LÁTIGOS CONTRA «LOS JAGUARES»
Tenían toda la tarde para ellos y «Los Jaguares» cubrían despacio el descenso de la montaña. Al rato se detuvieron a descansar y charlar.
—En realidad —dijo Sara, balanceando las piernas desde su alto asiento de una roca—, el secreto del inca no es un secreto tan importante. Seguramente, loco o no, es un hombre que ama la soledad y no quiere verla allanada por intrusos.
Héctor inclinó la cabeza, afirmando.
—Comparto tu criterio. Quizá ese pobre viejo ha sufrido mucho en el mundo y se ha retirado a hacer vida de ermitaño, conservando alguno de sus libros. Cabe la posibilidad de que se distraiga anotando sus observaciones sobre la naturaleza que le rodea o, simplemente, sus divagaciones de loco.
Entonces todos miraron a Julio, esperando su opinión.
—Estoy de acuerdo con vosotros. Como nos han sucedido algunas cosas no muy corrientes en diversas ocasiones, reconozco que tenemos cierta propensión a ver misterios en las cosas más simples. Hemos encontrado un plano, no sabemos dónde, del que seguramente habrá muchas copias, y eso nos ha levantado un poco los cascos. En realidad, cualquiera que haya ido por ese camino ha podido copiar las líneas del lugar y reproducir las figuras de las piedras. No olvidemos que la zona es interesante y que muchos expertos en arqueología incaica la visitan. Hasta entra en lo posible que un día salga a la luz algo desconocido. Por ejemplo, Machu Picchu se descubrió por casualidad en 1911 y eso alienta a los investigadores.
—¡Estás de un sensato subido que asusta! —se burló Sara—. Según tú, ¿debemos abandonar nuestras pesquisas?
Julio se encogió de hombros con indiferencia y Oscar alegó:
—Esa es una buena noticia, Jul, así no volverás a dejarme de espía. Siempre te aprovechas de mí porque soy más pequeño.
—No te hagas la víctima —se burló Héctor.
Raúl parecía apenado. Tímidamente, expuso su pensamiento.
—Abandonar los misterios, las búsquedas absurdas, me parece bien, pero abandonar al pobre viejo… La comida que le llevamos ha de venirle bien. Se me ocurre que, mientras estemos aquí, cada dos o tres días, uno de nosotros puede venir con provisiones. Si no quiere vernos, es igual; pero le dejaríamos delante de su puerta la comida. Yo estoy dispuesto; no soy mal andarín de montañas.
—Entonces, te cedo mi turno —se apresuró a proclamar Julio.
Caminaban ya por la parte de montaña habitada únicamente por los rebaños y sus pastores y se adentraban por un desfiladero de pelada roca que daba paso a la parte de terrazas escalonadas y sembradas de cereales, cuando Petra, aterrada, saltó al hombro de Sara. León, su fiel imitador, hizo lo mismo, cuando hasta entonces solía encaramarse en Oscar.
—¿Qué pasa…? —había empezado a preguntar Verónica.
—¡Alto, muchachos! —exigió un nativo, cerrándoles la salida del desfiladero. Enarbolaba un látigo y su aspecto resultaba amenazador, a pesar de que las típicas ropas de los pastores de ganado más conferían aspecto inofensivo que otra cosa.
Un segundo nativo, muy similar al primero, con el sombrero encajado hasta las cejas, les hablaba desde la entrada del mismo.
«Los Jaguares» comprendieron que tenían cerrados los dos pasos, en cualquier sentido.
—¡Se acabó el merodear por la montaña! Nuestro inca es sagrado. ¡No volverán a molestarle!
Héctor, mirando al uno y luego al otro, replicó:
—Ignorábamos que la montaña les perteneciera. Pero, aunque así fuera, venimos de un país donde las cosas se piden por favor.
—La montaña es de los incas y sus ganados. No tenemos que pedir favores.
Seguidamente, hizo restallar con fuerza su látigo. Oscar, asustado, se hizo atrás y el desconocido, descubriendo el efecto que acababa de causar, lanzó el látigo por segunda vez, tan cerca del menor de los costarricenses que, de no poner a tiempo Raúl su brazo, posiblemente le hubiera alcanzado.
—¡Salvaje! —gritó Sara.
El que estaba tras ellos se acercaba haciendo restallar con fuerza su látigo. El primero en actuar continuaba accionándolo con fuerza, estrechando a los muchachos en un cerco cada vez más pequeño.
—¡Apártense y déjennos pasar! —exigió Héctor.
Uno de los nativos ordenó al otro, mientras se tiraba sin miramientos sobre el grupo:
—¡Ahorita no más!
Aquellos bravos andinos ignoraban con quién tenían que habérselas. El latigazo destinado a Julio restalló sobre su cabeza. Con un esguince, el muchacho lo había eludido. Héctor se lanzó en plancha sobre aquel hombre y su acometida fue tan magnífica que ambos rodaron al suelo. El nativo intentaba recobrar el uso de su brazo y su látigo, pero lo tenía paralizado por la fuerza del rubio muchacho.
Raúl, por su parte, se había lanzado de cabeza sobre el estómago del otro rufián y, aunque envuelto por el abrazo doloroso de la correa, el tremendo encontronazo hizo gritar a su enemigo.
Las chicas y Oscar se habían aplastado contra la pared y Julio miraba a derecha e izquierda, como árbitro que controla una pelea, dispuesto a intervenir.
Héctor y su atacante andaban a puñetazo limpio. Si el muchacho no hubiera sido tan considerado, colocando sus golpes con más tecnicismo que mala intención, quizá se hubiera librado de aquel puñetazo en la boca que durante unos segundos le dejó confuso, sin respiración, mareado.
Viéndole en tan difícil situación, Julio se acercó al bruto por la espalda y, sin prisa, con precisión, la mano de canto, esperaba el momento oportuno de aplicarle en la nuca un suave golpe de karate con el que pensaba dejarle fuera de combate.
—¡Vamos ya! —chilló Sara—. ¿A qué aguardas?
El bruto debió comprender que algo se le venía por detrás, ya que se revolvió a tiempo de librarse del golpe y pillar desprevenido al alto muchacho, enviándole de un mazazo contra la pared.
Aquello se ponía mal. Quizá Petra lo había comprendido así, porque atrapó al vuelo uno de aquellos látigos, que estaba en el suelo, lo puso en manos de Sara y escapó a la carrera, seguida de cerca por León.
Naturalmente, Sara no lo pensó dos veces y enarboló el látigo con toda su fuerza. Pero calculó mal las distancias, quizá porque tal arma era novísima en su mano y la correa rodeó el cuerpo de Julio, que lanzó una imprecación.
Por el lado de Raúl, la situación no se definía. Dar, recibir, dar…
Héctor se había repuesto lo suficiente para cargar contra su enemigo. Pero le faltó ligereza y el indio se hizo a un lado, dejando que chocasen estrepitosamente el rubio y el alto.
Ambos salieron tambaleantes del encontronazo y el nativo, satisfecho, empezó a rebuscar su látigo, sin duda para terminar a placer la faenita.
Pero no había contado con Verónica que, a su espalda, se disponía a lanzarle una pedrada.
Y la lanzó, mas con puntería tan desastrosa que alcanzó a Raúl en el cogote, dejándole tan tambaleante como sus dos compañeros tras el encontronazo.
—Duro con ellos. ¡Están batidos! —exclamó uno de aquellos horribles individuos.
Si hubiera conocido a «Los Jaguares» no hubiera dejado escapar tal exclamación. Cuando a dúo se lanzaban sobre los aturdidos chicos, Julio se tiró en plancha al suelo, atrapó uno de los tobillos del individuo y le lanzó un mordisco en plena pantorrilla, de tal calibre, que el hombre fue un puro chillido. Sara aprovechó para descargarle el látigo en la cabeza. Héctor, con absoluta precisión, había alcanzado al otro compinche en la mandíbula y fue a rebotar con estruendo contra la pared. Raúl, rehecho, era una máquina de dar puñetazos.
Los dos individuos se apresuraron a escapar. Pero, una vez en seguridad, gritaron con toda la fuerza de sus pulmones la advertencia de que nunca más volvieran a la montaña sagrada o les darían una lección.
—¡Hemos venci…! —a Oscar se le cortó el grito en la garganta, pues había visto en el suelo algo realmente insólito en aquel lugar. Lo recogió, cuando las chicas le instaban a correr para alejarse de tan peligroso pasadizo.
Viendo el látigo en manos de Sara, Julio hizo ademán de darle una torta. Por suerte, se contuvo a tiempo o ella se apartó más a tiempo todavía.
—¿Así que eres tú la que me ha molido con el látigo?
—Lo siento… yo… bueno, dejémonos de tonterías y a correr.
El primero en salir de allí había sido Oscar. Los demás encontraron cuerdo seguirle, aunque Raúl, acariciándose la cabeza, se había quedado rezagado.
—Creo que te he dado una pedrada —murmuró Verónica a medio aliento, a causa de la carrera.
La cara de tonto de Raúl era de ver. No le entraba en la cabeza que aquella muñequita delicada… ¡Cielos, qué cosas podían ocurrir! De todas formas, puesto que ella era la autora de su descalabro, le dolió menos.
Algo más allá, con Petra y León abrazados y compenetrados a causa del susto, Oscar mostraba algo en su mano.
—¿Sabéis lo que ha perdido uno de esos pastores andinos?
Nadie le hacía caso y tuvo que meterle a su hermano la calculadora por las narices. Porque era una pequeña calculadora de bolsillo lo que el nativo había perdido.
—¡Aguanta! —se le escapó a Julio, pasando los dedos por las teclitas—. ¡Vaya indios de ciencia ficción!
Inmediatamente, los dos hermanos se encontraron rodeados de los otros cuatro.
Ni qué decir tiene la de comentarios que originó el hallazgo. Sin embargo, pronto surgían las bromas.
—Supongo que querrán la computadora para contar las alpacas —dijo Sara.
—¡Tonta! Es para sumar los kilos de lana cuando esquilman las vicuñas.
En realidad, las bromas tenían por objetivo enmascarar la preocupación que todos estaban sintiendo. En un mismo día habían sido objeto de dos ataques por parte de los pastores andinos. El sucedido aquella mañana no podía considerarse ya como la broma maligna de un montañés aburrido.
Conociendo a los suyos, Héctor se cuidaba de no manifestar sus preocupaciones. Con la imaginación de que estaban dotados la echarían a volar y… ¡no quería ni pensarlo!
Entonces Raúl, que no sabía enmascarar sus pensamientos, dijo:
—¿Qué tienen contra nosotros? No les hemos hecho daño ni a ellos ni a sus ganados. ¿Quiere alguien, si lo sabe, contarme lo que está sucediendo?
—Lo que está sucediendo no lo sabemos ninguno —repuso Julio—. Somos unos pacíficos turistas que se han compadecido de un viejo loco llevándole alimentos. Esa no es razón para que un pastor nos lance sus llamas que pudieron habernos despeñado, ni que otro par de indios nos hayan atacado hace un rato; ni… y esto es lo más importante, ese viejo loco se nos quite de encima con el pretexto de estar enfermo. ¿A quién, diablos, estorbamos?
—Oscar se había puesto en marcha llevándose a Petra y León, alegando:
—Todo eso podemos discutirlo más cerca de casa, donde estaremos más seguros.
Las chicas aceptaron encantadas la sugerencia. No se hallaban muy a gusto por aquellos parajes, precisamente porque, como sus compañeros acababan de reconocer, no podían comprender lo que estaba sucediendo. Estaba todo tan confuso.
Héctor, que marchaba pensativo con las manos en los bolsillos, dijo al rato:
—No se me ocurre más explicación que ésta: las gentes que habitan la montaña, sabiéndose descendientes directos de los incas, en esta parte que fue cuna del imperio, llevan su fanatismo al extremo de no permitir que los extraños vayan y vengan a su antojo.
—Tonterías, Héctor —replicó Julio—. He oído decir que estos campesinos son buenas gentes, sencillos y naturales y sumamente hospitalarios. Y tengo razones para suponer que son realmente así.
—¡Pues si no llegan a ser tan hospitalarios, ésta no la contamos! —ironizó Sara—. El susto no se me va a quitar así como así.
—A lo mejor no entendemos a esta gente —se le ocurrió a Raúl.
Una palmada en el hombro, procedente de Julio, le hizo saber que su puntualización era buena.
—Mañana iremos a Cuzco e indagaremos en cuanto se haya escrito sobre los habitantes de esta comarca. Entre los seis podemos avanzar mucho. Recorreremos bibliotecas, hemerotecas y cuanto se nos ocurra.
—¡Pero Julio! Eso me parece una pérdida de tiempo —opuso Raúl—. ¿Qué tendrá que ver lo que encontremos con cuanto nos ha ocurrido?
—Eso nunca se sabe, coloso. Y de todas formas, aunque por ese lado nada hallemos, siempre habremos ampliado nuestra cultura —repuso el alto muchacho.
—Oye, yo estoy de vacaciones —le recordó Verónica, a modo de protesta.
Oscar, calurosamente, hizo causa común con ella.