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De una chica en una chabola y del hombre que, una vez muerto, la sacó de allí.

En cierto modo, los vaciadores de letrinas del mayor barrio de chabolas de Sudáfrica eran afortunados. Al menos tenían trabajo y un techo bajo el que cobijarse.

En cambio, desde un punto de vista estadístico no tenían futuro. La mayoría moriría joven de tuberculosis, neumonía, disentería, drogas, alcohol o una combinación de todo ello, y pocos podrían celebrar su cincuenta cumpleaños. Entre ellos, el jefe de una de las oficinas de letrinas de Soweto. Pero el pobre estaba envejecido y achacoso. Se había acostumbrado a tomar demasiados analgésicos regándolos con demasiadas cervezas a horas demasiado tempranas de la mañana. En consecuencia, un día se mostró demasiado vehemente ante un representante del departamento de Sanidad de Johannesburgo. ¡Un tipo que se atrevía a levantar la voz! El incidente fue denunciado y llegó al jefe de sección en el ayuntamiento, quien al día siguiente, durante el café de la mañana que solía tomarse con sus empleados, comunicó que había llegado la hora de sustituir al analfabeto del sector B.

Un café matinal de lo más ameno, por cierto, pues también hubo tarta para dar la bienvenida a un nuevo asistente sanitario. Se llamaba Piet du Toit, tenía veintitrés años y acababa de finalizar los estudios.

Él sería quien se haría cargo del problema en Soweto, pues así se había dispuesto en el Ayuntamiento de Johannesburgo. A fin de curtirlos, a los novatos se les asignaban los analfabetos.

Nadie sabía a ciencia cierta si todos los vaciadores de letrinas de Soweto eran realmente analfabetos, pero así los llamaban. En cualquier caso, ninguno de ellos había ido a la escuela. Y todos vivían en chabolas. Y les costaba lo suyo entender lo que se les decía.

Piet du Toit se sentía incómodo. Era su primera incursión entre los salvajes. Precavido, su padre, un marchante de arte, le había procurado un guardaespaldas.

En cuanto puso un pie en la oficina de letrinas, el muchacho de veintitrés años empezó a despotricar contra el hedor, incapaz de contenerse. Al otro lado del escritorio estaba sentado el jefe de letrinas, el que en breve tendría que abandonar su puesto. Y a su lado, una niña que, para estupefacción del asistente sanitario, abrió la boca y replicó que una de las características de la mierda era que, en efecto, olía mal.

Por un instante, Piet du Toit se preguntó si la cría se estaba burlando de él, pero no, eso era imposible.

Lo pasó por alto y fue al grano. Le explicó al jefe de letrinas que debía abandonar su puesto, pues así lo habían decidido en las altas instancias. No obstante, le pagarían tres meses de sueldo si en el plazo de una semana era capaz de seleccionar el mismo número de candidatos para la plaza que iba a quedar vacante.

—Entonces, ¿puedo volver a mi antiguo trabajo de vaciador de letrinas normal y corriente, y así ganarme algún dinero? —preguntó el jefe recién despedido.

—No —contestó Piet du Toit—. No puedes.

* * *

Una semana después, el asistente Du Toit y su guardaespaldas volvieron. El jefe despedido estaba sentado tras su escritorio, en teoría por última vez. A su lado se encontraba la misma niña.

—¿Dónde están tus tres candidatos? —preguntó el asistente.

El jefe despedido explicó que, lamentablemente, dos de ellos no podían estar presentes. A uno le habían cortado el cuello en una reyerta la noche anterior. Y respecto al segundo, no sabía decirle dónde se encontraba; posiblemente había sufrido una recaída.

Piet du Toit no quiso saber a qué tipo de recaída se refería. Sólo quería salir de allí cuanto antes.

—¿Y quién es entonces tu tercer candidato? —contestó, airado.

—Pues mire, esta chica que ve aquí. Ya lleva un par de años echándome una mano. Y he de decir que trabaja muy bien.

—¡No pretenderás que contrate a una niña de doce años como jefa de letrinas, maldita sea! —exclamó Piet du Toit.

—Catorce —terció ella—. Y con nueve de experiencia en el puesto.

El hedor era insoportable. Piet du Toit temía que el traje se le quedara impregnado de él.

—¿Ya has empezado a drogarte? —le preguntó.

—No —respondió ella.

—¿Estás embarazada?

—No.

El asistente permaneció unos segundos en silencio. Desde luego, bajo ningún concepto quería volver allí más veces de las estrictamente necesarias.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Nombeko —contestó ella.

—Nombeko ¿qué más?

—Mayeki, o eso creo.

¡Dios mío, ni siquiera sabían su apellido!

—Entonces te daré el puesto. Si eres capaz de mantenerte sobria, claro.

—Lo soy.

—Muy bien. —Y, volviéndose hacia el jefe despedido, añadió—: Dijimos tres mensualidades a cambio de tres candidatos. Es decir, una mensualidad por candidato, a lo que resto una mensualidad por no haber sido capaz de encontrar más que una niña de doce años.

—Catorce —lo corrigió ella.

Piet du Toit se marchó sin despedirse, con el guardaespaldas pisándole los talones.

La niña que acababa de ser nombrada jefa de su propio jefe le agradeció a éste su ayuda y le comunicó que volvía a estar contratado como su mano derecha.

—Pero ¿y Piet du Toit? —inquirió el antiguo jefe.

—Te cambiamos el nombre y ya está. Seguro que ese asistente no sabrá distinguir a un negro de otro.

Eso dijo aquella criatura de catorce años que aparentaba doce.

La nueva jefa del servicio de recogida de letrinas del sector B de Soweto nunca había ido a la escuela. Ello se debía a que su madre había tenido otras prioridades, pero además a que se daba la circunstancia de que había llegado al mundo precisamente en Sudáfrica, de entre todos los países posibles, y encima a principios de los años sesenta, cuando los líderes políticos del país consideraban que las personas como Nombeko no contaban para nada. El primer ministro de entonces se hizo célebre por la siguiente pregunta retórica: ¿por qué los negros tendrían que ir a la escuela cuando, al fin y al cabo, sólo sirven para transportar leña y agua?

Respecto a las tareas, andaba equivocado, pues Nombeko transportaba mierda, nada de leña o agua. Sin embargo, no había motivos para pensar que aquella delicada jovencita algún día crecería y frecuentaría a reyes y presidentes. O aterrorizaría a algunas naciones. O influiría de forma determinante en la política internacional.

Nada de eso hubiera ocurrido si ella no hubiera sido como era.

Pero lo era.

Entre otras cosas, era una niña aplicada. Ya a los cinco años transportaba bidones llenos de excrementos, tan grandes como ella. Con el vaciado de letrinas, ganaba exactamente el dinero que su madre necesitaba para poder pedirle que le comprara su botella de disolvente diaria. Cuando volvía de su misión, su madre la recibía con un «gracias, cariño», desenroscaba el tapón y acto seguido anestesiaba el infinito dolor que le causaba no tener futuro, ni ella ni su hija. El último contacto entre Nombeko y su padre se remontaba más o menos a los veinte minutos posteriores a su fecundación.

A medida que crecía, Nombeko vaciaba más bidones y su salario servía para cubrir otras necesidades además de la inhalación de disolvente. De este modo, su madre pudo complementarlo con pastillas y alcohol. Pero la niña, que se daba cuenta de que las cosas no podían seguir así, le dijo que debía elegir entre la abstinencia o la muerte.

Su madre asintió con la cabeza; lo había comprendido.

Fue un funeral muy concurrido. Por entonces, muchos habitantes de Soweto se dedicaban sobre todo a dos cosas: a quitarse la vida lentamente y a rendir el último homenaje a aquellos que ya se la habían quitado. Su madre falleció cuando Nombeko tenía diez años, y como ya ha quedado dicho, no había ningún padre a mano. La niña consideró la posibilidad de retomar el asunto donde su madre lo había dejado y erigir un muro químico de contención permanente de la realidad. Pero cuando le pagaron el primer sueldo tras la pérdida, decidió en cambio comprarse algo de comida. Una vez mitigada el hambre, miró a su alrededor y se dijo:

—¿Qué hago aquí?

Al mismo tiempo, se percató de que no tenía ninguna alternativa inmediata. No había mucha demanda de analfabetas de diez años en el mercado de trabajo sudafricano. De hecho, no había ninguna demanda. Y en aquella parte de Soweto, ni siquiera había mercado laboral, ni, ya puestos, demasiada gente apta para el trabajo.

Sin embargo, la defecación es una necesidad universal, incluso para los especímenes humanos más miserables del planeta; así pues, Nombeko tenía asegurado al menos ese modo de ganarse la vida. Y por añadidura, tras enterrar a su madre dispondría de su sueldo íntegro.

Ya a los cinco años había encontrado una forma de matar el tiempo mientras cargaba y transportaba los bidones: contarlos.

—Uno, dos, tres, cuatro, cinco…

A medida que crecía, fue añadiendo dificultad a los ejercicios para que siguieran resultando estimulantes:

—Quince bidones por tres viajes, por siete que los llevan, menos uno que está sentado sin moverse porque está borracho perdido… son… trescientos catorce bidones.

Aparte de a su botella de disolvente, mientras vivió, la madre de Nombeko apenas prestaba atención a lo que ocurría alrededor, pero sí reparó en que su hija sabía sumar y restar. Durante su último año de vida, empezó a llamarla cada vez que había que distribuir un envío de pastillas de diferentes colores y distintos efectos entre las chabolas. A fin de cuentas, una botella de disolvente no es más que una botella de disolvente. Pero cuando se trata de repartir pastillas de cincuenta, cien, doscientos cincuenta y quinientos miligramos en función de los deseos y las capacidades económicas, es importante proceder a la división según las cuatro reglas de la aritmética. Y eso sabía hacerlo aquella niña de diez años. Y muy bien.

Por ejemplo: un día se encontró en presencia de su jefe inmediato, que estaba esforzándose por establecer el resumen mensual de la cantidad de bidones cargados y su peso total.

—A ver, noventa y cinco por noventa y dos —masculló el jefe—. ¿Dónde está la calculadora?

—Ocho mil setecientos cuarenta —dijo Nombeko.

—Mejor ayúdame a buscar, pequeña.

—Ocho mil setecientos cuarenta —repitió ella.

—¿Qué dices?

—Noventa y cinco por noventa y dos son ocho mil setecien…

—¿Y cómo lo sabes?

—Bueno, verá, pienso en que noventa y cinco son cien menos cinco, y noventa y dos son cien menos ocho. Si cruzas las cifras y restas la diferencia, es decir, noventa y cinco menos ocho, y noventa y dos menos cinco, siempre da ochenta y siete. Y cinco por ocho son cuarenta. Ochosietecuarenta. Ocho mil setecientos cuarenta.

—¿De dónde has sacado ese método de cálculo? —inquirió su jefe, pasmado.

—No lo sé. ¿Podemos volver al trabajo?

Entonces, la ascendieron a ayudante del jefe.

Pero, con el tiempo, la analfabeta que era un genio de los números empezó a sentir una frustración creciente, porque no entendía lo que los jefes supremos de Johannesburgo escribían en los decretos que acababan sobre la mesa de su jefe. A éste también le costaba lo de las letras. Descifraba laboriosamente cada texto escrito en afrikáans ayudándose de un diccionario bilingüe inglés, para pasar aquel galimatías a un idioma humanamente comprensible.

—¿Qué quieren esta vez? —solía preguntarle Nombeko a su jefe.

—Que rellenemos mejor los sacos —contestaba él—. Bueno, eso creo. O que piensan cerrar una de las plantas de limpieza. No está muy claro.

El jefe suspiraba. Su ayudante no podía ayudarlo. Por eso ella también suspiraba.

Pero entonces la joven Nombeko de trece años tuvo la suerte de que un viejo verde la abordara en la ducha del vestuario de los vaciadores de letrinas. El tipo en cuestión no pudo salirse con la suya, pues ella lo obligó a cambiar de idea clavándole unas tijeras en el muslo.

Al día siguiente, Nombeko lo buscó al otro lado de la hilera de letrinas del sector B. Estaba sentado en una silla de camping plegable con el muslo vendado, ante su chabola pintada de verde. Sobre el regazo tenía… ¿libros?

—¿Y tú qué quieres? —le espetó.

—Creo que ayer me dejé las tijeras en tu muslo y me gustaría recuperarlas.

—Las he tirado.

—En ese caso, me debes unas —repuso ella—. ¿Cómo es que sabes leer?

El viejo verde se llamaba Thabo y le faltaban la mitad de los dientes. Le dolía muchísimo el muslo y no estaba de humor para hablar con la colérica muchacha. Sin embargo, era la primera vez desde que había llegado a Soweto que alguien se interesaba por sus libros. Tenía la chabola llena de ellos, lo que le había valido el mote de Thabo el Loco. Pero aquella adolescente irascible había empleado un tono más envidioso que burlón. Bien, a lo mejor podría sacarle algún provecho.

—Tal vez, si fueras un poco más complaciente en lugar de tan huraña, el tío Thabo podría contarte su historia. A lo mejor incluso podría enseñarte a descifrar las letras y las palabras. Como te decía, si te mostraras más complaciente conmigo, claro.

Nombeko no tenía intención de mostrarse más complaciente con aquel tipo de lo que ya se había mostrado en la ducha el día anterior. Así pues, contestó que disponía de otras tijeras, pero prefería quedárselas, en lugar de clavárselas en el otro muslo. Si el tío Thabo sabía comportarse y le enseñaba a leer, su segunda pierna se mantendría intacta.

Thabo no estaba seguro de si la había entendido bien: ¿estaba amenazándolo?

Aunque nada lo indicara a simple vista, Thabo era rico.

Había nacido bajo una lona en Port Elizabeth, en la Provincia Oriental del Cabo. Cuando tenía seis años, la policía se llevó a su madre y nunca la trajeron de vuelta. Su padre consideró que el niño ya era bastante mayor como para arreglárselas solo, a pesar de que él mismo no sabía hacerlo.

—Ten mucho cuidado —fue el consejo vital que le dio a su hijo al despedirse de él con una palmadita en la espalda el día que se marchó a Durban, donde moriría de un balazo durante un robo chapucero a un banco.

El niño de seis años vivía de birlar lo que podía en el puerto, y se suponía que, en el mejor de los casos y al igual que sus progenitores, crecería y en algún momento lo encerrarían o lo abatirían de un disparo.

Pero en el barrio de chabolas también vivía desde hacía años un marinero, cocinero y poeta español al que doce hambrientos tripulantes, al decidir que necesitaban comida y no sonetos, habían arrojado por la borda. El español llegó a tierra a nado, encontró una chabola donde meterse y a partir de entonces fue tirando a base de poemas propios y ajenos. Cuando empezó a fallarle la vista, se apresuró a captar al joven Thabo y lo alfabetizó a la fuerza, a cambio de pan. Después tuvo derecho a una ración extra por leerle en voz alta, pues el viejo no sólo se quedó ciego sino también medio senil, y únicamente se alimentaba de Pablo Neruda para desayunar, almorzar y cenar.

Los marineros estaban en lo cierto al afirmar que no sólo de poesía vive el hombre. El viejo murió de inanición y Thabo decidió heredar todos sus libros. Cosa que, desde luego, a nadie le importó.

Saber leer ayudó al chico a sobrevivir haciendo trabajos esporádicos en el puerto. Por las noches leía poesía, novelas y, muy especialmente, libros de viajes. A los dieciséis descubrió el sexo opuesto, que tardaría dos años en descubrirlo a él, porque fue a los dieciocho cuando Thabo dio con una receta eficaz: un tercio de sonrisa irresistible, un tercio de historias inventadas sobre sus emocionantes viajes continentales —que hasta entonces sólo había realizado en sueños— y un tercio de burdas mentiras sobre el amor eterno que uniría a ambos por siempre jamás.

Sin embargo, no alcanzó un verdadero éxito hasta que añadió la literatura a los tres ingredientes base. Entre su herencia había encontrado una traducción que el marinero español había hecho de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda. La canción desesperó a Thabo, naturalmente, pero los veinte poemas le sirvieron para seducir a otras tantas mujeres del barrio portuario, a resultas de lo cual experimentó el amor pasajero en diecinueve ocasiones. Seguramente habría llegado a la vigésima de no haber sido porque el idiota de Neruda, hacia el final del último poema, había declarado «ya no la amo, es cierto». Thabo lo descubrió demasiado tarde.

Un par de años después, la mayoría de las habitantes del barrio le conocían el juego, de manera que las posibilidades de disfrutar de nuevas experiencias literarias escaseaban. La cosa no mejoró cuando empezó a mentir más que el rey Leopoldo II, que en su día declaró que a los nativos del Congo Belga se los trataba con consideración, mientras que permitía que se amputaran manos o pies a aquellos que se negaban a trabajar gratis.

Bueno, Thabo recibiría su castigo (igual que el rey belga, por cierto, quien, una vez le fue arrebatada su colonia, dilapidó todo el dinero que le quedaba con su ramera favorita, franco-rumana), pero antes se alejó de Port Elizabeth, en dirección norte, para acabar en Basutolandia, país cuyas mujeres, según se decía, tenían más curvas que en cualquier otra parte del continente.

Allí no le faltaron motivos para quedarse varios años, cambiando de lugar cuando las circunstancias lo exigían, encontrando trabajos gracias a que sabía leer y escribir. Con el tiempo, incluso llegó a ser el principal mediador entre los misioneros europeos que deseaban acercarse al país y su ignorante población.

El jefe del pueblo basotho, su excelencia Seeiso, no veía ninguna ventaja en que cristianizaran a su pueblo, aunque sí comprendía que el país necesitaba protegerse de los bóers de la región. Así pues, cuando, por iniciativa de Thabo, los misioneros lo tentaron con armas a cambio del derecho a repartir biblias, el jefe mordió el anzuelo de buena gana.

De este modo empezaron a llegar sacerdotes y diáconos a espuertas para salvar al pueblo basotho del Mal. Trajeron biblias, armas automáticas y alguna que otra mina antipersona.

Las armas mantuvieron al enemigo a raya, mientras que las biblias ardían en las hogueras que los habitantes encendían en las montañas heladas. Al fin y al cabo, ni siquiera sabían leer. Cuando finalmente los misioneros cayeron en la cuenta de ello, cambiaron de estrategia: erigieron en un tiempo récord una larga serie de templos cristianos.

Thabo trabajó como ayudante de diversos sacerdotes, y desarrolló una forma muy personal de imposición de manos, que practicaba de manera selectiva y a escondidas.

En cuanto a su vida amorosa, hubo un solo incidente desafortunado. Se produjo cuando en una aldea de montaña se descubrió que el único miembro masculino del coro parroquial había prometido amor eterno a como mínimo cinco de las jóvenes voces femeninas. El pastor inglés del lugar siempre había sospechado de las intenciones de Thabo, porque, desde luego, cantaba fatal.

Así pues, se puso en contacto con los padres de las cinco muchachas, que decidieron someter al sospechoso a un interrogatorio tradicional. En la siguiente luna llena, Thabo recibiría pinchazos de lanza desde cinco puntos diferentes mientras permanecía sentado con el trasero al aire sobre un hormiguero.

A la espera de que la luna llegara a la fase adecuada, lo encerraron en una choza que el pastor vigilaba día y noche, hasta que, víctima de una insolación, decidió bajar al río para salvar el alma de un hipopótamo. El pastor posó delicadamente la mano en el hocico del animal mientras declaraba que Jesucristo estaba dispuesto a… El hipopótamo abrió y cerró las fauces, seccionándolo por la mitad.

Con el pastor y carcelero fuera de juego, Thabo consiguió, gracias a Pablo Neruda, convencer a la guardiana para que lo liberara.

—¡Entonces ¿tú y yo…?! —chilló ella, cuando él salió disparado en dirección a la sabana.

—¡Ya no te amo, es cierto! —respondió Thabo a grito pelado.

Si atendemos a lo meramente superficial, podría creerse que Thabo se hallaba bajo la protección del Señor, pues no se topó con ningún león, guepardo, rinoceronte o animal de otra especie en su excursión nocturna de veinte kilómetros hasta la capital, Maseru. Una vez allí, sano y salvo, se ofreció como asesor al jefe Seeiso, que se acordaba de él y lo recibió con los brazos abiertos. El jefe estaba negociando la independencia con los engreídos británicos. Las negociaciones no avanzaron hasta que Thabo fue reclutado y declaró que, si aquellos caballeros persistían en mostrarse tan recalcitrantes, Basutolandia consideraría la posibilidad de solicitar ayuda a Mobutu, del Congo-Kinshasa.

Los británicos se quedaron petrificados: ¿Mobutu? ¿Joseph Mobutu? ¿Aquel tipo que acababa de anunciar al mundo que iba a cambiar su nombre por el de Guerrero Todopoderoso que Gracias a su Resistencia y Voluntad Inquebrantable irá de Conquista en Conquista dejando una Estela de Fuego a su Paso?

—El mismo —confirmó Thabo—. De hecho, es uno de mis mejores amigos. Para abreviar, lo llamo Joe.

La delegación británica solicitó deliberaciones privadas durante las cuales se acordó que la región necesitaba paz y tranquilidad, no a un guerrero todopoderoso que escogía sus títulos en función de sus delirios. Los británicos volvieron a la mesa de negociaciones y declararon:

—Vale, quedaos con el país.

Basutolandia se convirtió en Lesoto y el jefe Seeiso fue coronado como Moshoeshoe II. Thabo fue elegido favorito del nuevo soberano. Lo trataban como a un miembro de la familia y le entregaron una bolsa de diamantes brutos de la mina más importante del país. Valía una fortuna.

Pero, un buen día, Thabo desapareció. Y consiguió veinticuatro horas de ventaja irrecuperables antes de que el rey descubriera que su hermana pequeña y niña de sus ojos, la delicada princesa Maseeiso, estaba embarazada.

Si eras negro, sucio y medio desdentado, no tenías ninguna posibilidad de encajar en el mundo blanco de la Sudáfrica de los años sesenta, por más rico que fueses. Por eso, tras el desafortunado incidente en la antigua Basutolandia, Thabo se apresuró a volver a Soweto en cuanto hubo vendido una parte insignificante de sus diamantes en la joyería más cercana.

Allí, en el sector B, encontró una chabola libre. Se instaló, llenó sus zapatos de billetes y enterró la mitad de los diamantes en el suelo de tierra apisonada. La otra mitad encontró acomodo en distintas cavidades de su boca.

Antes de empezar a hacerles promesas a las mujeres del lugar, pintó su chabola de un verde precioso; esos detalles solían impresionar a las damas. Y puso suelo de linóleo.

Llevó a la práctica su plan de seducción en todos los sectores de Soweto, aunque en cierto momento excluyó el suyo, pues le gustaba sentarse de vez en cuando a leer delante de su chabola sin que lo importunaran demasiado.

El tiempo que no consagraba a la lectura y la seducción, lo dedicaba a viajar. Dos veces al año recorría África de un extremo a otro, evitando Lesoto, naturalmente. Dichos viajes le proporcionaban nuevas experiencias vitales y nuevos libros.

Pero siempre volvía a su chabola, por más libertad que tuviera económicamente. Sobre todo, porque la mitad de su fortuna seguía a treinta centímetros bajo el suelo; la mitad inferior de la dentadura de Thabo todavía se conservaba en demasiado buen estado como para que el resto de diamantes hallaran cabida en su boca.

Aún pasaron algunos años antes de que en las chabolas de Soweto empezaran las murmuraciones. ¿De dónde sacaba aquel loco de los libros el dinero para poder permitirse semejante tren de vida?

A fin de acallar las habladurías, Thabo decidió aceptar un trabajo. El primero que encontró: vaciador de letrinas unas horas a la semana.

La mayoría de sus colegas eran jóvenes alcoholizados sin futuro, pero también había algún que otro niño. Entre ellos, una de trece años que le había clavado unas tijeras en el muslo sólo porque casualmente había abierto la puerta inadecuada de las duchas. O mejor dicho, la acertada. La chica sí que era la inadecuada. Demasiado joven, sin curvas ni nada que pudiera satisfacer sus necesidades.

Lo de las tijeras le había dolido, y ahora aquella niña estaba delante de su chabola, exigiéndole que le enseñara a leer.

—Me gustaría echarte una mano, pero mañana mismo salgo de viaje —le dijo Thabo, y pensó que tal vez lo mejor que podía hacer era precisamente lo que acababa de afirmar que haría.

—¿De viaje? —repuso una sorprendida Nombeko, que jamás había salido de Soweto—. ¿Adónde?

—Al norte. Luego, ya veremos.

Durante la ausencia de Thabo, Nombeko cumplió un año más, la ascendieron, y pronto sacó provecho a su nuevo papel de jefa. Ideó un ingenioso sistema que dividía las zonas de su sector por criterios demográficos en vez de por tamaño o reputación, por lo que la ubicación de las letrinas resultaba más eficaz.

—Una mejora del treinta por ciento —elogió su antecesor.

—Del treinta coma dos —precisó Nombeko.

La oferta satisfizo la demanda y viceversa, y se consiguió ahorrar el dinero suficiente para instalar cuatro nuevas plantas de limpieza.

La elocuencia de aquella muchacha de catorce años era sorprendente, teniendo en cuenta la indigencia lingüística de su entorno (todo aquel que haya hablado alguna vez con un vaciador de letrinas de Soweto sabrá que la mitad de su vocabulario no es digna de ponerse por escrito y la otra mitad sólo merece el olvido). Su elocuencia era en parte innata, pero también se debía al aparato de radio que había en un rincón de la oficina de letrinas, y que desde pequeña Nombeko se había preocupado de encender si estaba cerca. Siempre sintonizaba las noticias y escuchaba con gran interés, no sólo qué se decía, sino también cómo.

A través del magazine radiofónico semanal «Perspectivas africanas», comprendió que había todo un mundo fuera de Soweto. No era necesariamente más bonito ni más prometedor, pero estaba «fuera».

Por ejemplo, supo que Angola acababa de obtener la independencia. El partido por la liberación PLUA se había unido con el partido por la liberación PCA para fundar el partido por la liberación MPLA, que, con los partidos por la liberación FNLA y UNITA, había conseguido que el gobierno portugués se arrepintiera del descubrimiento de esa parte del continente. Un gobierno que, por lo demás, no había logrado fundar ni una sola universidad durante cuatrocientos años de dominio.

La analfabeta Nombeko no tenía del todo claro qué combinación de siglas había hecho qué, pero en cualquier caso se había producido un cambio, y ésa era para ella la palabra más bonita del mundo, junto con «comida».

En una ocasión se le ocurrió comentar ante sus subalternos que lo del cambio quizá podía ser bueno para todos. Pero ellos se quejaron de que su jefa se pusiera a hablar de política. ¿Acaso no tenían más que suficiente con transportar mierda todos los días, como para verse obligados también a escuchar esas cosas?

Como jefa del servicio de recogida de letrinas, Nombeko debía tratar no sólo con sus desesperantes colegas de las letrinas, sino asimismo con Piet du Toit, del departamento de Sanidad de Johannesburgo. La primera vez que acudió tras su nombramiento, el joven le comunicó que bajo ningún concepto se crearían cuatro nuevas plantas de recogida de basuras, sino sólo una, debido a la mala situación presupuestaria. Nombeko se vengó a su manera.

—Por cierto, ¿qué opina el señor asistente del desarrollo en Tanzania? ¿Acaso está zozobrando la experiencia socialista de Julius Nyerere?

—¿Tanzania?

—Sí; a estas alturas, el déficit de cereales ronda el millón de toneladas. La cuestión es qué habría hecho Nyerere de no haber sido por el Fondo Monetario Internacional. ¿O tal vez el señor asistente también considere el Fondo Monetario como un problema en sí? —le soltó la adolescente que nunca había ido a la escuela y jamás había salido de Soweto a aquel representante de las élites del poder, que había estudiado en la universidad y no tenía ni idea de la situación política de Tanzania.

Piet du Toit, pálido de nacimiento, se puso lívido ante aquella argumentación. Se sintió humillado por una analfabeta de catorce años que además desaprobaba su informe referente al presupuesto de sanidad.

—Por cierto, ¿qué me dice de esto? —prosiguió Nombeko, que había aprendido a interpretar las cifras por su cuenta—. ¿Por qué ha multiplicado los valores de medición entre sí?

Una analfabeta que sabía calcular.

La odiaba.

Los odiaba a todos, sin excepción.

Thabo volvió unos meses más tarde. Lo primero que descubrió fue que la muchacha de las tijeras se había convertido en su jefa. Y que ya no era tan niña: empezaba a tener curvas.

Eso dio lugar a una lucha interna en aquel hombre medio desdentado. Por un lado, estaba el instinto de confiar en su sonrisa actualmente incompleta, en su técnica narrativa y en Pablo Neruda. Por el otro, el problema de que fuera su jefa… y el recuerdo de las tijeras.

Decidió esperar, pero tomó posiciones.

—Creo que ya va siendo hora de que te enseñe a leer —declaró.

—¡Estupendo! —exclamó Nombeko—. Comencemos hoy mismo, después del trabajo. Iremos a tu chabola, las tijeras y yo.

Él era un excelente profesor y ella una alumna portentosa. Ya al tercer día fue capaz de escribir el alfabeto con un palito en el barro frente a la chabola de Thabo. Y el quinto empezó a deletrear palabras y frases enteras. Al principio cometía más errores que aciertos; tres meses más tarde, más aciertos que errores.

En las pausas entre las lecciones, Thabo aprovechaba para contarle sus periplos. Muy pronto, Nombeko comprendió que en sus relatos mezclaba dos partes de ficción con una de realidad, pero a ella no le importaba. La realidad ya era suficientemente miserable. Podía prescindir de más de lo mismo.

En su último viaje, Thabo había estado en Etiopía con el propósito de derrocar a su majestad imperial, el León de Judá, el elegido de Dios, el Rey de Reyes…

—Haile Selassie —precisó Nombeko.

Thabo no contestó; prefería hablar a escuchar.

La historia de un simple jefe de tribu que se había convertido en emperador y alcanzado el rango de divinidad verdadera, sobre todo en el Caribe, era tan sustanciosa que Thabo se la había reservado para cuando llegara el momento de dar el golpe de efecto. Por ahora, a aquel ser divino le habían arrebatado su trono imperial, mientras en el mundo entero sus confusos discípulos fumaban canutos como descosidos sin alcanzar a comprender cómo el Mesías, la encarnación de Dios, de pronto había sido destronado. Destronar a Dios: ¿era eso posible?

Nombeko se abstuvo de preguntar acerca del trasfondo político de aquel drama, porque estaba convencida de que Thabo no tenía ni idea, y demasiadas preguntas podían dar al traste con la diversión.

—¡Cuéntame más! —lo animó en cambio.

Thabo pensó que aquello prometía (¡ay, qué equivocado puede llegar a estar uno!) y, acercándose un poco más a la muchacha, retomó su relato. Le contó que en el camino de vuelta había pasado por Kinshasa para ayudar a Mohamed Alí en vísperas del Rugido de la Selva, el histórico combate de pesos pesados contra el invencible George Foreman.

—¡Dios mío, qué interesante! —exclamó Nombeko, pensando en cuánta creatividad narrativa tenía su profesor y subalterno.

Thabo esbozó una sonrisa tan amplia que dejó entrever destellos entre los dientes que le quedaban.

—Bueno, en realidad fue el Invencible quien requirió mi ayuda, pero sentí que… —Y ya no calló hasta que Foreman quedó fuera de combate en el octavo asalto y Alí le hubo dado las gracias a su amigo del alma, Thabo, por su inestimable apoyo.

Por cierto, la esposa de Alí era encantadora.

—¿La esposa de Alí? —se sorprendió Nombeko—. ¿No me estarás diciendo que…?

Thabo se rió a mandíbula batiente, y los diamantes tintinearon en su boca. Luego recobró la seriedad y se acercó aún más a la muchacha.

—Eres muy guapa, Nombeko. Mucho más que la esposa de Alí. ¿Y si nos juntáramos? ¿Y si nos mudáramos a algún lugar? —sugirió, pasándole un brazo por los hombros.

A ella, lo de «mudarse a algún lugar» le sonó estupendo. A cualquier sitio, de hecho. Pero no con aquel viejo verde. La lección del día parecía haber tocado a su fin. Nombeko le clavó las tijeras en el otro muslo y se marchó.

Al día siguiente volvió a la chabola de Thabo para recriminarle que hubiera faltado al trabajo sin avisar.

Él respondió que le dolía horrores un muslo, y que la señorita Nombeko sin duda sabía por qué.

Sí, y más que le dolería si no empezaba a comportarse como era debido, pues la siguiente vez no pensaba clavarle las tijeras en los muslos, sino en algún lugar entre ellos.

—Además, he visto y oído lo que guardas en tu fea boca. Si no te andas con cuidado, se lo contaré a todo el mundo.

Thabo dio un respingo. Desde luego no sobreviviría más de cinco minutos si corría el rumor de que poseía una fortuna en diamantes.

—¿Qué quieres de mí? —dijo con tono lastimero.

—Quiero poder venir a tu chabola y aprender a leer tus libros sin necesidad de traerme cada vez unas tijeras nuevas. Las tijeras son caras para quienes tenemos la boca llena de dientes y no de otra cosa.

—¿Y no podrías olvidarme sin más? Si me dejas en paz, te daré un diamante.

Thabo se había salido con la suya a fuerza de sobornos en numerosas ocasiones, pero esta vez no lo logró. Nombeko dijo que no le interesaba ningún diamante. Lo que no le pertenecía, no le pertenecía.

Muchos años después, en otra parte del mundo, vería que la vida es bastante más complicada de lo que parece.

Por irónico que resulte, fueron dos mujeres quienes acabaron con Thabo. Se habían criado en el África Oriental Portuguesa y se ganaban la vida robando y asesinando a granjeros blancos. El negocio prosperó durante la guerra civil pero, una vez proclamada la independencia y cambiado el nombre del país a Mozambique, se concedió cuarenta y ocho horas a los granjeros blancos para que se largaran. Así pues, a las mujeres no les quedó más remedio que dirigir su mira a los negros acomodados. Como idea de negocio era bastante peor, pues casi todos los negros con algo digno de ser robado pertenecían al partido marxista-leninista del gobierno. Por tanto, las mujeres no tardaron en estar en busca y captura y ser perseguidas por el temido cuerpo de seguridad del país.

De modo que tuvieron que dirigirse al sur. Y, caminando caminando, recorrieron todo el camino hasta el gran escondrijo que era Soweto, en las afueras de Johannesburgo.

El mayor barrio de chabolas de Sudáfrica tenía la ventaja de que uno podía dar el golpe y desaparecer entre la muchedumbre (si era negro), pero la desventaja de que, sin duda, un solo granjero blanco del África Oriental Portuguesa disponía de mayores recursos que los ochocientos mil habitantes de Soweto juntos (excepción hecha de Thabo). En cualquier caso, las mujeres se tragaron unas cuantas pastillas de diferentes colores e iniciaron su recorrido mortífero. Al rato dieron con el sector B y allí, detrás de la hilera de letrinas, avistaron una chabola pintada de verde entre las demás, todas color óxido. Quien pinta su chabola de verde (o de cualquier otro tono) tiene más dinero del que le conviene, se dijeron, y en plena noche forzaron la puerta y clavaron y retorcieron un cuchillo en el pecho de Thabo. Pese a que las asesinas no podían saberlo, la moraleja estaba muy clara: si te dedicas a romper corazones, no esperes que el tuyo acabe ileso.

Una vez lo hubieron matado, las mujeres buscaron su dinero entre aquellos dichosos libros apilados por todos lados. ¿A qué clase de loco habían matado esta vez?

Al final dieron con un fajo de billetes en un zapato de la víctima, y uno más en el otro. Entonces, por raro que parezca, se sentaron delante de la chabola para repartirse el botín. Precisamente aquella mezcla de pastillas que se habían tragado con sorbos de ron les hizo perder la noción del tiempo y el espacio. Así pues, seguían ahí sentadas, cada una sonriendo bobamente, cuando la policía, para variar, apareció.

Fueron detenidas y durante treinta años formarían parte de las partidas del gasto penitenciario sudafricano. Los billetes que habían intentado repartirse pronto desaparecieron en medio de trapicheos policiales. El cadáver de Thabo se quedó allí tirado hasta el día siguiente. Entre la policía sudafricana, endosar los cadáveres de los negros al turno siguiente era una costumbre aceptada.

Nombeko se había despertado en plena noche a raíz del jaleo que llegaba del otro lado de las letrinas. Se vistió, se acercó al lugar y más o menos comprendió lo sucedido.

En cuanto los policías se llevaron a las asesinas y el dinero de Thabo, entró en la chabola.

—Eras un ser humano despreciable, pero tus mentiras me divertían. Te echaré de menos. O como mínimo, tus libros.

Entonces abrió la boca del muerto y extrajo catorce diamantes brutos, número que coincidía exactamente con sus mellas.

—Catorce cavidades, catorce diamantes —contó—. ¿No es mucha casualidad?

Thabo no contestó. Nombeko levantó el linóleo y empezó a cavar.

—Me lo imaginaba —murmuró cuando encontró lo que buscaba.

Después fue por agua y un paño y lavó a Thabo, lo sacó de la chabola y sacrificó su única sábana blanca para cubrirle el cuerpo. Se merecía un poco de dignidad; no mucha, pero sí algo.

A continuación, cosió los diamantes en el dobladillo de su única chaqueta y volvió a acostarse.

La jefa de letrinas se concedió unas horas libres, pues tenía mucho sobre lo que reflexionar. Cuando por fin llegó al despacho, todos los vaciadores de letrinas estaban allí. En ausencia de la jefa, ya iban por la tercera cerveza de la mañana, y a partir de la segunda habían decidido que el trabajo era menos importante que declarar unánimemente que los indios pertenecían a una raza inferior. El más bravucón estaba contando la historia de uno que había intentado reparar una gotera en su chabola con cartón corrugado.

Nombeko interrumpió la reunión, recogió las botellas y declaró que sospechaba que sus colegas no tenían en la cabeza más que el contenido de las letrinas que debían vaciar. ¿Realmente eran tan idiotas como para no entender que la estupidez nada tenía que ver con la raza?

—Ya —replicó el bravucón—, y usted no entiende que nosotros necesitamos tomarnos una cerveza en paz tras los primeros setenta y cinco bidones de la mañana, sin tener que estar escuchando esas memeces de que todos somos condenadamente iguales.

Por un instante, Nombeko consideró la posibilidad de arrojarle un rollo de papel higiénico, pero decidió no malgastar el rollo y ordenarles que volvieran al trabajo.

Luego regresó a su chabola.

—¿Qué hago aquí? —volvió a preguntarse.

Al día siguiente cumplía quince años.

* * *

El día de su decimoquinto aniversario debía asistir a una reunión presupuestaria con Piet du Toit. Esta vez, el funcionario se había preparado mejor. Había repasado las cuentas con suma minuciosidad. Ya le daría él a esa niñata de doce años, ya.

—El sector B ha superado el presupuesto en un once por ciento —anunció, mirando a Nombeko por encima de las gafas de lectura que en realidad no necesitaba, pero que lo hacían parecer mayor.

—El sector B no ha hecho tal cosa —repuso Nombeko.

—Si digo que el sector B ha superado el presupuesto en un once por ciento, es porque es así —contestó Piet du Toit.

—Y si yo digo que el asistente calcula como piensa, es porque es así. Deme unos segundos.

Nombeko le arrebató la hoja de cálculo y revisó las cifras rápidamente.

—El descuento que negocié lo recibimos como suministro adicional —aseguró, señalando la columna veinte—. Si lo tasa al precio real rebajado en lugar de a un precio oficial inventado, verá que su fantasmal once por ciento desaparece. Además, ha confundido los signos de suma con los de resta. Si hiciéramos el cálculo como pretende usted, señor asistente, habríamos rebajado el presupuesto en un once por ciento. Que es igualmente erróneo, por cierto.

Piet du Toit enrojeció. ¿Acaso aquella jovencita no entendía cuál era su rango? ¿Qué sería de este mundo si cualquier desgraciado pudiese establecer qué está bien y qué está mal? La odió más que nunca, pero no se le ocurría qué decir. Así que dijo:

—Hemos hablado de ti en la oficina.

—Vaya.

—Creemos que no sabes trabajar en equipo.

—Vaya —repitió Nombeko, y se dio cuenta de que estaban a punto de echarla, igual que a su predecesor.

—Me temo que tendremos que reubicarte. Reintegrarte en la plantilla.

Bien mirado, era más de lo que le habían ofrecido a su predecesor. Nombeko pensó que ese día el asistente estaba de buen humor.

—Vaya.

—¡¿Es que sólo sabes decir «vaya»?! —exclamó Piet du Toit, mosqueado.

—Bueno, supongo que podría decirle lo estúpido que es usted, señor Du Toit, pero sería casi una misión imposible hacer que lo entienda. Es algo que he aprendido estos años entre vaciadores de letrinas. Debe saber, señor asistente, que por aquí también abundan los idiotas. Lo mejor será que me vaya para no tener que volver a verlo jamás, señor Du Toit.

Y eso fue exactamente lo que hizo.

Para cuando Piet du Toit quiso reaccionar, Nombeko ya se había esfumado. Desde luego no iba a perseguirla entre las chabolas. Por él, como si se quedaba escondida entre los escombros hasta que la tuberculosis, la droga o algún otro analfabeto acabaran con ella.

—¡Uf! —exclamó, haciéndole una señal con la cabeza al guardaespaldas que le pagaba su padre.

Ya era hora de regresar a la civilización.

Por descontado, no fue tan sólo el puesto de jefa el que se evaporó en aquella reunión con el asistente, sino el trabajo en sí. Y, de paso, también el finiquito.

La mochila con sus insignificantes pertenencias estaba preparada. Contenía una muda, tres libros de Thabo y veinte trozos de carne de antílope seca que acababa de comprar con sus últimas monedas.

Ya había leído aquellos libros, y de hecho se los sabía de memoria. Encontraba algo reconfortante en su simplicidad. A la inversa que en la simplicidad de sus colegas vaciadores de letrinas, que encontraba penosa.

Era de noche y hacía frío. Nombeko se puso su única chaqueta, se tumbó sobre su único colchón y se cubrió con su única manta (su única sábana, como sabemos, había acabado como mortaja del malogrado Thabo). Al día siguiente se iría.

Pero ¿adónde? De repente, supo la respuesta. Recordó un artículo que había leído en el periódico el día anterior: iría al número 75 de Andries Street, en Pretoria.

A la Biblioteca Nacional.

Tenía entendido que no era una zona prohibida para negros, así que con un poco de suerte lograría entrar. Lo que haría a partir de ahí, más allá de respirar y disfrutar de la visión de miles de libros, no lo sabía. Pero era un buen comienzo. E intuía que la literatura le mostraría el camino.

Con esa certeza se durmió por última vez en la chabola que había heredado de su madre cinco años antes. Y lo hizo con una sonrisa.

Cosa que nunca antes había pasado.

Al amanecer, se puso en marcha. Tenía un largo trayecto por delante: su primer paseo fuera de Soweto sería de noventa kilómetros.

Después de seis horas, tras veintiséis de los noventa kilómetros, Nombeko llegó al centro de Johannesburgo. ¡Era otro mundo! La mayoría de la gente era blanca y presentaba un sorprendente parecido con Piet du Toit. Miraba a su alrededor con sumo interés. Había letreros luminosos, semáforos y un gran bullicio, así como relucientes coches nuevos, modelos que nunca había visto.

Cuando se volvió para poder admirar más vehículos, vio uno que estaba abalanzándose sobre ella a toda velocidad por la acera.

Le dio tiempo a pensar que era un coche bonito.

Pero no a moverse del sitio.

* * *

El ingeniero Engelbrecht Van der Westhuizen había pasado la tarde en el bar del hotel Hilton Plaza en Quartz Street. Ahora iba en su flamante Opel Admiral en dirección norte.

Sin embargo, nunca ha sido fácil conducir con un litro de coñac en el cuerpo. El ingeniero apenas había llegado al primer cruce cuando su Opel y él se subieron a la acera haciendo eses y, ¡maldita sea!, ¿no acababa de atropellar a una negra?

La muchacha que yacía bajo el coche, una ex vaciadora de letrinas, se llamaba Nombeko. Había venido al mundo hacía quince años y un día en una choza de chapa en el barrio de chabolas más grande de Sudáfrica. Rodeada de alcohol, disolvente y pastillas, las estadísticas indicaban que viviría un tiempo y luego moriría en el barro entre las letrinas del sector B de Soweto.

Sin embargo, precisamente ella había escapado de ese destino. Había abandonado su chabola por primera y última vez. Pero ni siquiera había ido más allá del centro de Johannesburgo cuando de pronto se encontró en un estado lamentable bajo un Opel Admiral.

«¿Así que esto es todo?», pensó antes de sumirse en la inconsciencia.

Pero no, eso no era todo.