una publicación de 1924 de un profesor de Londres que consideraba poder demostrar, a lo largo de doscientas páginas, que nunca volvería a haber guerra gracias a la Sociedad de Naciones y la difusión del jazz, música cada vez más popular.

Así que era de mayor utilidad seguir lo que ocurría en el recinto de la planta. Desafortunadamente, los últimos informes de los hábiles colaboradores del ingeniero aseguraban que habían solucionado el problema de la autocatálisis y otros, y que estaban listos para realizar una prueba nuclear. En opinión de Nombeko, un ensayo exitoso acercaría peligrosamente el proyecto a su conclusión, y la verdad era que a ella le apetecía vivir un poco más.

Lo único que podía hacer era tratar de frenar las cosas. A ser posible, sin que el gobierno de Pretoria empezara a olerse que Westhuizen era un completo inútil. Lo mejor sería conseguir detener temporalmente las perforaciones en el desierto de Kalahari.

A pesar del desastre del etanodiol, Nombeko resolvió volver a pedir ayuda a las hermanas chinas. Les preguntó si podía enviar una carta usando a su madre como intermediaria. Por cierto, ¿cómo funcionaba aquello? ¿Nadie controlaba el correo saliente?

Sí, claro que sí. El papanatas del servicio de seguridad revisaba todo lo que no iba dirigido a un destinatario ya validado como seguro. A la mínima sospecha, abría el correo e interrogaba, sin excepción, al remitente. Esto habría constituido un problema insalvable de no ser porque, en su día, unos años atrás, el jefe de seguridad se había tomado la molestia de iniciar a las jóvenes responsables del servicio postal en los procedimientos. Después de explicarles cómo estaba organizada la seguridad, sin olvidarse de hacer hincapié en que las medidas tomadas eran necesarias, pues no podías fiarte de nadie, se había disculpado para ir al baño. Entonces ellas comprobaron de primera mano cuánta razón tenía el jefe al desconfiar: en cuanto se quedaron solas, metieron la lista indicada en la máquina de escribir y añadieron un destinatario clasificado como seguro a los ciento catorce existentes.

—A vuestra madre —dedujo Nombeko.

Las hermanas asintieron sonrientes. Por si acaso, antepusieron un título al nombre. Cheng Lian a secas sonaba sospechoso; en cambio, «Profesora Cheng Lian» inspiraba confianza. La lógica racista tampoco era tan intrincada.

Nombeko pensó que un nombre chino debería haber hecho recelar a cualquiera, por mucho que fuera precedido por el título de profesor, pero correr riesgos y salir airosas parecía formar parte de la naturaleza de aquellas hermanas, aunque hubieran acabado tan encerradas como ella, claro está. El ardid llevaba funcionando varios años, así que ¿por qué no iba a dar resultado una vez más? Entonces, ¿podía contar con mandar una carta dentro de otra carta dirigida a la profesora Cheng, para que la madre la reenviara?

—Desde luego —dijeron las chinas, sin mostrar ninguna curiosidad por saber con quién pretendía comunicarse Nombeko.

Para el presidente James Earl Carter, Jr.
La Casa Blanca, Washington
Buenos días, señor presidente. He pensado que tal vez le interese saber que Sudáfrica, bajo la dirección de un burro que está siempre borracho, piensa detonar una bomba nuclear de unos tres megatones dentro de tres meses. Tendrá lugar en el desierto de Kalahari, a principios de 1978, más exactamente en: 26°44’26”S, 22°11’32”E. La idea es que después Sudáfrica se provea de otras seis bombas del mismo tipo, para utilizar a discreción.

Atentamente,
Un amigo

Llevando guantes de goma, Nombeko cerró el sobre, escribió el nombre y la dirección a mano y añadió en una esquina: «¡Muerte a Estados Unidos!». Luego lo metió todo en otro sobre, que al día siguiente fue despachado a una profesora de Johannesburgo clasificada como segura y cuyo nombre sonaba a chino.

En su día, la Casa Blanca de Washington había sido construida por esclavos negros traídos del África de Nombeko. Ya desde un principio fue un edificio imponente, y ciento setenta y siete años después aún lo era más. Constaba de ciento treinta y dos habitaciones, treinta y cinco baños, seis plantas, una bolera y una sala de cine. Y un montón de empleados que, en total, recibían más de treinta y tres mil envíos postales al mes.

Cada uno de estos envíos era radiografiado, expuesto al sensible olfato de perros especialmente adiestrados y sometido a inspección ocular antes de seguir su curso hasta sus destinatarios.

La carta de Nombeko superó tanto los rayos X como los perros, pero cuando un controlador adormilado pero atento leyó «¡Muerte a Estados Unidos!» en un sobre dirigido al mismísimo presidente, se disparó la alarma. Doce horas más tarde, la carta fue llevada en avión a Langley, Virginia, donde se entregó al jefe de la CIA, Stansfield M. Turner. El agente designado le describió las huellas dactilares encontradas, escasas y localizadas de tal manera que era imposible que condujeran a nada, aparte de a diversos funcionarios de Correos; que no se habían detectado signos de radioactividad, que el matasellos parecía auténtico, que había sido enviada desde el IX distrito postal de Johannesburgo, Sudáfrica, ocho días antes, y que el análisis computarizado indicaba que el texto había sido redactado mediante palabras recortadas del libro Paz en la Tierra, escrito por un profesor británico que en su día había sostenido que la Sociedad de Naciones y el jazz traerían la felicidad al mundo y que ulteriormente, en 1939, se había suicidado.

—¿Se supone que el jazz traerá la paz a la Tierra? —fue el primer comentario del jefe de la CIA.

—Como ya he dicho, el hombre se suicidó —contestó el agente.

El jefe de la CIA dio las gracias a su agente y se quedó a solas con la carta. Tres conversaciones y veinte minutos después, quedó de manifiesto que su contenido coincidía con la información que, desgraciadamente, había recibido de la Unión Soviética tres semanas atrás y de la que había dudado. La única diferencia era la exactitud de las coordenadas que ofrecía la carta anónima. En conjunto, la información parecía sumamente fiable. Al jefe de la CIA le rondaban por la cabeza principalmente dos cuestiones:

¿Quién demonios era el remitente?

Y que ya era hora de contactar con el presidente. Al fin y al cabo, la carta iba dirigida a él.

Stansfield M. Turner era impopular en la agencia, pues intentaba sustituir el mayor número posible de empleados por ordenadores. De hecho, había sido uno de éstos, no un ser humano, el que había deducido que las palabras recortadas pertenecían al libro Paz en la Tierra.

—¿Se supone que el jazz traerá la paz a la Tierra? —le preguntó el presidente Carter a su antiguo compañero de estudios Turner cuando se reunieron al día siguiente en el Despacho Oval.

—El autor se suicidó unos años más tarde, señor presidente.

Sin embargo, el presidente Carter, un gran amante del jazz, no conseguía dejar de darle vueltas a esa idea. ¿Y si en el fondo aquel pobre profesor tenía razón? ¿Y si resultaba que los Beatles y los Rolling Stones lo habían echado todo a perder?

El jefe de la CIA aseguró que podía culparse de muchas cosas a los Beatles, pero desde luego de la guerra de Vietnam no. Y añadió que si los Beatles y los Rolling Stones todavía no habían dado al traste con la paz mundial, allí estaban los Sex Pistols para ocuparse del asunto.

—¿Los Sex Pistols? —preguntó el presidente.

God save the Queen, she ain’t no human being —citó el jefe de la CIA.

—Entiendo —dijo el presidente.

Pero, yendo al grano: ¿esos idiotas de Sudáfrica estaban a punto de lanzar una bomba nuclear? ¿Y la misión la dirigía un burro?

—Lo del burro no lo sé, señor. Por lo visto, quien supervisa el proyecto es un tal Westhuizen, ingeniero licenciado en su día con las mejores calificaciones en una de las mejores universidades de Sudáfrica. Seguramente nombrado a dedo.

Sin embargo, muchas cosas parecían indicar que, en líneas generales, la información era correcta. Al fin y al cabo, el KGB había tenido la amabilidad de dar el soplo de lo que se estaba cociendo. Ahora había llegado esa carta, y el jefe de la CIA estaba convencido de que no era el KGB quien estaba detrás. Además, las imágenes por satélite de las que disponían sus propios servicios de inteligencia indicaban actividad en el mismo punto del desierto que el misterioso remitente de la misiva señalaba.

—Pero ¿por qué ese «¡Muerte a Estados Unidos!»? —quiso saber el presidente Carter.

—Eso provocó que la carta acabara inmediatamente en mi mesa, y creo que ése era el propósito. El remitente parece tener un buen conocimiento de la seguridad presidencial. Lo que nos lleva a preguntarnos por su identidad con mayor interés. En cualquier caso, ha sido muy hábil.

El primer mandatario refunfuñó. No veía claro qué tenía de inteligente ese «¡Muerte a Estados Unidos!». O, ya puestos, la afirmación de que Isabel II no pertenecía a la especie humana.

No obstante, le dio las gracias a su viejo amigo y le pidió a su secretario que telefoneara al primer ministro Vorster, en Pretoria. El presidente Carter era el responsable directo de treinta mil cabezas nucleares dirigidas contra diferentes puntos estratégicos. Brézhnev, en Moscú, de más o menos las mismas. En semejante situación, lo último que necesitaba el mundo eran otras seis armas nucleares de la misma magnitud. ¡Habría que leerle la cartilla a alguien!

Vorster estaba furioso. El presidente americano, productor de cacahuetes y baptista, había tenido la desfachatez de llamarlo y echarle en cara que estuvieran preparando un ensayo nuclear en el desierto de Kalahari. Además, le había dado las coordenadas exactas de la inminente prueba. ¡La acusación era del todo infundada, aparte de absoluta y horriblemente injuriosa! En un arrebato de cólera, Vorster le colgó al mismísimo Jimmy Carter, aunque fue lo bastante prudente como para no ir más allá. En cambio, se apresuró a llamar a Pelindaba y ordenar al ingeniero Westhuizen que realizara el ensayo nuclear en otro lugar.

—¿Dónde? —preguntó Westhuizen, mientras la chica de la limpieza fregaba el suelo alrededor de sus pies.

—En cualquier sitio excepto en Kalahari —señaló el primer ministro.

—Nos retrasaremos varios meses, tal vez un año, o más.

—¡Haga lo que le digo, maldita sea!

Nombeko dejó que el ingeniero se pasara dos días pensando dónde realizar el ensayo nuclear, ahora que el desierto de Kalahari había quedado descartado. La mejor idea que se le ocurrió a Westhuizen fue lanzar esa maldita cosa sobre uno de los distritos segregados, pero ni siquiera a él le pareció adecuado.

Nombeko intuía que la popularidad del ingeniero estaba a punto de tocar fondo y que pronto llegaría la hora de ayudarlo a remontar. Pero entonces se dio una afortunada circunstancia externa que concedería al ingeniero, y por ende a su criada, una tregua de medio año.

Resultó que el primer ministro B.J. Vorster se había hartado de encontrarse con constantes quejas e ingratitudes, ¡en su propio país! Por eso, con un poco de ayuda, había hecho desaparecer setenta y cinco millones de rands de las arcas del Estado y fundado el periódico El Ciudadano, que, a diferencia del ciudadano de a pie, apoyaba sin reservas al gobierno sudafricano y valoraba su capacidad para mantener a raya a los indígenas y al resto del mundo.

Por desgracia, a un ciudadano especialmente traicionero se le ocurrió que el asunto llegara a conocimiento de la opinión pública. Y cuando, para colmo, la conciencia mundial decidió calificar una exitosa acción militar en Angola como una carnicería de seiscientos civiles, a Vorster le llegó la hora de largarse.

—Vaya mierda —consideró por última vez, y abandonó la política en 1979.

Sólo le quedaba volver a Ciudad del Cabo y sentarse en la terraza de su villa de lujo con un cóctel en la mano y vistas sobre Robben Island, donde estaba encerrado el terrorista Mandela.

«Era Mandela quien debía pudrirse, no yo», pensó Vorster mientras se pudría.

Su sucesor en el cargo, P.W. Botha, era conocido como Die Groot Krokodil, el Gran Cocodrilo, y ya en su primera visita a Pelindaba había aterrorizado al ingeniero. Nombeko comprendió que el ensayo nuclear no podía postergarse más. Por eso tomó la palabra a última hora de una mañana, cuando el ingeniero se hallaba aún en condiciones de escucharla.

—Bueno, verá, señor ingeniero —dijo mientras se estiraba para coger el cenicero del escritorio.

—¿Qué pasa ahora?

—Bueno, estaba pensando… Si en el desierto de Kalahari, el único territorio del país suficientemente vasto para efectuar pruebas nucleares, están prohibidas, ¿por qué no lanzar la bomba en el mar?

Sudáfrica estaba rodeada por cantidades prácticamente infinitas de agua. Al sur, al oeste y al este. Nombeko creía que el lugar del ensayo resultaría evidente hasta para un niño, una vez descartado el desierto. El rostro del niño Westhuizen se iluminó. Se iluminó, pero en cuestión de segundos volvió a apagarse, pues recordó que el cuerpo de seguridad le había advertido contra cualquier tipo de colaboración con la Marina. La exhaustiva investigación llevada a cabo después de que el presidente Carter se enterara de la prueba programada en Kalahari había señalado al vicealmirante Johan Charl Walters como principal sospechoso. Dicho almirante había visitado Pelindaba apenas tres semanas antes de la llamada de Carter, y había tenido acceso pleno al proyecto. También había estado a solas en el despacho de Westhuizen al menos siete minutos, puesto que el ingeniero se había retrasado a causa del tráfico (según la versión que ofreció él mismo durante el posterior interrogatorio, aunque en realidad se había entretenido en el bar donde solía trasegar su desayuno). La hipótesis que prevalecía era que Walters se había indignado cuando supo que sus submarinos no irían equipados con armas nucleares y por eso se había chivado a Estados Unidos.

—No me fío de la Marina —le murmuró el ingeniero a su criada.

—Entonces pida ayuda a los israelíes —sugirió ella.

En ese instante sonó el teléfono.

—Sí, señor primer ministro, por supuesto que soy consciente de la importancia de… Sí, señor primer ministro… No, señor primer ministro, en eso no estoy del todo de acuerdo, si me disculpa. Sobre mi escritorio tengo precisamente un plan detallado para llevar a cabo un ensayo en colaboración con los israelíes en el océano Índico… Dentro de tres meses, señor primer ministro… Gracias, señor primer ministro, es muy amable… Gracias una vez más… Sí, adiós.

Westhuizen colgó y apuró de un trago el coñac que acababa de servirse.

—No te quedes ahí pasmada. Tráeme a los dos israelíes —le pidió a Nombeko.

Así pues, el ensayo se llevó a cabo en colaboración con Israel. Westhuizen dedicó un caluroso agradecimiento mental al ex primer ministro y ex nazi Vorster por su acierto al establecer relaciones diplomáticas con Tel Aviv; al fin y al cabo, en la guerra, como en el amor y la política, todo valía. Los representantes locales de los israelíes eran dos engreídos agentes del Mossad. Por desgracia, el ingeniero se veía obligado a entrevistarse con ellos más a menudo de lo que consideraba estrictamente necesario y nunca logró soportar la sonrisa arrogante del que en su día le dijo: «¿Cómo pudiste ser tan estúpido como para comprar un ganso de barro aún húmedo y pensar que tenía dos mil años de antigüedad?».

Dado que el presunto traidor, el vicealmirante Walters, había sido excluido del proyecto, Estados Unidos no llegó a tiempo de intervenir. ¡Ja! Y aunque la explosión fue detectada por un satélite Vela norteamericano, para entonces ya era demasiado tarde.

El primer ministro P.W. Botha quedó tan satisfecho con los resultados del ensayo nuclear que se presentó en la planta de investigación con tres botellas de vino espumoso de Constantia bajo el brazo. Organizó un brindis de agradecimiento en el despacho del ingeniero Westhuizen, al que asistieron los agentes israelíes y una negra local que se ocuparía del servicio.

Botha nunca se permitiría usar la palabra «negro» para referirse a un negro: su posición le exigía mesura y respeto. Pero pensar no estaba prohibido. En cualquier caso, la negra sirvió lo que tenía que servir y luego pareció fundirse, en la medida de lo posible, con el empapelado blanco.

—¡Salud, ingeniero! —exclamó Botha, levantando su copa—. ¡Salud!

El ingeniero, que parecía favorecedoramente abochornado en su papel de héroe, indicó con discreción a Comoquiera que se Llamara que le rellenara la copa, mientras el primer ministro conversaba distendidamente con los agentes del Mossad.

Pero entonces, en cuestión de segundos, el agradable ambiente que se había creado se transformó en todo lo contrario. Porque el primer ministro se volvió hacia Westhuizen y le preguntó:

—Por cierto, señor ingeniero, ¿qué opina de la problemática del tritio?

* * *

Los antecedentes de P.W. Botha no eran muy distintos de los de su predecesor, pero el nuevo líder del país se había mostrado más inteligente, pues abandonó el nazismo al comprender que aquello acabaría en desastre, y rebautizó sus convicciones como «nacionalismo cristiano». Por eso se libró de la cárcel cuando los aliados se alzaron con la victoria, y pudo proseguir con su carrera sin tener que pasar por un período de rehabilitación política.

Botha y su Iglesia Reformada sabían que la Verdad se hallaba en la Biblia, sólo había que leerla con suficiente rigor. Ya en el Génesis se hablaba de la Torre de Babel, el intento del ser humano de alcanzar el cielo mediante su construcción. A Dios le pareció arrogante, se enfadó y separó a la gente, dispersó a los hombres por la Tierra y creó la diversidad de lenguas a modo de castigo.

Diferentes pueblos, diferentes lenguas. La intención de Dios de mantener separados a los pueblos daba luz verde para dividir a la gente según el color de su piel. El Gran Cocodrilo sentía que también ascendía en su carrera con la ayuda de Dios. Pronto lo nombraron ministro de Defensa del gobierno de su antecesor, Vorster. Y como tal dirigió el ataque aéreo contra los terroristas refugiados en Angola, lo que el mundo exterior calificó de «una matanza de inocentes». «¡Tenemos pruebas fotográficas!», exclamó el mundo. «Lo importante es lo que no se ve», contestó el Cocodrilo, argumento con el que únicamente consiguió convencer a su madre.

Bueno, en cualquier caso, el problema del ingeniero Westhuizen consistía ahora en que P.W. Botha, cuyo padre había sido comandante en la segunda guerra anglo-bóer, llevaba la estrategia militar en la sangre. Por eso también tenía conocimientos parciales de las cuestiones técnicas del programa nuclear, de las cuales se suponía que Westhuizen era el máximo experto. Botha no tenía ningún motivo para sospechar que el ingeniero era un completo impostor. Con la pregunta sólo había querido mostrar interés y curiosidad.

Westhuizen llevaba diez segundos mudo, y la situación estaba volviéndose embarazosa para él y directamente mortal para Nombeko. Ésta pensó: «Si este idiota no responde pronto a la pregunta más sencilla del mundo, lo despedirán». Y ella iría detrás. Aunque estaba harta de acudir en su ayuda, se sacó del bolsillo el poco sospechoso frasco marrón con Klipdrift que guardaba de reserva, se acercó al ingeniero y comentó que éste volvía a sufrir problemas de asma.

—Aquí tiene, dele un trago al frasco y verá como recupera pronto el habla y puede contarle al señor primer ministro que la vida media del tritio no supone ningún problema, puesto que no está relacionada con la potencia de la bomba.

El ingeniero apuró el frasco y enseguida se sintió mejor. Entretanto, Botha miraba a aquella criada con los ojos como platos.

—¿Conoce usted la problemática del tritio? —preguntó.

—¡No, qué va! —exclamó ella, riendo—. Pero, como comprenderá, me paso el día aquí limpiando y el ingeniero no hace más que soltar fórmulas y chifladuras en voz alta. Y es evidente que mi pequeño cerebro algo ha retenido. ¿Quiere el señor primer ministro que le rellene la copa?

Botha aceptó más vino espumoso y luego siguió a Nombeko con la mirada mientras ella volvía a su empapelado. El ingeniero aprovechó para carraspear y disculparse por el ataque de asma y por la insolencia de su criada, que había abierto la boca sin que nadie se lo hubiera pedido. A continuación informó:

—Así pues, la vida media del tritio no afecta a la potencia explosiva de la bomba.

—Sí, eso acaba de decir el servicio —respondió el primer ministro, malhumorado.

Botha se abstuvo de formular más preguntas complicadas y pronto recuperó el buen humor, gracias a la generosa mano de Nombeko a la hora de escanciar burbujas. El ingeniero Westhuizen también superó la crisis. Y, con él, su chica de la limpieza.

* * *

Cuando estuvo lista la primera bomba, la posterior producción se organizó en dos equipos altamente cualificados, independientes entre sí, que construyeron sendas bombas en paralelo con el objetivo de acabar los primeros. Habían recibido la consigna de mostrarse extremadamente minuciosos en cuanto al informe del procedimiento utilizado, de manera que la producción de las bombas número 2 y 3 se pudiera cotejar al detalle, primero entre ellas y luego en relación con la primera. El ingeniero en persona, y nadie más, sería el encargado de cotejarlas (aparte de la criada, que no contaba para nada).

Si las bombas se revelaban idénticas, serían correctas. Dos equipos de trabajo independientes difícilmente podían cometer los mismos errores a tan alto nivel. Según Comoquiera que se Llamara, el riesgo estadístico era de un 0,0054 por ciento.

Entretanto, Nombeko seguía buscando algún motivo de no perder las esperanzas. Las tres chinas sabían bastantes cosas: que las pirámides de Egipto estaban en Egipto, cómo envenenar perros y qué factores hay que tener en cuenta al hurtar carteras del bolsillo interior de una americana. Y otras de similar tenor.

Por su parte, el ingeniero cada tanto mascullaba algo acerca de la evolución de Sudáfrica y del mundo en general, pero la información procedente de él había que filtrarla e interpretarla, puesto que consideraba a todos los políticos de la Tierra, a grandes rasgos, estúpidos o comunistas, y todas sus decisiones, o bien estúpidas, o bien comunistas. Huelga añadir que, para él, todo lo comunista era estúpido por definición.

Cuando el pueblo eligió a un antiguo actor de Hollywood como presidente de Estados Unidos, el ingeniero no sólo desaprobó al futuro presidente, sino también a su pueblo. En cambio, Ronald Reagan se libró de que lo tildara de comunista. En su lugar, el ingeniero especuló acerca de la orientación sexual del presidente, pues creía que todo hombre que en cualquier asunto defendiera una opinión distinta de la suya era homosexual.

Con todos los respetos por las chinas y el ingeniero, como fuente de información ninguno de ellos se podía comparar con el televisor de la sala de espera frente al despacho del ingeniero. Nombeko solía encenderlo a hurtadillas y seguía las noticias y los programas de debate mientras fregaba el suelo. Ése era con creces el más lustroso de la planta.

—¿Ya vuelves a limpiar aquí? —le espetó el ingeniero un día que llegó al trabajo hacia las diez y media de la mañana, al menos un cuarto de hora antes de lo habitual—. ¿Y quién ha encendido la tele?

La cosa podría haber frustrado para siempre sus aprovisionamientos de información, pero Nombeko conocía a su ingeniero.

—He visto una botella medio llena de Klipdrift en su escritorio mientras limpiaba el despacho —contestó, desviando el tema—, y he pensado que estaría pasado y que habría que tirarla. Pero no estaba segura, así que he preferido consultarlo antes con usted.

—¿Tirarla? ¡¿Estás loca?! —exclamó el ingeniero, apresurándose a su despacho para comprobar que allí seguía su tónico reconstituyente.

A fin de evitar que a la criada se le ocurriera alguna tontería, lo trasladó ipso facto de la botella a su torrente sanguíneo. Y se olvidó al instante del televisor, el suelo y la chica de la limpieza.

Entonces, un buen día, surgió por fin.

La ocasión.

Si Nombeko no cometía ningún error y además se le concedía un poco de la suerte del ingeniero, pronto sería una mujer libre. Libre y perseguida, pero aun así. La ocasión tuvo su génesis al otro lado del globo terráqueo, sin que Nombeko siquiera lo sospechara.

El máximo líder chino, Deng Xiaoping, demostró pronto su talento para ganarles la partida a sus rivales: de hecho, antes incluso de que el senil Mao Tse-tung muriera. Quizá lo más espectacular fue el rumor de que no había permitido que la mano derecha de Mao, Chou En-lai, recibiera tratamiento cuando enfermó de cáncer. Si se tiene un tumor y no se recibe el tratamiento adecuado, no se suele llegar a buen puerto. Según el punto de vista, claro. En cualquier caso, Chou En-lai murió veinte años después de que la CIA fracasara en su intento de hacerlo volar por los aires.

Luego metió baza la Banda de los Cuatro, con la última esposa de Mao a la cabeza. Pero en cuanto el viejo exhaló su último aliento, los cuatro fueron detenidos y encerrados, y Deng olvidó qué había hecho con la llave.

En el plano de la política exterior, en Moscú, Xiaoping estaba profundamente irritado con el muermo de Brézhnev. Que fue sucedido por el muermo de Andrópov. Que a su vez fue sucedido por Chernenko, el más muermo de todos. Por suerte, Chernenko apenas había tomado posesión del cargo cuando se vio obligado a abandonarlo para siempre; se comentó que Reagan le había dado un susto de muerte con su Guerra de las Galaxias. Ahora un tal Gorbachov había asumido el poder y… bueno, pasaron de muermo a niñato. El nuevo aún tenía mucho que demostrar.

Entre otras cuestiones, la posición de China en África era una fuente de preocupación continua. La Unión Soviética llevaba décadas presente en el continente, metida en toda clase de luchas africanas por la independencia. Y, en aquel momento, la implicación de los rusos en Angola establecía un precedente peligroso. El MPLA, el Movimiento Popular de Liberación de Angola, recibía armas soviéticas a cambio de someterse a la corriente ideológica. La corriente soviética, por supuesto. ¡Maldita fuera!

La Unión Soviética influía en Angola y demás países del sur de África en sentido contrario al que Estados Unidos y Sudáfrica deseaban. Así pues, ¿cuál debía ser la posición china en aquel caos generalizado? ¿Seguir el ejemplo de los comunistas disidentes del Kremlin? ¿O ir de la mano de los imperialistas americanos y del régimen de apartheid de Pretoria? ¡Maldita fuera y maldita fuera!

Podrían haber optado por no tomar posiciones, por el walk over, por el abandono, como decían los malditos yanquis, de no haber sido por los presuntos contactos entre Sudáfrica y Taiwán.

Era un secreto a voces que Estados Unidos había evitado un ensayo nuclear en el desierto de Kalahari. Por tanto, todo el mundo sospechaba lo que Sudáfrica se traía entre manos. (Con «todo el mundo» se aludía a los servicios de inteligencia dignos de tal nombre). Pero lo determinante en este asunto era que sobre el escritorio de Deng, además del informe sobre Kalahari, había información acerca de los contactos entre Sudáfrica y Taipéi con respecto a las armas. Era inaceptable que los taiwaneses dispusieran de misiles que pudieran dirigir contra la China continental. Si eso ocurría, llevaría a una escalada en el mar de la China Meridional de consecuencias incalculables. Con la Flota del Pacífico americana a la vuelta de la esquina.

Así pues, de una u otra manera, Deng tendría que tratar con el repugnante régimen del apartheid. Bien era cierto que su jefe de inteligencia le había aconsejado no hacer nada, dejar que el régimen sudafricano cayera por sí solo. Pero bien era cierto también que, a resultas de dicho consejo, el jefe de inteligencia pronto dejó de ser jefe de inteligencia para pasar a jefe de estación interino del metro de Pekín, porque ¿acaso China estaría más segura si Taiwán mantenía relaciones con un país con armamento nuclear en caída libre? La clave era manejar el asunto. De una u otra manera.

Deng no podía, bajo ningún concepto, personarse allí y dejarse fotografiar con el viejo nazi Botha (por mucho que lo tentara la idea, pues, en pequeñas dosis, el decadente Occidente tenía su encanto). Tampoco podía enviar a uno de sus colaboradores más cercanos. Bajo ningún concepto debía parecer que Pekín y Pretoria mantenían buenas relaciones.

Por otro lado, de nada serviría enviar a un funcionario de segundo orden, sin capacidad de observación ni olfato. Además, el representante chino debía ostentar suficiente dignidad como para que Botha estuviera dispuesto a recibirlo en audiencia.

Es decir, debía ser alguien que obtuviera resultados, pero en ningún caso demasiado próximo al Comité Permanente del Politburó ni considerado un representante de Pekín. Deng Xiaoping encontró la solución en la figura del joven secretario del partido de la provincia de Guizhou, donde, aunque había casi más etnias que habitantes, dicho joven acababa de demostrar que era posible mantener unidas a minorías hostiles como las yao, miao, yi, qiang, dong, zhuang, buyi, bai, tujia, gelao y shui.

Alguien capaz de mantener esas once naranjas en el aire al mismo tiempo también lo sería de manejar al ex nazi Botha, pensó Deng, y mandó al joven en cuestión a Pretoria.

Su cometido: comunicar de forma sutil a Sudáfrica que la colaboración nuclear con Taiwán era inaceptable, así como hacerles comprender con quién se las verían si buscaban bronca.

P.W. Botha no estaba nada entusiasmado con la idea de recibir a un jefe provincial chino; era indigno de su rango. Justo cuando acababa de ascender en dignidad, pues el rango de primer ministro había sido reemplazado por el de presidente. ¿Qué impresión causaría si él, ¡el presidente!, recibía a un chino cualquiera? Si tuviera que recibirlos a todos, a unos segundos por chino, tardaría más de trece mil años.

No obstante, comprendía la táctica de China de enviar a un peón cualquiera. Pekín no sería acusada de congeniar con el gobierno de Pretoria. Y viceversa, por cierto.

Sólo quedaba saber qué pretendían. ¿Tendría que ver con Taiwán? En tal caso, resultaba casi cómico, pues la colaboración con los taiwaneses había concluido en punto cero. En menos que cero. O sea que, bien mirado, tal vez debería reunirse con el mensajero amarillo.

«Siento la curiosidad de un niño», se dijo, y sonrió a pesar de que, en realidad, no tuviera ninguna razón para sonreír.

A fin de suavizar la afrenta que suponía que un presidente recibiera a un chico de los recados, se le ocurrió organizar un encuentro y una cena con un representante del gobierno sudafricano del mismo nivel que el recadero chino. Después Botha se pasaría como por casualidad por allí. ¡Ah, pero si están aquí! ¿Les importa si los acompaño un momento? Algo así.

Por eso llamó al jefe del secretísimo proyecto nuclear y le informó de que iba a recibir a un dignatario chino que había solicitado reunirse con el presidente. El ingeniero y el dignatario irían de safari juntos y luego cenarían en un lugar elegante. Durante la cena, el ingeniero debería hacer comprender al chino la importancia de contar con la ingeniería militar sudafricana, sin por ello mencionar directamente el proyecto nuclear.

Era crucial que el destinatario captara el mensaje. Se trataba de hacer una silenciosa demostración de fuerza. Por cierto, el presidente Botha seguramente andaría por allí y, si se diera la circunstancia, acompañaría gustoso al ingeniero y al chino a la mesa.

—Siempre que el ingeniero no tenga nada que objetar, por supuesto.

A Westhuizen empezó a darle vueltas la cabeza. O sea que debía atender a una visita que el presidente no quería recibir, hablar de ciertas cosas sin decirlas abiertamente, y entonces, el presidente, que no deseaba encontrarse con el chino, aparecería para verse con él. Tenía claro que corría el riesgo de delatarse. Y que debía invitar al presidente a la cena que el presidente mismo había decidido que se celebrara sin su presencia. No pintaba nada bien.

—Por supuesto que el señor presidente será bienvenido a la mesa —dijo Westhuizen por fin—. ¡Faltaría más! Por cierto, ¿cuándo tendrá lugar? ¿Y dónde?

Así fue como lo que había nacido como una preocupación de Deng Xiaoping, en el lejano Pekín, de pronto se convirtió en un problema para Westhuizen, en la electrificada Pelindaba. Por dos razones: porque el ingeniero no sabía nada del proyecto que dirigía, y porque no resulta fácil sentarse a charlar y parecer inteligente cuando uno es todo lo contrario. La única solución era llevarse a su criada como ayudante y portadora de maletines, así podría proporcionarle discretamente al ingeniero perspicaces puntos de vista sobre el proyecto, bien ponderados para no decir demasiado ni demasiado poco.

Comoquiera que se Llamara sabría encontrar ese equilibrio a la perfección. Como en todo lo que hacía esa condenada chica.

La muchacha fue rigurosamente instruida sobre el safari con los chinos y la subsiguiente cena a la que se uniría el mismísimo presidente. Por si acaso, Nombeko ayudó al ingeniero a corregir esas mismas instrucciones para que nada fallara.

Así pues, debería mantenerse a un brazo de distancia del ingeniero. Cada vez que se presentara una ocasión, le susurraría al oído retazos de sabiduría que la conversación pudiera requerir. Por lo demás, debería estar callada y actuar como la inexistente persona que en realidad era.

Nueve años atrás, Nombeko había sido sentenciada a siete años de trabajos al servicio del ingeniero. Cuando la pena tocó a su fin, renunció a recordárselo: le pareció preferible seguir viva y cautiva que acabar muerta y libre.

Sin embargo, en esta ocasión se hallaría más allá de las vallas y el campo de minas, a kilómetros de distancia de los guardias y sus nuevos pastores alemanes. Si conseguía librarse de la vigilancia a que estaba sometida, se convertiría en una de las personas más perseguidas de Sudáfrica. La policía, la guardia de seguridad y el ejército la buscarían por todas partes. Salvo en la Biblioteca Nacional de Pretoria. Adonde iría directamente.

Si lograba escapar, claro.

El ingeniero la había informado amablemente de que el chófer y guía del safari llevaría rifle y había recibido órdenes de disparar no sólo a los leones que trataran de atacarlos, sino también a chicas de la limpieza a la fuga. Él, por su parte, por razones de seguridad, llevaría una pistola Glock 17, calibre 9 x 19, con diecisiete cartuchos en el cargador. Nada con lo que pudiera abatir elefantes, ni siquiera rinocerontes, pero sí criadas de cincuenta y cinco kilos de peso.

—Cincuenta y tres —lo corrigió Nombeko.

Así las cosas, valoró la posibilidad de abrir subrepticiamente el cajón del despacho del ingeniero donde guardaba su pistola y quitarle los diecisiete cartuchos del cargador. Pero al final se abstuvo, porque si, contra todo pronóstico, el borracho lo descubría, la culpa recaería sobre ella y su huida habría terminado antes de empezar.

En su lugar, decidió no mostrarse ansiosa y esperar el momento oportuno para salir corriendo como alma que lleva el diablo hacia la sabana. Sin que el chófer ni el ingeniero la alcanzaran por la espalda. Y, a ser posible, sin toparse con ninguno de los animales que eran el objetivo del safari.

Entonces, ¿cuándo se presentaría el momento oportuno? No por la mañana, cuando el chófer estaría al quite y el ingeniero todavía lo bastante sobrio para dispararle a algo que no fuera su propio pie. ¿Tal vez después del safari, justo antes de la cena, cuando Westhuizen estuviera lo bastante borracho y nervioso ante la reunión con su presidente? ¿O cuando el chófer hubiera acabado su cometido tras largas horas de servicio?

Sí, entonces sería la hora. Sólo se trataba de reconocer el momento y no dejarlo escapar.

El safari estaba a punto de comenzar. El chino había traído a su propio intérprete. Todo empezó de la peor manera posible, cuando el intérprete, atolondradamente, se adentró entre la alta hierba para orinar. Aún más imprudente fue hacerlo en sandalias.

—¡Socorro, me muero! —gritó.

Había sentido una picadura en el dedo gordo del pie izquierdo y había visto escabullirse un escorpión.

—No deberías haberte metido entre hierba de más de tres dedos de alto sin calzado adecuado. Bueno, no deberías haberlo hecho bajo ningún concepto, menos aún cuando sopla el viento —dijo Nombeko.

—¡Socorro, me muero! —insistió el intérprete.

—¿Por qué no cuando sopla el viento? —preguntó el ingeniero. No lo preocupaba la salud del intérprete, sino que sentía curiosidad.

Nombeko le explicó que los insectos se ocultan entre la hierba cuando el viento arrecia, lo que a su vez lleva a que los escorpiones salgan de sus madrigueras en busca de comida. Y ese día se había interpuesto en su camino el dedo gordo de un pie.

—¡Socorro, me muero! —les recordó el intérprete.

Ella se dio cuenta de que el quejumbroso intérprete creía realmente en su propia interpretación del futuro inmediato.

—Me parece que no —comentó—. El escorpión era pequeño y tú eres grande. Pero, si quieres, podemos enviarte al hospital para que te limpien la herida. Pronto tu dedo gordo triplicará su tamaño y se te amoratará, y entonces te dolerá un huevo, si me permites la expresión. En cualquier caso, no estarás para mucha interpretación.

—¡Socorro, me muero! —se obstinó el intérprete.

—Al final me harás desear que así sea. En lugar de sorberte los mocos y lloriquear, ¿no podrías pensar en positivo y dar las gracias porque haya sido un escorpión y no una cobra? Al menos has aprendido que en África no se orina impunemente en cualquier parte. Hay servicios por todos lados. En el lugar de donde vengo yo, incluso están en hileras.

El intérprete guardó silencio unos segundos, conmocionado porque el escorpión, que sin duda causaría su muerte, podría haber sido una cobra, y entonces ya estaría muerto. Entretanto, el guía consiguió un coche y un chófer que lo llevara al hospital.

Cargaron en el asiento trasero de un Land Rover al intérprete atacado, que retomó sus lamentos. El chófer, exasperado, puso los ojos en blanco y arrancó rumbo al hospital.

Allí se quedaron el ingeniero y el chino, mirándose fijamente.

—¿Y ahora qué? —masculló el ingeniero en afrikáans.

—¿Y ahora qué? —murmuró el chino en su dialecto wu.

—¿Es posible que el señor chino sea de Jiangsu? —inquirió Nombeko en su mismo dialecto—. ¿A lo mejor incluso de Jiangyan?

El chino, que había nacido y se había criado en Jiangyan, provincia de Jiangsu, no daba crédito a lo que oía.

El ingeniero frunció el cejo: ¡la condenada Comoquiera que se Llamara se había puesto de palique con el chino en un idioma imposible, sin que él pudiese controlar lo que decían!

—Disculpa, pero ¿qué está pasando? —inquirió malhumorado.

Nombeko le explicó que por mera casualidad el invitado y ella hablaban el mismo idioma, y por tanto no tenía por qué afectarlos la circunstancia de que el intérprete estuviera autocompadeciéndose en el hospital con el dedo gordo del pie amoratado en vez de hacer su trabajo. Si el ingeniero lo autorizaba, por supuesto. ¿O a lo mejor prefería que se quedaran todos callados?

No, el ingeniero no lo prefería. Pero le ordenó que se limitara a traducir. No convenía que charlara con el chino.

Nombeko prometió que charlaría lo mínimo imprescindible. Sólo esperaba que el ingeniero comprendiera que tendría que responderle al chino si éste le hablaba. Según lo que el ingeniero siempre había predicado.

—Aparte, ahora el señor ingeniero podrá hablar de la tecnología armamentística avanzada y demás temas que no acaba de dominar, pues si patina (cosa que no podemos descartar, ¿verdad?) podré rectificar sus palabras en la traducción —prosiguió Nombeko, señalando una ventaja añadida.

Comoquiera que se Llamara tenía razón. Vivir es sobrevivir, pensó el ingeniero. Bien, el destino había propiciado que las posibilidades de salir indemne de la cena con el chino y el presidente aumentaran de un modo inesperado.

—Si arreglas este asunto, tendrás tu nuevo cepillo de fregar —dijo al fin.

El safari fue un éxito y consiguieron acercarse a los cinco grandes animales de la caza mayor africana. Y también hubo tiempo para café y charla. Nombeko se preocupó de explicarle al chino que el presidente Botha se pasaría por allí al cabo de unas horas. El chino le agradeció la información y prometió mostrarse lo más sorprendido posible. Ella no le dijo que todos se sorprenderían de verdad cuando la intérprete accidental desapareciera en mitad de la cena. Y luego ya podían quedarse todos allí sentados, mirándose embobados.

* * *

Nombeko bajó del Land Rover para ir junto al ingeniero al restaurante. Iba concentrada en su próxima huida. ¿Podría escabullirse por la cocina y salir a la parte trasera? ¿En algún momento entre el primer plato y el postre?

Él interrumpió sus pensamientos al detenerse y señalarla con el dedo.

—¿Qué es eso? —inquirió.

—¿Eso? —dijo Nombeko—. Soy yo. Comoquiera que me Llame.

—No, estúpida: lo que llevas puesto.

—Pues una chaqueta.

—¿Y por qué la llevas?

—Porque es mía. Si me lo permite, ¿acaso ha empinado demasiado el codo, señor?

Al ingeniero ya no le quedaban fuerzas para regañar a su chica de la limpieza.

—Lo que quiero decir es que la chaqueta tiene un aspecto vomitivo.

—Es la única chaqueta que tengo, señor ingeniero.

—No importa. Pareces salida directamente de un barrio de chabolas, y eso no puede ser. Vas a encontrarte con el presidente del país.

—Ajá.

—Pues entonces, ¡quítate la maldita chaqueta y déjala en el coche! Y date prisa, el presidente nos espera.

Nombeko supo que sus planes de evasión acababan de tocar a su fin. El dobladillo de su única chaqueta estaba lleno de diamantes, de los que tendría que vivir el resto de su vida, si es que conseguía una existencia que mereciera ese nombre… Huir sin ellos de la injusticia sudafricana no la llevaría a ninguna parte… Así pues, debía quedarse donde estaba. Entre presidentes, chinos, bombas e ingenieros. Y aguardar su destino.

Westhuizen inauguró la cena relatándole el incidente del escorpión al primer mandatario, pero haciendo hincapié en que no se había producido ninguna alteración en la agenda puesto que él, previsor, se había traído a la criada, que hablaba chino.

¿Una negra sudafricana que hablaba chino? Por cierto, ¿no era la misma que los había servido y con quien había comentado la problemática del tritio en su primera visita a Pelindaba? P.W. Botha decidió no indagar en el asunto, pues ya le dolía bastante la cabeza. Se dio por satisfecho con la explicación del ingeniero de que la intérprete no supondría ningún riesgo para la seguridad, sencillamente porque nunca abandonaría la planta de investigación.

Tras ese inicio, P.W. Botha llevó la voz cantante de la conversación. Y empezó por repasar la orgullosa historia de Sudáfrica. Nombeko había comprendido que los nueve años de cautiverio se alargarían, así que, a falta de estrategias, se limitó a traducir literalmente.

El presidente siguió abundando en la orgullosa historia de Sudáfrica. Ella siguió traduciendo palabra por palabra. El presidente abundó todavía más en la orgullosa historia de Sudáfrica. Hasta que Nombeko se hartó. ¿Para qué agobiar al pobre chino con datos que seguramente no le interesaban? Entonces se volvió hacia él y le dijo:

—Si el señor quiere, puedo seguir traduciéndole un rato más las necedades autocomplacientes del presidente. Si no, puedo contarle que se supone que usted debe llegar a la conclusión de que los sudafricanos se hallan plenamente capacitados para fabricar armamento moderno, y que por eso ustedes, los chinos, deberían respetarlos.

—Agradezco su franqueza, señorita —repuso el chino—. Y tiene razón, no necesito oír más excelencias de su país. Pero, por favor, dígales que les agradezco el vívido relato de su historia.

La cena prosiguió. Cuando les sirvieron el plato principal, llegó el momento de que el ingeniero hiciera alarde de su capacidad intelectual, pero lo único que consiguió transmitir fue un batiburrillo de incongruencias técnicas. Westhuizen se lió tanto que consiguió que incluso el presidente perdiera el hilo (otro ejemplo de la buena suerte del ingeniero). A Nombeko le habría costado mucho traducir aquel galimatías, de haberlo intentado, claro.

—Le ahorraré los disparates que el ingeniero acaba de soltar —tradujo en cambio—. En esencia, el asunto es éste: actualmente saben cómo fabricar armas nucleares y ya han acabado unas cuantas, a pesar de este ingeniero. Pero no he visto a ningún taiwanés merodeando por la planta, ni he oído hablar de ninguna bomba lista para ser exportada. Si me lo permite, le recomiendo que conteste con alguna cortesía, y que luego proponga que dejen cenar algo a la intérprete, porque me muero de hambre.

El emisario chino pensó que Nombeko era increíblemente encantadora. Sonrió y se declaró impresionado por los conocimientos del señor Westhuizen, quien le inspiraba un gran respeto. Por lo demás, sin querer faltar al protocolo sudafricano, le parecía raro que hubiera comensales a los que no les hubieran servido nada. Y afirmó sentirse incómodo por el hecho de que a la magnífica intérprete no le hubieran dado de cenar, y preguntó si el presidente permitía que le cediera parte de su comida.

Botha chasqueó los dedos y pidió una ración para la indígena. Tampoco era para tanto, le llenarían un poco el buche, si eso satisfacía al invitado. Además, la conversación parecía bien encarrilada, al chino se lo veía bastante manso.

Concluida la cena,

1) China sabía que Sudáfrica poseía armas nucleares,

2) Nombeko tenía un amigo para toda la vida en el secretario general de la provincia china de Guizhou,

3) Westhuizen había sobrevivido a otra crisis, ya que…

4) P.W. Botha estaba, en líneas generales, satisfecho, pues su coeficiente intelectual no daba para mucho más.

Y por último, aunque no por ello menos importante:

5) Nombeko Mayeki, de veinticuatro años, seguía prisionera en Pelindaba, pero por primera vez en su vida había comido hasta saciarse.