II
Diario de Eva

Sábado

Ahora tengo casi un día de edad. Llegué ayer. Eso al menos es lo que a mí me parece. Y así debe de ser, puesto que si hubo un anteayer, yo no estaba allí cuando sucedía, pues me acordaría. Claro que es posible que ello sucediera, y que yo no me enterara. Bien, estaré atenta a partir de ahora, y si se produce algún otro anteayer, tomaré buena nota. Lo mejor será empezar ahora mismo y no permitir que se me queden grabadas las cosas de forma confusa, pues mi instinto me dice que estos detalles serán importantes algún día para los historiadores. Pues me siento como si fuera un experimento, exactamente un experimento. Sería imposible que nadie se pudiera sentir más como un experimento que yo, y por tanto estoy casi convencida de que eso es lo que soy: un experimento; un experimento, y nada más.

Entonces, si soy un experimento, ¿soy eso y nada más que eso? No, no lo creo; pienso que todo lo demás es asimismo parte integrante de él. Yo soy la parte principal, pero creo que el resto tiene también su papel en el asunto. ¿Es segura mi posición, o debo vigilarla y cuidarla? Esto último, seguramente. Algún instinto me dice que la eterna vigilancia es el precio a pagar por la supremacía. (Una buena frase, me parece a mí, para alguien tan joven).

Todo tiene mejor aspecto hoy que ayer. Ayer, con las prisas por terminar, las montañas quedaron hechas un asco, y algunas de las praderas con tantos montones de basura y restos, que daba pena verlas. Las obras de arte nobles y bellas no deberían estar sujetas a la prisa; y este majestuoso nuevo mundo es realmente una obra de lo más noble y hermosa. Y sin duda se aproxima maravillosamente a la perfección, a pesar de la brevedad del tiempo transcurrido.

En algunas partes hay demasiadas estrellas y, en otras, un número insuficiente, pero esto podrá remediarse posteriormente, sin duda. Anoche la luna se desprendió, y fue resbalando hasta salirse del firmamento, cosa que constituye una verdadera pérdida; se me encoge el corazón sólo de pensarlo. Ningún otro de los ornamentos y decoraciones puede comparársele en belleza y acabado. Hubieran tenido que fijarla mejor. Si se pudiera recuperar…

Pero, por supuesto, es imposible saber dónde ha ido a parar. Y, además, el que la encuentre seguro que la esconde; lo sé, porque yo haría lo mismo. Creo que sería honrada en otras cosas, pero comienzo ya a darme cuenta de que el punto central de mi naturaleza es el amor por lo bello, una auténtica pasión por lo bello y, dadas las circunstancias, sería peligroso que se me confiara una luna perteneciente a otra persona, si esta persona no supiera que está en mi poder. Y podría devolver una luna que hubiera encontrado a plena luz del día, por temor a que alguien hubiera podido verme. Pero, de encontrármela en la oscuridad, estoy segura de que ya se me ocurriría algún tipo de excusa para no decir ni pío sobre ello. Porque adoro las lunas, ya que son tan hermosas y románticas… Me gustaría que tuviéramos cinco o seis; no me iría nunca a la cama; no me cansaría nunca de estar tendida en la orilla cubierta de musgo y de contemplarlas.

Las estrellas son hermosas. Me gustaría coger algunas de ellas para ponérmelas entre el pelo. Pero supongo que nunca lo podré hacer. Sorprendería saber lo lejos que están, porque la verdad no lo parece. Cuando anoche empezaron a hacer aparición, traté de golpear algunas con un palo, pero fue imposible alcanzarlas, cosa que me extrañó; luego intenté lanzarles terrones de tierra, pero no le di a ninguna. Y ello porque soy zurda y no puedo lanzar como es debido. Incluso cuando apuntaba a la que no quería, no conseguía darle a la otra, aunque a punto estuve de alcanzarlas, pues vi la mancha negra del terrón dirigirse hacia los dorados grupos de estrellas unas cuarenta o cincuenta veces y no acertar por poco, y si hubiera aguantado un poco más probablemente hubiera hecho caer alguna de ellas.

Así que lloré un poco, lo cual supongo es algo natural para alguien de mi edad y, tras tomarme un descanso, cogí una cesta y me fui a un lugar situado en el borde extremo del círculo, donde las estrellas se hallan más cerca del suelo y podía cogerlas con las manos, lo que hubiera preferido, en cualquier caso, porque así podría cogerlas con suavidad y sin romperlas. Pero estaban más lejos de lo que me imaginaba y, al final, tuve que renunciar a mi propósito. Estaba tan cansada que no podía dar un paso ni a rastras, y, además, tenía los pies muy doloridos y lastimados.

No pude volver a casa; estaba demasiado lejos y empezaba a refrescar; pero encontré algunos tigres y me acurruqué entre ellos, sintiéndome de lo más cómoda, y su aliento era dulce y agradable, porque se alimentan de fresas. Nunca antes había visto un tigre, pero los reconocí al instante por sus rayas. Si pudiera conseguir una piel de ésas, me haría un elegante traje.

Actualmente consigo hacerme una idea más exacta de las distancias. Estaba tan ansiosa por hacerme con todas las cosas que me lanzaba atolondradamente a cogerlas, a veces estando demasiado lejos y otras teniéndolas a tan sólo seis pulgadas, aunque parecían estar a un pie y, ¡ay!, con espinas de por medio. Aprendí la lección y la acuñé en un axioma, salido de mi propia cabeza, y que fue el primero de los míos: El espinoso Experimento rehúye las espinas.

Ayer por la tarde seguí otro experimento, a distancia, para ver, a ser posible, de qué podía servir. Pero no conseguí saberlo. Creo que se trata de un hombre. No he visto nunca a ningún hombre, pero éste lo parecía, y estoy segura de que éste lo es. Me doy cuenta de que siento más curiosidad por él que por cualquier otro de los reptiles. Si es que es un reptil, y supongo que sí, porque lleva el pelo desaliñado y tiene los ojos azules y se diría un reptil. No tiene caderas; se va estrechando hacia abajo como una zanahoria. Cuando se pone en pie se alza como una torre. De modo que yo creo que se trata de un reptil, aunque puede ser que su aspecto me confunda.

Al principio le tenía miedo y me echaba a correr cada vez que se volvía, pensando que me daría caza; pero poco a poco me fui dando cuenta de que lo único que quería era alejarse de mí, por lo que perdí la timidez y seguí sus huellas durante varias horas, a unas veinte yardas de distancia, lo que le ponía nervioso y parecía desagradarle. Al final se le veía bastante preocupado y trepó a un árbol. Esperé un buen rato, pero luego lo dejé por imposible y volví a casa.

Hoy ha vuelto a suceder lo mismo. De nuevo le he hecho subirse al árbol.

Domingo

Adán sigue ahí arriba. Descansando, al parecer. Pero ello no es sino un subterfugio; el domingo no es día de descanso, ya que el día asignado para tal fin es el sábado. Me parece que la criatura está más interesada en descansar que en ninguna otra cosa. A mí me cansaría descansar tanto. Ya me cansa el solo hecho de estar mirando el árbol… Me pregunto por qué lo hará; nunca le veo hacer nada.

¡Anoche devolvieron la luna! ¡Estoy contentísima! Creo que es muy honesto de su parte. La luna volvió a resbalar y a caerse, pero ahora ya no me aflijo por ello; no hay motivo para preocuparse cuando uno tiene semejantes vecinos: la devolverán. ¡Ojalá que tenga oportunidad de expresarles mi agradecimiento! Me gustaría mandarles algunas estrellas, porque tenemos más de las que realmente necesitamos. Quiero decir yo, no nosotros, pues advierto que el reptil no se preocupa por estas cosas.

Tiene gustos rastreros y no es una buena persona. Cuando ayer fui allí al anochecer, había bajado del árbol y estaba tratando de coger a los pececillos moteados que juegan en la laguna y tuve que tirarle unos terrones para hacerle subir de nuevo al árbol y que dejara en paz a los pobres peces. Me pregunto si es para eso para lo que sirve.

¿Es que no tiene corazón? ¿No siente la menor compasión por esas pequeñas criaturas? ¿Habrá sido hecho y destinado para esta innoble tarea? Eso parece. Uno de los terrones le dio detrás de una oreja y sólo se decidió a hacer uso del lenguaje. Me emocionó, pues era la primera vez que oía hablar, excepto a mí misma. Aunque no comprendí sus palabras, me parecieron expresivas.

Cuando descubrí que podía hablar sentí un nuevo interés, porque me encanta hablar. Hablo durante todo el día y también en sueños, y soy muy interesante, pero si tuviera a otro con quien hablar sería el doble de interesante y no pararía nunca, si quisiera.

Si este reptil es un hombre, entonces no es «eso» ¿no es cierto? No sería gramaticalmente correcto, ¿no? Creo que hay que hablar de él. En dicho caso, se declinaría así: nominativo, él; dativo, a él; posesivo, de él. Bien, lo consideraré un hombre y lo llamaré, mientras no resulte ser otra cosa. Será más práctico que tener tantas incertidumbres.

Domingo de la semana siguiente

Le he estado siguiendo durante toda la semana y he tratado de entablar amistad con él. He tenido que encargarme yo de llevar la conversación, pues él es tan tímido, pero eso no me importó. Parecía agradarle el tenerme cerca, y he utilizado el plural «nosotros» y, por lo que parece, se sentía halagado de verse incluido.

Miércoles

Ahora nos llevamos estupendamente y nos conocemos cada vez mejor. Él no trata ya de rehuirme, lo que es una buena señal y demuestra que le gusta tenerme a su lado. Lo cual me agrada, y me esfuerzo por serle de utilidad en todo cuanto puedo, para aumentar así su estima hacia mí. Durante estos dos últimos días le he liberado del trabajo de dar nombre a las cosas, lo que le ha supuesto un gran alivio, puesto que no está dotado para ello, y está a todas luces agradecido. Nunca se le ocurre ningún nombre razonable, pero no he dejado entrever que he reparado en este defecto. En cuanto aparece una nueva criatura, le doy nombre antes de que él se exponga a un embarazoso silencio. De esta forma le he evitado muchas situaciones de apuro. Yo no tengo este defecto. Tan pronto como veo un animal sé lo que es. No necesito reflexionar ni un momento; se me ocurre al instante el nombre apropiado, como si fuera una inspiración, y sin duda que lo es, porque estoy segura de que no lo conocí medio minuto antes. Me parece saber de qué animal se trata sólo por la forma de la criatura y su modo de actuar.

Al aparecer el dodo, él creyó que era un gato montés: lo pude leer en sus ojos. Pero le evité el aprieto. Y tuve buen cuidado de no hacerlo de manera que pudiera herir su orgullo. Simplemente le hablé con la mayor naturalidad y gratamente sorprendida, y no como si estuviera proporcionándole una información que únicamente conocía yo, y dijo: «¡Válgame Dios, si esto no es un dodo!». Yo le expliqué, sin parecer estar haciéndolo, cómo había logrado saber que se trataba de un dodo, y aunque es posible que se picara un poco viendo que yo sabía de qué animal se trataba y él no, fue evidente que ello provocó su admiración por mí. Esto fue sumamente agradable, y he pensado en ello más de una vez con complacencia antes de dormirme.

¡Poca cosa basta para hacernos felices cuando sentimos que nos lo merecemos!

Jueves

Mi primera pena. Ayer me rehuyó y parecía que no quisiera que le hablara. No podía creerlo, y pensé que debía de haber algún equívoco, porque a mí me gustaba estar con él así como oírle hablar, y ¿cómo podía, por tanto, mostrarse desagradable conmigo cuando yo no había hecho nada malo? Pero al final me convencí de que era así, por lo que me largué y me senté sola en el lugar donde le vi por primera vez la mañana en que fuimos creados y cuando yo ignoraba aún qué era él y me resultaba indiferente; pero en ese momento aquél era un lugar lúgubre, y hasta las más pequeñas cosas me hablaban de él, y mi corazón estaba muy afligido. Yo no sabía a ciencia cierta por qué, ya que se trataba de un sentimiento nuevo; no lo había experimentado con anterioridad, y todo ello era un misterio indescifrable para mí.

Pero al caer la noche me fue imposible soportar la soledad y me fui al nuevo refugio que se ha construido con el fin de preguntarle qué había hecho yo de malo y cómo podría repararlo y hacer que volviera a ser amable conmigo; pero él me echó mandándome salir afuera en plena lluvia, lo cual fue causa de mi primer pesar.

Domingo

Todo vuelve a ser agradable y me siento dichosa; pero los pasados días resultaron tristes y procuro no pensar en ellos.

He tratado de conseguirle algunas manzanas, pero no consigo lanzar recto. Fallé, pero creo que mis buenos propósitos fueron de su agrado. Las manzanas están prohibidas, y él dice que me harán daño; pero puesto que se trata de sufrir un daño con el fin de complacerle, ¿qué puede importarme eso a mí?

Lunes

Esta mañana le he dicho mi nombre, confiando que sería de su interés. Pero no le ha importado. Es extraño. Si él me dijera el suyo, a mí me interesaría. Creo que sería más grato a mis oídos que cualquier otro sonido.

Habla muy poco. Acaso sea debido a que no es muy inteligente, y, suspicaz como es, quiera disimularlo. Es una lástima que piense así, pues la inteligencia no vale gran cosa; es en el corazón donde reside todo lo valioso. Me gustaría hacerle comprender que un corazón bueno y cariñoso es un verdadero tesoro, y que basta con él, y que sin él el intelecto es una pobre cosa.

Aunque habla con parquedad, posee un vocabulario bastante considerable. Esta misma mañana ha utilizado sorprendentemente un buen vocablo. Por lo visto él mismo se ha dado cuenta de que era bueno, ya que lo ha usado más tarde en un par de ocasiones, como quien no quiere la cosa. Aunque no se trata más que de un don casual, demostró no obstante poseer una cierta capacidad perceptiva. Sin duda que si cultiva esta semilla, puede crecer.

¿De dónde ha sacado esa palabra? Yo no creo haberla utilizado nunca.

No, él no mostró ningún interés por saber mi nombre. Yo traté de disimular mi desencanto, pero supongo que sin resultado. Me largué y me senté en la orilla musgosa con los pies metidos en el agua. Es allí adonde me dirijo siempre cuando ansío tener compañía, alguien a quien mirar, alguien con quien hablar. No me basta con ese bonito cuerpo pintado allí en la laguna, pero algo es algo, y siempre es mejor esto que una completa soledad. Habla cuando yo hablo; está triste cuando yo lo estoy; me consuela con su compasión. Dice: «Vamos, que no decaigan esos ánimos, pobre muchacha sin amigos; yo seré amiga». Y es cierto que es una buena amiga, y la única; es mi hermana.

¡No olvidaré nunca, nunca, nunca, la primera vez que me abandonó! ¡Mi corazón me pesaba en el cuerpo como plomo! Me dije: «Es todo lo que tenía, y ahora ya no está». En mi desesperación exclamé: «¡Rómpete, corazón mío, no puedo seguir soportando esta vida!». Y oculté mi rostro entre mis manos, completamente desconsolada. Y cuando, al cabo de un poco, las retiré, estaba de nuevo ella, blanca, resplandeciente y bella, ¡y me arrojé a sus brazos!

Esto es la felicidad perfecta; yo ya había conocido antes la felicidad, pero no una como ésta, que es un verdadero éxtasis. Nunca he vuelto a dudar de ella con posterioridad. A veces se alejaba, ya una hora, o casi un día entero, pero yo esperaba y no me invadían las dudas. Me decía: «Está ocupada, o se ha ido de viaje, pero volverá». Y así era: siempre volvía. De noche no vuelve si reina la oscuridad, porque es una criatura tímida; pero si hay luna, sí viene. Yo no le temo a la oscuridad, pero ella es más joven que yo; nació después que yo lo hiciera. Son muchas las visitas que le he hecho; ella es mi consuelo y mi refugio cuando mi vida es dura, y casi siempre lo es.

Martes

Durante toda la mañana he estado trabajando en la mejora de la propiedad; y me he mantenido alejada expresamente de él, confiando que se sintiera solo y viniera a mí. Pero no lo ha hecho.

A mediodía he decidido dar por terminada la jornada y tomarme un momento de esparcimiento siguiendo los revoloteos de las abejas y mariposas y deleitándome entre las flores, ¡esas hermosas criaturas que son el reflejo de la sonrisa de Dios fuera de los cielos y que la preservan! He cogido unas cuantas flores y he hecho con ellas coronas y guirnaldas y he confeccionado un vestido mientras comía, manzanas, por supuesto. Luego me he sentado a la sombra, esperando ansiosamente. Pero no ha venido.

No importa. Da lo mismo, porque no siente interés por las flores. Las considera una tontería, y no sabe distinguir una de otra, y se cree superior por pensar así precisamente. No siente interés por mí, no le importan las flores, no le interesa el cielo pintado de la hora del crepúsculo… ¿Acaso hay algo que sea de su interés, salvo construir chozas para guarecerse de la buena y limpia lluvia, y apretar los melones, probar la uva y toquetear la fruta en los árboles para ver cómo marchan sus propiedades?

Puse un palo seco en el suelo y traté de hacer con otro un agujero en él, a fin de poner en práctica una idea que había tenido, y no tardé en llevarme un susto tremendo. Del agujero brotó como una fina y transparente cinta azulada ¡y yo lo dejé caer todo y eché a correr! ¡Pensé que sería un espíritu, y sentí mucho miedo! Pero, al volverme, vi que no me seguía, de modo que me apoyé contra una roca, me tomé un respiro y recobré el aliento, dejando que mis miembros temblaran hasta calmarse de nuevo; luego volví sobre mis pasos sigilosamente, alerta, al acecho, y dispuesta a emprender la huida si era preciso y, cuando estaba cerca, aparté las ramas de un rosal para poder atisbar por entre ellas —deseando que el hombre estuviera allí, pues estaba yo muy atractiva y bonita—, pero el espíritu se había ido. Me acerqué hasta el lugar y vi que había una pizca de un delicado polvillo de color rosado en el agujero. Introduje mi dedo para tocarlo y exclamé: «¡Ay!», y lo volví a sacar. Sentí un terrible dolor. Me metí el dedo en la boca; y sosteniéndome primero sobre un pie y luego sobre el otro, gruñendo, al cabo de un rato se me fue calmando el dolor; a continuación sentí un vivo interés y me puse a examinarlo.

Sentía curiosidad por saber qué era aquel polvo rosa. De repente se me ocurrió un nombre para aquello, aunque no lo había oído nunca antes. ¡Era fuego! Estaba tan segura de ello como pueda estarlo alguien de algo en este mundo. De modo que, sin vacilar, le llamé así: «fuego».

Había creado algo antes inexistente; había dado una nueva cosa a las innumerables cosas del mundo. Consciente de ello, me sentía orgullosa de mi logro, e iba a ir corriendo a su encuentro para contárselo, creyendo que su estima por mí se acrecentaría, pero, tras pensármelo dos veces, no lo hice. No, no le hubiera interesado. Me hubiera preguntado para qué servía aquello, y, ¿qué hubiera podido responder yo? Porque el fuego no servía para nada, sino que era sólo bonito, simplemente bonito…

Así que me limité a soltar un suspiro y me fui. Porque no servía para nada; no servía para construir una choza, ni para conseguir mejores melones, ni iba a adelantar la recogida de la fruta, carecía de utilidad, era una tontería y algo inútil. Pero para mí no era despreciable. Dije: «¡Oh, fuego, te amo, delicada criatura rosada, porque eres hermosa, y eso me basta!», y a punto estuve de acercarlo a mi pecho. Pero me contuve. Entonces acuñé otra máxima sacada de mi propia cabeza, aunque se parecía tanto a la primera que me temí que se tratara nada más que de un plagio: «El Experimento ardiente rehúye el fuego».

Volví de nuevo al trabajo; y una vez que hube hecho una buena cantidad de polvo de fuego, lo derramé sobre un montón de parda hojarasca, con la intención de llevarlo a la choza, conservarlo siempre y poder jugar con él; pero al soplar el viento sobre él, lo extendió y lanzó violentamente contra mi cara, por lo que yo lo dejé caer y salí corriendo. Al volver la vista atrás, el espíritu azul se estaba elevando y estirando y ondulando igual que una nube, y al instante pensé en ponerle el nombre de «humo», aunque, palabra de honor, que nunca antes había oído mencionar este término.

No tardaron en surgir de entre el fuego unos resplandores amarillos y rojizos, a los que puse al instante el nombre de «llamas» y no me equivoco si digo que fueron las primeras llamas que se vieron en el mundo. Éstas alcanzaron a los árboles, lanzaron unos destellos tan espléndidos dentro y fuera de la amplia y creciente masa de humo que se iba expandiendo, que no pude dejar de ponerme a aplaudir, a reír y a bailar en medio de mi explosión de entusiasmo, de tan nuevo, extraño y maravilloso como era aquello.

Él acudió corriendo, se detuvo y se quedó mirando, sin decir ni una palabra durante unos largos minutos. Luego me preguntó qué era aquello. Fue una lástima que me hiciera una pregunta tan directa. Tenía yo que responderle, por supuesto, y así lo hice. Le hice saber que era fuego. Si se molestó de que yo lo supiera y él tuviera que preguntármelo a mí, no es culpa mía; no era mi intención molestarle. Al cabo de una pausa, preguntó: «¿De dónde ha salido esto?».

Otra pregunta directa, y no tuve más remedio que responderle también yo directamente:

—Lo he hecho yo.

El fuego se estaba extendiendo cada vez más lejos. Él se acercó hasta el límite del lugar que ardía y se quedó examinándolo, y luego dijo:

—¿Qué es esto?

—Carbones encendidos.

Cogió uno para examinarlo, pero cambió de idea y volvió a dejarlo en su sitio. Entonces se marchó. Nada le interesaba.

Pero a mí sí que me interesaba. Había cenizas, grises, suaves, delicadas y hermosas; enseguida supe lo que eran. Y las ascuas; también las ascuas. Encontré mis manzanas, las saqué arrastrándolas con un palo, cosa que me encantó hacer, pues soy muy joven y tengo buen apetito. Pero me llevé una desilusión, pues estaban reventadas y estropeadas. Estropeadas aparentemente, aunque en realidad no. Eran más sabrosas que crudas. El fuego es una cosa hermosa, y creo que resultará de utilidad.

Viernes

Fui a verle un momento el lunes pasado a eso del atardecer, pero sólo por un momento. Esperaba recibir algún elogio suyo por tratar de mejorar la propiedad, porque me movía un buen propósito y había trabajado duramente. Pero a él eso no le gustó, por lo que se dio la vuelta y me dejó. Estaba también disgustado por otro motivo: traté una vez más de convencerle de que dejara de ir a las Cataratas. Y era porque el fuego me había revelado una nueva pasión, ésta totalmente nueva, y muy distinta del amor, del dolor y de todo lo demás que había ya descubierto: el miedo. ¡Y era horrible! Hubiera preferido no descubrirlo nunca; me hizo pasar unos momentos difíciles, arruinó mi felicidad, me hizo sentir escalofríos, temblar y estremecerme. Pero me fue imposible convencerle, porque él todavía no había descubierto el miedo y no podía, por tanto, comprenderme.