Capítulo 8

VISITA A CUZCO CON FINES CULTURALES Y DETECTIVESCOS

Tía Susy y sus amigos jugaban al bridge cuando los muchachos entraron en la casa. Los cuatro levantaron los ojos hacia ellos y al momento se perdían en comentarios y exclamaciones.

—¡Cómo venís! ¿Qué os ha pasado? —preguntó tía Susy, poniéndose en pie para verles mejor.

Se les había olvidado advertir a Oscar que fuera discreto y el chico se lanzó a dar explicaciones. Y a darlas del modo que le era peculiar, impregnadas de tremendismo:

—Estamos vivos de puro milagro. ¡Qué aventuras las nuestras!

—¿Han tenido un accidente? —preguntó Cora.

Víctor hacía notar el desgarrón que Sara llevaba en la blusa y el siete de Raúl en los pantalones. Oscar añadía:

—Pues sí, estamos vivos de puritito milagro. Suerte que sabemos habérnoslas con las dificultades.

—¿Qué dificultades? —se lanzó a preguntar tía Susy, realmente alarmada.

—Vamos, tía —intervino Julio—, ya conocemos a mi hermano, que siempre exagera las cosas. Venimos con hambre, así que lo mejor será ir a ponernos presentables.

—No intentes escurrirte, Julio —repuso la señora—. Tu padre y las familias de tus amigos confían en mí y debo saber cuáles son vuestras correrías, porque… bueno, no pretendo actuar como una solterona antipática, pero estaría más tranquila si supiera…

—¡Pero si no tiene importancia! —se apresuró a explicar Sara, antes de que Oscar lo echara todo a rodar, porque había captado la onda lanzada por Julio—. Cuando subíamos por un barranco difícil, unas llamas que bajaban a la carrera casi nos arrollan. Algunos hemos besado el suelo y a eso se reduce todo, tía Susy.

—¿Y por qué vais por vericuetos difíciles? —se quejó ella, algo tranquilizada.

Quizá Cora Guevara pretendía que no se tranquilizara, porque dijo:

—Las pelirrojas suelen ser muy trapisondistas, querida Susy. Yo que tú no me lo creería.

Todos «Los Jaguares» se sintieron ofendidos y furiosos, pero tuvieron el suficiente tacto o educación para no darlo a entender demasiado. La excelente tía de los Medina, acariciando el cabello de la pelirroja, protestó con una sonrisa:

—Puede que haya alguna cabecita roja amiga de componendas, pero no la de Sarita. Ella es una chica encantadora, realmente encantadora, Cora.

Oscar había comprendido que no debía añadir más explicaciones y el grupo juvenil salió del salón en dirección a sus habitaciones.

Desde la cocina, Rosita sacaba la cabeza para ver a los recién llegados, que le producían gran curiosidad.

—¡Cómo vienen, niños! —exclamó un poco asustada, quizá pensando que tendría que habérselas con las ropas maltratadas del grupo.

—¡Bah, no tiene importancia! —dijo Héctor al pasar.

Sara, por el contrario, se detuvo, tomando a Rosita por una mano.

—¿No sabes? Cada día nos parece más interesante esta tierra tuya, pero no conocemos bien a la gente. ¿Suelen ser violentos los pastores? Quiero decir, si les molesta que la gente vaya a sus montañas…

—¡Niña! Esos pobres pastorcitos andinos, ellos y ellas no desean sino que vayan a visitarles. ¡Están tan aburridos! Si le han contado otra cosa la han engañado. Son inofensivos, los pobres…

—Tú debes conocerlos bien —añadió Sara.

—¡Figúrese no más, niña! Vengo de familia de ganaderos y he vivido siempre en la montaña.

Los muchachos habían desaparecido, excepto Verónica, que seguía atentamente la conversación.

—¿Sabes, Rosita? Quizá los encargados de los rebaños son bromistas y hoy nos han gastado una broma.

—¡Niña! ¡Ellos son muy respetuosos! Nunca se hubieran atrevido —se indignó la sirvienta.

Cuando las chicas estaban en su habitación, Verónica dijo:

—Tu hábil interrogatorio no ha servido para mucho.

—Yo creo que sí. Nuestros agresores de hoy no se parecen en nada a las gentes descritas por Rosita, luego éstos son la excepción…

En el momento en que se pasaba un jersey por la cabeza, oyó chillar a Petra. Había entrado en la habitación seguida de León y ambos peleaban por algo, arrebatándoselo y saltando por encima de las camas.

—Esta Petra se está volviendo una ladrona —comentó Verónica—. Les ha quitado la calculadora a los chicos; ya sabes, la del pastor…

—¿Y por qué ha tenido que ser Petra? León no me parece de fiar.

Verónica se había hecho con la calculadora después de unas carreras y, cuando salía de su habitación para dirigirse al comedor, tropezó con los muchachos, que estaban impecables.

—De no andar lista, Petra y León hubieran destrozado este aparatito. Nuestra liosa ardilla se dedica a robar.

La sorpresa detuvo a Julio. Murmuró algo de que creía haber dejado la calculadora en el bolsillo del pantalón que acababa de quitarse y durante unos instantes desapareció en su dormitorio. Al regresar, llevaba en las manos la pequeña máquina de bolsillo perdida por el pastor.

—¡Esto sí que tiene gracia! —comentó Sara—. Petra y León han encontrado, sin que sepamos dónde, una calculadora igual a la «nuestra».

Héctor las acompañaba en aquel momento.

—Sí, son exactas —convino—, lo que no es tan raro teniendo presente que los japoneses han inundado todos los mercados con sus fabricados electrónicos.

—En efecto, no es nada raro. Lo raro es que un mismo día nos vengan dos a las manos —objetó Julio, con su aire displicente—. Bueno, dejadla donde estaba.

Para eso necesitaban la cooperación de Petra, que no estaba con ánimo para cooperar, sino que nuevamente se enzarzaba en su celosa lucha con el mono.

—¿Alguien ha perdido una pequeña calculadora? —preguntó Julio, entrando precipitadamente en el salón.

—¿Perdido?

Los invitados de tía Susy se consultaron con la mirada. Por fin, Cora manifestó:

—La calculadora es mía. La llevo siempre que voy de compras…

—¡Es que tienes una cabeza para los números!… —ironizó su marido.

—Pero querido, los números no tienen nada que ver con el hecho de que alguien anda revolviendo en mis cosas. La tenía en el cajoncito del tocador.

Sara tuvo que enfrentarse a ella, aunque le estaba tomando una tirria…

—Lo siento, señora. Ha debido de ser mi ardilla la autora de la fechoría.

—No deberías ir por el mundo con ese animalucho.

Noblemente, Oscar defendió a su compañera:

—Puede que haya sido León.

—El sitio de los bichos es el zoológico o la selva —declaró Cora—. Me aterra pensar que, sobre revolver en nuestras cosas, nos trasmitan una enfermedad.

—Petra lleva un año conmigo y en todo ese tiempo no he estado enferma —sentó Sara.

Víctor se interfirió para recordar a la señora Guevara que en su casa tenía un molesto lulú que no dejaba sanos los bajos de los pantalones.

—Pero no le llevo por ahí para que extorsione a la gente —protestó ella.

Aquella noche Julio preguntó a su tía si al día siguiente podrían disponer del coche, alegando que tenían el proyecto de realizar una visita cultural a Cuzco.

—¿Os fijáis cómo son estos muchachos? Estoy muy orgullosa de ellos —dijo Susy, en dirección a sus amigos—. ¡Claro que podéis disponer del coche!

—Pero nosotros también pensábamos ir a la ciudad —opuso Cora.

—Querida, recuerda que no te encuentras muy bien —dijo su marido—. A Víctor y a mí nos gustaría ir a cazar, de modo que no necesitamos el coche.

La incordiante señora Guevara no volvió a protestar.

Al día siguiente, más ilusionados por la visita a la ciudad que por los planes que Julio pensaba llevar a la práctica, «Los Jaguares» se acomodaban en el coche negro conducido por el chófer uniformado.

—¿De verdad tenemos que ir a ver legajos? —preguntó Oscar con disgusto, cuando tras abandonar el vehículo se internaron por una callejuela flanqueada por sólidos muros de sillería, propios de la Era incaica.

—¿Cuántos años tendrá? —preguntó Sara.

—No se puede saber con exactitud. Cuando Pizarro entró en ella, en 1533, la encontró destruida, pero al año siguiente iniciaba su reconstrucción aprovechando estos muros de sillería y cimentaciones, sobre los que levantó la ciudad en estilo español.

El atractivo de la parte vieja de la ciudad les arrancó de sus primitivos planes y pasaron ante el palacio de Pachacútec, que en su día ocupó Pizarro y más tarde por el monasterio de Santa Catalina, que en tiempos fue morada de las Vírgenes del Sol. La Catedral, y especialmente la iglesia de Santo Domingo, levantada sobre el Templo del Sol o Corichancha, les tuvo absortos.

—Bueno, otro día vendremos más despacio. Hoy hay trabajo para todos —decidió Julio.

—Eres bastante déspota —se quejó Sara—. Es la primera vez que vengo a «la capital arqueológica de Sudamérica»… ¿no la llaman así? Y tú nos impones odiosos planes.

Los planes se llevaron a efecto con precisión matemática y Verónica se quedó en la Corporación Nacional de Turismo, con el encargo de anotar los descubrimientos interesantes que se hubieran hecho al trazar la ciudad moderna. Sara, en la Biblioteca de la Universidad Nacional, debía indagar sobre posibles monumentos incas no descubiertos de los que se tuviera noticia a través de leyendas, y hasta Oscar tuvo que leerse pacientemente varios tratados de historia local. Raúl se informaba de todo cuanto tuviera relación con Machu Picchu y las teorías de los estudiosos sobre si realmente Manco, el último inca, se había retirado a dicha ciudad, huyendo de los españoles, o a cualquier otro palacio de las cercanías, por algún lugar de la selva.

Héctor asumió la tarea de indagar sobre todos los especialistas en historia local llegados a Cuzco, así como de sus descubrimientos, y Julio estuvo consultando periódicos viejos.

Pasó la mañana y, a la hora convenida, se reunieron en un restaurante típico para comer.

—Las piedras me han molido la cabeza —se quejó Sara—; lo gracioso es que no penetro en la razón de qué estamos investigando. ¿Lo sabe alguien?

No, nadie lo sabía. Sin embargo, Julio aseguró que la chispa podía surgir en el momento menos pensado para alumbrar su oscuridad.

La verdad es que todos se hallaban hartos según sus confesiones, pero en el fondo les había resultado interesante investigar.

—La verdad es que ahora sé cosas insospechadas —confesó Verónica—. Me siento tan culta y tan importante…

—¡Pero tú siempre eres importante! —se admiró Raúl.

En seguida, con las mejillas rojas, trató de distraer la atención de los otros, sin sorprender sus risitas maliciosas.

—En cuanto acabemos de comer —decidió Julio—, nos iremos al mercado típico y haremos compras.

Sara se mordió los labios y empezó a contarse los dedos, mencionando la calculadora de Cora, que le vendría bien para saber qué podía gastar y qué no, dada la escasez de su bolsillo.

Mientras Verónica y ella se compraban unas pulseritas de plata para ellas y sus madres, Julio se les perdió. Al regresar, con aspecto de pachá oriental en alto y flaco, llevaba tras sí a un muchachillo nativo cargado de paquetes y al típico pastor andino con su vara, arreando un par de vicuñas y tres guanacos.

—¿De dónde sale este original? —se burló Héctor.

Instantes después, todos tenían motivos suficientes para sorprenderse de los actos de Julio.

—¿Dónde le dejo ahora los animales, señor? —preguntó el pastor.

—Te los regalo. Guárdalos hasta mañana y si los llevas donde te diga, te los volveré a comprar.

—Pero ya los ha comprado, señor.

—Nada, hombre; quédatelos esta noche y mañana, si me aguardas donde te diga, te los vuelvo a comprar.

Verónica susurró en el oído de Héctor:

—Está más chiflado que el viejo de allá arriba.

El chiquillo de los paquetes le preguntó dónde se los dejaba.

—El coche está cerca —le recordó Raúl.

—Se me ocurre una buena idea. Ya que aquí, el amigo, va a hacer un negocio con los animales, si mañana se encarga de llevar estos paquetes al lugar de nuestra cita, añadiré el cincuenta por ciento del importe de la compra.

—¡Segurito, señor, cuente con ello! —replicó el nativo sin la menor desconfianza. Puesto que ya había cobrado por las vicuñas y los guanacos, nada perdía, y si volvía a ganar…

—Lo dicho: loco de remate —insistió Verónica.

—En absoluto. Este marrullero podrá intrigarnos, pero acepto su plan —decidió Héctor.

—Este nos va a salir adivino —se burló Sara—. No sé lo que se traman, pero como siempre vamos a hacer todo lo que ellos planeen. ¡Estamos en plena tiranía!