La madre de Tommy y Annika invitó a unas señoras a tomar el té y, como había hecho gran cantidad de pastas, decidió que sus hijos invitasen a Pippi. Juzgó que así los niños no molestarían a las personas mayores.
Los dos hermanitos creyeron enloquecer de alegría al saberlo, y Tommy fue enseguida a decírselo a Pippi. La encontró en el jardín, regando las pocas flores que quedaban con vida con una regadera vieja y oxidada. Como llovía a cántaros, Tommy dijo a Pippi que su trabajo era inútil.
—Tal vez —respondió Pippi, indignada—; pero me he pasado la noche despierta, esperando la hora de levantarme para regar las flores, y comprenderás que no voy a dejar de hacerlo porque caigan cuatro gotas.
Entonces apareció Annika y le dio la noticia de que estaba invitada a tomar el té con ellos.
—¿Yo? —exclamó Pippi poniéndose tan nerviosa que empezó a regar a Tommy en vez de regar el rosal—. ¡Ay, Dios mío! ¡Pero si no sé cómo he de comportarme en sociedad!
—¡Ya lo creo que sabes! —dijo Annika.
—Te aseguro que no —insistió Pippi—. Yo intento portarme como es debido, pero he notado, y más de una vez, que la gente considera que no lo consigo, a pesar de todos mis esfuerzos. En el mar no nos preocupábamos de estas cosas. Pero os prometo que procuraré no avergonzaros.
—¡Magnífico! —exclamó Tommy.
Y los dos hermanos echaron a correr hacia su casa, bajo la lluvia.
—¡Esta tarde a las tres; no lo olvides! —le gritó Annika desde debajo de su paraguas.
A las tres de aquella tarde, una elegante señorita subía los peldaños del pórtico del hogar de los Settergreen: era Pippi Calzaslargas. Con objeto de parecer otra, no se había trenzado la roja cabellera, y esta le caía sobre la espalda como la melena de un león. Se había pintado los labios con tiza de un rojo vivo, y sus cejas estaban tan negras que casi parecía una mujer fatal. También se había pintado las uñas con tiza roja, y sus zapatos exhibían grandes lazos verdes.
«Me parece que voy a ser la más elegante de la reunión», se dijo, muy satisfecha de sí misma, al apretar el botón del timbre.
Tres distinguidas señoras, además de Annika, Tommy y su madre, se hallaban en el salón de los Settergreen. La mesa estaba puesta con gusto y abundancia, y la leña ardía alegremente en el hogar. Las damas charlaban, y Annika y Tommy, sentados en un sofá, miraban un álbum. Reinaba una paz perfecta.
Pero de improviso, algo rompió la calma.
—¡¡Ateeeeención!!
Resonó el grito en el pórtico y, un momento después, Pippi apareció en el umbral. El grito había sido tan agudo e inesperado que las damas habían saltado en sus asientos.
—¡Compañía… en marcha! —vociferó Pippi seguidamente.
Y avanzó con paso militar hacia la señora Settergreen.
—¡Compañía… alto!
Y Pippi se detuvo.
—¡Presenten… armas! ¡Uno, dos!
Y, apoderándose de la mano de la señora Settergreen, la sacudió cordialmente.
—¡Rodilla en tierra!
Hizo una gentil reverencia y luego, dirigiéndose a la dueña de la casa, y ya con voz natural, dijo:
—He hecho todo esto porque soy tan tímida que, de no haber oído una voz de mando, me habría quedado en la puerta, sin atreverme a entrar.
Acto seguido dio un beso en la mejilla a cada una de las invitadas.
—¡Encantadoras, encantadoras de verdad! —exclamó, recordando que un caballero elegante había dicho esto mismo, en su presencia, a varias damas.
Y se sentó en la silla que más le gustó.
La señora Settergreen creyó que los niños subirían a la habitación de Tommy y Annika, pero Pippi no se movía de donde estaba. De pronto se dio una palmada en la rodilla y exclamó, con la mirada fija en la mesa:
—¡Eso tiene pinta de estar muy bueno! ¿Cuándo vamos a empezar?
En este momento entró la sirvienta con la tetera, y la señora Settergreen preguntó:
—¿Tomamos el té ya?
—¡Eh, que soy yo la primera! —advirtió Pippi.
Y en dos saltos se plantó al lado de la mesa. Arrambló todas las pastas que pudo de una bandeja, echó cinco terrones de azúcar en su taza de té, vació en ella buena parte de la nata que había en una fuente y volvió a su silla con el botín, antes de que las damas tuvieran tiempo de llegar a la mesa.
Pippi estiró las piernas y se colocó el plato de pastas entre los pies. Seguidamente empezó a mojar pastas en la taza de té y a llevárselas a la boca, donde acumuló tal cantidad que no podía pronunciar palabra, por mucho que lo intentaba. En un santiamén dio fin a las pastas. Entonces se levantó, golpeó el plato con los nudillos come quien toca una pandereta y se acercó a la mesa para ver si quedaba algo. Las damas la miraban con un gesto de reprobación, pero ella no se daba cuenta.
Charlando alegremente y cogiendo ahora un pastel, luego otro, dio varias vueltas a la mesa.
—Les agradezco mucho que me hayan invitado —manifestó—. Nunca había asistido a un té.
En la mesa había un gran pastel de crema con un adorno de color rojo en el centro. Pippi lo contempló con las manos en la espalda. De pronto se inclinó y apresó el adorno con los dientes. Pero esta pesca fue tan precipitada que, cuando volvió a ponerse derecha, su cara estaba cubierta de crema.
—¡Ja, ja, ja! —rio Pippi—. Ahora podremos jugar a la gallina ciega, porque ya tenemos gallina. ¡No veo nada en absoluto!
Sacó la lengua, la alargó cuanto pudo y dejó limpios de crema los contornos de su boca.
—¡Uf! ¡Esto está malísimo! —exclamó—. Sin duda, el pastel se ha echado a perder. Por tanto, no haré ningún mal comiéndomelo.
Así lo hizo. Empuñó el cuchillo y, en un abrir y cerrar de ojos, dio buena cuenta del pastel. Luego se frotó el estómago con un gesto de satisfacción. La señora Settergreen había ido un momento a la cocina y no se enteró del incidente del pastel, pero las invitadas miraban a Pippi severamente. También a ellas les habría gustado comerse un trozo de pastel. Pippi advirtió su disgusto y trató de consolarlas.
—No deben inquietarse ustedes por este pequeño incidente. Lo principal es que tengamos salud. Además, en un té hay que estar de buen humor.
Entonces se apoderó del azucarero y desparramó por el suelo una buena cantidad de azúcar.
—¿Han observado ustedes lo divertido que es andar por el suelo pisando azúcar? —preguntó a las damas—. Y todavía es más divertido si va una descalza —añadió quitándose los zapatos y los calcetines—. Pruébenlo, créanme; les aseguro que no hay nada mejor.
En este momento entró la señora Settergreen y, al ver el suelo lleno de azúcar, asió a Pippi fuertemente por un brazo y la llevó al sofá donde estaban Annika y Tommy. Luego se sentó entre sus amigas y les ofreció otra taza de té. Solo ella se alegró de que el pastel hubiese desaparecido, pues creyó que había gustado tanto a sus invitadas que estas habían acabado con él.
Pippi, Annika y Tommy conversaban en el sofá, los ardientes leños crujían en la chimenea y las damas tomaban el té. La paz había renacido.
Como suele suceder en estas reuniones, las señoras empezaron a hablar de sus criadas. Ninguna de ellas estaba contenta con la suya y todas coincidían en que la única solución era no tener criada. Lo mejor era hacerse una misma sus cosas, pues así, al menos se tenía la seguridad de que estaban bien hechas.
Pippi, que escuchaba desde el sofá, aprovechó una pausa para decir:
—Mi abuela tuvo una vez una criada que se llamaba Marta. Su único defecto era uno de sus pies, que estaba perdido de sabañones. Pero tenía un grave inconveniente, y era que, apenas entraba en la casa una persona extraña, se arrojaba sobre ella y la mordía en una pierna. ¡Y gruñía de un modo! Todo el vecindario la oía. Era su modo de jugar; pero los de fuera de casa no la comprendían. Una vez, cuando hacía poco que Marta había entrado a servir en la casa, fue a ver a mi abuela la esposa de un anciano vicario. Al acercársele Marta y clavarle los dientes en la pierna, la pobre señora profirió un grito. Marta se asustó tanto que le hundió los dientes más todavía, y con tal fuerza que luego ya no pudo soltar la presa. Toda la semana, hasta el viernes, estuvo prendida a aquella pierna. Por eso mi abuela tuvo que pelar ella misma las patatas. Pero lo hizo muy bien; las peló tan a conciencia que, cuando terminó, no quedaban patatas: todo eran pieles. La esposa del vicario no volvió a visitar a mi abuela. No sabía seguir la broma. ¡Tan alegre y tan graciosa que era Marta! Sin embargo, a veces era muy susceptible. Una vez que mi abuela le metió un tenedor por el oído, se pasó todo el día enfurruñada.
Pippi miró a su alrededor y se echó a reír de buena gana.
—Así era Marta —dijo haciendo girar los dedos pulgares.
Las damas simularon no haberla oído y continuaron su charla.
—Si Rosa, al menos, fuera limpia… —dijo la señora de Bergen— seguramente me quedaría con ella. Pero ¡es tan sucia!
—¡Pues si hubiesen visto a Marta! —dijo Pippi—. Marta iba tan sucia que daba miedo verla, según decía mi abuela. Tan oscura tenía la piel que mi abuelita había creído siempre que Marta era negra. Sin embargo, todo era suciedad verdadera y lavable. Una vez, en un concurso que se celebró en el Ritz, ganó el primer premio por las orlas negras de sus uñas. Era una mujer inmunda.
—Imagínense ustedes —dijo la señora Granberg— que la otra tarde le tocaba salir a Britta, mi sirvienta, y, sin pedirme permiso, se puso mi traje de seda azul. ¿No les parece que es el colmo?
—Según veo —exclamó Pippi—, estaba cortada por el mismo patrón que Marta. Mi abuela tenía una blusa de color de rosa que le gustaba horrores. Y, esto era lo malo, también le gustaba a Marta. Todas las mañanas, mi abuela y Marta discutían, porque las dos querían ponérsela. Al fin acordaron llevarla un día una y otro día la otra. Pero esto no impidió que, a veces, Marta volviera a las andadas y, cuando no le correspondía ponérsela, dijese a mi abuela: «Le advierto que si no me pongo hoy la blusa rosa, no habrá puré de nabos». Y, ¡claro!, ¿qué iba a hacer mi abuela? El puré de nabos era su plato favorito. Total, que Marta se ponía la blusa rosa. Y, una vez se la había puesto, se iba a la cocina como una gatita dócil y empezaba a batir el puré de nabos con tal ardor que salpicaba las paredes.
Tras un breve silencio, la señora Alexanderson dijo:
—No puedo asegurarlo, pero tengo más de un motivo para sospechar que mi sirvienta Hilda es una ladrona. Me han desaparecido muchas cosas…
—Pues Marta… —comenzó a decir Pippi.
Pero la señora Settergreen no la dejó continuar.
—¡Niños, marchaos arriba inmediatamente! —ordenó.
—Es que yo —dijo Pippi— iba a contar que Marta robaba también. Robaba como una urraca. Solía levantarse a medianoche y robar una o dos cosas; si no lo hacía, no podía dormir. Una vez escamoteó el piano de mi abuela y lo metió en el cajón de arriba de la mesa de escribir. Mi abuela aseguraba que tenía unas manos muy hábiles.
Annika y Tommy cogieron a Pippi cada uno por un brazo y se la llevaron escaleras arriba.
Las damas tomaron otra taza de té, y la señora Settergreen dijo:
—Yo no me quejaría de mi sirvienta si no rompiese tantas piezas de porcelana.
En este momento, una cabeza pelirroja apareció en lo alto de la escalera y dijo:
—Estoy segura de que se están preguntando ustedes si Marta rompía muchas piezas de porcelana. Pues sí, las rompía a montones. Había señalado un día de la semana para estos destrozos, los martes, según decía mi abuela. Los martes, a las cinco de la mañana, ya se oía a aquel demonio rompiendo piezas de porcelana en la cocina. Empezó por cosas pequeñas, como tazas y vasos; luego pasó a los platos, tanto llanos como hondos, y de los platos a las fuentes. Había tal estrépito toda la mañana en la cocina que no se podía sufrir; así lo decía mi abuela. Y por la tarde, si tenía algún rato libre, se iba al saloncito, martillo en mano, y destrozaba los platos de la India que adornaban las paredes. Los miércoles, mi abuela compraba todas las piezas de porcelana que faltaban.
Y Pippi desapareció como por encanto de lo alto de la escalera.
La paciencia de la señora Settergreen había llegado a su término. Subió corriendo las escaleras, entró en el cuarto de los niños y dijo a Pippi, que en aquel momento estaba enseñando a Tommy a ponerse cabeza abajo:
—Te agradeceré que no vengas más. Tu conducta ha sido incalificable.
Pippi la miró, sorprendida. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Tiene usted razón. No sé cómo debo portarme con la gente. Es inútil que intente aprenderlo; nunca lo conseguiré. Debí quedarme en el mar.
Hizo una reverencia a la señora Settergreen, dijo adiós a Tommy y a Annika y bajó lentamente la escalera.
Pero las invitadas también se marchaban ya, y Pippi se sentó junto al paragüero de la entrada, para ver cómo se ponían los sombreros y los abrigos.
—Siento de veras que no estén ustedes contentas con sus criadas —empezó a decir de pronto—. ¡Ojalá encontrasen una como Marta! Mi abuela solía decir que no había otra tan buena como ella. Una vez, en Navidad, al servir el lechón asado, ¿saben lo que hizo? Había leído en un libro de cocina que los lechones se sirven con un papel rizado encima y una manzana en la boca, y no comprendió que era el cerdo el que tenía que llevar estas cosas. ¡Si la hubiesen visto ustedes aparecer en el comedor con un papel rizado y una manzana colorada en la boca! Mi abuela le dijo: «Eres una calamidad, Marta». Naturalmente, ella no pudo responder. Lo único que pudo hacer fue mover las orejas, lo que dio lugar a que crujiera el papel rizado. Intentaba decir algo, pero solo se oía: «Blu, blu, blu». Desde luego, tampoco pudo morder a nadie en las piernas. ¡Precisamente aquel día que había tantos invitados! La pobre Marta no se divirtió mucho aquella Navidad —terminó Pippi tristemente.
Las damas, ya preparadas para marcharse, se despidieron una vez más de la señora Settergreen. Pippi corrió hacia ella y le susurró al oído:
—Siento no haber sabido portarme bien. Adiós.
Se puso su gran sombrero y siguió a las invitadas. Pippi se encaminó a Villa Mangaporhombro y las damas tomaron la dirección opuesta.
Cuando ya habían recorrido cierto trecho, las tres señoras oyeron una respiración jadeante a sus espaldas. Pippi cayó sobre ellas como un rayo.
—No pueden ustedes imaginarse lo mucho que echó de menos mi abuela a Marta cuando esta se marchó. Un martes por la mañana, cuando aún no había roto más que una docena de tazas de té, salió de casa, camino del mar. Aquel día, mi abuela tuvo que romper las tazas de porcelana ella misma y, como no estaba acostumbrada, se le llenaron de llagas las manos. Ya no volvió a ver a Marta. Y mi abuela decía que había sido una verdadera desgracia perder una sirvienta de tanta categoría.
Pippi se marchó y las damas aceleraron el paso. Pero aún no habían andado las tres amigas un centenar de metros cuando oyeron que la niña les gritaba con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡¡MARTA NO BARRÍA NUNCA DEBAJO DE LAS CAMAS!!