DERROCHE DE CARRERAS, CORAJE, VALOR…
El cielo había perdido su densa oscuridad cuando Julio levantó una mano. Era la señal que aguardaban sus compañeros que, sintonizados a la perfección, saltaron hacia Andrés.
O no estaba dormido o tenía el oído muy fino, porque con prodigiosa celeridad alargó la mano hacia su látigo. En el mismo instante, León, el mico quejicoso, le arrojó una brasa encendida a los ojos.
El hombre lanzó un grito y el instante que perdió fue preciso para «Los Jaguares», que le tuvieron dominado en un abrir y cerrar de ojos.
Las correas anudadas de todos sirvieron para dejarle amarrado de la misma forma que antes lo estuvieron los prisioneros.
En cuestión de instantes, las chicas y el pequeño se hallaron en libertad. El viejo inca, que se había incorporado, seguía con sorpresa y cierta coherencia en el gesto sus movimientos.
—¡Sois unos valientes muchachos! —dijo con voz temblorosa—. Tan valientes que, si me acordara dónde está el fabuloso lugar que me cegó, que cegó mis ojos y mi mente, ahora mismo os lo diría.
—Escuche, amigo, no tenemos tiempo que perder. Vamos a llevarle a su casa y dejarle abrigado, pero no tardaremos en enviarle un médico.
El inca no opuso la menor resistencia a que los muchachos le llevaran en brazos, hasta dejarle en su yacija. Inmediatamente, Héctor impartía órdenes entre los suyos:
—¡Hay que volar, chicos! Si todo se lleva a cabo tal como imagino, esos granujas saldrán muy temprano en dirección a Cuzco al objeto de cobrar el cheque que sin duda le habrán obligado a firmar a tía Susy. ¡Hay que evitarlo!
—Exactamente —convino Julio—. De lo contrario me sentiría indigesto toda la vida.
Se lanzaron por la montaña empujándose unos a otros. Verónica empezó a quejarse:
—¡No puedo avanzar! ¡Tengo calambres!
—Aguanta lo que puedas. Los demás nos sentimos igual —repuso Sara.
León se había acomodado en los brazos de su dueño y aceptaba con placer sus alabanzas, aunque debían parecerle escasas. Había sido un héroe y tenía noción de ello. Y mientras tanto, de risco en risco, Petra abría la marcha.
El ejercicio sentó bien a todos y, aunque cubrieron con cierta dificultad la primera cincuentena de metros, por momentos recuperaban la flexibilidad de sus músculos.
Era ya de día cuando avistaron la casa.
—Alguien debería ir a telefonear. Es posible que no podamos hacerlo desde casa. Me da que esos tipos habrán cortado el teléfono.
—Necesitamos a la Policía, sí —convino Héctor—. Por de pronto, tenemos una acusación en firme contra esa gente: intento de secuestro.
Sara, furiosa, giró en redondo y su enérgica protesta no se hizo esperar:
—¿Intento de secuestro? ¿Es que eres de mantequilla? ¡Nada de intento! ¡Secuestro! El secuestro de siete personas, una ardilla y un mono.
—Bien, bien —concedió él—, así lo haremos constar.
—¡Ay, «Jaguares»! ¡Me está entrando un miedo superlativo! —susurró Verónica.
Y Oscar, que en los últimos momentos sentía unos violentos escalofríos por la espalda, afirmó.
—Tendremos que avanzar con precaución por si alguno vigila los alrededores —dijo Héctor—. Habrá que reptar.
—Será mejor que uno se adelante —propuso Julio.
Como las chicas se hicieran las distraídas, Héctor se ofreció, iniciando el avance. Desde allí podían ver el coche negro ante la puerta, sin duda preparado para la escapatoria.
De la antigua casa de campo no salía nadie y el resto de «Los Jaguares», aplastados contra el terreno, marchaba tras su jefe. Estaban ya a unos cincuenta pasos, cuando Héctor, levantando la mano, señaló el vehículo y Julio susurró:
—De acuerdo.
Muy bajito, Héctor dijo:
—Sigue después y no te detengas hasta la primera casa con teléfono.
Muy pronto, todos habían tomado posiciones: Julio avanzaba en dirección al coche y Héctor hacia la puerta principal. Oscar se quedó un tanto rezagado, para servir de enlace, y las chicas doblaron la esquina de la casa con el pensamiento puesto en penetrar en la misma a través de la ventana de la cocina.
Por detrás del coche negro, el mayor de los costarricenses levantó la cabeza y en el mismo instante un chispazo de alegría le cruzó el rostro: ¡las llaves estaban puestas! ¿Por qué lanzarse a la carrera hacia el teléfono más cercano si podían hacerlo sobre ruedas?
Sin pensarlo dos veces, saltó al interior y, poniendo el vehículo en marcha, salió a toda velocidad, en medio dé un espantoso estrépito. Estrépito suficiente para alertar a toda la casa.
En el mismo instante, Juan Guevara aparecía en la puerta.
—¡Maldición! —rugió—. Ese maldito larguirucho se lleva el coche. ¡Víctor! ¡La escopeta!
Apenas había terminado de decirlo cuando el musculoso individuo aparecía asimismo en la puerta del zaguán y apuntaba con su arma hacia el vehículo en fuga. Sonó una detonación, pero el coche continuó su camino. De un salto, Víctor se plantó en medio de la carretera y su segundo y ensordecedor disparo se confundió con el tremendo estallido de uno de los neumáticos.
El coche describió unas peligrosas eses antes de estrellarse contra un árbol de la izquierda del camino, pero cuando ya Julio había conseguido frenar su velocidad.
Inmediatamente, suponiendo que los demás «Jaguares» debían de andar cerca, Juan Guevara gritó:
—¡A ellos!
En aquel momento, el peruano del látigo apareció junto a los dos compinches. Viendo que Julio se había tirado del coche y seguía a la carrera, alejándose de allí, Víctor le ordenó:
—¡Síguele! ¡Si escapa estamos perdidos!
—¡No escapará! —gritó el bruto, rasgando el aire con la correa de su látigo.
Instantes después, uno tras otro, desaparecían de la vista de todos, engullidos tras el recodo.
Al pobre Oscar se le rompía el corazón. Guevara, con su arma, exigía de los tres muchachos:
—¡Manos arriba y sin hacer tonterías!
¿Qué remedio les quedaba sino obedecer? Para entonces, las dos chicas habían desaparecido tras el ángulo de la casa.
Una tras otra, empujándose y ayudándose, habían logrado saltar la ventana de la cocina. Desde allí, de puntillas pero a la carrera, avanzaron hasta llegar al salón. Junto al ventanal, Cora gritaba a los suyos:
—¡Duro con ellos! ¡No seáis blandos o se nos estropeará el negocio!
Tía Susy se hallaba sentada en una silla. Sentada… contra su voluntad, ya que muchos metros de cuerda la amarraban a ella. Quizá no pudo contenerse a la vista de las chicas porque Cora se volvió en redondo.
—¡Quietas, majaderas! —empezó a decir.
Posiblemente, lindezas parecidas hubieran seguido saliendo de su boca, de no precipitarse los acontecimientos. Verónica había corrido hacia el armarito donde se guardaban infinidad de tarros de mermelada, en cuya confección Rosita era experta, y Sara, embistiendo como el astado más bravo de cualquier ganadería famosa, fue a lanzarse de cabeza contra la meliflua mujer (que no lo era tanto). Su impulso incontenible hizo que Cora retrocediese hasta llegar al armario, cuya puerta Verónica sostenía abierta. En cuanto la lanzó hasta el fondo, se retiró y la rubia muchachita, sincronizada en pensamientos y acción con su compañera, cerró de golpe, echando la llave por el lado de fuera.
—¡Chicas, chicas! ¡Por favor, soltadme! —gritó tía Susy.
Ninguna de las dos le hizo caso. Habían corrido hacia la ventana y, de una mirada, abarcaban la escena: Héctor, Raúl y Oscar permanecían dominados ante el arma de Juan Guevara.
Sara dijo algo y corrió hacia las habitaciones de servicio, que daban sobre el zaguán. Verónica se lanzó al patio.
Una vez arriba, Sara se apoderó de lo primero que halló al paso: un tosco taburete de madera, cojo por más señas. Fue hacia la ventana, afinó un instante la puntería y… ¡zas! El taburete fue a caer justamente sobre la formidable escopeta de caza que Juan tenía en sus manos.
Aprovechando el breve momento de confusión, Héctor puso el pie sobre la culata. Lógicamente, Raúl no iba a quedarse quieto. Y arremetió con tal empuje contra Juan, que se lo llevó por delante, en el preciso momento en que Víctor acudía en auxilio de su compañero. Sorprendido por el alud, ambos compinches rodaron en confuso montón.
Cuando, mascullando imprecaciones, intentaban levantarse, un potente chorro de agua cayó sobre ellos.
Verónica, con la manguera del patio, la enchufaba de una a otra cara con una puntería realmente admirable.
Héctor se encontró con unos segundos preciosos a su favor y recogió la escopeta, gritando:
—¡Manos arriba! ¡Ponedlas sobre las cabezas!
Naturalmente, en jamás de los jamases hubiera pensado hacer uso del arma, pero le servía para hacerse respetar. Si al menos Julio hubiera logrado su objetivo… Pero con aquel bruto pegado a sus talones no había que confiar demasiado.
En aquel preciso instante recibió a su vez un jarro de agua fría en sus esperanzas:
—¡Imbécil! ¿Crees que había tenido tiempo de cargar el arma? ¡Vamos, Víctor! ¡A ellos!
Chorreante, medio aturdido, el energúmeno intentó obedecer. Pero desde la fatídica ventana del cuarto de servicio le cayó en la cabeza un viejo cuadro, deteriorado por la humedad. Víctor se encontró con un collar que en modo alguno esperaba y, mientras torpemente trataba de quitárselo, volvía a recibir en su cabezota de luchador un segundo objeto: la mesita de noche de Rosita, con todo el contenido de sus cajones.
Un Raúl chorreante, porque también a él le había llegado el agua de la manguera, lanzaba un directo contra la mandíbula de Guevara, que le dejó trastabillando. Un golpe de karate apenas contundente, pero efectivo, le hizo caer al suelo.
Realmente, en aquella ocasión, Héctor fue de lo más aprovechado, pues propinar otro golpe similar a un Víctor que luchaba contra el porrazo recibido, no puede calificarse de ortodoxo.
—¡Cuerdas! ¡Cuerdas! —empezó a gritar Oscar, temiendo que aquéllos se repusieran pronto del descalabro.
¡Qué apuro! No encontraban cuerdas por ningún lado. Verónica, que había abandonado su ventana, se presentó como un meteoro en el salón y, antes de que tía Susy comprendiera lo ocurrido, le quitaba primero una media y luego la otra, que le arrojó a Héctor. Este atrapó una al vuelo, Raúl la otra y, a toda velocidad, ataron a la espalda las manos de sus enemigos.
Cuando terminaban, Verónica les alargó la cinta de una persiana para que asegurasen el trabajo.
Un cuarto de hora después, sintieron el roncar de un motor. Con un brusco frenazo, un jeep de la Policía se detuvo ante el zaguán y Julio saltaba de él todavía en marcha.
—¡Hurra! —gritó Oscar, mientras León saltaba en su hombro y Petra aplaudía, tras salir de nadie sabía dónde.
—¿Así que no te alcanzó aquel tipo? —preguntó Raúl al jaguar recién llegado.
—¡Ni por asomos! Debió de huir en el último momento.
Los policías desataron a la pobre tía Susy, de la que nadie se había ocupado. La señora firmó la acusación contra los que consideró sus amigos; y el cheque por veinte mil dólares contra un banco de Cuzco, hallado en el bolsillo de Guevara y que llevaba la firma de la dueña de la casa, era motivo suficiente para una seria intervención de los tribunales.
La tensión se disolvió en risas cuando sacaron a Cora del armario. El estante de los frascos se había roto sobre su cabeza y, de arriba abajo, se hallaba cubierta de mermelada. Hasta los policías soltaron la carcajada, pero nadie lo celebró tanto como León y Petra.
Rosita y Tula habían estado encerradas en el lavadero y tuvieron que contenerlas para que no se lanzasen a arañar a los detenidos.
En cuanto se quedaron solos, tía Susy dijo:
—En adelante tendré que escoger mejor a mis amigos. En realidad, apenas conocía a éstos, pero desde hace unos días me sentía preocupada, pues estaba descubriendo que no eran como yo había imaginado.
—Espero que no olvides la lección —repuso su sobrino.
Aquel mismo día, el viejo inca fue llevado a un hospital de Cuzco. Los doctores diagnosticaron que los días del anciano estaban contados a causa de su extrema ancianidad.
«Los Jaguares» fueron a visitarle y él les acogió con simpatía, emocionado y silencioso. Pero cuando le llegó el momento, se llevó su secreto.
Muchas veces, los muchachos se preguntaron después cuál era la verdad sobre el apasionado historiador que quiso penetrar en un mundo misterioso.
FIN