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De un severo castigo, un país incomprendido y tres chicas chinas polifacéticas.

Según el abogado de Engelbrecht Van der Westhuizen, la chica negra se había lanzado a la calzada y su cliente había tratado por todos los medios de esquivarla. Así pues, el accidente había sido culpa de la chica, no de su cliente. El ingeniero Van der Westhuizen era una mera víctima. Además, la chica transitaba por una acera reservada a los blancos.

El abogado de oficio asignado a la chica ni siquiera replicó, fundamentalmente porque se había olvidado de acudir a la vista. Y la chica, por su parte, prefirió no decir palabra, esencialmente porque tenía una fractura en la mandíbula que no invitaba a la oratoria.

En su lugar, fue el juez quien se encargó de la defensa de Nombeko. Señaló al señor Van der Westhuizen que al menos quintuplicaba la tasa de alcohol en sangre permitida, y que los negros también tenían derecho a andar por aquella acera en concreto, por mucho que pareciera inconveniente. Pero si realmente la chica había bajado a la calzada, y ese punto era incuestionable, puesto que el señor Van der Westhuizen así lo había declarado bajo juramento, gran parte de la responsabilidad recaía entonces en la joven.

La condenaron a pagarle a Van der Westhuizen cinco mil rands en concepto de daños y perjuicios morales, más otros dos mil por las abolladuras ocasionadas a su coche.

Nombeko podía permitirse tanto la multa como los costes de cuantas abolladuras hubiera, incluso comprarle un coche nuevo. O diez. Pues el caso es que era sumamente rica, algo que ninguno de los presentes en la sala del tribunal, ni en ningún otro lado, tenía motivos para sospechar. En el hospital, ayudándose del brazo ileso, había comprobado que los diamantes seguían en el dobladillo de la chaqueta.

Su mandíbula fracturada no era la única razón de su silencio: los diamantes eran robados. A un hombre muerto, sí, pero robados al fin y al cabo. Aparte, eran sólo eso, diamantes, no dinero contante y sonante. Si sacaba uno se los quitarían todos, y en el mejor de los casos la encerrarían por robo, y en el peor, por robo y complicidad en un asesinato. En suma, se encontraba en una situación delicada.

El juez escrutó a Nombeko e interpretó su semblante afligido de otra manera. Declaró que la chica no parecía tener ingresos dignos de tal nombre y que podía condenarla a pagar su deuda trabajando para el señor Van der Westhuizen, si el ingeniero lo aprobaba. Al fin y al cabo, el juez y el ingeniero ya habían llegado a un arreglo similar en otra ocasión, y todo parecía indicar que funcionaba de manera satisfactoria, ¿verdad?

Engelbrecht Van der Westhuizen sintió un escalofrío sólo con recordar la manera en que habían entrado a trabajar tres sirvientas amarillas en su casa, aunque a esas alturas empezaban a serle de cierta utilidad. ¿Por qué no? Añadir una negra tampoco le vendría mal. Aunque ese miserable espécimen en concreto, con la pata quebrada, el brazo roto y la mandíbula fracturada, ¿no sería más bien un estorbo?

—En ese caso, por la mitad del sueldo —propuso—. El señor juez ya ve en qué estado se encuentra.

El ingeniero estimó la remuneración en quinientos rands al mes, menos cuatrocientos veinte en concepto de comida y alojamiento.

El juez dio su consentimiento.

Nombeko estuvo a punto de echarse a reír. Pero sólo a punto, pues le dolía todo el cuerpo. Lo que aquel juez gordinflón y aquel ingeniero canalla acababan de proponer era que trabajara gratis para el segundo durante más de siete años. Y encima en sustitución de una multa que, a pesar de ser un despropósito, supondría una suma insignificante comparada con su fortuna.

No obstante, quizá aquel acuerdo leonino fuera la solución al dilema de Nombeko. ¿Por qué no? Podía mudarse a casa de ese ingeniero, dejar que sanaran sus heridas y simplemente escaparse el día en que sintiera que la Biblioteca Nacional de Pretoria ya no podía esperar más tiempo. Después de todo, la condenaban a prestar servicios domésticos, no a una pena de cárcel.

Consideró la posibilidad de aceptar la propuesta del juez, pero decidió ganar unos segundos más de reflexión protestando un poco, a pesar de la mandíbula dolorida:

—Eso supondría ochenta rands netos al mes. Hasta que logre devolver lo que debo, habré trabajado para el ingeniero siete años, tres meses y veinte días. ¿No le parece al juez que es un castigo demasiado severo para alguien que fue atropellado en una acera por otro que, teniendo en cuenta su tasa de alcohol en sangre, ni siquiera debería haber conducido por la calzada?

El juez se quedó pasmado. No sólo porque la chica se hubiera manifestado con claridad meridiana y cuestionara fundadamente la declaración jurada del ingeniero, sino porque además había calculado el alcance del castigo antes que ninguno de los presentes. Debería darle un escarmiento, pero sintió una súbita curiosidad por comprobar si sus cálculos eran correctos. De modo que se volvió hacia el secretario judicial, que un par de minutos después confirmó:

—Bueno, sí… estaríamos hablando, como ha quedado dicho, de siete años, tres meses y… sí, tal vez veinte días, más o menos.

Engelbrecht Van der Westhuizen tomó un sorbo del pequeño frasco marrón de jarabe antitusivo que llevaba encima siempre que se hallaba en un lugar donde, por la razón que fuera, no podía beber coñac. Justificó el trago declarando que el terrible accidente había agravado su asma.

Sin embargo, el medicamento le sentó bien, pues dijo:

—Creo que redondearemos a la baja. Siete años bastarán. Al fin y al cabo, las abolladuras del coche pueden arreglarse.

Nombeko pensó que unas semanas en casa del tal Westhuizen eran preferibles a treinta años en una institución penitenciaria. Era una lástima, claro, que la biblioteca tuviera que esperar, pero seguía habiendo un buen trecho hasta allí, y no se dan esa clase de paseos con una pierna rota. Por no hablar de lo demás, incluidas las ampollas que le habían salido en la planta de los pies durante los primeros veintiséis kilómetros a pie.

Así pues, una breve pausa no le haría ningún daño, siempre y cuando el ingeniero no volviera a atropellarla.

—Gracias, es muy generoso por su parte, señor ingeniero —dijo, ratificando así la resolución judicial.

El hombre tendría que contentarse con lo de «señor ingeniero», no pensaba llamarlo baas.

Después del veredicto, Nombeko fue a parar al asiento del pasajero, al lado de Van der Westhuizen, que se dirigió al norte con una mano en el volante mientras con la otra bebía a morro de una botella de coñac Klipdrift. Aquel licor era, tanto respecto al aroma como al color, idéntico al jarabe antitusivo que Nombeko le había visto empinar durante la vista.

Esto ocurría el 16 de junio de 1976.

Ese mismo día, gran número de estudiantes de Soweto la tomaron con la última idea del gobierno, según la cual la enseñanza, ya de por sí mediocre, se impartiría en afrikáans. Y salieron a la calle para dar rienda suelta a su descontento. En su opinión, resultaba más sencillo aprender algo si entendían lo que el profesor explicaba. Y un texto era más accesible para el lector si podía comprenderlo. Por eso, dijeron los estudiantes, la educación debería seguir impartiéndose en inglés.

La policía local escuchó con sumo interés los argumentos de los estudiantes y luego se pronunció a favor del gobierno a la manera de las fuerzas del orden sudafricanas: abriendo fuego.

Veintitrés manifestantes murieron sobre el terreno. Al día siguiente, la policía amplió su argumentario con helicópteros y vehículos blindados. Antes de que el humo se hubiera disipado, fueron sacrificadas otras cien vidas humanas. El departamento de Enseñanza de Johannesburgo pudo rebajar la partida presupuestaria dedicada a Soweto, alegando escasez de alumnado.

Nombeko se libró de vivir todo aquello, pues ella, esclavizada por el Estado, se dirigía en coche a casa de su nuevo amo.

—¿Todavía queda mucho, señor ingeniero? —preguntó, por decir algo.

—No, no mucho. Pero no hables innecesariamente. Bastará con que respondas cuando te dirijan la palabra.

El ingeniero Westhuizen era una buena pieza. Nombeko ya se había percatado en la sala del tribunal de que era un mentiroso. Que era un alcohólico lo confirmó una vez en el coche. Y resultó que también era un impostor en su trabajo: no dominaba su profesión, sino que se mantenía en lo alto gracias a la mentira y la explotación de gente que sí era competente.

Esto podría haber quedado en un simple paréntesis vital de no ser porque el ingeniero era el encargado de llevar a cabo una de las misiones más secretas y peligrosas del mundo: convertir Sudáfrica en una potencia nuclear. Todo se orquestaba desde la planta de investigación Pelindaba, a una hora al norte de Johannesburgo.

De todo ello Nombeko no sabía nada, por supuesto, aunque cuando se acercaban a su destino intuyó que las cosas no serían tan sencillas como había creído.

El ingeniero apuró la botella de coñac y llegaron al puesto de vigilancia exterior de las instalaciones. Tras identificarse, cruzaron las verjas, dejando atrás una valla de tres metros de altura electrificada con doce mil voltios. Luego siguió un trayecto de unos quince metros vigilado por parejas de guardias con perros, hasta que por fin llegaron a la verja interior, y a la siguiente valla de tres metros de altura del mismo voltaje. Además, rodeando toda la planta, en el terreno entre las vallas de tres metros, a alguien se le había ocurrido instalar un campo de minas.

—Aquí cumplirás tu pena —anunció el ingeniero—. Y aquí vivirás, para que no puedas escaparte.

Vallas electrificadas, guardias con perros y campos minados eran parámetros que Nombeko no había tenido en cuenta en la sala del tribunal, un par de horas antes.

—Parece muy acogedor —comentó.

—Ya estás volviendo a hablar demasiado.

El programa nuclear sudafricano se había iniciado en 1975, un año antes de que el ingeniero Van der Westhuizen atropellara, ebrio, a una muchacha negra. Dos razones explican el hecho de que Van der Westhuizen hubiera estado sentado en el Hilton trasegando coñac hasta que lo echaron cortésmente. La primera era su alcoholismo: necesitaba al menos una botella entera de Klipdrift al día para mantener su mecanismo en marcha. La segunda, su mal humor y su frustración. Acababa de recibir presiones del primer ministro Vorster, que se quejaba de que todavía, después de un año, no hubieran avanzado nada.

El ingeniero había tratado de defender todo lo contrario. En el ámbito formal habían iniciado un intercambio con Israel. Era verdad que lo había puesto en marcha el primer ministro en persona, pero al menos ahora salía uranio en dirección a Jerusalén a cambio de que estuviera llegando tritio a Sudáfrica. Además, dos agentes israelíes estaban destacados en Pelindaba en aras del proyecto.

Sí, el primer ministro no tenía ninguna queja en cuanto a la colaboración con Israel, Taiwán y los otros países. Donde fallaban era en el trabajo en sí mismo. O para usar las palabras exactas del primer ministro: «No nos dé tantas explicaciones de esto y aquello. No nos ofrezca más colaboraciones a diestro y siniestro. Denos una bomba atómica, maldita sea. Y luego, otras cinco más».

Mientras Nombeko se instalaba tras la doble valla de Pelindaba, el primer ministro Balthazar Johannes Vorster suspiraba en su palacio. Trabajaba duramente, desde temprano por la mañana hasta bien entrada la noche. Lo más acuciante sobre su escritorio era el dossier de las seis bombas atómicas que su gobierno había acordado fabricar. ¿Y si resultaba que aquel zalamero de Westhuizen no era el hombre indicado para el proyecto? Hablaba y hablaba, pero nunca entregaba nada.

Vorster masculló contra la dichosa ONU, contra los comunistas de Angola, contra la Unión Soviética y contra Cuba, que enviaban hordas de revolucionarios al sur de África, y contra los marxistas, que ya habían tomado el poder en Mozambique. Y luego estaba esa maldita CIA, que siempre conseguía enterarse de lo que él tramaba y después no sabía mantener el pico cerrado.

—Vaya mierda —dijo B.J. Vorster refiriéndose al mundo en general.

La amenaza se cernía sobre el país en aquel momento, ¡no podían esperar a que el ingeniero se dignara espabilar!

* * *

El primer ministro había llegado al poder por el camino más corto. A finales de los años treinta, en su juventud, se había visto seducido por el nazismo. Vorster pensaba que los nazis utilizaban procedimientos sumamente interesantes a la hora de separar a las personas de la gente. Y así se lo explicaba a todo aquel que quisiera escucharle.

Entonces estalló la Segunda Guerra Mundial. Para desgracia de Vorster, Sudáfrica tomó partido por los aliados (hay que recordar que el país pertenecía al Imperio británico) y los nazis como él fueron encerrados unos años, hasta el final de la contienda. Una vez libre, procedió con mayor cautela; las ideas nazis se toleraban mejor si no se las llamaba por su nombre.

En los cincuenta, Vorster recuperó el prestigio perdido. En la primavera de 1961, el mismo año en que nació Nombeko en una chabola de Soweto, fue nombrado ministro de Justicia. Al año siguiente, él y sus policías consiguieron atrapar al pez más gordo: el terrorista del CNA, el movimiento de resistencia sudafricano, Nelson Rolihlahla Mandela.

Mandela fue condenado a cadena perpetua y enviado a una prisión isla frente a Ciudad del Cabo, donde debía permanecer hasta pudrirse. Vorster creía que se pudriría muy rápido.

Con Mandela fuera de juego, Vorster siguió ascendiendo en su carrera. Para el último y determinante paso recibió un empujoncito cuando un afrikáner con un problema singular perdió los papeles. El hombre había sido clasificado por el sistema de apartheid como blanco, pero posiblemente se tratara de un error, pues parecía más bien de color y, por tanto, no encajaba en ningún sitio. Para apaciguar su tormento le clavó un cuchillo en el estómago al antecesor de B.J. Vorster, quince veces.

El hombre de color indefinido fue encerrado en una clínica psiquiátrica, donde permaneció treinta y tres años. Jamás llegó a saber a qué raza pertenecía. Luego murió. A diferencia del primer ministro de las quince cuchilladas, que estaba seguro de ser blanco pero murió al instante.

Así pues, el país necesitaba un nuevo primer ministro. A ser posible, uno con más mano dura. Ni corto ni perezoso, Vorster, el antiguo nazi, ocupó su puesto.

En cuanto a la política interna, estaba satisfecho con lo que él y la nación habían conseguido. Con la nueva legislación antiterrorista, el gobierno podía tildar de terrorista a cualquiera y encerrarlo el tiempo que le diera la gana, aduciendo el motivo que le conviniera. O ninguno.

Otro exitoso proyecto había sido la creación de territorios segregados para las diferentes etnias: un país para cada una, salvo para los xhosa, tan numerosos que necesitaron dos. Lo único que tuvieron que hacer fue juntar a cada grupo de negros, llevarlos al homeland que se les había asignado, retirarles la nacionalidad sudafricana y otorgarles una nueva en nombre del homeland. Y quien deja de ser sudafricano no puede reivindicar los derechos de un sudafricano. Pura lógica.

En el ámbito de la política exterior, las cosas eran más complicadas. El mundo malinterpretaba constantemente las ambiciones del país. Por ejemplo, había quejas furibundas porque Sudáfrica actuaba a partir de la sencilla premisa de que quien no es blanco nunca lo será.

Sin embargo, el antiguo nazi Vorster sentía cierta satisfacción por el acuerdo de cooperación logrado con Israel. Si bien es cierto que eran judíos, eran unos incomprendidos, al igual que él mismo.

—Vaya mierda —dictaminó el primer ministro por segunda vez.

¿Qué estaría haciendo aquel chapucero de Westhuizen?

Engelbrecht Van der Westhuizen estaba bastante contento con la nueva chica de los recados que la Providencia le había enviado. Incluso mientras todavía se movía a la pata coja con la pierna izquierda enyesada y el brazo derecho en cabestrillo, esa chica, comoquiera que se llamara, era de una eficacia maravillosa.

Al principio se dirigía a ella como «Negra Dos», para distinguirla de la otra mujer negra de la instalación, la encargada de la limpieza del puesto de vigilancia exterior. Pero cuando ese trato llegó a oídos del obispo de la Iglesia Reformada local, el ingeniero recibió una reprimenda. Los negros se merecían un respeto.

Hacía ya algo más de un siglo que la Iglesia había permitido a los negros el acceso a la misma comunidad eucarística que los blancos, aunque debían esperar a que les llegara el turno en el fondo de la iglesia, hasta que fueron tantos que hubo que construirles sus propios lugares de culto. El obispo consideraba que no podía culparse a la Iglesia Reformada sólo porque los negros se reprodujeran como conejos.

—Respeto —repitió—. Piénselo, señor ingeniero.

Aunque Engelbrecht Van der Westhuizen tomó buena nota de las palabras de su obispo, seguía sin acordarse del nombre de Nombeko. Por eso se dirigía a la chica con un «comoquiera que te llames» y cuando se refería a ella… Bueno, en realidad no solía haber motivo alguno para referirse a su persona.

El primer ministro Vorster ya les había hecho dos visitas, siempre sonriente, pero con el mensaje implícito de que, si no tenían las seis bombas atómicas listas muy pronto, probablemente el ingeniero Westhuizen tampoco tendría su puesto.

En vísperas de la primera reunión con el primer ministro, al principio el ingeniero pensó en encerrar a Comoquiera que se Llamara en el cuarto de las escobas. Por mucho que estuviera permitido tener ayudantes negros y mestizos en la zona —siempre y cuando no se les concedieran permisos—, al ingeniero le parecía que daba mala imagen.

Sin embargo, mantenerla encerrada en un cuartucho presentaba el inconveniente de que no podría estar cerca, y el ingeniero se había percatado ya de que no era mala idea tenerla a mano. Por razones inexplicables, en la cabeza de aquella muchacha pasaban cosas sin cesar. Comoquiera que se Llamara era ciertamente más impertinente de lo admisible, y quebrantaba tantas reglas como podía. Entre sus mayores descaros se contaba haber entrado sin permiso en la biblioteca de la planta de investigación e incluso haberse llevado libros. El primer impulso del ingeniero había sido llamar al departamento de seguridad para que investigara el incidente a fondo. ¿Para qué querría libros una analfabeta de Soweto?

Pero entonces descubrió que Comoquiera que se Llamara de hecho leía los libros que se llevaba, lo cual resultaba aún más intrigante, pues la lectura no era precisamente un rasgo distintivo de los analfabetos de la nación. Más tarde se fijó en lo que leía, y vio que leía de todo, incluidas obras avanzadas de matemáticas, química, electrotécnica y metalurgia (es decir, materias en las que el ingeniero debería haber profundizado). En una ocasión en que la pilló enfrascada en la lectura en lugar de estar fregando el suelo, la vio sonreír ante varias fórmulas matemáticas.

Sí: miraba, asentía con la cabeza y sonreía.

¡Menuda provocación! Personalmente, el ingeniero nunca le había visto la gracia a estudiar matemáticas. Ni ninguna otra materia, claro. Por suerte, había obtenido las más altas calificaciones en la universidad de la que su padre era el principal valedor.

El ingeniero sabía que no era necesario saberlo todo acerca de todo. Era fácil llegar a la cima con buenas notas, el padre adecuado y aprovechándose de las aptitudes de los demás. Pero en este caso, para mantenerse en su puesto, debía entregar algo. Bueno, no él, claro, sino los investigadores y técnicos que se había preocupado de contratar y que ahora trabajaban duramente día y noche en su nombre.

Y el equipo de trabajo realmente estaba sacando las cosas adelante. El ingeniero estaba seguro de que en un futuro no demasiado lejano habrían solucionado los escasos problemas técnicos que quedaban por resolver antes de poner en marcha los primeros ensayos nucleares. El jefe de investigación no era estúpido, pero resultaba cargante, pues estaba empeñado en presentarle hasta el más mínimo avance en el desarrollo, y siempre esperaba una respuesta del ingeniero.

En ese punto era donde Comoquiera que se Llamara entraba en escena. Al dejarla hojear libremente los libros de la biblioteca, el ingeniero le había abierto la puerta de las matemáticas de par en par, y ella asimilaba cuanto encontraba acerca de números algebraicos, trascendentes, imaginarios y complejos, acerca de la constante de Euler, ecuaciones diferenciales y diofánticas, y un número infinito (∞) de otras complejidades, más o menos incomprensibles para él. Con el tiempo, Nombeko hubiera podido acabar como mano derecha del jefe de no haberse dado la circunstancia de que era mujer y, sobre todo, no tenía el color de piel adecuado. Aunque hubo de contentarse con el título algo vago de «auxiliar», era quien, paralelamente a las tareas de limpieza, leía todos los informes de problemas, tan gruesos como ladrillos, y los resultados de ensayos y análisis. Es decir, todo lo que el ingeniero no era capaz de leer.

—¿De qué va este rollazo? —le preguntó un día, endosándole un nuevo montón de documentos a su criada.

Finalizada la lectura, Nombeko respondió:

—Es un análisis de las consecuencias de la carga estática y dinámica en bombas con diferentes cantidades de kilotones.

—Bien, ahora, dímelo en cristiano.

—Pues que, cuanto más potente sea la bomba, más edificios volarán por los aires —aclaró ella.

—Eso lo sabría hasta un chimpancé. ¡¿Acaso estoy rodeado de idiotas?! —exclamó el ingeniero, que se sirvió una copa de coñac y pidió a la criada que se esfumara de su vista.

* * *

A Nombeko le parecía que, para tratarse de una prisión, Pelindaba era casi un palacio: disfrutaba de cama propia, acceso a váter en lugar de tener que vaciar cuarenta mil letrinas, dos comidas al día y fruta en el almuerzo. Y una biblioteca que, como no le interesaba a nadie aparte de a ella misma, podía considerar propia. No era especialmente grande, estaba lejos de tener la categoría que le suponía a la de Pretoria, y algunos tomos eran anticuados o prescindibles, cuando no ambas cosas. Pero aun así…

De manera que siguió cumpliendo con cierta despreocupación la pena impuesta por haberse dejado atropellar sobre la acera por un conductor borracho aquel invernal día de 1976 en Johannesburgo. Su existencia actual era, en todos los sentidos, mucho más agradable que el vaciado de letrinas en el mayor vertedero humano del mundo.

Pasados un buen número de meses, empezó a contar en años. También pensaba de vez en cuando en cómo huir de Pelindaba. Franquear la valla, el campo de minas, los perros guardianes y la alarma constituía un reto muy estimulante.

¿Debería cavar un túnel?

No, la idea era tan estúpida que la desechó en el acto.

¿Tal vez colarse en un vehículo?

No, cualquier polizón sería descubierto por los pastores alemanes de los guardias, y entonces sólo quedaría esperar que la primera mordedura fuera en la carótida para ahorrarse lo que vendría después.

¿Un soborno?

Bueno, quizá, pero dispondría de una sola oportunidad, y seguro que el candidato a sobornado le quitaría los diamantes y la delataría, al estilo genuinamente sudafricano.

Entonces, ¿usurpar la identidad de alguien?

Hum… en principio, eso podría funcionar. Más delicado sería robarle a ese alguien el color de piel.

Nombeko decidió aparcar por un tiempo los planes de fuga. Probablemente, la única manera de salir de allí era volverse invisible y proveerse de unas alas. Aunque los ocho guardias de las cuatro torres de vigilancia seguramente la abatirían a tiros.

Tenía más de quince años cuando la habían encerrado tras las vallas dobles y el campo de minas, y estaba a punto de cumplir diecisiete cuando el ingeniero le comunicó solemnemente que se había ocupado de conseguirle un pasaporte sudafricano válido, a pesar de que fuera negra. Sin ese documento, Nombeko no tendría acceso a todos los pasillos que el perezoso ingeniero consideraba que ella debía recorrer.

Guardó el pasaporte en el cajón de su escritorio y, movido por su constante necesidad de humillar a la gente, dijo que se veía obligado a tenerlo bajo llave.

—Es para que a ti, Comoquiera que te Llames, no se te ocurra escaparte. Sin pasaporte no podrás abandonar el país, y aquí siempre te encontraríamos, antes o después —se jactó con una sonrisa maliciosa.

Nombeko respondió que su nombre aparecía en el pasaporte, por si el ingeniero sentía curiosidad, y que hacía ya tiempo que, a petición del propio ingeniero, era ella la responsable de su armario de llaves, el cual, naturalmente, incluía la llave del cajón de su escritorio.

—Y aun así, no me he escapado —concluyó Nombeko, aunque el verdadero factor disuasorio eran los guardias, los perros, la alarma, el campo de minas y los doce mil voltios de la valla.

El ingeniero miró airadamente a su criada. ¡Volvía a las andadas! ¡Menuda impertinencia! Era para volverse loco. Especialmente, porque siempre tenía razón.

¡Maldita mujer!

Doscientas cincuenta personas trabajaban a diferentes niveles en aquel proyecto ultrasecreto. Nombeko había constatado muy pronto que el jefe supremo era un cero a la izquierda en casi todo, salvo en el arte de sacar tajada. Y además, tenía suerte (hasta el día en que dejó de tenerla).

Durante el período de experimentación, uno de los mayores problemas que se les plantearon a los investigadores fueron las constantes fugas en los ensayos con hexafluoruro de uranio. En la pizarra negra de su despacho, Westhuizen trazaba líneas y flechas, manejaba fórmulas torpemente y poco más, para que pareciera que pensaba. Se sentaba en su sillón y murmuraba «gas hidrogenante», «hexafluoruro de uranio», «filtración», alternándolo con juramentos tanto en inglés como en afrikáans. Tal vez Nombeko debería haberlo dejado mascullar a su gusto: total, ella estaba allí para limpiar. Pero no pudo contenerse.

—La verdad es que no sé qué es el gas hidrogenante y apenas he oído hablar del hexafluoruro de uranio —dijo al fin—. Pero por la fórmula, difícilmente interpretable, que ha escrito el ingeniero en la pizarra, deduzco que tiene un problema de autocatálisis.

El hombre no replicó, pero lanzó una ojeada más allá de la muchacha, hacia el pasillo, para asegurarse de que no hubiera testigos de cómo aquella criatura infernal lo dejaba, por enésima vez, completamente pasmado.

—¿Debo interpretar el silencio del ingeniero como que me da permiso para continuar? Suele pedirme que me limite a contestar cuando me hablen.

—¡De acuerdo, desembucha, maldita sea! —exclamó Westhuizen.

Nombeko sonrió amablemente y declaró que no importaban los nombres de los diferentes elementos, que bastaba con aplicar los principios matemáticos.

—Pongamos que el gas hidrogenante es A y el hexafluoruro de uranio es B —dijo, y se acercó a la pizarra para borrar las tonterías del ingeniero y anotar la ecuación de velocidad de reacción correspondiente a una de tipo autocatalítica de primer orden.

Al ver que su jefe sólo miraba con aire bovino, le explicó su razonamiento de forma más detallada, dibujando una curva sigmoidea.

Cuando acabó, se dio cuenta de que Van der Westhuizen no había entendido más de lo que cualquier vaciador de letrinas habría captado en la misma situación. O cualquier asistente del departamento de Sanidad del Ayuntamiento de Johannesburgo.

—Señor ingeniero —continuó—, intente comprenderlo, que tengo suelos que fregar. El gas y el hexafluoruro no se entienden nada bien, y su desentendimiento propicia contaminaciones químicas.

—¿Y cuál es la solución?

—No lo sé. No he tenido tiempo de pensarlo. Como ya he dicho, soy la chica de la limpieza.

En ese momento, entró en el despacho uno de los colaboradores capacitados del ingeniero. Lo enviaba el jefe de investigación con una buena noticia: habían llegado a la conclusión de que era un problema autocatalítico que propiciaba contaminaciones químicas en el filtro de la máquina de procesamiento, y pronto podrían solucionarlo.

El colaborador supo que podría haberse ahorrado la explicación cuando, justo detrás de la negra con la fregona, leyó lo escrito en la pizarra.

—Vaya, así que ya ha descubierto lo que venía a contarle. Entonces no le molesto más —dijo, y dio media vuelta.

El ingeniero estaba mudo sentado a su escritorio. Se sirvió otra copa de Klipdrift.

Nombeko dijo que menuda coincidencia y suerte. Enseguida dejaría en paz al ingeniero, pero tenía un par de cuestiones que comentarle. La primera era si le parecía bien que le entregara unos cálculos matemáticos sobre la manera en que su equipo podía pasar de una capacidad de doce mil SWU por año a veinticuatro mil, conservando la determinación del contenido del 0,46 por ciento.

Al ingeniero le pareció bien.

La segunda era si podía encargar un nuevo cepillo de fregar para el despacho, porque su perro se había comido el viejo.

El ingeniero le dijo que no le prometía nada, pero vería qué se podía hacer.

Puesto que de todas formas seguía encerrada sin escapatoria posible, Nombeko decidió tomárselo con calma y divertirse un poco. Por ejemplo, sería interesante comprobar durante cuánto tiempo lograría apañárselas aquel impostor de Westhuizen.

Además, en general no podía quejarse. Leía sus libros a escondidas, fregaba algunos pasillos, vaciaba algún que otro cenicero, leía los análisis del equipo de investigación y se los traducía con la mayor sencillez posible al ingeniero.

Su tiempo libre lo pasaba con las otras asistentes. Para el régimen de apartheid, éstas pertenecían a una minoría difícil de clasificar, y engrosaban el apartado «asiáticos en general». Para ser más exactos, chinas.

Los chinos habían aterrizado en Sudáfrica hacía casi un siglo, en una época en que el país necesitaba mano de obra barata (y que no se quejara demasiado) para las minas de oro de las afueras de Johannesburgo. Eso ya había pasado a la historia, pero la colonia china se había quedado.

A las muchachas chinas (tres hermanas, Pequeña, Mediana y Mayor) se las encerraba por la noche junto con Nombeko. Al principio adoptaron respecto a ella una actitud expectante, pero como siempre es más divertido jugar al mahjong con cuatro jugadores que con tres, valía la pena integrarla, en especial porque la chica de Soweto, aunque no era amarilla, resultó ser mucho menos tonta de lo que se temían.

Nombeko jugaba de buen grado y pronto se familiarizó con la mayor parte de los pung, kong, chow y con toda clase de vientos, desde cualquier dirección imaginable. La benefició ser capaz de memorizar las ciento cuarenta y cuatro piedras, y ganaba tres partidas de cada cuatro, porque dejaba que alguna de las hermanas venciera en la cuarta.

A las chinas también les gustaba que Nombeko les contara de vez en cuando cómo iba el mundo, según lo que captaba aquí y allá, en los pasillos y a través de las paredes. Por un lado, los partes de noticias no eran del todo completos y exhaustivos, pero, por otro, su público no era especialmente exigente. Por ejemplo, un día les informó de que China acababa de decidir que Aristóteles y Shakespeare ya no estarían prohibidos en el país, a lo que las hermanas respondieron que seguramente ambos se alegrarían mucho.

Gracias a aquellas veladas informativas y el juego, las cuatro hermanas en el infortunio se hicieron amigas. Los caracteres y los símbolos grabados en las fichas del mahjong animaron a las chicas a enseñarle su extraño idioma a Nombeko, y se reían todas a base de bien por la gran capacidad de aprendizaje de ésta y por los intentos, no siempre tan brillantes, de las chinas para asimilar la lengua xhosa que Nombeko había aprendido de su madre.

Las tres chinas tenían un pasado algo más dudoso que Nombeko. Habían acabado en las garras del ingeniero de una forma similar a la de ella, aunque con una condena de quince años en lugar de siete. Se habían encontrado con él en un bar de Johannesburgo, donde se les insinuó a la tres a la vez, pero ellas le dijeron que necesitaban dinero para un pariente enfermo y que por eso querían vender… no sus cuerpos, sino una valiosa reliquia familiar.

Aunque el ingeniero estaba esencialmente cachondo, presintió que de paso podía hacer un buen negocio, así que acompañó a las tres muchachas a su casa para que le enseñaran un ganso de alfarería de la dinastía Han, que databa de unos dos siglos antes de Cristo. Las muchachas pedían veinte mil rands por él. El ingeniero calculó que valía al menos diez veces más, ¡quizá cien! Pero las muchachas no sólo eran jovencitas, sino también chinas, así que les ofreció quince mil en efectivo que les entregaría frente al banco a la mañana siguiente («¡Cinco mil para cada una, lo tomáis o lo dejáis!»), y ellas aceptaron sin rechistar. ¡Las muy idiotas!, pensó el afortunado comprador.

El exclusivo ganso ocupó un lugar de honor sobre un pedestal en el despacho del ingeniero hasta que, un año más tarde, un agente del Mossad, que también participaba en el proyecto de las armas nucleares, le echó un vistazo y en sólo diez segundos determinó que se trataba de una baratija. La investigación subsiguiente, dirigida por un ingeniero de mirada asesina, demostró que el ganso no lo había hecho un artesano de Chekiang durante la dinastía Han y dos siglos antes de Cristo, sino tres jóvenes chinas en un suburbio de Johannesburgo durante ninguna dinastía y mil novecientos setenta y cinco años después de Cristo.

Por desgracia, las chicas habían sido lo bastante imprudentes como para enseñarle el ganso en su propio domicilio, de manera que el ingeniero y el largo brazo de la ley dieron rápidamente con ellas. De los quince mil rands sólo quedaban dos, razón por la cual las tres hermanas iban a permanecer encerradas en Pelindaba durante al menos otros diez años.

—Entre nosotras llamamos Dy/Dx al ingeniero —dijo una de las chicas.

—El ganso —tradujo Nombeko.

Lo que las tres hermanas deseaban por encima de todo era volver al barrio chino de Johannesburgo para seguir produciendo gansos de los tiempos anteriores a Cristo, aunque, eso sí, llevando el negocio con más sutileza que antes.

A la espera de ver cumplido su deseo, al igual que Nombeko, tenían pocas cosas de las que quejarse. Entre sus tareas estaba servir la comida al ingeniero y al personal de seguridad, así como ocuparse del correo entrante y saliente de la base. Y se ocupaban particularmente del saliente. Cualquier objeto, grande o pequeño, que se pudiera birlar sin que nadie lo echara demasiado en falta llevaba la dirección de la madre de las chicas y se colocaba en la bandeja de envíos. Su madre lo recibía agradecida y lo revendía, contenta de haber invertido en su día en la educación de sus hijas para que aprendieran a leer y escribir en inglés.

Aun así, sus descuidos y su tendencia a correr riesgos las metían en algún que otro lío. En una ocasión, una de ellas se había confundido con las direcciones. En consecuencia, el ministro de Asuntos Exteriores en persona había telefoneado al ingeniero Westhuizen para preguntarle por qué le habían enviado un paquete con ocho velas, dos perforadoras de papel y cuatro carpetas vacías, al tiempo que la madre de las muchachas recibía, y se apresuraba a quemar, un informe técnico de cuatrocientas páginas sobre los problemas que implicaba el uso del neptunio como base en una carga de fisión.

Pero, con independencia de su buen pasar en aquel cautiverio electrificado y como en la vida todo llega, Nombeko acabó tomando conciencia de la gravedad de su situación. En la práctica, no la habían sentenciado a siete años al servicio del ingeniero, sino a cadena perpetua, pues, a diferencia de las tres chinas, tenía libre acceso al proyecto más secreto del planeta. De acuerdo, mientras hubiera una valla de doce mil voltios entre ella y cualquiera a quien pudiera chivarse, no habría problemas. Pero ¿y cuando recuperase la libertad? Se convertiría en una combinación de mujer negra completamente prescindible y bomba de relojería para la seguridad nacional. En ese caso, ¿cuánto tiempo la dejarían vivir? Diez segundos. Con un poco de suerte, veinte.

Su situación se asemejaba a un problema matemático irresoluble: si ayudaba al ingeniero a salir airoso de su misión, lo homenajearían y lo jubilarían con una pensión dorada, mientras que ella, que estaba al tanto de lo que no debía, recibiría un tiro en la nuca; si en cambio hacía lo posible por que fracasara, el ingeniero sería deshonrado y le concederían una pensión paupérrima, mientras que ella seguiría recibiendo un tiro en la nuca.

En resumidas cuentas, ésta era la ecuación que debía resolver. Sólo le quedaba hacer ejercicios de equilibrismo, es decir, cuidarse de que no desenmascararan al ingeniero como el impostor que era, al tiempo que procuraba alargar el proyecto al máximo. Quizá eso no la protegería del tiro en la nuca, pero cuanto más se retrasara el desenlace del proyecto, mayores posibilidades tendría de que algo se interpusiera en su rumbo inexorable, como por ejemplo una revolución, un motín del personal o cualquier otra cosa impensable.

A no ser que al final se le ocurriera una manera de fugarse.

A falta de nuevas ideas, siempre que podía se sentaba frente a la ventana de la biblioteca para estudiar la actividad en las vallas. Acudía a diferentes horas del día y tomaba nota de las rutinas de los guardias.

Pronto descubrió que todos los vehículos que entraban y salían eran registrados, tanto por los guardias como por los perros, salvo cuando se trataba del ingeniero. O del jefe del proyecto. O de uno de los dos agentes del Mossad. Por tanto, los cuatro se hallaban fuera de toda sospecha. Lamentablemente, también gozaban de mejores plazas de aparcamiento que los demás. Nombeko podía bajar al garaje grande, meterse en un maletero y… ser descubierta por los guardias y el perro de turno, entrenado para morder primero y preguntar después. Pero al aparcamiento reservado a los peces gordos, donde había maleteros en los que podría sobrevivir, no tenía acceso. La llave del garaje era una de las pocas que el ingeniero no guardaba en el armario del que Nombeko era custodia: como la necesitaba a diario, siempre la llevaba encima.

Asimismo, Nombeko observó que la otra negra de la limpieza franqueaba los límites de Pelindaba siempre que iba a vaciar el gran cubo de basura orgánica, justo al otro lado de la valla de los doce mil voltios. Ocurría cada dos días y tenía fascinada a Nombeko, pues estaba convencida de que la mujer en realidad no tenía permitida tal cosa, pero que los guardias hacían la vista gorda para librarse de tirar sus propias inmundicias.

Así se le ocurrió una idea audaz. Si conseguía llegar por el garaje grande al gran cubo de basura y ocultarse dentro, la negra la transportaría al otro lado de las vallas, hasta el contenedor que había en la parte de la libertad. La mujer vaciaba el cubo siguiendo una rutina estricta: cada dos días, a las 16.05; sobrevivía a la maniobra sólo porque los perros guardianes habían aprendido que no debían despedazar a esa negra sin pedir permiso. Lo que no les impedía olisquear recelosos el cubo.

Así pues, se trataba de poner a los perros fuera de combate durante una tarde. Entonces, y sólo entonces, la polizona tendría una posibilidad de sobrevivir a la fuga. ¿Qué tal una leve intoxicación alimentaria?

Nombeko hizo partícipes a las tres chinas de su plan, como responsables que eran de la alimentación de todo el servicio de vigilancia y del sector G, tanto de personas como de animales.

—¡Faltaría más! —exclamó Hermana Mayor tras escuchar a Nombeko—. Somos expertas en intoxicación de perros. Al menos, dos de nosotras.

En realidad, hacía tiempo que el variopinto currículum de las tres chinas no sorprendía a Nombeko, pero este nuevo apartado era especialmente insólito. Así que le pidió que se lo explicara, porque, de lo contrario, se lo preguntaría intrigada durante el resto de su vida, fuera ésta larga o corta. El asunto era que, antes de que las hermanas y su madre se dedicaran al lucrativo negocio de las falsificaciones, la madre había regentado un cementerio de perros justo al lado del barrio blanco de Parktown West, a las afueras de Johannesburgo. Las cosas no iban bien. En esos barrios, los perros comían tanto y tan equilibradamente como la gente, de modo que los malditos chuchos vivían largos años. Entonces a su madre se le ocurrió que la hermana mayor y la mediana podrían aumentar el volumen de negocio si dejaban comida envenenada a lo largo de los parques donde los caniches y pequineses de los blancos correteaban libremente. En aquella época, la hermana pequeña era demasiado pequeña y podría habérsele ocurrido probar dicha comida si estaba a su alcance.

En poco tiempo, el cementerio canino vio multiplicada su actividad empresarial, tanto que la familia podría haber vivido bien para siempre de no haber sido por la codicia. Porque cuando de pronto en el barrio hubo más perros muertos que vivos correteando por los parques, los racistas blancos, obviamente, dirigieron la vista hacia la única amarilla del barrio y sus hijas.

—Sí, seguro que estaban cargados de prejuicios —convino Nombeko.

La madre tuvo que hacer las maletas de la noche a la mañana, esconderse con las niñas en el centro de Johannesburgo y cambiar de ramo mercantil.

Desde entonces habían transcurrido ya unos años, pero seguramente las hermanas recordarían sin problema las diferentes dosis de veneno.

—Bueno, en este caso se trata de ocho perros, y hay que envenenarlos lo justo —aclaró Nombeko—. Para que enfermen un poco, durante un par de días a lo sumo.

—Hummm. Yo prescribiría intoxicación por etilenglicol —sugirió Hermana Mediana.

—Exacto —coincidió Hermana Mayor.

Y se pusieron a discutir las dosis adecuadas. Hermana Mediana opinó que bastaría con tres decilitros, pero Hermana Mayor señaló que en ese caso se trataba de pastores alemanes, no de chihuahuas. Al final convinieron en que cinco decilitros sería lo justo para que los perros se quedaran hechos polvo hasta el día siguiente.

Habían abordado el problema con tal ligereza que Nombeko empezó a arrepentirse. ¿Acaso no comprendían el aprieto en que se verían cuando la huella de la comida envenenada llegara hasta ellas?

—¡Bah! —exclamó Hermana Pequeña—. Seguro que todo irá bien. Tendremos que empezar por encargar una garrafa de etilenglicol.

Nombeko se arrepintió por partida doble. ¿Acaso no se daban cuenta de que el personal de seguridad las señalaría como culpables en cuestión de minutos, en cuanto se descubriera lo que habían añadido a la lista de la compra?

Entonces se le ocurrió una cosa.

—Un momento —dijo—. No hagáis nada hasta que vuelva. ¡Nada en absoluto!

Las muchachas la miraron asombradas. ¿Qué mosca la había picado?

El caso es que Nombeko se había acordado de algo que había leído en uno de los innumerables informes que el jefe de investigación remitía al ingeniero. No se trataba de etilenglicol, sino de etanodiol. En el informe se explicaba que los investigadores experimentaban con líquidos cuyo punto de ebullición superaba los cien grados Celsius, para retardar unas décimas de segundo el aumento de temperatura de la masa crítica. Ahí entraba en juego el etanodiol. ¿No tenían el etanodiol y el etilenglicol más o menos las mismas propiedades?

Si la biblioteca era de lo peor en cuanto a novedades, era de lo mejorcito en información de carácter general. Por ejemplo, para confirmar que el etanodiol y el etilenglicol eran, en numerosos aspectos, equivalentes. Pues sí, lo eran.

Nombeko tomó prestadas dos llaves del armario del ingeniero, bajó al garaje grande a hurtadillas y se coló en el almacén químico de al lado de la central eléctrica. Allí encontró un bidón de veinticinco litros casi lleno de etanodiol. Vertió cinco litros en el cubo que llevaba y volvió con las chinas.

—Aquí tenéis de sobra —dijo.

Decidieron empezar mezclando una dosis muy baja en la comida de los chuchos, para ver qué pasaba, y luego aumentar poco a poco, hasta lograr que la unidad canina al completo cogiera la baja por enfermedad, sin que el personal de seguridad pudiera sospechar que se trataba de un sabotaje.

Así pues, las chinas redujeron la dosis de cinco decilitros a cuatro siguiendo las indicaciones de Nombeko, pero cometieron el error de dejar que la benjamina se encargara de la dosificación, es decir, de las tres, la que era demasiado pequeña cuando se dedicaban a envenenar profesionalmente. Y la descuidada chica añadió cuatro decilitros de etanodiol por perro ya en el primer ensayo.

Doce horas más tarde, los ocho canes estaban tan muertos como los de Parktown West unos años antes. Y el gato del jefe de seguridad, que solía sisar del comedero perruno a escondidas, se hallaba en estado crítico.

El etanodiol tiene la particularidad de pasar rápidamente a la sangre desde el intestino. Después, una vez en el hígado, se transforma en glicolaldehído, ácido glicólico y oxalato. Si la cantidad es suficientemente grande, ataca también a los riñones, antes de cebarse con los pulmones y el corazón. La causa directa de la muerte de los ocho perros fue paro cardíaco.

A raíz del error de cálculo de Hermana Pequeña, se disparó la alarma, las fuerzas de seguridad se pusieron en máxima alerta y a Nombeko le resultó imposible que la sacaran de allí en un cubo de basura.

Al día siguiente, las muchachas fueron sometidas a un severo interrogatorio. Mientras ellas negaban rotundamente haber hecho nada, el personal de seguridad encontró un cubo con rastros de etanodiol en el maletero del coche de uno de los doscientos cincuenta empleados del complejo. (Como se recordará, Nombeko tenía acceso al garaje grande, y el maletero en cuestión fue el único que había encontrado abierto para dejar el cubo). El propietario del coche era un empleado no del todo modélico: si bien nunca habría traicionado a su patria, precisamente ese día había tenido la mala idea de birlarle el portafolio al jefe de su departamento, con dinero y chequera incluidos, y guardarlo en el maletero, al lado del cubo. Como uno más uno son dos, el empleado fue detenido, vapuleado, interrogado, despedido y sentenciado a seis meses de prisión por robo, más treinta y dos años por terrorismo.

—Por los pelos —suspiró Hermana Pequeña, una vez se desvanecieron las sospechas que habían recaído sobre las tres chinas.

—¿Quieres que volvamos a intentarlo? —le preguntó Hermana Mediana a Nombeko.

—Tendremos que esperar a que lleguen nuevos perros —comentó Hermana Mayor—. Los viejos ya no sirven.

Nombeko no respondió. Pero pensó que sus perspectivas de futuro no eran mucho más alentadoras que las del gato del jefe de seguridad, que ya empezaba a sufrir convulsiones.