Puesto que el dinero de Henrietta se le había acabado, Ingmar apenas comió nada durante el viaje a dedo de Niza a Södertälje. Pero en Malmö, el sucio y hambriento funcionario de Correos se encontró casualmente con un miembro del Ejército de Salvación que, tras un largo día al servicio del Señor, volvía a casa. Ingmar le preguntó si le sobraba un mendrugo de pan.
Al hombre lo embargó de inmediato el espíritu del amor y la piedad, hasta tal punto que lo invitó a su casa.
Una vez allí, le ofreció puré de nabos con tocino, y a continuación su propia cama; él dormiría en el suelo, delante de la cocina. Ingmar bostezó y se declaró impresionado por la amabilidad de su anfitrión. Éste respondió que la explicación de sus actos se hallaba en la Biblia, sobre todo en el Evangelio de San Lucas, donde aparecía el Buen Samaritano. Y le propuso a Ingmar leerle un pasaje de las Sagradas Escrituras.
—Claro, adelante —respondió Ingmar—, pero, por favor, lea en voz baja, que tengo que dormir.
Y se durmió. Lo despertó a la mañana siguiente el olor a pan recién horneado.
Después del desayuno, dio las gracias al buen hombre, se despidió de él y, al salir, le birló la bicicleta. Mientras se alejaba pedaleando, se preguntó si era en la Biblia donde se decía que la necesidad carece de ley. No estaba seguro.
Malvendió la bicicleta en Lund y compró un billete de tren a Södertälje.
En cuanto llegó a casa, se encontró con Henrietta y, antes de que ella pudiera abrir la boca para darle la bienvenida, Ingmar le anunció que había llegado el momento de tener hijos.
A Henrietta le hubiera gustado hacerle algunas preguntas, entre otras, por qué de pronto quería meterse en la cama con ella sin tener a mano la maldita caja de condones americanos; pero no fue tan tonta de rechazar el ofrecimiento. Lo único que exigió fue que su marido se duchara previamente, pues su olor era casi tan espantoso como su aspecto.
La primera aventura sin condones de la pareja duró cuatro minutos. Ingmar se quedó exhausto y Henrietta satisfecha. Su adorable chiflado había vuelto a casa y había tirado los condones a la basura antes de acostarse con ella. ¿Y si por fin se habían acabado todas las locuras? ¿Y si el Señor los bendecía con un bebé?
Quince horas después, Ingmar volvía a estar en danza. Lo primero que le contó es que había contactado con el rey en Niza. Mejor dicho, que el rey había contactado con él. Mediante un bastón que le estampó en la frente.
—¡Dios mío! —exclamó Henrietta.
Pues sí, era lo menos que podía decirse. Sin embargo, Ingmar le estaba agradecido. El rey le había abierto los ojos. Le había hecho comprender que la monarquía era una invención diabólica que había que erradicar.
—¿Invención diabólica? —repitió su atónita esposa.
—Que hay que erradicar.
Pero el asunto requería paciencia y astucia a partes iguales. Y el plan exigía que ellos tuvieran un hijo. Que, por cierto, se llamaría Holger.
—¿Quién? —quiso saber ella.
—Nuestro hijo, claro.
Henrietta, que siempre había esperado en silencio la llegada de una Elsa, señaló que también podía ser una niña. Pero Ingmar la conminó a dejar de mostrarse tan negativa. Si ella le preparaba algo de comer, le explicaría cómo irían las cosas en adelante.
Y eso hizo, resignada, Henrietta. Preparó pytt i panna, daditos de carne frita, cebolla y patatas con remolacha y huevos fritos.
Entre bocado y bocado, Ingmar le relató con detalle su encuentro con Gustavo V. Por primera vez, pero ni mucho menos por última, le contó lo de «simple subalterno» y «granuja». Por segunda vez, pero ni mucho menos por última, lo del bastón de plata estampado contra su frente.
—¿Y por eso hay que erradicar la monarquía? —inquirió Henrietta—. ¿Con paciencia y astucia? ¿Y en qué se traducirán, a la práctica, esa paciencia y esa astucia? —Ni una ni otra habían caracterizado nunca a su marido, pensó ella, pero no lo dijo.
Bueno, en cuanto a la paciencia, al menos Ingmar había entendido que, por mucho que Henrietta y él hubieran concebido un hijo la noche anterior, la criatura tardaría unos meses en llegar, y luego pasarían años hasta que Holger pudiera tomar el relevo de su padre.
—¿El relevo de qué?
—De la lucha, querida, de la lucha.
Ingmar había tenido tiempo para pensar durante el viaje en autoestop a través de Europa. No sería tarea fácil acabar con la monarquía. Se trataba más bien de un proyecto vitalicio, o incluso de mayor alcance. Y ahí entraba Holger en escena. Porque si Ingmar fallecía antes de ganar la batalla, su hijo tomaría el relevo.
—¿Por qué Holger precisamente? —quiso saber ella, aunque estaba preguntándose millones de cosas.
Bueno, en realidad el niño podría llamarse como le diera la gana; lo importante no era el nombre, sino la batalla. No obstante, resultaría muy poco práctico dejarlo sin nombre a la espera de que él eligiese uno. Así que Ingmar había pensado en Wilhelm, por el célebre escritor y republicano Vilhelm Moberg, pero luego se había acordado de que uno de los hijos del rey se llamaba así, ni más ni menos que el príncipe y duque de Södermanland.
Entonces había repasado otros nombres, desde los que empezaban por A en adelante, y cuando durante el trayecto en bicicleta de Malmö a Lund había llegado a la hache, se acordó del bondadoso miembro del Ejército de Salvación. Aquel buen samaritano se llamaba Holger y realmente tenía buen corazón; sólo se le podía reprochar cierta negligencia respecto al mantenimiento de las ruedas de su bicicleta. La honestidad y generosidad de Holger eran para quitarse el sombrero, y además Ingmar no recordaba que hubiera ningún noble en esas tierras con ese nombre. Holger estaba tan lejos de ser aristócrata como requerían las circunstancias.
Ahora Henrietta tenía una visión global de lo que le esperaba. De pronto, el más recalcitrante monárquico de Suecia iba a consagrar su vida a reducir a escombros la casa real. Pensaba perseguir su propósito hasta la muerte, pero antes se ocuparía de que sus descendientes estuvieran preparados para cuando les llegara el turno. Bien, el plan en conjunto demostraba que era alguien paciente a la par que astuto.
—Nada de descendientes —precisó Ingmar—. Mi descendiente. Y se llamará Holger.
Sin embargo, resultó que el descendiente en cuestión tardaba lo indecible en aparecer; saltaba a la vista que no era, ni de lejos, tan entusiasta como su padre. Por su parte, durante los siguientes catorce años, Ingmar se consagró a dos actividades:
1) leer cuanto encontró acerca de la esterilidad, y
2) la difamación exhaustiva y poco convencional de la figura del rey como institución y como persona.
Paralelamente, procuró no desatender del todo su trabajo como funcionario del más bajo rango en la oficina de Correos de Södertälje, para evitar que lo pusieran de patitas en la calle.
Cuando hubo acabado con el fondo de la biblioteca de Södertälje, empezó a viajar con regularidad a Estocolmo, a la Biblioteca Real. Sí, era un nombre sumamente desafortunado, pero tenía un montón de obras.
Aprendió cuanto valía la pena saber acerca de los trastornos de la ovulación, las mutaciones cromosómicas y las alteraciones en la formación de espermatozoides. También recabó información menos rigurosa, de dudoso valor científico.
Así fue como, por ejemplo, durante una temporada le dio por pasearse desnudo de cintura para abajo desde que llegaba a su casa (generalmente un cuarto de hora antes de concluir la jornada laboral) hasta el momento de acostarse. De esta manera, su escroto se mantenía fresco, lo que, según sus lecturas, beneficiaba la movilidad de los espermatozoides.
—¿Puedes remover la sopa mientras yo tiendo la colada, Ingmar? —le pedía, pongamos por caso, Henrietta.
—No, porque entonces acercaré el escroto demasiado a la cocina y ya no estará tan fresco —argüía él.
Ella seguía amando a su marido porque era un hombre lleno de vida, pero de vez en cuando necesitaba equilibrar su existencia con un John Silver de más. Y luego con otro. Por cierto, sobrepasó especialmente la dosis el día en que Ingmar, en un arrebato de voluntariedad, se fue a la tienda de comestibles a comprar nata. Desnudo de cintura para abajo, por mero despiste.
Aunque estaba más chiflado que distraído. Por ejemplo, efectuaba un seguimiento de los períodos menstruales de Henrietta. De este modo podía dedicar los días estériles a fastidiar al jefe de Estado. Algo de lo que no se privaba y que hacía de todas las maneras posibles.
Sin ir más lejos, consiguió rendir honores a su majestad en su noventa aniversario, el 16 de junio de 1948, descubriendo una pancarta de trece metros de ancho en plena Kungsgatan justo cuando pasaba el cortejo real: «¡Muérete, viejo cabrón, muérete ya!», rezaba. Para entonces, Gustavo V tenía muy mala visión, pero las letras eran tan grandes que incluso un ciego las habría leído. Al día siguiente, el Dagens Nyheter publicó que el rey había ordenado: «¡Detened al culpable y traedlo ante mí!».
Ahora sí que quería verlo, ¿eh?
Tras el éxito de la Kungsgatan, Ingmar estuvo relativamente tranquilo hasta octubre de 1950, cuando contrató a un joven e inconsciente tenor de la Ópera de Estocolmo para que cantara Bye, Bye, Baby bajo la ventana del palacio de Drottningholm, donde Gustavo V agonizaba. El tenor recibió una paliza a manos de los súbditos congregados a las puertas del palacio, mientras que Ingmar, familiarizado desde hacía tiempo con la maleza de los alrededores, conseguía escapar. El maltratado tenor le escribió una carta airada para exigirle no sólo la remuneración acordada, de doscientas coronas, sino otras quinientas por daños y perjuicios. Pero Ingmar lo había contratado con un nombre falso y una dirección aún más falsa, así que la reclamación tuvo un corto recorrido: el jefe del vertedero de Lövsta leyó la carta, la arrugó y la arrojó al incinerador número 2.
En 1955, Ingmar siguió al nuevo monarca en su periplo inaugural por el país sin lograr dar ningún golpe. Casi desistió, pero entonces empezó a pensar que quizá crear opinión no bastaba: debía recurrir a medidas radicales. ¡El gordo culo del rey estaba más pegado al trono que nunca!
—¿No podrías dejarlo estar, sencillamente? —le dijo Henrietta.
—¿Lo ves?, ya vuelves a ponerte en plan negativo. Querida, hay que pensar en positivo si se quiere tener hijos. Por cierto, he leído que no deberías beber mercurio, es muy nocivo al principio de un embarazo.
—¿Mercurio? ¿Por qué diantres iba yo a beber mercurio?
—¡Eso es precisamente lo que te estoy diciendo! Y tampoco debes comer soja.
—¿Soja? Pero ¿eso qué es?
—No lo sé. Pero no lo comas.
En agosto de 1960, Ingmar tuvo una nueva idea respecto a la anhelada concepción, extraída de alguna de sus lecturas. Sólo que sería un poco embarazoso comentársela a Henrietta.
—Bueno, verás… Si haces el pino mientras… mientras tú y yo… les facilitarás las cosas a los… los espermatozoides.
—¿El pino?
Ella iba a preguntarle si había perdido la chaveta, pero advirtió que, de hecho, esa idea ya se le había pasado por la cabeza más de una vez a ella. Vale. De todas formas, no funcionaría. Ya se había resignado.
Curiosamente, la extravagante postura hizo que el acto fuera más agradable de lo que lo había sido en mucho tiempo. La experiencia provocó briosas exclamaciones de júbilo por ambas partes. Tanto es así que Henrietta, al descubrir que Ingmar no se había dormido enseguida, le propuso:
—No era tan absurdo, amor. ¿Volvemos a probar?
Ingmar, sorprendido de seguir despierto, reflexionó sobre las palabras de Henrietta.
—Sí, ¡qué diablos! —exclamó.
Es imposible determinar si ocurrió en la primera o en la segunda vez, pero, en cualquier caso, después de trece años de infructuosos esfuerzos, Henrietta se quedó embarazada.
—¡Holger, mi Holger, ya estás en camino! —le gritó Ingmar al vientre de su mujer cuando ella se lo comunicó.
Henrietta, que sabía lo suficiente de la vida como para no descartar a una Elsa, se fue a la cocina a fumarse un cigarrillo.
En los meses siguientes, Ingmar subió de nivel. Cada noche le leía fragmentos de Por qué soy republicano, de Vilhelm Moberg, a la creciente barriga de Henrietta. Cada mañana, durante el desayuno, hablaba con Holger a través del ombligo de su esposa sobre las ideas republicanas que en ese momento lo ocupaban. Martín Lutero, que consideraba que «deberíamos temer y amar a Dios para así no despreciar ni enojar a nuestros padres y nuestros amos», era objeto de ataques regulares. El razonamiento de Lutero presentaba al menos dos errores. Primero, Dios no había sido elegido por el pueblo y no había manera de destronarlo. Sí, podías elegir a otro si querías, pero los dioses parecían todos de la misma calaña. Segundo, eso de no «despreciar ni enojar a nuestros amos»… pero ¿quiénes eran esos amos y por qué no había que enojarlos?
Henrietta raramente intervenía en los monólogos de Ingmar frente a su barriga, pero de vez en cuando se veía obligada a interrumpirlo, so riesgo de que la comida se le quemara en la cocina.
—Espera, no he acabado —decía Ingmar.
—Pero las gachas sí. Tú y mi ombligo tendréis que seguir hablando mañana, a no ser que quieras que la casa arda en llamas.
Y llegó el gran momento, aunque con un mes de anticipación. Afortunadamente, cuando Henrietta rompió aguas, Ingmar acababa de volver a casa de la oficina de Correos donde, finalmente, bajo amenaza de represalias, había tenido que prometer que dejaría de pintarle cuernos en la frente a Gustavo VI Adolfo de Suecia en cada sello que pasaba por sus manos. Y entonces todo se precipitó. Henrietta se arrastró hasta la cama mientras que Ingmar, cuando se disponía a llamar a la comadrona, se hizo tal lío con el cable telefónico que acabó arrancando cable y teléfono. Aún no había dejado de maldecir cuando ella dio a luz en la habitación contigua.
—Cuando hayas acabado de blasfemar serás bienvenido aquí —dijo Henrietta entre jadeos—. Pero tráete unas tijeras, hay un cordón umbilical que cortar.
Ingmar no encontraba las tijeras (no se conocía demasiado bien la cocina), así que recurrió a unos alicates de la caja de herramientas.
—¿Niño o niña? —preguntó la madre.
Como si no lo supiera, Ingmar lanzó una ojeada allí donde se encontraba la respuesta a la pregunta y contestó:
—Es un buen Holger.
Y ya se disponía a besar a su esposa cuando ella exclamó:
—¡Ay! Creo que hay otro en camino.
El recién estrenado padre estaba turbado. Primero, casi había asistido al nacimiento de su hijo, de no haberse liado con el cable del teléfono en el vestíbulo. Y minutos más tarde había llegado otro hijo. Aún no lo había asimilado cuando Henrietta, con voz débil pero aguda, ya estaba dándole una serie de instrucciones sobre lo que debía hacer para no arriesgar ni la vida de la madre ni la de los hijos.
Finalmente, las cosas se calmaron; todo había ido bien, salvo por el detalle de que Ingmar estaba sentado con dos hijos en el regazo, pese a que había especificado con suma claridad que sólo quería uno. Desde luego, no deberían haberlo hecho dos veces en una misma noche. En menudo embrollo se encontraban ahora.
Henrietta le pidió a su marido que dejara de decir disparates, miró a sus dos hijos, primero a uno y luego al otro, y dijo:
—Tengo la sensación de que el de la izquierda es Holger.
—Sí —murmuró Ingmar—. O quizá el de la derecha.
El asunto podría haberse zanjado fácilmente decidiendo que Holger era el que había nacido primero, pero entre el lío de la placenta y lo demás, Ingmar había mezclado al número uno con el dos, y ya no sabía nada.
—¡Mierda! —exclamó, e inmediatamente fue reprendido por su mujer.
Las palabrotas no debían ser lo primero que oyeran sus hijos, sólo porque resultaba que había salido uno más de la cuenta.
Ingmar guardó silencio. Reflexionó. Y decidió.
—Éste es Holger —anunció, señalando al de la derecha.
—De acuerdo, muy bien. Entonces, ¿el otro quién es?
—También es Holger.
—¿Holger y Holger? —dijo Henrietta, sintiendo unas repentinas y apremiantes ganas de fumar—. ¿Estás seguro, Ingmar?
Vaya si lo estaba.