Capítulo 5

EL ATAQUE DE LAS LLAMAS EN DESBANDADA

Durante el regreso no hablaron mucho, todavía impresionados por lo que habían visto en Machu Picchu o Picacho Grande, convergiendo ascensionalmente hacia el tradicional reloj solar de los incas, que marcaba las estaciones del año para aquel pueblo andino, adorador del Sol. En la más importante ceremonia de su ritual religioso, que tenía lugar en el solsticio de invierno, se celebraban los festejos en los que intervenían las jóvenes más bellas y agraciadas.

En el fondo de sus corazones, sentían una gratitud sin límites hacia tía Susy, que había hecho posible el viaje a lugar tan fantástico y cargado de evocaciones.

Pero una vez en la casa de campo, Sara, alejando nostalgias y pensamientos románticos, corría en busca de Rosita.

—Dime, ¿has barrido hoy el patio?

—¿Y cómo no, niña? Limpito que es una gloria le tengo todo.

Inmediatamente, Sara fue con el parte junto a sus amigos.

—Ya podemos despedirnos del trozo de plano que falta; Rosita ha barrido el patio.

—¿Te lo ha dicho ella? Yo no me fiaría —repuso Oscar, desconfiado.

Inmediatamente, sirviéndose de una linterna, porque había oscurecido, recorrían el patio. En efecto, Rosita lo había barrido, pero… arrojando los resultados bajo un arriate. Junto con una cáscara de plátano, apareció el papel.

«Los Jaguares» corrieron a la casa y, bajo una lámpara, unieron el hallazgo a la parte de mapa conservada por Oscar. Faltaba todavía una esquina, pero ampliaba bastante el camino marcado por piedras de diversas formas, a través de lo que parecía una senda horizontal que luego se prolongaba por el Noroeste.

—Esto significa que debemos seguir investigando, ahora con arreglo al mapa —decidió Sara.

Julio se llevó el dedo a los labios.

—Compañeros —murmuró—, no digamos nada del descubrimiento, porque ya habéis visto cómo son los amigos de tía Susy; bajo el pretexto de que somos unos nenes, se apoderarían del plano. Y esos gandules son incapaces de emprender nada por su cuenta.

Cora apareció en la estancia. Intrigada sin duda por los secreteos de los muchachos junto a la lámpara, preguntó:

—¿Qué estáis haciendo?

—Esto es un juego muy divertido —dijo Oscar.

—¿Juego? ¿Qué juego? —insistió ella.

—Pues el de los misterios —replicó el chico.

Sara apenas podía contener la risa y los demás difícilmente. Como después dijo Héctor, no había nada más parecido a un hermano Medina que otro hermano Medina.

Aquella noche, tía Susy preguntó, dirigiéndose a los muchachos:

—¿Tenéis algún plan para mañana?

—Pensamos recorrer los caminos de la montaña, si no tienes nada que oponer —repuso Julio.

—Siempre que seáis prudentes…

Le dieron toda clase de seguridades y a la mañana siguiente, aunque no todos tuvieron sueños tranquilos, pues la impresión de Machu Picchu perduraba en ellos, ni a uno se le pegaron las sábanas.

Ante la taza del desayuno, Verónica contó:

—Sara no me ha dejado dormir. Se ha pasado la noche dando brincos en la cama.

—¿De veras? Habrá sido sin querer. Desde luego he tenido una terrible pesadilla; veía al viejo de la montaña convertido en el emperador Manco, con sus plumas y sus abanicos para no dejarse ver, durante la fiesta del dios Sol en el templo de Machu Picchu. Estaba rodeado de doncellas bellísimas, a las que él mandaba sacrificar. Por suerte, cuando iban a rebanarle el cuello a Verónica, que era una de las doncellas bellísimas, me he despertado.

Mientras Verónica se acariciaba el cuello, Oscar se entrometió. El siempre se entrometía.

—Yo también he soñado cosas así y ha sido terrible, pues los lanzazos eran muy reales. Atahualpa peleaba con Pizarro y se daban unos mandobles de miedo. Atahualpa tenía la cara de Raúl y Pizarro la de Víctor.

—¿Y quién ganaba? —preguntó Verónica.

—¿Pero no ves que son inventos del mico? —dijo Julio.

Sin ponerse de acuerdo, todos hicieron buena provisión de alimentos en sus mochilas, pensando en el viejo Inca. Y puesto que iban a seguir el camino del plano y el camino estaba próximo a su derruida vivienda…

Cuando salían, el señor Guevara apareció con gesto cariacontecido. Dijo que su esposa se había enfriado la víspera y que posiblemente no podría abandonar el lecho.

—Me temo que hoy tendremos que estarnos en casa —añadió—. Por suerte estamos bien provistos de lectura.

—León también estornuda —hizo saber Oscar.

—León estornuda siempre. Es un pelma —desdeñó Sara.

Para dejarla mal, Petra empezó a estornudar. Estaba claro que lo hacía a intento, para no ser menos que el mono. Entonces Sara, que tenía debilidad por ella, le puso una bufanda suya y una expresión feliz animó la carita alargada de la maliciosa ardilla.

—Vas a tener que ponerle un gorro —dijo Julio con burla.

—Esto va a parecer el circo de los animales con disfraz —comentó Héctor.

Al principio fueron despacio, porque, como les sucedía muchas veces cuando estaban juntos, les daba por reír. Uno decía algo tonto o gracioso, a otro se le ocurría otra cosa y se enzarzaban. Reñían o discutían, o les entraba la risa y ya no sabían parar. Petra se reía también a su modo y el pobre León, que no conocía aún el verdadero temperamento de «Los Jaguares», les miraba con cierto terror y llevaba sus ojillos de mico de uno a otro, como temiendo que aquella pandilla de locos hiciera alguna tontería. Desde luego, León ya no podía ser más conservador. Mientras Petra estaba en su elemento cuanto mayor fuera el estropicio, el monito parecía feliz cuando a su alrededor reinaba la calma y podía estarse bien abrigadito en el hombro de su dueño.

Era ya media mañana cuando Sara, con los ojos brillantes todavía de risa, recordó el plano y consultó con Julio:

—¿Tú qué crees que puede ser?

—Eso es un acertijo. El papel es grueso y está amarillo por el tiempo, pero si me preguntas de dónde ha salido… Eso se lo tendrías que preguntar a tu Petra.

—Mi Petra no ha sabido responder. Quizá lo haya encontrado León.

—Si estaba enterrado, el hallazgo es cosa de Petra —sentenció Julio.

—A lo mejor, nuestro misterioso plano no significa nada. Suponed que alguien que ha visto las piedras, lo mismo que nosotros, ha trasladado a un papel el recorrido que hacen.

—Puede ser —concedió Julio.

Raúl era todo oídos. Por lo general, se guardaba sus opiniones, porque, para cuando las formaba, aquel par de diablos ya se le habían adelantado. Y como tenía su amor propio, por el procedimiento de callar no quedaba tan mal ante Verónica.

—No me digáis que el plano no tiene secretos porque me da un berrinche —protestó Sara, dejando de trepar para mirar de frente al grupo—. Bien pensado, algo abona mis sospechas.

—Suelta el rollo de una vez —dijo Julio, algo impaciente.

—Las piedras están sujetas al suelo como en las construcciones de Machu Picchu, por un procedimiento que, según el guía, era propio de los incas. Están trabajadas en sus formas como las de la ciudad sagrada y eso significa que las plantaron allí los antiguos ciudadanos del Imperio. Y, ¿para qué? —se contestó a sí misma— por alguna razón que no podemos desentrañar.

Raúl aplaudió a rabiar. En realidad, admiraba mucho la iniciativa de aquella compañerita pelirroja y divertida.

León y Petra aplaudieron también. Sara hizo reverencias en varias direcciones antes de proseguir la ascensión.

Al rato hallaron la primera de las piedras marcadas en el plano y a partir de ahí fueron siguiendo el itinerario marcado. En la última parte no les era fácil, ya que se trataba de una torrentera que, a cada paso, les obligaba a resbalar; a veces las piedras salían despedidas bajo sus pies.

—El último tramo nos es inédito —les recordó Héctor.

—Y más inédito aún lo que falta de plano.

—¡Ay! —gritó Verónica, perdiendo el equilibrio a causa del resbalón—. Con tal de que mi cabeza siga inédita…

Apenas se había repuesto cuando un ruido de cascos se produjo sobre sus cabezas. Tuvieron el tiempo justo de ver a un pastor ataviado a la manera típica de la región, con su poncho, una manta enrollada en torno al torso y un sombrero de ala con sus cintas de colores, azuzando a las llamas de su rebaño… ¿en dirección a ellos?

Petra fue la primera en dar la alarma, saltando a un lado. Antes de que pudieran reaccionar, tenían las llamas encima, despavoridas por la carrera, haciendo saltar las piedras. Verónica rodó varios metros y si no se precipitó en el vacío fue porque Raúl, en el último instante, pudo sujetarla por una mano.

Oscar levantó la cabeza aturdido, después de que una de las llamas pasara sobre él. Pero no le había rozado y, blanco de pánico, se aseguraba de que otro animal no fuera a pisotearle. Julio tiró de uno de sus pies apartándole del camino, mientras Sara se aferraba a Héctor y juntos se aplastaban entre dos rocas dejando pasar al despavorido rebaño.

En aquella ocasión, León había sido el más listo. Se había encaramado sobre el único y raquítico árbol de todos los contornos y no parecía dispuesto a dejar su refugio.

—¡Eh, usted, qué hace! —increpó Julio al pastor, que permanecía medio escondido tras un peñasco.

Las llamas, unas ocho o diez, proseguían su loca carrera montaña abajo y Sara, con voz que temblaba, exclamó:

—Nos ha lanzado a esos animales para hacernos caer.

Héctor, furioso, había dejado el peñasco y trepaba velozmente, barbotando improperios. Sara le siguió, temiendo que, acalorado como estaba, fuera a enzarzarse con el autor de la fechoría. Julio, que debía temer lo mismo, empleaba sus piernas a toda celeridad para llegar junto al peñasco al mismo tiempo que él.

Pero todos llegaron tarde. El pastor, montado en una llama, descendía por otro barranco con riesgo de caer al abismo.

—Déjalo —dijo Julio—, de todas formas no le alcanzaríamos.

—El muy granuja… —barbotaba Héctor.

Sin embargo, a pesar del susto y el atropello que se había cometido contra ellos, habían experimentado una cierta compensación en el espectáculo magnífico que durante unos instantes constituyeron los hermosos animales lanzados a la carrera por el talud.

—No me importaría nada montar a una de estas llamas obstinadas y temperamentales —dijo Héctor—. Si es cierto que pueden transportar las cargas más pesadas durante un trayecto superior a los treinta kilómetros, también podrían conducirme a mí.

—Olvida tus afanes de jinete y volvamos a lo que estábamos haciendo, que era seguir, o tratar de seguir la ruta marcada en el plano.

Durante la carrera, como consecuencia de las llamas azuzadas hacia ellos, a Sara se le habían caído las gafas.

Y aunque todo su interés en aquel momento se centraba en encontrarlas y por añadidura encontrarlas intactas, se quedó mirando a Julio, creyendo que en aquellos momentos le animaba un interés particular.

—¿No creerás que el ataque ha sido intencionado, verdad?

El muchacho se la quedó contemplando con cierta sorpresa, porque Sara, sin gafas, siempre le sorprendía. Era como si otra persona ocupase su lugar.

Pasados unos segundos, contestó muy seguro:

—Creo que el ataque ha sido intencionado. Ahora bien, ese pastor puede haber actuado para divertirse a nuestra costa, porque sus horas en la montaña le resultan muy aburridas, o por otros motivos menos claros.

—¿Por cuál de las dos hipótesis te inclinas? —preguntó ella, muy intrigada.

—Desde luego, por la segunda. Pero la verdad, es tan absurdo que un pastor desconocido la emprenda contra unos turistas también desconocidos, que deberemos aceptar la primera.

A Sara se le fueron las manos a la cabeza y los ojos al cielo.

—¡Qué odiosamente complicado eres! Debes tener en la cabeza un laberinto por el que no puedo ir sin perderme.

—Sara tiene razón —concedió Héctor—. Cuando te pones así, siempre acabamos en complicaciones. Vamos a no pensar más en los animalitos ni en su conductor y a proseguir tranquilamente nuestra excursión.

—Primero debo buscar mis gafas —repuso Sara.

Todos empezaron a buscarlas por el cauce del torrente, pero fue precisamente Sara quien las vio de lejos. Estaban sobre unos matojos y Raúl, sorprendido, comentó:

—No sé para qué quieres esa herramienta. Estoy por creer que tienes mejor vista que todos nosotros.