VEINTE

La Solsapiente

Lentamente, el silencio volvió a aposentarse como el polvo sobre Kiril Threndor. La mayor parte del fulgor pétreo se había extinguido, pero aún quedaban fragmentos en las facetas de los muros, proporcionando a la cámara una sombría iluminación. Sin el empalagoso hedor de la atrocidad, la azufrada atmósfera olía casi a limpio. El techo mostraba huecos en los lugares en que habían estado las estalactitas. Prolongados temblores vibraban aún en la distancia, pero ya no eran peligrosos. Se suavizaban como suspiros cuando pasaban ante la percepción de Linden.

Ésta se hallaba sentada, con las piernas cruzadas, cerca del estrado, con la cabeza de Covenant sobre el regazo. Ninguna respiración agitaba aquel pecho. Su cuerpo empezaba a enfriarse. La capacidad para afrontar el peligro que ella tanto admiró, había desaparecido. Pero Linden no dejó que él se marchara. Su rostro tenía un gesto de derrota y victoria, una extraña fusión de rigidez y gracia, que hacía pensar que se encontraba más cerca de la paz de lo que nunca había estado.

No quiso levantar la vista para encontrarse con los plateados ojos de su espectro. No necesitaba verlo inclinándose sobre ella como si su corazón sangrara por consolarla. Con sentir su presencia tenía bastante. En silencio, ella se arqueó sobre su cuerpo. Sus ojos lloraban ante la belleza de lo que él había llegado a ser.

Durante un largo momento, la empatia de aquella presencia la rodeó, limpiando las últimas impurezas del aire, el sabor a ruina de sus pulmones. Luego pronunció quedamente su nombre. Era una voz suave, casi humana, como si no hubiera traspasado los límites de la vida hacia la muerte.

—Lo siento. —Parecía creer que necesitaba su perdón, porque ella sufría por su causa—. No encontré otra manera de hacerlo. Tenía que detenerle.

Lo entiendo, respondió ella. Tú tenías razón. Nadie más podría haberlo hecho. Si ella hubiese poseído la mitad de su comprensión, una parte de su valor, hubiera intentado ayudarle. No había existido ninguna otra salida. Pero ella habría fracasado. Estaba demasiado influida por sus propias tinieblas para realizar tan puros sacrificios.

Nadie más, repitió. Pero ahora, en cualquier momento, iba a llorar. Al fin lo había perdido. Cuando el verdadero dolor empezara, ya nunca se detendría.

Mas él ya había pasado de la compasión a la necesidad. O quizá sentía la desolación que aumentaba en ella y trataba contestarla. Con dulzura de amante, dijo:

—Ahora ha llegado tu turno. Recoge el anillo.

El anillo. Se encontraba en el borde del estrado, a unos diez pies de Linden. Y estaba inerte, desprovisto de luz y de poder, una inútil sortija color de plata sin más significado que el de una alianza en desuso. Sin Covenant o el Amo Execrable para gobernarlo, había perdido toda importancia.

Se hallaba demasiado debilitada y vencida para preguntarse por qué Covenant pretendía que hiciera algo con el anillo. Si le hubiera dado alguna razón para esperar que su espíritu y su carne pudieran volver a reunirse, le habría obedecido. Ninguna flaqueza ni incomprensión habrían evitado que lo obedeciera. Pero aquellas cuestiones ya estaban resueltas. Y no deseaba separarse del cuerpo que estrechaba entre sus brazos.

—Linden. —Las emanaciones eran dulces y amables, pero pudo sentir que su urgencia crecía—. Intenta reflexionar. Ya sé que es duro… después de cuanto has tenido que soportar. Pero inténtalo. Necesito que salves al Reino.

No podía elevar su mirada hasta él. Su rostro muerto era todo lo que le quedaba, todo lo que aún la mantenía firme. Si levantaba la cabeza hacia su insoportable hermosura, podría perderse también. Con las yemas de los dedos acarició las marchitas líneas de sus mejillas. En silencio, dijo:

—No necesito hacerlo. Ya lo has hecho tú.

—No —le contestó él inmediatamente—. No lo he hecho. —Cada palabra mostraba su tensión con más claridad—. Lo único que hice fue detenerlo. Pero no he curado nada. El Sol Ban aún sigue ahí. Tiene vida propia. Y la energía de la Tierra ha sido demasiado corrompida. No puede recobrarse por sí misma. —Su tono penetró directamente en su corazón—. Linden, por favor. Recoge el anillo.

En su corazón, donde se preparaba una tormenta de lamentos, instintivamente, sintió miedo. Parecía tener su origen en el mismo lugar en que naciera su vieja ansia por la oscuridad.

No puedo, dijo. Las ráfagas y la amargura se arrastraban en su interior. Tú sabes lo que el poder hace de mí. No puedo evitar el herir a quienes quiero preservar. Me convertiré exactamente en otro Delirante.

El espíritu de Covenant brillaba mostrando su comprensión. Pero no intentó responder a su espanto, para negarlo o para consolarla. En cambio, su voz adquirió un tono de áspera exigencia.

—No puedo hacerlo por mí mismo. No tengo tus manos, no puedo tocar ya esa clase de poder. No estoy vivo físicamente. Y puedo ser orillado. Soy como las Almas. Pueden ser invocadas… y pueden ser alejadas. Cualquiera que sepa cómo puede hacerme desaparecer. —Parecía creer que lo acechaba aquel peligro—. Incluso el Execrable pudo haberlo hecho, si no hubiera estado intentando utilizar la magia indomeñable contra mí.

«Reflexiona, Linden. —La sensación de peligro humeaba en la caverna—. El Execrable no está muerto. No puedo matar al Desprecio. Y el Sol Ban hará que vuelva. Lo restaurará. No puede traspasarme para quebrantar el Arco. Pero es capaz de hacer cualquier cosa que desee contra el Reino… y contra la Tierra entera.

«¡Linden! —La súplica le hizo estremecerse. Pero al momento volvió a ejercer el control sobre sí mismo—. No quiero hacerte daño. Ni exigirte más de lo que puedes hacer. Ya has hecho demasiado. Pero tienes que entenderlo. Estás comenzando a debilitarte.

Aquello era verdad. Lo reconoció con vaga perplejidad, como presagio de un temporal. O el cuerpo de él se había vuelto más sólido y pesado, más real… o era que su propia carne estaba perdiendo precisión. Oía el soplo del viento como la antigua respiración de la montaña. Todo lo que la rodeaba, el fulgor pétreo, la roma piedra, la atmósfera de Kiril Threndor, se agudizaba mientras sus percepciones disminuían. Se estaba consumiendo. Lentamente, inexorablemente, el mundo se hacía más esencial y necesario que cualquier cosa que su trivial mortalidad pudiera emprender. Muy pronto se apagaría como una vela gastada.

—Ésta es la manera en que habitualmente ocurre —prosiguió Covenant—. El poder que te trajo aquí se retira cuando quien te invocó muere. Estás volviendo a tu propia vida. El Execrable no está muerto… pero en lo que respecta a tu invocación, podría estarlo. Vas a perder la última oportunidad. —Su exigencia se centró sobre ella como la ira. O quizá fuera su propia disminución lo que hacía que le pareciera tan ferozmente apenado—. ¡Recoge el anillo!

Ella suspiró débilmente. No deseaba moverse; la perspectiva de disolución le repercutía como una promesa de paz. Quizá muriera allí… quizá le fuera evitada la tormenta de su dolor. Aquel detrimento la destruía, presagiando el viento que soplaba entre los mundos. Lo había perdido. Cualquier cosa que ocurriera ahora, no cambiaría el hecho de que lo había perdido por completo.

Pero no lo rechazó. Había jurado parar al Sol Ban. Y el amor que por él sentía no le permitía rendirse. Había fracasado en todo lo demás.

No se dio prisa. Aún le quedaba tiempo. El proceso de lixiviación era lento, y aún le quedaba la suficiente percepción para calibrarlo. Gimiendo por el dolor de sus huesos, enderezó la espalda y bajó tiernamente la cabeza del cadáver de Covenant hacia sus muslos. Sus dedos estaban entumecidos, como si ya no sirvieran para nada; pero los obligó a servirla… para abrochar su camisa, cerrando al menos aquella defensa sobre su desolado corazón. En sus pesadillas, aquella era la camisa que empleaba para intentar detener la hemorragia. Pero también había fracasado.

En aquel momento, una voz tan nítida como una campana tañó en su mente. Le pareció reconocerla, aunque no podía pertenecerle a él; era imposible. Nada la había preparado para aquella desesperación.

—¡Retírate, sombra! ¡Tu labor ha concluido! ¡No me aflijas más!

Las órdenes resonaron atravesando la cámara; las revocaciones arreciaron contra Covenant. Instantáneamente, su espectro vaciló y desapareció como la niebla ante el viento. Su poder había terminado. No podía oponerse a aquella separación.

Gritando el nombre de Linden en tono de súplica o angustia, se disolvió y fue borrado. Su paso dejó trazos plateados en la visión de Linden. Después, también éstos desaparecieron. No quedó nada de él a lo que pudiera aferrarse.

En aquel momento, la campana tañó otra vez, clara y compulsiva. Tan frenética que casi la ensordeció.

—¡Retírate, Escogida! ¡No te atrevas a acercarte al anillo!

En pos del estruendo, Buscadolores y Vain entraron en Kiril Threndor, juntos, como si estuvieran enzarzados en un combate mortal.

Pero la lucha se desarrollaba en un solo lado. Buscadolores golpeaba y se retorcía, debatiéndose salvajemente; Vain se limitaba a ignorarlo. El elohim era la Energía de la Tierra encarnada, de tan fluida esencia que podía adoptar cualquier forma concebible. Y sin embargo era impotente para desprenderse del agarro del Demondim. Vain todavía seguía aferrándole por la muñeca. La negra creación de los ur-viles se mantenía inexorable e impávida.

Así enzarzados avanzaban hasta el anillo. La mano libre de Buscadolores tanteó en aquella dirección. Su ronca voz era un desentonado repiqueteo de angustia.

—¡Me ha obligado a sostenerle! ¡No debe ser tolerado! ¡Retírate, Escogida!

Ahora Vain se oponía a Buscadolores, esforzándose en agarrar la espalda del elohim. Pero Buscadolores era demasiado poderoso para aquello. Luchando como águilas, se acercaban cada vez más al estrado.

Entonces Linden creyó que seguramente ella se movería. Que podría aproximarse al anillo y recogerlo, aunque sólo fuera porque no confiaba en el Designado ni en su negro opositor. Vain se mostraba inalcanzable o totalmente violento. Buscadolores alternaba la compasión y el desdén, como si ambos sólo fueran facetas de su mendacidad. Y Covenant había intentado advertirla. La terrible brusquedad de su deposición llenó de cólera su corazón vacilante.

Pero había esperado demasiado. Los crecientes vientos soplaban atravesándola como si fuese una sombra. La cabeza de Covenant se había vuelto mucho más real que sus piernas; no podía moverlas. El techo se inclinaba sobre ella como una destilación de sí mismo, piedra condensada más allá de la dureza del diamante. Los quebrados fragmentos de estalactita parecían tan irreductibles como el sufrimiento. Aquel mundo era excesivo para Linden. Sobrepasaba todas sus concepciones. Los relámpagos de fulgor pétreo parecían dejar laceraciones a través de su vista. Buscadolores y Vain luchaban y luchaban hacia el anillo; y cada uno de sus movimientos era tan brusco como una catástrofe. Vain llevaba las abrazaderas del Bastón de la Ley como si fueran grilletes. Ella estaba acercándose a la extinción. El peso del cadáver de Covenant la reducía a la impotencia.

Intentó gritar. Pero carecía de sustancia para producir ningún sonido que pudiera oír el Monte Trueno.

Y sin embargo fue contestada. Cuando creía perdida toda esperanza, fue contestada.

Dos figuras surgieron del mismo túnel que la había llevado a Kiril Threndor. Entraron en la cámara, tambaleándose hasta que se detuvieron. Estaban desesperados y sangrantes, insoportablemente exhaustos, casi muertos sobre sus pies. La espada de ella estaba mellada y sangrienta; la sangre goteaba de sus brazos y cota. Él parecía próximo al vómito cada vez que respiraba, como si sufriera una hemorragia. Pero su valor era inquebrantable. En alguna parte, Encorvado encontró las fuerzas para decir apremiantemente:

—¡Escogida! ¡El anillo!

La súbita aparición de los gigantes desafiaba a la comprensión. ¿Cómo podrían haber escapado de los Entes de la Cueva? Pero estaban allí, vivos, semipostrados, voluntariosos. Y al verlos, el espíritu de Linden se enderezó como en un acto de gracia. La condujeron de vuelta a sí misma a pesar de la tormenta que la arrastraba.

Buscadolores estaba apenas a un paso del anillo. Vain no podía contenerlo.

Pero el Designado no lo alcanzó.

Linden se apoderó de la alianza matrimonial de Covenant con los débiles restos de su sentido de la salud, extrayendo llamaradas del metal como en una afirmación. Era su anillo ahora, otorgado por amor y necesidad; y al primer contacto con su incandescencia se vio restaurada con un espasmo doliente y gozoso al tiempo, como una terrible bendición. De repente, volvió a ser tan real como la piedra y la luz, tan palpable como el frenesí de Buscadolores, la intransigencia de Vain y el valor de los gigantes. La presión que la impelía fuera de aquella existencia no recedió, pero ahora podía combatirla. Sus pulmones inhalaron y expelieron el aire matizado de azufre como si tuvieran derecho.

Con el fuego blanco, repelió al elohim. Luego, tan cuidadosamente como si continuara vivo, sacó las piernas de debajo de la cabeza de Covenant.

Dejándolo solo allí, fue a tomar el anillo.

Durante un momento tuvo miedo de tocarlo, pensando que sus llamas podían quemarla. Pero entonces, comprendió algo más. Sus sentidos resultaban explícitos: aquellas llamas le pertenecían y no le producirían daño. Resueltamente cerró el puño derecho sobre la ardiente alianza.

De inmediato, la llama plateada corrió por su antebrazo como si fuera a quemar su carne. Danzaba y golpeaba en su pulso, pero no la quemaba, ni le arrebataba nada; el precio del poder tendría que ser pagado más tarde, cuando la magia indomeñable hubiese desaparecido. Mas por el contrario, parecía fluir hacia el interior de sus venas, infundiéndole vitalidad. El fuego era plateado y bello, y la llenaba de vitalidad y fuerza, de capacidad de elección como haciéndole un regalo.

Quiso gritar de alegría. Aquello era poder, y no era maligno si ella no lo era. El deseo que había atenazado sus días solamente era tenebroso porque lo había temido, negándolo. Poseía dos nombres, y uno de ellos era vida.

Su primer impulso fue volverse hacia los gigantes, curar a la Primera y a Encorvado de sus heridas, compartiendo con ellos su alivio y vindicación. Pero Vain y Buscadolores se erguían ante ella, el Designado con la muñeca atenazada por Vain, y exigían su atención.

El Demondim la estaba mirando, con una salvaje sonrisa dibujada en su boca. Una rugosa corteza que ni la lava ni el sufrimiento marcaran, cubría su antebrazo de madera. Pero Buscadolores no podía afrontar su mirada. La miseria de su aspecto era ahora absoluta. Sus ojos estaban nublados por las lágrimas; su plateado cabello caía sobre sus hombros en hebras de dolor. Cedía frente a Vain como si sus fuerzas hubieran fallado. Su mano libre aferraba el negro hombro de su compañero como en una súplica.

Linden ya no sentía cólera a causa de ellos. No la necesitaba. Pero la fijeza de la mirada de medianoche de Vain la aturdía. Sabía intuitivamente que había llegado a la cúspide de su secreto propósito… y que de alguna forma el desenlace dependía de ella. Pero ni siquiera el oro blanco agudizaba sus sentidos lo bastante para adivinarlo. No podía estar segura de nada excepto del pánico de Buscadolores.

Aferrado al hombro de Vain, el Designado murmuraba como un niño:

—Soy un elohim. Kastenessen me maldijo con la muerte… pero no fui hecho para la muerte. No debo morir.

La réplica del Demondim fue tan inesperada que Linden retrocedió un paso.

—No morirás. —Aquella voz era suave y diáfana, tan perfecta como su esculpida carne… y totalmente desprovista de compasión. No negó ni reconoció el miedo de Buscadolores—. No es muerte. Es propósito. Nosotros redimiremos a la Tierra de la corrupción.

Entonces se dirigió a Linden. En su tono no se delataba ni deferencia ni imposición.

—Solsapiente, debes abrazarnos.

Ella lo miró fijamente.

—¿Abrazaros?

Vain no le respondió: su voz parecía haberse ido como si él hubiera pronunciado ya todas las palabras que le habían sido permitidas y no pudiera volver a hablar. Pero su mirada y su gesto se concentraban en ella con expectación, con la firme e inexplicable certeza de que ella lo complacería.

Durante un momento, vaciló. Sabía que le quedaba poco tiempo. La presión que intentaba llevársela de allí seguía incrementándose. Pronto sería demasiado patente para que pudiera resistirla. Pero la decisión que Vain le exigía era crucial. Todo venía a converger en este punto, el propósito de los ur-viles, las argucias de los elohim, la supervivencia del Reino; y ya había tomado demasiadas decisiones.

Miró a los gigantes. Pero a Encorvado no le quedaba ayuda que ofrecerle. Estaba sentado, apoyado en el muro, y se retorcía a causa del inmenso dolor de su pecho. La sangre coagulada bordeaba su boca. Y la Primera estaba de pie a su lado, apoyándose sobre la espada y observando a Linden. Se sostenía como en muda declaración de que apoyaría con sus últimas fuerzas cualquier cosa que la Escogida decidiera.

Linden se volvió hacia el Demondim.

Sin razón suficiente, descubrió que confiaba en él. O quizá confiaba en sí misma. El fuego blanco subía y bajaba por su brazo derecho, llegaba hasta el hombro y acentuaba el fuerte ímpetu de su vida. Él estaba rígido y fatal, ciego a cualquier propósito excepto a los suyos propios. Pero porque había sido entregado a Covenant por Vasallodelmar, porque en una ocasión se había inclinado ante ella, porque le había salvado la vida, y porque se había enfrentado bravamente a las insidias de sus constructores, hizo lo que le pedía.

Cuando rodeó con sus brazos su cuello y el de Buscadolores, el elohim se arredró. Pero su pueblo lo había designado para aquel trance, y la voluntad de su pueblo se mantuvo. En el último instante, alzó la cabeza para encontrarse con su Würd personal.

En ese momento, Linden se convirtió en una estremecedora conmoción de poder que no había pretendido ni pudo controlar.

Pero la explosión no produjo impacto externo, no desprendió luz, ni fuego, ni furia. Podía haber sido invisible para los gigantes. Toda su energía fluía hacia dentro. Y los dos extraños seres se unieron en sus brazos.

Hay magia indomeñable grabada en cada piedra,

Sometida al oro blanco para ser desatada o controlada.

El oro, extraño metal, en el Reino no nacido.

Ni gobernado, limitado o sojuzgado

Por la Ley con que el Reino fue creado.

Blanco, porque blanco es el color de los huesos,

La textura de la carne,

La disciplina de la vida.

Lleno de blanca pasión, su abrazo se convirtió en el crisol en que Vain y Buscadolores se fundieron para convertirse en algo nuevo.

Buscadolores, el atormentado elohim, la Energía de la Tierra encarnada. Amoral, arrogante y suficiente, capaz de cualquier cosa. Enviado por su pueblo para redimir a la Tierra a cualquier coste. Para obtener el anillo para sí en caso de que le fuera posible. Y si no podía lograrlo, para pagar el precio del fracaso.

Aquel precio.

Y Vain, el Demondim-producto, artificialmente creado por los ur-viles. Más duro que el granito. Vivo únicamente para su ínsito propósito y cruelmente indiferente a cualquier otra necesidad, valor o creencia.

En el abrazo de Linden, con el poder de la magia indomeñable, sus opuestos cuerpos murieron juntos. Mientras los estrechaba, comenzaron a fundirse.

De Buscadolores fluía la Energía de la Tierra. De Vain la firme y perfecta estructura. Y entre ellos, la vieja definición tramada en las abrazaderas del Bastón de la Ley. El elohim perdió su forma; parecía ondear a través del Demondim. Vain cambió y se ensanchó dentro de los aros de hierro que apresaban su muñeca derecha y su tobillo izquierdo.

Su antebrazo derecho se liberó de la corteza, y brilló como madera joven. Y la madera crecía, se extendía a través de la transformación, imponía su forma a la mezcla. Cuando comprendió lo que estaba ocurriendo, Linden se arrojó dentro del apoteosis. La magia indomeñable suplía al poder, pero no era suficiente. Vain y Buscadolores necesitan más de ella. Vain había sido tan perfectamente construido que podía regirse por la Ley natural, convirtiendo en belleza el prolongado autodesprecio propio de los ur-viles. Pero carecía, de imperativo ético, de sentido de propósito más allá del climax. La esencia de Buscadolores otorgaba la capacidad para el uso, la fuerza que hacía eficaz a la Ley. Pero tampoco podía darle un significado a aquello: el elohim se hallaba demasiado absorto en sí mismo. La transformación exigía algo que solamente el poseedor humano del anillo podía proporcionar.

Ella dio la mejor respuesta que tenía. Desechó el temor, la desconfianza y la ira; no había lugar para ellos. Exaltada por el fuego blanco, hizo fulgurar su pasión por la salud y la curación, la percepción que le había dado el Reino, el amor que aprendiera a sentir por Andelain y la Energía de la Tierra. Eligió el fin que deseaba y lo hizo realidad.

Entre sus manos, el nuevo Bastón de la Ley comenzó a vivir.

La Ley viva llenaba las abrazaderas de sabiduría y el poder vivo brillaba en cada fibra de la madera. En el antiguo Bastón habían tallado runas para definir su propósito. Pero este Bastón estaba vivo, casi consciente; no tenía ninguna necesidad de runas.

Cuando cerró los dedos en torno a la madera, se vio arrastrada por una marea de posibilidades.

Casi sin transición, su sentido de la salud se hizo tan grande como la montaña. Saboreó la tremenda inmensidad y antigüedad del Monte Trueno, sintió la lenta y dificultosa respiración de la piedra. Los Entes de la Cueva se escabullían como partículas por el interior de las inconmensurables catacumbas. Muy por debajo de ella, dos Delirantes se escondían entre las ruinas y las criaturas de las profundidades. En algún lugar por encima de estos, los pocos ur-viles que habían sobrevivido contemplaban Kiril Threndor en una reflectiva laguna de ácido y gruñían exigiéndose vindicación ante el éxito de Vain. La borboteante lava arrojaba su calor contra la desprotegida mejilla de Linden. Una miríada de pasadizos, escondrijos, madrigueras y osarios se lamentaban inútil y fétidamente porque el río que debía haber discurrido por la Garganta del Traidor estaba seco, y ya no llevaba agua que limpiara las Madrigueras. En la cima se agazapaban los Leones de Fuego, aguardando en eterna inmovilidad el ser llamados a la vida.

Y todavía su alcance se incrementaba. La magia indomeñable y la Ley la llevaban aún más lejos. Antes de que pudiera medio clarificar sus percepciones, éstas se extendieron hasta más allá de la montaña, internándose en el Reino.

El sol estaba saliendo. Aunque se encontraba en Kiril Threndor como si estuviera en trance, sentía el amanecer del Sol Ban sobre sí.

Resultaba demencialmente intenso. Ella era ahora demasiado vulnerable; el sol hería sus nervios como si le arrancara la vida con un cuchillo caliente, traspasaba su corazón con veneno como un afilado colmillo. Inmediatamente, retrocedió buscando refugio, se retiró como si estuviera haciendo bambolearse la caverna donde los gigantes la vieron sumida en la estupefacción y a Covenant muerto sobre el suelo.

Un Sol de Fertilidad. Una visceral fiebre la atenazó. Sunder y Hollian habían aborrecido el Sol de Pestilencia más que ningún otro. Pero a Linden le parecía el peor el de Fertilidad. Era insano más allá de lo soportable, y todas las cosas que tocaba se convertían en gemidos de angustia.

Los ecos de su fuego lamían los muros. Una larga grieta surcaba el suelo. Algo valioso había sido roto allí. La Primera y Encorvado la observaban como si se hubiera convertido en un ser maravilloso.

Le quedaba muy poco tiempo. Necesitaba tiempo, necesitaba paz, descanso y consuelo para reunir valor. Pero la presión continuaba creciendo. Y el Bastón de la Ley multiplicaba su fuerza. Las invocaciones y los retornos funcionaban por reglas que el Bastón afirmaba. Solamente el puño cerrado sobre el anillo y su agarro sobre la limpia madera, su inquebrantable voluntad, la mantenían donde estaba.

Sabía lo que tendría que hacer.

La perspectiva la espantaba.

Pero había soportado ya demasiado, y todo aquello sería inútil si ahora desfallecía. No podía fallar. Aquel era el motivo por el que había sido escogida. Porque era la apropiada para cumplir el último ruego de Covenant. Resultaba excesivo… y no obstante apenas suficiente para reparar cuanto debía. ¿Por qué iba a fracasar? El mero pensamiento de que tendría que permitir que el Sol Ban la tocara una y otra vez hacía que se contrajera su estómago, enviaba náusea a sus venas. El horror emitía mudos alaridos de protesta. En cierto sentido, tendría que identificarse con el Reino… exponiéndose tan completamente como él a la profanación del Sol Ban. Sería como volver a estar encerrada en el desván con su moribundo padre mientras su oscuro júbilo se proyectaba contra ella… como soportar de nuevo las abyectas acusaciones de su madre hasta que la condujeron al extremo del asesinato. Pero había sobrevivido a aquellas cosas. Había encontrado su camino a través de ellas hacia una existencia digna de mayor respeto del que se le había otorgado nunca. Y el viejo cuya vida había salvado en Haven Farm le prometió sostenerla.

Ah, hija mía, no temas. No vas a sucumbir aunque él te ataque. También hay amor en el mundo.

Porque necesitaba al menos ese pequeño consuelo, se volvió hacia los gigantes.

No se habían movido. Carecían de ojos para ver lo que estaba sucediendo. Pero un valor indomable todavía se reflejaba en el rostro de la Primera. Ni la suciedad ni la sangre velaban su férrea belleza. Parecía tan alerta, como podría estarlo un águila. Y cuando su mirada se encontró con la de Linden, Encorvado sonrió como si ella fuera la última bendición que él necesitaba.

Con el Bastón de la Ley y el blanco anillo, Linden eliminó el cansancio de los miembros de la Primera, restauró su fuerza gigantina. Cerró las grietas de los pulmones de Encorvado, sanando su respiración. Entonces, para que le fuera posible creer en sí misma más tarde, enderezó su columna vertebral, reestructurando sus huesos de manera que pudiera mantenerse erguido y respirar con normalidad.

Después de esto, se acabó su tiempo. El viento que soplaba entre los mundos se fortalecía continuamente en el fondo de sus pensamientos, llamándola desde lejos. No podría negarse por mucho tiempo.

Sé fiel.

Deliberadamente, abrió sus sentidos y por propia elección regresó bajo el Sol Ban.

Su poder era de una atrocidad increíble; y el Reino yacía roto ante él, roto y moribundo, un cuerpo indefenso asesinado como Covenant en la peor de sus pesadillas, el puñal impulsado por una asombrosa violencia que hacía brotar más sangre de la que jamás viera en su vida. Y desde la herida se expandía la corrupción.

Nada podía detener aquello. Devoraba la tierra igual que veneno. La herida se ensanchaba con cada salida de sol. El Reino había sido apuñalado en sus órganos vitales. La muerte vomitaba sobre las húmedas laderas de las colinas, llenando los secos lechos de los ríos, agolpándose y hediendo desde cada valle y hondonada. Solamente el corazón de Andelain se libraba de la ruina; pero incluso allí crecía el influjo del asesino. La misma Tierra se desangraba hacia la muerte. Linden no tenía forma de salvarse a sí misma de la inundación.

Aquella era la verdad del Sol Ban. Jamás podría ser restañada. Ella era estúpida al intentarlo.

Pero mantenía la magia indomeñable aferrada en su puño derecho como fulgurante pasión; y su mano izquierda empuñaba el viviente Bastón de la Ley. De ambos podía servirse. Guiada por su sentido de la salud, por la misma vulnerabilidad que permitía al Sol Ban correr a través de ella como un reptil, profanando cada músculo de su cuerpo y cada ligamento de su voluntad, se irguió mentalmente sobre las altas colinas del Monte Trueno y se dispuso a luchar contra la perversión.

Aquella era una extraña batalla, salvaje y terrible. Ella no tenía oponente. Su enemigo era la podredumbre que el Amo Execrable había esparcido sobre la Energía de la Tierra; y sin él, el Sol Ban carecía de sentido y propósito. Era simplemente un apetito que se alimentaba de toda forma de naturaleza, salud y vida. Ella podía haber quemado sus enormes fuerzas, ráfaga tras ráfaga, sin golpear nada excepto el destrozado suelo, ni dañar nada que no estuviera perdido. Poco antes del amanecer, verdes brotes de vegetación se elevaban como alaridos desde el suelo.

Y más allá de esta fertilidad acechaba la lluvia, la pestilencia y el desierto en irregular secuencia, esperando volver una y otra vez, más duros y más rápidos, hasta que los cimientos del Reino se derrumbaran. Entonces el Sol Ban sería libre para extenderse.

Extenderse por el resto de la Tierra.

Pero ella había aprendido algo de Covenant… y de la posesión del Delirante. No intentó atacar al Sol Ban. Por el contrario, lo llamó, lo aceptó en su propia carne.

Con el fuego blanco absorbió la corrupción del Reino.

Al principio, el agudo dolor y espanto de ésta la torturaron espantosamente. Un penetrante grito tan bronco como el terror rasgó su garganta, retumbó como la desesperación de Kevin sobre el vasto paisaje situado debajo de ella, repitiéndose y repitiéndose en Kiril Threndor hasta que los gigantes estuvieron frenéticos por su imposibilidad para ayudarle. Pero entonces su propia necesidad condujo hacia ella más poder.

El Bastón llameaba tan intensamente, que su cuerpo debería haberse quemado. Pero no le había producido daño alguno. El dolor que había aceptado se alejó de ella… sano y limpio, vertiéndose hacia el exterior como pura Energía de la Tierra. Mediante la Ley, se curó a sí misma.

Apenas entendía lo que estaba haciendo; constituía un acto de exaltación, escogido por la intuición más que por el pensamiento consciente. Pero ahora veía su camino con la irracional claridad del gozo. Podía lograrse: el Reino podía ser redimido. Con toda la pasión de su corazón maltratado, con todo el amor que había conocido y entregado, se sumió en el trabajo escogido.

Linden era una tormenta sobre la montaña, una barrera de determinación y fuego que ningunos ojos salvo los suyos hubieran podido captar. De cada cerro, colina, torrentera y llanura del Reino, de cada colina de Andelain y roca de los riscos, de cada cumbre meridional y cima septentrional, absorbió ruina y la restauró convirtiéndola en integridad, luego la envió de vuelta como lluvia silenciosa, invisible y purificadora.

Su espíritu llegó a ser la medicina que sanaba. Era la Solsapiente, la Curadora, Linden Avery la Escogida, transformando el Sol Ban con su propia vida.

Éste llameaba verdoso ante ella como corruptas esmeraldas. Pero comprendió íntimamente el natural crecimiento y decadencia de las plantas. Encontraban su Ley en ella, su exuberante o estricto orden, su natural abundancia o escasez; y entonces el verde desapareció.

El azul penetró tempestuosamente en su cabeza, para luego perderse en el Reino cuando ella aceptó cada gota de agua y cada descarga de violencia.

El ocre del desierto llegó levantando ampollas a su alrededor, resecándole la piel. Pero ella reconoció la necesidad del calor… y la restricción del clima. Sintió en sus huesos la secuencia de amaneceres y anocheceres, la fundamental y estricta alternancia de las estaciones, del verano y el invierno. El fuego del desierto fue enfriado por el Bastón hasta que se convirtió en brisa y, tras esto, lanzado suavemente al exterior.

Y por fin, el rojo de la pestilencia, tan escarlata como la enfermedad, tan espantoso como las víboras. Bullía contra ella como un mundo lleno de avispas, lanzando estrías ante su mirada. A pesar de sus esfuerzos se estaba desvaneciendo, sin poder evitar el sufrimiento. Pero incluso la pestilencia no era más que una distorsión de la verdad. Tenía su claro lugar y propósito. Cuando fue reducida, se adecuó a la nueva Ley que ella había establecido.

Solsapiente y portadora del anillo, restauró la Energía de la Tierra y la envió sobre el maltratado cuerpo del Reino.

No podía hacerlo todo. Ya se había debilitado a sí misma con tan gran entrega, y el campo que se extendía bajo ella hasta el horizonte se tambaleaba. Había hecho todo lo posible para devolverle al Reino sus árboles y praderas, sus criaturas y sus pájaros. Y era suficiente. No tenía la menor duda de que las semillas permanecían bajo el suelo, de que incluso entre los destruidos tesoros de los waynhim quedaban algunos que aún podían producir frutos y juventud, de que el clima podría encontrar de nuevo el ritmo que le correspondía. Vio a los pájaros y animales moverse en montes del suroeste, donde no había llegado el Sol Ban. Ellos regresarían. La gente que se mantenía viva en las pequeñas aldeas podría resistir.

Y vio un motivo más para la esperanza, otro hecho que hacía posible el futuro. Gran parte de Andelain había sido preservada. Había concentrado su resistencia en torno a su propio corazón… y la había preservado.

Porque Sunder y Hollian estaban allí.

Como seres humanos contenían la misma cantidad de Energía de la Tierra que las colinas; y ellos habían luchado. Linden supo hasta qué punto lo habían hecho. La belleza de lo que eran, y del propósito que habían servido, irradiaba a su través. Ya habían comenzado a recuperar la región perdida.

Sí, se dijo a sí misma. Sí.

Desde el sitio en que se encontraba, les envió un mensaje que pudieran comprender. Entonces se retiró.

Temía que el traslado pudiera producirse mientras aún se hallara excesivamente lejos de su cuerpo para soportar la tensión. Tan vehemente como una tormenta, el viento se lanzó hacia ella. Demasiado exhausta incluso para sonreír a lo que había conseguido, fue atravesando la roca hacia Kiril Threndor y la disolución.

Cuando llegó a la caverna, vio en el rostro de los gigantes que ya no estaba al alcance de sus sentidos. La aflicción torcía el gesto de Encorvado; los ojos de la Primera estaban húmedos. No tenían forma de saber lo que había ocurrido… ni la tendrían hasta que encontraran la manera de salir de las Madrigueras de los Entes para posar la mirada sobre el Reino liberado. Pero Linden no podía soportar dejarlos tan entristecidos. Le habían dado demasiado. Con el último resto de poder, los alcanzó y dejó una muda señal de victoria en sus mentes. Era el único regalo que podía hacerles.

Pero también fue suficiente. La Primera hizo un ademán de asombro, una inesperada alegría suavizó sus facciones. Y Encorvado alzó la cabeza para afirmar con jactancia:

—¡Linden Avery! ¿No dije que fuiste bien escogida?

El viento empujó a Linden. En pocos instantes perdería a los gigantes para siempre. Pero se aferró a ellos. De alguna manera, aguantó lo bastante para ver a la Primera recogiendo el Bastón de la Ley.

Linden conservaba aún el anillo; pero en el último momento debió dejar caer el Bastón junto al estrado. La Primera lo enarboló como en una promesa.

—Éste no caerá en malas manos —dijo. Su voz era tan firme como el granito, pero casi no llegaba a los oídos de Linden—. Lo preservaré en nombre del futuro que el Amigo de la Tierra y la Escogida han hecho posible con sus vidas. Si Sunder o Hollian todavía existen, tendrán necesidad de él.

Encorvado rió, gritó y la besó. Después se agachó para levantar a Covenant en sus brazos. Su espalda era fuerte y recta. Juntos, la Primera y él abandonaron Kiril Threndor. Ella caminaba como una espadachina, dispuesta a enfrentarse al mundo. Pero él se movía a su lado con alegres brincos y cabriolas, como si estuviera bailando.

Allí los dejó Linden. La montaña se alzaba sobre ella tan imponderable como los vacíos entre las estrellas. Era más alta que su aflicción, más ancha que su pérdida. Nada podría curar jamás lo que ésta había soportado. Ella era solamente mortal; pero la tristeza del Monte Trueno continuaría sin descanso y sin fin, teñida de gris para siempre.

Luego el viento la dominó, y ella sintió que se rendía.

Penetró en la oscuridad.