2
De cómo fue en otra parte del mundo donde todo cambió.

Nombeko fue atropellada el día después de su decimoquinto aniversario. No obstante, sobrevivió. Su situación mejoraría o empeoraría, pero, en cualquier caso, cambiaría.

Ingmar Qvist, de Södertälje, en Suecia, a nueve mil cincuenta kilómetros de allí, no se encontraba entre las personas que en el futuro llegarían a hacerle daño. Sin embargo, su destino entraría en colisión frontal con el de Nombeko.

Resulta difícil determinar cuándo perdió Ingmar la razón exactamente, pues fue un proceso gradual. Lo que sí está claro es que todo se precipitó en el otoño de 1947. Y que ni él ni su esposa querían afrontar lo que estaba pasando.

Ingmar y Henrietta se casaron cuando casi el mundo entero estaba en guerra y se mudaron a una cabaña en medio del bosque, en las afueras de Södertälje, unos treinta kilómetros al sur de Estocolmo.

Él era un funcionario de rango inferior; ella, una costurera muy trabajadora con taller propio en casa.

Se habían visto por primera vez frente a la sala 2 del juzgado de primera instancia de Södertälje, donde se dirimía un conflicto entre Ingmar y el padre de Henrietta. El primero había tenido la mala idea de, una noche, pintar «¡Viva el rey!» en caracteres de un metro de alto en el muro de la sede del Partido Comunista de Suecia. Dado que, por lo general, el comunismo y la casa real no suelen ir de la mano, se montó un tremendo follón cuando el hombre fuerte de los comunistas de Södertälje, el padre de Henrietta, descubrió la pintada al amanecer.

Ingmar fue detenido muy rápido; de hecho, más que rápido porque, finalizada la acción, se había echado a dormir en el banco de un parque no muy lejos de la comisaría, con la pintura y el pincel a su lado.

En el juzgado, la química entre el demandado Ingmar y la espectadora Henrietta hizo saltar chispas. En parte porque ella se sentía atraída por la fruta prohibida, pero en especial porque Ingmar parecía tan lleno de vida… a diferencia de su padre, que se limitaba a esperar a que todo se fuera al diablo para que los comunistas pudieran asumir el poder, al menos en Södertälje. Él, un revolucionario de toda la vida, se había convertido en un hombre amargado y sombrío cuando, el 7 de abril de 1937 le concedieron la que resultó ser la licencia de radio número 999.999 del país. Al día siguiente, un sastre de Hudiksvall, a trescientos treinta kilómetros de allí, celebró la concesión de la licencia que hacía un millón, gracias a lo cual no sólo alcanzó la fama (¡pudo ir a una radio de verdad!), sino que también recibió un trofeo conmemorativo valorado en seiscientas coronas. Todo esto, mientras el padre de Henrietta se quedaba con un palmo de narices.

Nunca superó el incidente y perdió su capacidad (ya de por sí limitada) para ver el lado humorístico de las cosas, y aún más para encontrarle la gracia al homenaje al rey Gustavo V que habían perpetrado en la pared de la sede del Partido Comunista. Como representante de la acusación del partido en el juzgado, solicitó dieciocho años de prisión para Ingmar Qvist, que al final fue condenado a una multa de quince coronas.

Los contratiempos no conocían límites para el padre de Henrietta. Primero, el asunto de la licencia radiofónica; luego, la humillación en el juzgado de primera instancia de Södertälje. Y por último, lo de su hija, que cayó en brazos del admirador del rey, por no hablar del maldito capitalismo, que siempre parecía salirse con la suya. Cuando, para colmo, Henrietta decidió casarse con Ingmar por la Iglesia, el dirigente comunista de Södertälje rompió para siempre con su hija, tras lo cual la madre de Henrietta rompió con su marido, conoció a otro hombre en la estación de Södertälje, un agregado militar alemán, se marchó con él a Berlín poco antes del final de la guerra y nunca más se supo de ella.

Henrietta quería tener hijos; cuantos más, mejor. En el fondo, a Ingmar le parecía buena idea, principalmente porque apreciaba muchísimo el proceso de producción en sí. Bastaba con pensar en aquella primera vez en el coche del padre de Henrietta, dos días después del juicio. Aquello sí que había sido un acontecimiento memorable, por mucho que Ingmar hubiera tenido que esconderse en el sótano de su tía mientras su futuro suegro lo buscaba por toda Södertälje. Ingmar no debería haberse olvidado el condón usado en el coche.

En fin, a lo hecho, pecho, aunque no dejaba de ser una bendición que se hubiera topado con aquella caja de condones del ejército americano: había que respetar el orden adecuado de las cosas si uno no quería que salieran mal. Eso no significaba que Ingmar fuera a hacer carrera para asegurarle un buen futuro a su familia. Trabajaba en la estafeta de Correos de Södertälje, «el Real Servicio Postal», como solía llamarla. Cobraba un sueldo normal, tirando a bajo, y reunía todas las condiciones para que así se quedara.

Henrietta ganaba casi el doble que él, pues era habilidosa y rápida con la aguja y el hilo y tenía una clientela fiel y numerosa. La familia habría vivido bien de no ser por el notable talento de Ingmar para dilapidar, cada vez más rápido, lo que ella conseguía ahorrar.

Con mucho gusto tendría hijos, como ya ha quedado dicho, pero antes Ingmar debía abordar la misión de su vida, que exigía una gran seriedad e implicación. Hasta que no la hubiera cumplido no se entregaría a proyectos secundarios que lo distrajeran.

Henrietta protestó contra ese uso del lenguaje. Los niños eran la vida y el futuro, no un proyecto secundario.

—Si eso es lo que quieres, coge tu caja de condones americanos y vete a dormir a la cocina —sentenció ella.

Ingmar se retorció las manos. Por supuesto que no había querido decir que los niños eran irrelevantes, sólo que… Sí, Henrietta ya lo sabía. Se trataba de aquel asunto de su majestad el rey. Sólo debía finiquitarlo y listo, y no iba a tardar una eternidad. De modo que:

—Henrietta, amor mío… ¿No podríamos dormir juntos esta noche también? ¿Y quizá ensayar un poco de cara al futuro?

El corazón de Henrietta se derritió, claro. Como tantas veces antes, y tantas aún por llegar.

Lo que Ingmar llamaba «la misión de su vida» consistía en lograr estrecharle la mano al rey de Suecia. Lo que nació como un deseo poco a poco se convirtió en un objetivo. Y, como ya se ha señalado, no está muy claro cuándo el objetivo pasó a ser una pura obsesión. En cambio, resulta más fácil saber cuándo y dónde empezó todo.

El sábado 16 de junio de 1928, su majestad el rey Gustavo V cumplía setenta años. Ingmar Qvist, por entonces un chaval de catorce, acompañó a sus padres a Estocolmo para agitar banderas suecas frente al palacio y luego visitar el zoo de Skansen, ¡donde había osos y lobos!

Pero tuvieron que cambiar de planes: era de todo punto imposible llegar al palacio. En su lugar, la familia se colocó en un punto del trayecto del cortejo, a unos cien metros de allí, por donde decían que el rey y su esposa Victoria pasarían en un landó descubierto.

Efectivamente, así fue. Ni siquiera en sus sueños más atrevidos los padres de Ingmar habrían imaginado lo que sucedería a continuación. Porque justo al lado de la familia Qvist había una veintena de alumnos del internado de Lundsberg llegados con intención de entregarle un ramo de flores a su majestad y agradecerle el apoyo que había recibido el colegio, sin olvidar el compromiso del príncipe heredero, Gustavo Adolfo. Se había acordado que el landó realizaría una breve parada, que su majestad descendería, recogería el ramo y daría las gracias a los niños.

Todo se desarrolló según el plan y el rey recibió sus flores. Pero, cuando se disponía a subir de nuevo al landó, se fijó en Ingmar.

—¡Qué chico tan guapo! —dijo deteniéndose. Avanzó unos pasos hacia el niño y le revolvió el pelo—. Espera, tengo algo para ti —añadió, y sacó de un bolsillo interior una hoja con los sellos conmemorativos recién emitidos con ocasión de su aniversario. Se los tendió al joven Ingmar, sonrió y dijo—: ¡Aquí tienes, pimpollito!

Y le revolvió el pelo otra vez antes de montarse en el landó, donde la reina lo esperaba con expresión avinagrada.

—¿Le has dado las gracias como Dios manda, Ingmar? —preguntó su madre cuando se hubo recuperado de la visión de su majestad el rey tocando a su hijo y haciéndole un regalo.

—No… no —balbuceó el muchacho, sosteniendo la hoja de sellos—. No, no le he dicho nada. Es una persona… eh… demasiado distinguida.

Huelga decir que los sellos se convirtieron en la posesión más preciada de Ingmar, que dos años más tarde empezó a trabajar en la estafeta de Correos de Södertälje. Primero, como el funcionario de más bajo rango del departamento de contabilidad para, dieciséis años después, no haber ascendido ni un solo puesto en el escalafón.

Ingmar estaba orgulloso del alto e imponente monarca. A diario, el rey Gustavo V lo miraba oblicua y majestuosamente desde todos los sellos que el súbdito tenía ocasión de manipular mientras estaba de servicio. Él le devolvía una mirada sumisa y cariñosa, ataviado con el uniforme del Real Servicio Postal, por mucho que en el departamento de contabilidad no fuera preceptivo llevarlo.

Lo único que le fastidiaba era que el rey parecía mirar más allá de Ingmar. Como si no viera a su súbdito y, por tanto, no pudiera recibir su afecto. ¡Cuánto le habría gustado cruzar su mirada con la del monarca! Poder pedirle perdón por no haberle dado las gracias cuando tenía catorce años. Declararle su lealtad eterna.

Amor eterno no es una expresión exagerada para describir lo que sentía Ingmar. Cada vez le parecía más importante el deseo de mirarlo a los ojos, hablar con él, estrecharle la mano.

Cada vez más importante.

Y más y más.

Porque su majestad envejecía, y pronto sería demasiado tarde. Ingmar Qvist no podía limitarse a esperar a que el rey apareciera algún día por la estafeta de Correos de Södertälje. Durante todos esos años había sido su sueño, pero estaba a punto de despertar: el rey no iría a buscarlo.

A Ingmar sólo le quedaba la opción de ir en busca del monarca.

Después, Henrietta y él tendrían hijos, lo prometía.

La existencia ya miserable de la familia Qvist empeoraba a un ritmo sostenido. El dinero se iba en los intentos de Ingmar de acercarse al rey. Le escribía auténticas cartas de amor (siempre con demasiados sellos), le llamaba (sin llegar a pasar nunca de un malhumorado secretario real), le enviaba regalos en forma de orfebrería de plata sueca, que era lo que más le gustaba al monarca (y de esta manera abastecía al padre de cinco hijos, no muy honrado, cuya tarea consistía en registrar todos los obsequios que entraban en palacio). Además, asistía a los torneos de tenis y a casi todos los eventos en que pudiera preverse la asistencia real. Fueron muchos y costosos los viajes y las entradas que supuso su empeño, aunque Ingmar jamás logró acercarse a su majestad.

La economía familiar tampoco se vio precisamente fortalecida cuando Henrietta, llevada por la preocupación, empezó a hacer algo que se estilaba por aquel entonces: fumarse a diario un par de paquetes de John Silver.

El jefe de Ingmar en el departamento de contabilidad estaba tan harto de tanta cháchara acerca del maldito monarca y sus excelencias que, cada vez que el funcionario de bajo rango Qvist solicitaba un permiso, se lo concedía incluso antes de que acabara de formular su petición.

—Señor contable, verá… ¿cree usted que podría concederme dos semanas de vacaciones próximamente? Es que tendría que…

—Concedidas.

Habían empezado a llamar a Ingmar por sus iniciales, así que pronto se convirtió en «IQ» tanto para sus jefes como para sus compañeros de trabajo.

—Le deseo suerte a IQ en la estupidez en la que se haya embarcado esta vez —decía el contable.

A Ingmar le importaba poco que se mofaran de él. A diferencia de sus compañeros de la oficina central de Correos de Södertälje, su vida tenía un único objetivo y sentido.

Hicieron falta tres importantes tentativas por parte de Ingmar para que todo cambiara radicalmente.

En la primera, se dirigió al palacio de Drottningholm, se plantó ante la puerta luciendo su uniforme de Correos y llamó al timbre.

—Buenos días. Me llamo Ingmar Qvist, pertenezco al Real Servicio Postal y resulta que tengo un asunto que tratar con su majestad. ¿Sería tan amable de anunciarme? Esperaré aquí —le dijo al guardia de la verja.

—¿Te falta un tornillo o qué? —le espetó el guardia.

A continuación mantuvieron un diálogo de sordos que acabó cuando el guardia le pidió que se largara con viento fresco, o de lo contrario él mismo se encargaría de que lo ataran, embalaran y devolvieran a la oficina de la que había salido.

Ofendido, Ingmar se burló del tamaño del órgano reproductor del guardia, y en consecuencia tuvo que salir a la carrera perseguido por éste. Logró escapar, en parte porque era más rápido que el guardia, y en parte porque éste tenía prohibido abandonar su puesto y, por tanto, desistió enseguida.

Ingmar se pasó dos días enteros merodeando a lo largo de la verja de tres metros de alto, fuera del alcance de la vista de aquel maleducado guardia, que se negaba a entender lo que más le convenía al rey. Pero al final se rindió y regresó al hotel donde tenía su base de operaciones.

—¿Quiere que le prepare la factura? —preguntó el recepcionista, que se olía que ese cliente tenía intenciones de escabullirse sin pagar.

—Sí, por favor —repuso Ingmar.

Luego subió a su habitación, hizo la maleta y abandonó el hotel por la ventana.

La segunda tentativa importante germinó a raíz de una noticia que leyó en el Dagens Nyheter mientras estaba en el baño de su oficina. En ella se decía que el rey pasaría en Tullgarn unos días con motivo de una cacería de alces. Ingmar se preguntó retóricamente dónde había alces sino en plena naturaleza del Señor, y quién tenía acceso a la plena naturaleza del Señor sino… ¡todo el mundo! Tanto reyes como sencillos funcionarios del Real Servicio Postal.

Tiró de la cadena para disimular y se apresuró a pedir un nuevo permiso. El contable se lo concedió, añadiendo sin malicia que no había notado que el señor Qvist hubiera vuelto del anterior.

Puesto que hacía tiempo que en Södertälje nadie quería prestarle un coche a Ingmar, tomó el autobús hasta Nyköping, donde, gracias a su semblante honrado, se hizo con un Fiat 518 de segunda mano. Luego partió hacia Tullgarn a la velocidad que los cuarenta caballos le permitieron.

Apenas había recorrido la mitad del camino cuando se cruzó con un Cadillac V8 negro, modelo 1939. Era el rey, claro. Había acabado ya su partida de caza y estaba a punto de escapársele de nuevo.

Hizo un brusco cambio de sentido con el Fiat y, gracias a que pilló unas cuantas bajadas seguidas, alcanzó el automóvil del rey, que superaba en cien caballos de fuerza al coche italiano. A continuación, intentaría adelantarlo y, ¿por qué no?, fingir una avería en mitad de la carretera.

Sin embargo, el nervioso chófer real pisó el acelerador a fin de no desatar la presumible ira del rey si se veía adelantado por un mísero Fiat. Por desgracia, miró más por el retrovisor que al frente, de modo que se comió la siguiente curva y, trazando una perfecta línea recta, el Cadillac, el chófer, el rey y sus acompañantes acabaron en una cuneta inundada y lodosa.

Gustavo V y los demás estaban sanos y salvos, pero Ingmar no tenía modo de saberlo. Su primer pensamiento fue apearse para prestar ayuda, y de paso estrecharle la mano al rey. Pero ¿y si había matado al anciano?, fue el segundo pensamiento. Y el tercero: tal vez treinta años de trabajos forzados fuera un precio demasiado alto por un simple apretón de manos. Sobre todo si la mano en cuestión era la de un cadáver. Tampoco creía que de esa forma se hiciera célebre en el país. Los magnicidas raramente lo son.

Así que dio media vuelta y se largó.

Abandonó el coche frente al local de los comunistas de Södertälje, con la esperanza de que culparan a su suegro. Luego volvió a casa a pie y le contó a Henrietta que posiblemente acababa de matar al rey que tanto adoraba.

Ella lo consoló diciendo que seguramente el rey estaba sano y salvo, y que, en cualquier caso, si por desgracia se equivocaba, la circunstancia sería beneficiosa para la economía doméstica.

Al día siguiente, la prensa publicó que durante un trayecto en coche el rey Gustavo V había acabado en una zanja, incidente del que había salido ileso. Henrietta recibió la noticia con sentimientos encontrados, pensando que su marido tal vez hubiera recibido una buena lección. Entonces le preguntó esperanzada si había llegado al término de su misión.

No, no había llegado.

La tercera tentativa importante consistió en viajar a la Costa Azul, concretamente a Niza, donde Gustavo V, a sus ochenta y ocho años, estaba pasando el final del otoño para aliviar su bronquitis crónica. En una entrevista, el rey había contado que de día solía sentarse en la terraza de su suite del Hotel d’Angleterre, cuando no daba su paseo diario por la promenade des Anglais.

Esa información bastó a Ingmar. Viajaría allí, se apostaría en algún punto del paseo y, en el momento justo, respiraría hondo y se presentaría ante el monarca. Lo que pudiera ocurrir luego era imposible de predecir. A lo mejor ambos se quedaban charlando un rato. Ingmar tenía pensado que, si todo discurría en un ambiente distendido y agradable, invitaría al rey a una copa en el hotel, por la noche. ¿Y por qué no un poco de tenis al día siguiente?

—Esta vez no puede salir mal —le dijo a Henrietta.

—Si tú lo dices… Por cierto, ¿has visto mis cigarrillos?

Ingmar cruzó Europa haciendo autoestop. Tardó una semana, pero, una vez en Niza, no había pasado ni dos horas sentado en un banco de la promenade des Anglais cuando avistó al alto e imponente gentleman con bastón de plata y monóculo. ¡Dios mío, qué elegante era! Se acercaba lentamente. Solo.

Años después, Henrietta aún podía contar con todo detalle lo que sucedió a continuación, pues su marido lo repetiría machaconamente durante el resto de su vida.

Ingmar se levantó del banco, se acercó a su majestad, se presentó como el leal súbdito del Real Servicio Postal que era y dejó caer la posibilidad de tomar una copa, o tal vez jugar una partida de tenis, para acabar proponiendo un franco y viril apretón de manos.

Sin embargo, la reacción del rey fue muy distinta de la esperada. En primer lugar, se negó a estrecharle la mano. Tampoco se dignó mirarlo, sino que lanzó una mirada oblicua al infinito, como había hecho decenas de miles de veces desde los sellos que Ingmar manipulaba en la oficina. Y para rematar, declaró que en modo alguno pensaba relacionarse con un simple subalterno de Correos.

En situaciones normales, el rey era demasiado majestuoso para decir lo que pensaba de sus súbditos. Desde su más tierna infancia lo habían adiestrado en el arte de mostrarle a su pueblo el respeto que éste en general no merecía. Pero, por un lado, aquel día le dolía todo el cuerpo, y, por otro, llevaba toda la santa vida conteniéndose.

—Pero, majestad, no me ha entendido —se defendió Ingmar.

—De no estar solo, le pediría a mi séquito que le explicara al granuja que tengo delante que sí lo he entendido —le espetó el rey, valiéndose de la tercera persona para evitar dirigirse siquiera al infeliz súbdito.

—Pero… —insistió Ingmar.

Entonces el rey le arreó en la frente con su bastón de plata.

—¡Ya está bien! —exclamó el real paseante.

Ingmar cayó de espaldas y así, involuntariamente, le franqueó el paso a su majestad. Y permaneció en el suelo mientras el monarca se alejaba caminando tranquilamente.

Se sintió destrozado durante veinticinco segundos.

Luego se levantó despacio y siguió a su rey con la mirada. Un buen rato.

—¿Simple subalterno? ¿Granuja? ¡Ya te daré yo simple subalterno y granuja!

Y ¡patapum!

Así fue como todo cambió.