Decir adiós
Pero cuando estuvo enteramente en manos del viento, dejó de sentir su fuerza. La había sacado del Reino como si ella fuera niebla; al igual que la niebla, ahora no podía ser dañada. Se hallaba completamente insensible. Cuando el entumecimiento terminó, la tristeza volvió a recobrar su voz y a gritar. Pero aquella situación había perdido el poder de aterrorizarla. La tristeza no era más que la otra cara del amor; y ella no lo lamentaba.
Mas por el momento se hallaba inmovilizada, y el viento se encargaba de transportarla suavemente a través de la ilimitada oscuridad. Su percepción había desaparecido, perdida como el Reino. No tenía posibilidad de medir las extensiones de soledad que atravesaba. Pero el anillo, el anillo de Covenant, su anillo, todavía estaba en su mano, y lo apretaba para consolarse.
Y mientras pasaba por la medianoche entre los mundos, recordó una melodía… pequeños fragmentos de una canción que una vez cantó Encorvado. Durante un tiempo, fueron únicamente fragmentos. Luego, el mismo dolor que expresaran los reunió.
Mi corazón tiene estancias polvorientas
y hay cenizas en mi hogar,
que deben ser limpiadas y absorbidas
por el hálito de la luz solar.
Yo no puedo realizar esa tarea,
puesto que incluso el polvo me es querido.
El polvo y las cenizas me recuerdan
que mi amor estuvo allí escondido.
No sé cómo decir adiós,
cuando adiós es la única palabra
que me queda para pronunciar,
o para oír.
Pero no puedo expulsarla de mis labios
ni dejar a mi solo amor partir.
¿Cómo soportaría que quedaran las estancias tan vacías?
Entre el polvo me siento y espero
al polvo que me cubrirá.
Y remuevo las cenizas
aunque estén frías.
No puedo soportar cerrar la puerta,
sellar mi soledad,
mientras el polvo y las cenizas aún recuerdan
el amor que no debiera terminar.
La canción le hizo recordar a su padre.
Volvió a ella como la voz de Encorvado, allí tendido en la vieja mecedora mientras se le iba el último soplo de vida… conducido al suicidio por la posesión del Desprecio. Su aborrecimiento de sí mismo había crecido tanto que se había convertido en aborrecimiento de la vida. Había sido como la religión de su madre, únicamente capaz de probar su propia verdad imponiéndola sobre la gente que la rodeaba. Pero había sido falsa. Y pensó en él ahora con un arrepentimiento y compasión que nunca antes se había permitido. Se había equivocado con respecto a ella: lo había querido entrañablemente. Había amado a sus padres, pero había sido engañada por su propia amargura.
De forma curiosa, el reconocimiento de aquello la preparó. No sintió sorpresa ni desconsuelo cuando Covenant le habló desde el vacío.
—Gracias —dijo ásperamente, enronquecido por la emoción—. No existen palabras adecuadas para expresarlo. Pero te lo agradezco.
El sonido de su voz hizo que las lágrimas corrieran por el rostro de Linden. Bajaban por sus mejillas como la desgracia. Pero les dio la bienvenida, como a él.
—Sé que ha sido terrible —prosiguió él—. ¿Te encuentras bien?
Ella asintió sumergida en el viento que parecía arremolinarse quietamente a su alrededor como si quisiera recordarle su pérdida. Eso pienso. Quizás. No importa. Ella sólo deseaba oír su voz mientras pudiera. Sabía que no duraría mucho. Para hacerle hablar nuevamente, pronunció las primeras palabras que se le ocurrieron.
—Estuviste maravilloso. Pero ¿cómo lo hiciste? No tengo idea de cómo lo lograste.
En respuesta, él suspiró… una exhalación de debilidad y recordado dolor, no de arrepentimiento.
—No creo haberlo hecho en absoluto. Todo lo que hice fue desearlo. El resto…
»Caer Caveral lo posibilitó. Hile Troy. —Una vieja nostalgia cubrió su tono—. Ésa era la “necesidad” de que habló. Por la que dio su vida. La única manera de abrir aquella singular puerta. Para que Hollian pudiera volver. Y para que yo no llegara a ser como los demás Muertos… incapaz de obrar. Él quebrantó la Ley que me hubiera impedido enfrentarme al Execrable. De otro modo, yo no hubiera sido más que un espectador.
»Y el Execrable no lo entendió. Quizás había ido demasiado lejos. O quizá se negaba a creerlo. Pero trató de ignorar la paradoja. La paradoja del oro blanco. Y la de sí mismo. Deseaba el oro blanco… el anillo. Pero también yo soy el oro blanco. No podía cambiar eso asesinándome. Cuando me atacó con mi propio fuego, hizo la única cosa que yo no podía hacer por mí mismo. Consumió el veneno. Después de aquello, quedé libre.
Se detuvo por un momento, reconcentrándose.
—No sabía lo que iba a ocurrir. Estaba aterrorizado de que me permitiera vivir después de atacar el Arco. —Vagamente, ella recordó la manera en que Covenant había incitado al Amo Execrable como si estuviera provocándolo para que lo matara—. No somos enemigos, a pesar de lo que él diga. Él y yo somos uno. Pero no parece darse cuenta. O puede que no quiera admitirlo. La maldad no puede existir a menos que la capacidad de oponérsele exista también. Y tú y yo somos el Reino… por decirlo de ese modo. El es una parte nuestra. Nosotros somos una parte de él. Ésa es su paradoja. Cuando me asesinó, lo que realmente intentaba asesinar era su otra mitad. Y me hizo más fuerte. En tanto yo lo aceptara, o me aceptara a mí mismo, a mi propio poder, sin pretender hacerle a él lo que él deseaba hacerme, no podía superarme.
Al llegar a este punto, quedó en silencio. Pero ella no había estado escuchándolo con demasiado interés. Tenía sus propias respuestas, y le bastaban. Ella atendía especialmente al sonido de su voz, sólo le importaba que continuara a su lado. Cuando él se calló, buscó otra pregunta. Tras un instante, se interesó por el modo en que la Primera y Encorvado pudieron escapar de los Entes de la Cueva.
Ante aquello, una nota semejante a risa irónica fulguró en el viento.
—Ah, eso. —Su humor estaba teñido de negrura; pero ella lo atesoró porque jamás lo había oído tan cercano a la carcajada—. Eso corrió de mi cuenta.
»El Execrable me confirió demasiado poder. Y me enloquecía permanecer allí sin poder alcanzarte. Tenía que hacer algo. El Execrable supo en todo momento lo que los Entes de la Cueva estaban haciendo. Se lo permitió para presionarnos más. Así es que hice que algo saliera del Túmulo del Ente. No sé qué fue… no duró demasiado. Pero mientras los Entes de la Cueva le hacían reverencias, la Primera y Encorvado tuvieron ocasión de huir. Entonces les mostré cómo llegar a ti.
A ella le gustaba su voz. Quizá la culpa había sido eliminada de ésta como el veneno. Compartían un momento de compañerismo. Reflexionando sobre lo que había hecho por ella, estuvo a punto de olvidar que nunca volvería a verlo vivo.
Pero entonces, un instinto visceral le advirtió que las tinieblas estaban cambiando… que su tiempo con él casi había terminado. Hizo un esfuerzo por expresarle su gratitud.
—Me diste lo que necesitaba. Tengo que estarte agradecida, por todo. Incluso por el dolor. Jamás recibí tanto… Simplemente quisiera…
El cambio y la luz iban aumentando. Por todas partes, el vacío se modulaba hacia una definición. Supo adonde iba, lo que hallaría cuando llegara; y aquel pensamiento le llevó todos sus sufrimientos y debilidades juntos en un desamparado clamor. Pero no llegó a proferirse. Con muda sorpresa, comprendió que el futuro era algo que sería capaz de soportar.
Desearía no tener que perderte.
¡Oh, Covenant!
Por última vez, ella le habló, como si fuera una mujer del Reino:
—Adiós, amado.
La respuesta llegó suavemente, en el viento.
—Esto no es necesario. Ahora soy parte de ti. Siempre recordarás.
Se detuvo en los confines del corazón de Linden. Ella apenas podía oírle ya.
—Permaneceré contigo mientras vivas.
Entonces se fue. Lentamente, la sima se tornó piedra contra el rostro de ella.
La luz se filtraba a través de sus párpados. Supo antes de levantar la cabeza que había vuelto a sí misma en el normal amanecer de un nuevo día.
El aire era frío. Olió el rocío, la primavera, la ceniza y los florecientes árboles. Y la sangre que ya estaba seca.
Durante un prolongado momento, permaneció inmóvil y dejó que el traslado se completara. Luego apoyó los brazos bajo el cuerpo.
De inmediato, un olvidado dolor se hizo presente en los huesos tras su oreja izquierda. Gimió involuntariamente, desplomándose de nuevo sobre la piedra.
Tuvo deseos de permanecer allí inmóvil mientras se persuadía de que la herida no tenía importancia. No se sentía impulsada a contemplar lo que había a su alrededor. Pero cuando se desplomó, unas manos inesperadas llegaron a sus hombros. No eran fuertes a la manera en que había aprendido a medir la fuerza, pero la aferraron con suficiente determinación como para hacerla ponerse de rodillas.
—Linden —jadeó la preocupada voz de un hombre—. Gracias a Dios.
Sus ojos se enfocaron lentamente; su visión parecía volver desde una gran distancia. Era consciente del amanecer, de la piedra gris, de la yerma hondonada dispuesta como cuenco de muerte en el corazón de los verdes bosques. Pero gradualmente fue descubriendo la silueta de Covenant. Se hallaba tendido sobre una piedra próxima, en el interior del triángulo pintado con sangre. La luz alcanzaba su amado rostro como un toque de aviso.
Del centro de su pecho sobresalía el cuchillo.
El hombre que la sostenía volvió a repetir su nombre.
—Lo lamento tanto —murmuró—. Jamás debí meterla en esto. No debimos permitirle que la tuviera en su casa. Pero no sabíamos que se hallaba en tan gran peligro.
Lentamente, volvió la cabeza para encontrarse con los alarmados y fatigados ojos del Dr. Berenford.
Parecía como si se hundieran en sus cuencas, haciendo temblar las pesadas bolsas situadas debajo de ellos. Su viejo bigote colgaba sobre su boca. El característico tono bilioso había desaparecido de su voz. Casi con miedo, le formuló la misma pregunta que Covenant le hiciera poco antes:
—¿Se encuentra bien?
Ella hizo un gesto de asentimiento tan explícito como el dolor del cráneo le permitió. La voz era como óxido en su garganta.
—Lo han matado. —Pero no existían palabras adecuadas para su dolor.
—Lo sé. —Hizo que se sentara. Luego se volvió para abrir el maletín de médico. Poco después, ella olió la acritud de un antiséptico. Con tranquilizadora amabilidad, le apartó los cabellos, examinándola y comenzando a desinfecta la herida. Pero no dejó de hablar.
—La Sra. Jason y sus tres hijos vinieron a mi casa. Probablemente la vio en el exterior del Palacio de Justicia el primer día de su llegada aquí. Llevando un cartel que decía: Arrepiéntete. Es una de esas personas que creen que los médicos y los escritores irán directamente al infierno. Pero en esta ocasión me necesitaba. Me sacó de la cama hace varias horas. Los cuatro… —Tragó saliva convulsivamente—. Tenían sus manos derechas terriblemente quemadas. Hasta los más pequeños.
Terminó de atender la herida, pero no quiso mirarla de frente. Durante un rato, ella contempló ciegamente las cenizas muertas de la fogata. Pero luego su vista retornó a Covenant. Yacía allí con la desgastada camisa y los viejos pantalones como si ninguna mortaja del mundo pudiera darle dignidad a su muerte. Sus facciones tenían grabados el dolor y el pánico… y una clase de vehemencia que parecía esperanza. Si el Dr. Berenford no se hubiese encontrado junto a ella, hubiera abrazado a Covenant para procurarse consuelo. Merecía algo mejor que aquel abandono en que yacía.
—Al principio no quería explicarme nada —prosiguió el viejo—. Pero mientras los llevaba al hospital, se derrumbó. En algún lugar dentro de ella, había quedado la suficiente decencia para que se horrorizara. Sus hijos estaban llorando, y no pudo soportarlo. Supongo que ninguno de ellos sabía lo que estaba haciendo. Creían que Dios había reconocido finalmente su virtud. Todos compartían la misma visión, y la obedecieron. Perdieron la cabeza al sacrificar a un caballo para marcar con su sangre la casa de Covenant. Ya habían perdido la cordura.
«Ignoro por qué lo escogieron a él. —Le tembló la voz—. Tal vez porque había escrito novelas que ellos consideraban malévolas. Ella hablaba de “el ejecutor de la profanación”. Cuando fue obligado a ofrecerse para el sacrificio, el mundo podría purgar el pecado. Retribución y apocalipsis. Y Joan era su víctima. No podía ser rescatada de ninguna forma. —Su amargura creció—. Qué magnífica idea. ¿Cómo podían negarse? Creyeron estar salvando al mundo cuando introdujeron las manos en aquel fuego. Y no las sacaron hasta que usted los interrumpió.
Linden comprendía su desaliento y su cólera. Pero ella ya había atravesado la crisis. Sin volverse dijo:
—Eran como Joan. Se odiaban a sí mismos… odiaban sus vidas, su pobreza, su ineficacia —como mis padres—. Eso los enloqueció. —Deseaba compadecer a quienes le habían hecho aquello a Covenant.
—Supongo que sí —suspiró el Dr. Berenford—. No sería la primera vez. —Luego continuó—: De cualquier manera, dejé a la Sra. Jason en Urgencias y fui a buscar al Sheriff. No es que me creyera precisamente… pero de todas formas fue hasta Haven Farm. Encontramos a Joan. Estaba dormida en la casa. Cuando la despertamos, no recordaba absolutamente nada. Pero parecía haber recobrado la cordura. No puedo saberlo. Pero al menos no estaba violenta.
—Hice que el Sheriff la llevara al hospital. Después vine a buscarla a usted. —Nuevamente tragó saliva, angustiado—. No quise que viniera conmigo. No deseaba que la hiciera responsable de esto.
Ella le miró asombrada. Su preocupación… su deseo de evitar las conclusiones que el Sheriff pudiera haber sacado al encontrarla sola junto al cadáver de Covenant… disparó el resorte de algo nuevo en ella; y aquello se abrió como una bendición. Su rostro flaqueaba bajo el peso de su fustrado propósito; parecía evitar encontrarse con su mirada. Pero era un buen hombre; y cuando lo observó se dio cuenta de que el espíritu de Covenant no había muerto. Sin pretenderlo, él le había mostrado la única manera digna de decir adiós.
Puso la mano sobre el hombro de él, y dijo quedamente:
—No se culpe. No podía saber lo que sucedería. Y él consiguió lo que más ambicionaba: convertirse en inocente. —Entonces se apoyó en el otro para lograr ponerse en pie.
La luz del sol llegaba cálida y amable a su debilidad. Sobre los pelados bordes de la hondonada se alzaban los árboles envueltos en el renovado verdor primaveral, exultantes, nítidos e inefables. En este mundo también existía una salud a la que servir y heridas que curar.
Cuando el viejo se colocó a su lado, le dijo:
—Vamos. Tenemos trabajo que hacer. La Sra. Jason y sus hijos no eran los únicos. Debemos ocuparnos de una infinidad de manos quemadas.
Pasado un momento, el Dr. Berenford asintió.
—Le diré al Sheriff donde ha de venir a buscarlo. Nos aseguraremos al menos de que tenga un entierro decente.
—Sí —acordó ella. La luz del sol llenaba sus ojos. Junto a su acompañante, comenzó a ascender por la desolada ladera hacia los árboles.
En la mano derecha, Linden Avery mantenía firmemente apretada su alianza matrimonial.