Resistiendo a la posesión
Ella no reía.
Las carcajadas procedían de su boca. Brotaban de sus cuerdas vocales convirtiéndose gradualmente en un galimatías que desembocaba en el negro abismo. Sus pulmones expulsaban el aire que se convertía en malicia y burla. Su rostro se contorsionaba en la mueca de un demonio… o en el rictus de la asfixia de su madre.
Pero ella no reía. No era Linden Avery quien reía.
Era el Delirante.
Mantenía su posesión tan completamente como si ella hubiera nacido para eso, como si se hubiera desarrollado sin otro propósito que el de proporcionar albergue carnal al Delirante, miembros para sus actos, pulmones y garganta para su maligno uso. La despojaba de voluntad y elección, de voz y protesta. En otro tiempo, ella había creído que sus manos estaban entrenadas y dispuestas, capacitadas para curar… que eran manos de médico. Pero ahora no tenía manos con las que agarrar a su poseedor y combatirlo. Era una prisionera dentro de su propio cuerpo y de la maldad del Delirante.
Y aquella malignidad excoriaba cada nervio y cada cavidad de su ser. Resultaba nefanda y tiránica hasta más allá de lo soportable. La consumía con los recuerdos y las intenciones del Delirante, aplastando su existencia independiente con la fuerza de su viejo poder. Era la corrupción del Sol Ban marcada y explícita en sus venas y tendones. Era la repulsión y el deseo que secretamente gobernaran su vida, la pasión por y contra la muerte. Era el fétido hálito de la más enfermiza mortalidad condensado en su esencia y sublimado a la trascendencia de la profecía, de la promesa, de la verdad soberana… el definitivo imperio de las tinieblas.
Toda su vida había sido vulnerable a eso. Se había amontonado dentro de ella a través de las desgarradoras carcajadas de su padre, y ella lo había confirmado al obturar la abyecta garganta de su madre. En una ocasión había creído que su situación era semejante a la del Reino bajo el Sol Ban, expuesta indefensamente a la profanación. Pero era falso. El Reino era inocente.
Ella era maldad.
El nombre del ser era moksha Jehannum, y traía consigo su pasado. Ella recordaba ahora las experiencias del ser como si fueran propias. El secreto éxtasis por el cual había dominado a Marid… el triunfo del golpe que había introducido el hierro caliente en la frágil espalda de Nassic (y la valiosa sangre espumeando en el calor de la hoja)… la astucia con la que moksha supo escamotear la posesión de Marid a su percepción, para que Covenant y ella fueran condenados y Marid permaneciera expuesto a la perversidad del sol. Recordó abejas. Recordó la magistral mimesis de locura del hombre jorobado que puso una araña venenosa en el cuello de Covenant. Ella podía haber realizado todo aquello.
Pero detrás de éstos yacían crímenes peores. Ayudada por un fragmento de la Piedra Illearth, había poseído a un gigante, que adoptó el nombre de Descuartizador, y había conducido las huestes del Despreciativo contra los Amos. Y pudo saborear la victoria cuando acorraló a los defensores del Reino entre sus tropas y el salvaje bosque de la Espesura Acogotante… el bosque que odiaba, que odiaba desde hacía siglos, que odiaba en cada verde hoja y en cada gota de savia cíe cada uno de sus árboles… el bosque que debiera haber estado indefenso ante la destrucción y el fuego, que hubiera estado indefenso sin la intervención de una sabiduría exterior que hizo posible la interdicción del Coloso, la protección de los Forestales.
Pero había sido inducida a entrar en la Espesura, y cayó víctima de su guardián, Caerroil Bosqueagreste. Incapaz de liberarse por sí misma, había sido asesinada con tormento y ferocidad allí, y su espíritu había tenido que luchar penosamente para mantenerse vivo.
Por aquella razón entre otras muchas, moksha Jehannum estaba ávido de venganza. Linden no era más que un insignificante manjar para la voracidad del Delirante. Y sin embargo, su poseedor saboreaba el placer que su fútil angustia le ofrecía. Dejaba el cuerpo intacto al objeto de utilizarlo para sus propios fines. Pero penetraba su espíritu tan profundamente como una violación. Y continuaba riendo.
La risa de su padre, desbordándose como una inundación de medianoche desde el viejo desván; una marea de pesadillas en la que ella naufragaba; el triunfo invadiendo la horrible caverna que una vez fue su amable boca. Tú nunca me has querido. Nunca le había querido… ni a él, ni a nadie. Ni siquiera había tenido la suficiente decencia para gritar mientras estrangulaba a su madre, conduciendo a la pobre enferma aterrorizada y sola hacia la oscuridad.
Esto era lo que Joan había sentido, este espantoso y desesperado horror sin ninguna clase de alivio, en el cual no podía ser mitigado el sonido de la maldad. En alguna parte de sí misma, Joan había visto su propia avidez por la sangre de Covenant, por paladear su sufrimiento. Y ahora Linden lo miraba con los ojos de moksha Jehannum, lo escuchaba con los oídos del Delirante. Alumbrado sólo por las fantasmagóricas emanaciones de las criaturas, permanecía en el fondo de la grieta como alguien que acaba de ser mutilado. El brazo herido le colgaba a un costado. Cada línea de su cuerpo denotaba una indigencia cercana a la postración. Las contusiones de su rostro hacían que pareciera deforme, desfigurado por las tensiones existentes en su interior, donde la magia indomeñable estaba maniatada. Y sin embargo sus ojos refulgían como colmillos, enfocándose tan amenazadoramente hacia los Delirantes que el hermano de moksha Jehannum no se había atrevido a golpearlo otra vez.
—Llevadme ante el Execrable —dijo. Había perdido la cabeza. Aquello no era desesperación; era algo aún más terrible. Era locura. El Fuego Bánico le había arrebatado la lógica—. Voy a entregarle el anillo.
Su mirada se fijó directamente en Linden. Si ella hubiera estado en posesión de su voz, un grito hubiera salido de su boca.
Covenant estaba sonriendo como ante la aceptación del sacrificio.
Entonces, Linden se dio cuenta de que no estaba obligada a contemplarlo. El Delirante no requería su consciencia. Los recuerdos que procedentes de él invadían su mente le mostraban que la mayor parte de sus víctimas habían dejado de pensar por sí mismas. La parálisis moral que la hizo tan accesible para moksha Jehannum podría protegerla ahora, no de ser usada sino de su propia consciencia. Todo lo que tenía que hacer era dejar de aferrarse a su identidad. Entonces se libraría de presenciar la escena de Covenant entregando su anillo.
Ávida y gozosamente, el Delirante la impulsaba a hacerlo. La propia mente de linden alimentaba su actitud, complaciéndola, acentuando el placer del Delirante por poseerla. Si se entregaba, él no tendría necesidad de esforzarse para dominarla. Y estaría segura al fin… tan segura como había estado en el hospital durante las semanas pasadas en blanco tras el suicidio de su padre… liberada del tormento, inmune al dolor… tan segura como la muerte.
No habían otras alternativas para ella.
Pero la rehusó. Con la última cólera y fuerza que le quedaban, la rehusó.
Ya había fracasado al enfrentarse a la miseria de Joan, y se había visto reducida a la impotencia con sólo ver la profanación de Marid. El toque de Gibbon la había privado de pensamiento y voluntad. Pero desde entonces había aprendido a combatir.
En la caverna del Árbol Único, había tomado el poder por vez primera y lo había utilizado, arriesgándose contra fuerzas tan tremendas, tan amorales, que el terror que le provocaron la tuvo inmovilizada hasta que Buscadolores le reveló lo que estaba en juego. Y en la Sala de las Ofrendas… allí la proximidad de samadhi Sheol la había intimidado, engañándola y lanzándola a un remolino de palpable malignidad; apenas supo dónde se hallaba ni qué estaba haciendo. Pero no fue privada de su albedrío.
No, insistió, sin importarle que el Delirante la oyera. Porque habían tenido necesidad de ella. Todos sus amigos. Incluso Covenant antes de encontrar el Árbol Único, aunque no en la Sala de las Ofrendas. Y porque había probado el sabor de la eficacia, se aferró a ella con todo su corazón y la valoró por lo que era. Poder: la habilidad de tomar decisiones sobre cosas importantes. Un poder que no provenía de ninguna fuente externa, sino sólo de la intensidad de su propio ser.
No iba a rendirse. Covenant la necesitaba aún, aunque el dominio del Delirante sobre ella fuese absoluto y no tuviera forma de alcanzarle. Voy a entregarle el anillo. No podía detenerlo. Pero si se dejaba arrastrar por el ciego camino de la parálisis, no quedaría nadie que quisiera pararlo. Por lo tanto, resistió el suplicio. Moksha Jehannum llenaba de náusea cada uno de sus nervios, vertía en cada latido de su corazón vitriolo y angustia, la desmenuzaba con cada palabra y movimiento. Sin embargo ella atendió la llamada de los fieros ojos de Covenant y su flagrante propósito. Deliberadamente, procuró reafirmarse y se negó a la inconsciencia, permaneciendo donde el Delirante pudiera herirla una y otra vez, para mantener la posibilidad de mirar a su alrededor.
Y lo intentó.
—¿Lo harás? —se burlaron su garganta y boca—. Tarde alcanzas la sabiduría, rastrero. —Ella se encolerizó ante aquel epíteto; él no se lo merecía. Pero moksha continuó mofándose de él con más encarnizamiento—. Y sin embargo tu humillación había sido perfectamente profetizada. ¿Temías por tu vida entre los Entes de la Cueva? Tu miedo estaba justificado. Tan obtusos como los muertos, te hubieran asesinado… y fácilmente les hubiera sido arrebatado el anillo. ¡Desde el momento en que fuiste convocado, toda esperanza se convirtió en locura! Todos los caminos conducen al triunfo del Despreciativo, y todos los esfuerzos han sido inútiles. Tu insignificancia…
—Todo esto me pone enfermo —advirtió ásperamente Covenant. Apenas si era capaz de mantenerse en pie… y sin embargo la fuerza de su voluntad dominaba a los Delirantes, introduciendo una secreta cobardía en ellos—. No os hagáis la ilusión de que voy a derrumbarme aquí. —Linden sintió el temblor de moksha y le gritó: ¡Cobarde! Después apretó los dientes y guardó silencio para conservar la vida cuando descargó su furia sobre ella. Pero Covenant no podía ver lo que estaba sucediéndole, el precio que pagaba por resistir. Continuó ásperamente—: No sois vosotros quienes obtendréis mi anillo. Tendréis suerte si os permite vivir cuando acabe conmigo. —Sus ojos brillaron, con tanta intensidad como un hierro al rojo—. Llevadme ante él.
—Sin duda, rastrero —replicó moksha Jehannum—. Tiemblo ante tu voluntad.
Precipitándose salvajemente a través de los hilos que mantenían la consciencia de Linden, el Delirante se volvió a ella, obligándola a avanzar a lo largo del filo del abismo.
Detrás de Linden, las dos criaturas, gobernadas ahora por el hermano de moksha, se situaron a espaldas de Covenant. Pero ella percibió con los sentidos del Delirante que no se atrevían a tocarlo.
Él la siguió como si estuviera demasiado débil para hacer algo más que colocar un pie delante del otro… y demasiado fuerte para ser derrotado.
El camino se le hacía largo. Cada paso, cada latido del corazón era una interminable e intensa agonía. El Delirante paladeaba su violación y la multiplicaba ladinamente. Extraía imágenes del indefenso cerebro de Linden y las lanzaba hacia ella, haciendo que parecieran más reales que la roca del Monte Trueno. Marid con sus colmillos. Joan aullando como un depredador por la sangre de Covenant, destruida su alma por el Sol Ban. La boca de su madre, babeando mucosidades por las comisuras… flemas tan hediondas como la podredumbre que habitaba en sus pulmones. Las incisiones que surcaban las muñecas de su padre, mostrando muerte y júbilo. Las formas en que podía ser torturada eran infinitas, si se negaba a rendirse. Su dominador las probaba todas.
Pero ella resistía. Obstinada inútilmente, casi sin razón, se aferraba a su identidad, a la Linden Avery que se comprometía. Y en los secretos nichos, de su corazón tramaba la manera de derribar a moksha Jehannum.
¡Oh, el camino se le hacía largo! Pero sabía, sin poder evitar saberlo, que para el Delirante la distancia era corta y apremiante, poco más que un tiro de piedra a lo largo del negro abismo. Entonces la malsana luz de los guardianes de Covenant reveló una escalera en el muro izquierdo. Ascendía empinadamente. Había sido tallada en la piedra hacía mucho tiempo y estaba desgastada por el uso; pero era ancha y segura. El Delirante la subía pisando con fuerza, casi garboso en la anticipación de sus esperanzas. Pero Linden observaba a Covenant en busca de indicios de vértigo o colapso.
Su aspecto era penoso. Podía sentir las contusiones latiendo en los huesos del cráneo, percibir la exhausta languidez de su pulso. Un sudor producido por la fiebre o el fracaso le bañaba la frente. La extenuación hacía todos sus movimientos torpes e imprecisos. Y sin embargo continuaba avanzando, tan seguro en su propósito como lo había estado en Haven Farm cuando se internó en los bosques para rescatar a su ex-esposa. La propia debilidad y desequilibrio parecían sostenerlo.
Había dejado de pensar, y Linden sufría por él mientras moksha Jehannum hurgaba en su interior con desprecio.
La escalera era larga y abrupta. Ascendía varios centenares de pies y daba la impresión de que no iba a acabarse nunca. El Delirante no le daba el menor respiro mientras empujaba su cuerpo como si ella jamás hubiera tenido la salud y la vitalidad necesarias para aquel ascenso. Pero al fin llegó hasta una abertura en el muro, una estrecha entrada a un pasadizo desde cuyo final se reflectaba el fulgor pétreo. Las escaleras proseguían, pero ella penetró en el túnel. Covenant la siguió y sus guardianes detrás de él.
El calor se acumulaba en su rostro hasta que le pareció que estaba caminando dentro de un fuego; pero eso nada significaba para moksha. El Delirante estaba en su elemento entre tortuosos pasadizos y azufre. Durante un momento, todos los pacientes con quienes ella había fallado, todos sus errores médicos, aparecieron en su mente, acusándola como furias. En nombre de la vida, era responsable de demasiada muerte. Quizás había utilizado aquello para sus propios fines. Quizás había producido dolor y pérdida en sus víctimas por la necesidad de hacerles sufrir para adquirir poder y vida.
Entonces el pasadizo llegó a su fin, y se encontró en el lugar elegido por el Amo Execrable para tramar sus maquinaciones.
Kiril Threndor. Corazón de Trueno.
Allí Kevin Pierdetierra había culminado el Ritual de Profanación. Allí Lombrizderroca Babeante había recuperado el perdido Bastón de la Ley. Aquel era el oscuro centro de todo el antiguo y fatal poder del Monte Trueno.
El lugar donde se decidiría el destino de la Tierra.
Supo esto a través del conocimiento de moksha Jehannum. Todo el espíritu del Delirante parecía estremecerse por el ansia y la expectación.
La caverna era espaciosa, circular y alta. Las entradas se abrían como en gritos mudos, desgarradas por un dolor eterno, rodeando su circunferencia. Los muros enviaban fulgor pétreo en todas direcciones. Estaban totalmente tallados en bruñidas e irregulares facetas que arrojaban su luz como astillas a los ojos de Linden. Y aquel duro asalto se ampliaba multiplicándose en una miríada de agudos reflejos desde el techo de la cámara. Allí la piedra reunía densos racimos de estalactitas, tan brillantes y pesados como metal fundido. Entre ellos se enjambraba un claroscuro de resplandores rojizo-anaranjados.
Pero ninguna luz parecía tocar a la figura que estaba situada sobre un bajo estrado en el centro del suelo pulido por el tiempo. Se erguía allí como una columna, inmóvil e inmune a toda revelación. Podía hacer sido una estatua o un hombre de espaldas; quizás era tan alta como un gigante. Ni siquiera los sentidos del Delirante discernían nada con certeza. No parecía tener color ni volumen o forma distinguibles. Sus contornos eran borrosos como si transcendieran el reconocimiento. Pero irradiaba poder como un grito a través de los reflejos del fulgor pétreo.
El aire olía a azufre… un olor tan acre que hubiera extraído lágrimas de sus ojos si eso no hubiera producido un gran goce en su poseedor. Pero bajo aquel fétido olor yacía un aroma más sutil, insidioso y destructor que cualquier azufre. Un aroma del que moksha Jehannum se alimentaba como un adicto.
Un olor pútrido y dulzón. Como el de las tumbas.
Linden se veía obligada a devorarlo como si lo disfrutara.
La fuerza de la figura resonaba dentro de ella como un alarido con intensidad suficiente para destruir la montaña y reducir el vulnerable corazón del Reino a escombros y caos.
Covenant se hallaba ahora a poca distancia, disociando su compromiso del de ella para que no sufriera las consecuencias que le atañían a él. Carecía del sentido de la salud. E incluso si sus ojos hubieran sido como los de Linden, no habría podido discernir qué parte de ella permanecía en su cuerpo, no habría podido ver como clamaba por tenerlo a su lado. Ella conocía todas las cosas para las cuales él se hallaba ciego, todas las cosas que hubieran podido suponerle un cambio. Todas las cosas excepto el modo en que a pesar de su tremenda debilidad había llegado a ser lo bastante fuerte para estar allí como si fuera invencible.
Con las percepciones de moksha, vio que las dos criaturas y el Delirante que las controlaba abandonaban la cámara. Ya no eran necesarios. Vio como Covenant la miraba y pronunciaba sin sonido su nombre, tratando silenciosamente de decirle algo que él no podía formular y ella no podía escuchar. La luz brillaba ante ella como algo roto, piedra sumida en los estertores de la fragmentación, el ataque del último colapso. Las estalactitas irradiaban destellos e inminencia como si fueran a desplomarse sobre ella. La camisa desabotonada parecía permitir que su esencia reptara por su cuerpo, llenándolo de angustia. El calor se cerraba alrededor sus desalentados pensamientos como un puño.
Y la figura del estrado se volvió.
Hasta los sentidos de moksha Jehannum le fallaron. Se convirtieron en empañadas lentes a través de las cuales sólo vio contornos que oscilaban y se movían, facciones que no se podían enfocar. Quizás estaba intentando calibrar la figura aumentada de tamaño por la caliente intervención de una hoguera. Pero ésta representaba a un hombre. Partes de él sugerían un ancho torso y musculados brazos, una barba patriarcal, una túnica ondeante. Alto como un gigante, pujante como una montaña, y más destructivo que cualquier conflagración de muerte y corrupciones, se volvió; y su mirada engulló Kiril Threndor… la engulló a ella y a Covenant como si con un parpadeo hubiera podido borrarlos de la existencia.
Sus ojos eran la única parte determinada en él.
Los había visto con anterioridad.
Ojos tan punzantes como colmillos, enfermizos y crueles; ojos en los que se mostraba una deliberada fuerza, un delirante deseo; ojos húmedos de veneno o insatisfacción. En los bosques situados detrás de Haven Farm habían brillado entre las llamas y penetrado hasta el fondo de su alma, midiendo y despreciando cada aspecto de ella mientras la hacía encogerse de miedo. Habían intentado paralizarla como si esa fuera la cualidad principal de su existencia. Cuando logró superar su debilidad y correr colina abajo para intentar salvar a Covenant, se fijaron en ella como asegurándole que nunca volvería a reunir tanto valor, que nunca se elevaría sobre sus mortales contradicciones. Y ahora, con una virulencia infinitamente multiplicada y flagrante, le repetían aquella promesa y la hacían realidad. Alcanzando desde más allá de moksha Jehannum los últimos y machacados vestigios de su consciencia, confirmaban su imperativo absoluto.
Nunca otra vez.
Nunca.
En respuesta, su voz dijo:
—Ha venido a entregar su anillo. Lo he traído para someterlo a tu voluntad —y lanzó una carcajada que fue como un estallido de involuntario pavor. Ni siquiera el Delirante podía resistir la mirada frontal de su dueño e intentó apartarse para que tan funesta opresión no cayera sobre él.
Pero durante un momento el Amo Execrable no apartó la vista. Sus ojos la escrutaban en busca de indicios de desafío o valor. Después, dijo:
—No te hablo a ti. —La voz procedía del fulgor pétreo y el calor, del humo y el claroscuro de las estalactitas; una voz tan profunda como los cimientos del Monte Trueno, veteada de ferocidad. Las facetas rojizo-anaranjadas arrojaban fulgores y destellos en cada palabra—. No te he hablado a ti. No había necesidad… ninguna. Hablo para situar los pies de quienes me oyen sobre los senderos que trazo para ellos, pero tu camino ha sido mío desde el principio. Tú fuiste forjada para servirme, y todas tus elecciones conducen a mis fines. Obtener lo que deseaba de ti ha sido un pequeño ejercicio que requería escasos esfuerzos. Cuando sea libre —ella oyó una risa burlona en el enjambre de reflejos— tú me acompañarás, para que tu presente suplicio pueda ser prolongado eternamente. Dejaré con gusto mi marca sobre tu carne.
Con la boca de Linden, el Delirante rió con tensa y cohibida aprobación. La mirada del Despreciativo clavó desaliento dentro de ella. Se hallaba tan humillada como nunca había estado, e intentó llorar; pero no lo logró.
Entonces podría haberse rendido. Pero no así Covenant. Sus ojos estaban oscurecidos de cólera por el trato que recibía ella; su pasión se oponía a ser sometida. Parecía incapaz de dar otro paso… pero fue en su ayuda.
—No te engañes a ti mismo —masculló con sarcasmo—. Ya estás vencido, y ni siquiera lo sabes. Todas esas amenazas son patéticas.
Sin duda, Covenant había perdido la capacidad de pensar. Pero su escarnio hizo que el Despreciativo se volviera hacia él. Linden quedó libre de las taimadas torturas de su poseedor. Los ojos del Despreciativo la habían acuchillado y desollado, mostrándole todas las atrocidades que un inmortal podía inferirle. Pero cuando se apartaron de ella, supo que aún era capaz de resistir. Era lo bastante obstinada para eso.
—Ah —retumbó sordamente el Despreciativo como el presagio de una avalancha— al fin mi enemigo se yergue frente a mí. No se arrastra… aunque el arrastrarse ya se ha hecho innecesario. Ha pronunciado palabras que no pueden ser revocadas. En verdad su envilecimiento es absoluto, aunque permanezca ciego a ello. No ve que se ha vendido a una servidumbre más humillante que la postración. Se ha convertido en una herramienta de mi Enemigo, perdiendo la libertad para actuar contra mí. De esa manera se somete, considerando en su cobardía que la carga de estragos y ruina no trascenderá de él. —Las suaves carcajadas hacían palpitar el fulgor de la piedra; gritos mudos eran lanzados desde las paredes—. Realmente es el Incrédulo. No cree que la condenación de la Tierra será al fin una consecuencia de sus actos.
«Thomas Covenant —dio un ávido paso al frente— el espectáculo de tus pueriles esfuerzos me proporciona el suficiente gozo para compensar tan larga espera, porque tu derrota siempre ha sido tan cierta como mi voluntad. La oportunidad de anularme pertenecía a tu compañera, no a ti… y ya ves que uso hace de ella. —Con un fuerte y borroso brazo, señaló a Linden que estuvo próxima a perder la razón. Volvió a reír; pero su risa estaba desprovista de regocijo—. Si ella te hubiera arrebatado el anillo… ah, entonces yo hubiera sido puesto a prueba. Pero la escogí a ella porque es una mujer absolutamente incapaz de desviarse de mis deseos.
«Eres un estúpido —prosiguió—, ya que sabiendo que estabas condenado, has venido a mí. Ahora exijo tu alma.
El calor de su voz sofocaba los pulmones de Linden. Moksha Jehannum temblaba, ávido de violencia y destrucción. El Despreciativo estaba inequívocamente cuerdo, pero esto sólo lo hacía más temible. Una de sus manos, apenas un borrón ante los ojos del Delirante, pareció cerrarse en puño; y Covenant se vio impelido a avanzar, a ponerse al alcance del Amo Execrable. Los muros irradiaban una luz que parecía llanto, como si hasta el Monte Trueno estuviera aterrado.
En un tono tan quedo como el susurro de un moribundo, el Despreciativo dijo:
—Entrégame el anillo.
Linden se creyó que habría obedecido de estar en el lugar de Covenant. El imperativo de aquella voz era absoluto. Pero Covenant no se movió. El brazo derecho le colgaba a un costado. El anillo se bamboleaba como si careciera de importancia… como si el insensible dedo que circundaba no significara nada. Su puño izquierdo se cerraba y abría al compás de los latidos de su corazón. Sus ojos parecían tan tétricos como la soledad de las estrellas. De alguna manera, mantenía alzada la cabeza y recta la espalda… erguido por la convicción o la demencia.
—Hablemos claramente. Puedes decir lo que quieras. Pero estás equivocado y debes saberlo. Esta vez has ido demasiado lejos. Lo que le hiciste a Andelain. Lo que le estás haciendo a Linden… —tragó saliva ácida—. Nosotros no somos enemigos. Ésa es otra mentira. Puede que tú la creas… pero sigue siendo una mentira. Deberías verte. Estás empezando a parecerte a mí. —El brillo especial de su mirada alcanzó a Linden como un don. Estaba irremediablemente loco… o absolutamente indominable—. Tú no eres más que otra parte de mí. Nada más que una parte de lo que significa ser humano. La parte que odia a los leprosos. El lado malo. —Aquella certidumbre no ocultaba la más mínima vacilación—. Somos uno.
Su parlamento hizo que Linden se asombrara ante lo que él había llegado a ser. Pero solamente arrancó otra carcajada del Despreciativo… un corto y seco gruñido de negación.
—No trates de confundir la verdad y el engaño ante mí —replicó—. Eres demasiado insignificante para la tarea. Las mentiras servirían mejor para los triviales propósitos de los que te gusta vanagloriarte. La verdad te condena aquí. Durante tres milenios y medio he hecho valer mi voluntad contra la Tierra en tu ausencia, rastrero. Yo soy la verdad. Yo. Y no me confundiré con los sofismas de tu incredulidad. —Levantaba la voz sobre Covenant como el afilado borde de un hacha. Fragmentos de fulgor pétreo golpeaban en todas partes, pero nunca tocaban a la enorme figura—. Entrégame el anillo.
La expresión de Covenant se ablandó como si estuviera enfermando a causa de la penuria de su situación. Pero aún no se sometía. En vez de ello, cambió de táctica.
—Al menos deja que se marche Linden.-Su actitud había adquirido un sesgo de súplica. —Ya no la necesitas. Incluso tú podrías darte por satisfecho por el modo en que ha sido dañada. Le ofrecí mi anillo en una ocasión. Ella lo rehusó. Deja que se vaya.
A pesar de todo, estaba intentando protegerla.
La respuesta del Amo Execrable llenó Kiril Threndor.
—Ya lo hice, rastrero. —La atrocidad producía éxtasis en el Delirante, destruía a Linden—. Agotas mi gran paciencia. Ella se entregó a mí mediante sus propios actos. ¿Es que no te oyes a ti mismo? Has pronunciado palabras que nunca podrán desdecirse. —Un concentrado veneno dimanaba de su contorno. Tan rotundo como el ruido de una piedra al ser triturada, exigió por tercera vez—: Entrégame el anillo.
Y Covenant flaqueó como si hubiera empezado ya a derrumbarse. Toda su fuerza había desaparecido. No podía pretender mantenerse erguido por más tiempo. Uno por uno, le habían sido arrebatados sus amores: nada le había quedado. Después de todo, no era más que un hombre vulgar, humano e insignificante. Sin la magia indomeñable, no podía luchar contra el Despreciativo.
Cuando alzó débilmente su mediamano y comenzó a sacar el anillo de su dedo, Linden lo perdonó. No hay elección salvo entregarlo. Él había hecho todo lo posible, todo lo imaginable; se había superado a sí mismo una y otra vez en sus esfuerzos por salvar el Reino. Que ahora fracasara constituía motivo de aflicción, no de vergüenza.
Unicamente sus ojos se mostraban firmes. Ardían ante la oscuridad final, ante la última y profunda medianoche en la que ningún Sol Ban brillaba.
El acto de rendirse no duró más de tres latidos de corazón. Uno para alzar la mano y tocar el anillo. Otro para sacarlo del dedo como en voluntaria despedida del matrimonio, el amor, la humanidad. El tercero para tender el inmaculado oro blanco hacia el Despreciativo.
Pero la angustia y el sufrimiento hicieron aquellos tres instantes tan largos como una agonía. Mientras transcurrían, Linden Avery opuso lo que le quedaba de voluntad contra su poseedor.
Perdonó a Covenant. Le resultaba demasiado patético y entrañable para culparle. Le había dado todas las cosas que su corazón requería de él.
Pero ella no se sometió.
Gibbon había dicho: El destino del Reino está sobre tus hombros. Porque nadie más tenía la posibilidad de interponerse entre Covenant y su derrota. Estás siendo forjada como se forja el hierro para conseguir la ruina de la Tierra. Forjada para fracasar allí. Porque tú puedes ver.
Ahora se proponía determinar en qué clase de metal se había convertido.
El Delirante Gibbon también había declarado que era malvada. Tal vez fuera cierto. Pero el mal en sí mismo era una forma de poder.
Y había llegado a familiarizarse íntimamente con su poseedor. Desde las más profundas raíces del pasado de éste, sentía brotar el goce por cuantos seres mortales pudieran ser dominados… un goce nacido del pánico. Miedo ante cualquier forma viviente capaz de rechazarlo. Los bosques. Los gigantes. Los haruchai. Poseía una insaciable avidez por el control inmortal, por la seguridad que proporciona la soberanía. Toda negativa le aterraba. La lógica de sus fracasos le conducía inexorablemente a la muerte. Si se le podía rechazar, también se le podía matar.
Ella no tenía posibilidades para llegar a comprender la desaparecida mente comunal de los bosques. Pero los gigantes y haruchai eran otra cuestión. Aunque moksha Jehannum la golpeaba y le gritaba, recogió las hebras de sus conocimientos y las trenzó junto con su propósito.
Los gigantes y los haruchai siempre habían sido capaces de negarse. Quizá porque no habían padecido la larga historia de Delirantes del Reino, no habían aprendido a dudar de su autonomía. O quizá porque utilizaban poco o nada las manifestaciones externas de poder, comprendían de forma más clara que la verdadera elección era interna. Cualquiera que fuese el motivo, eran impenetrables a la posesión mientras la gente del Reino no lo era. Creían en su capacidad para elegir.
Aquella creencia era todo lo que ella necesitaba.
Moksha estaba frenético ahora, salvaje y brutal. Hostigaba cada parte de ella susceptible de sentir dolor. La profanaba como si fuera Andelain. Hacía brillar ante ella todos los horribles recuerdos de su vida: el asesinato de Nassic y el toque de Gibbon; la maligna astucia de Kasreyn; Covenant desangrándose inevitablemente para morir en los bosques de Haven Farm. Vertía ácido en cada herida que la incapacidad le había producido.
Y discutía con ella. No podía elegir: había hecho ya la única elección que importaba. Cuando aceptó la herencia de su padre y destruyó con ella la garganta de su madre, había declarado su lealtad esencial, su pasión definitiva… una pasión no muy distinta de la de su poseedor. El Desprecio había hecho de ella lo que era, una mujer perdida, tan arruinada como el Reino; y el Sol Ban que había amanecido en ella nunca llegaría a su ocaso.
Pero la enorme intensidad del suplicio la hacía lúcida. Captó la mentira del Delirante. Solamente en una ocasión había intentado gobernar a la muerte mediante la destrucción de la vida. Después de aquello, todos sus esfuerzos habían sido destinados a aliviar a los que sufrían. Aunque hubiera permanecido obsesionada y aterrada, no había sido cruel. El suicidio y el asesinato no eran toda la historia. Cuando el viejo de Haven Farm cayó fulminado delante de ella, el nauseabundo hedor de su boca la inundó como un presagio del Desprecio; pero obligándose con toda su voluntad, respiró una y otra vez aquella fetidez en sus esfuerzos por salvarlo.
Ella era maldad. Su visceral respuesta al tenebroso poder de sus verdugos le confería la talla de un Delirante. Y sin embargo su entrega a la curación negaba a moksha.
Aquella contradicción no continuó paralizándola. La aceptó.
Esto le confirió la facultad de elegir.
Aullando como una fiera carnicera, el Delirante la combatía. Pero Linden había penetrado al fin en su estado verdadero. Moksha Jehannum tenía miedo de ella. Su voluntad se alzó contra los grilletes. Calibró el hierro de la malicia de su dominador. Rompió las cadenas.
Y quedó libre.
El Amo Execrable no había cogido aún el anillo. Todavía quedaba un palmo entre su mano y la de Covenant. El fulgor pétreo irradiaba alaridos de anhelo y triunfo desde los muros.
Linden no se movió. No tenía tiempo para pensar en lo que iba a hacer. A pesar de que se hallaba paralizada, se impelió a avanzar. Con el sentido de la salud adquirido en el Reino, se deslizó dentro de Covenant, trepó hacia el fiero poderío de su alianza de matrimonio.
Facultada por la magia indomeñable, hizo que retirase la mano.
Ante aquello, la cólera desbordó al Amo Execrable. Irradió una corriente de furia que debería haberla barrido. Pero ella le ignoró. Estaba segura de que no se atrevería a tocarla ahora, no mientras continuase poseyendo a Covenant y al anillo. De repente, se sintió con la suficiente fuerza para volverle la espalda al mismo Despreciativo. La necesidad de libertad la protegía. La elección entre rendirse u oponerse era suya.
En la muda intimidad de su mente se encaró con el hombre a quien amaba, tomando sobre sí todas las cargas.
Él no podía resistirse. En una ocasión anterior había rechazado sus esfuerzos para controlarlo. Pero ahora estaba indefenso. Utilizando la propia fuerza de Covenant, lo dominó tan absolutamente como nunca habían logrado los elohim, ni Kasreyn.
¡No hay maldad!, le dijo en un susurro. Esta vez no. Su intento anterior de posesión había sido erróneo, inexcusable. Adivinó que tenía intención de arrojarse al Fuego Bánico y reaccionó como si el pretendiera suicidarse. Instintivamente, había tratado de detenerlo. Pero entonces el riesgo era sólo de él. No tenía el derecho a interferir.
Por el contrario, ahora estaba rindiéndose y rindiendo a la Tierra. No se limitaba a arriesgar su propia vida: sometía toda clase de vida a una destrucción cierta. Por consiguiente, ella tenía la obligación de intervenir. La obligación y el derecho.
¡El derecho!, gritó. Pero él permaneció callado. La voluntad de Linden lo ocupaba por completo.
Le parecía estar con él en un lugar en que se habían reunido anteriormente, cuando ella se rindió para salvarlo del silencio impuesto por los elohim… en un campo de flores, bajo un inmaculado cielo y un claro sol. Pero ahora reconocía aquel campo como uno de los maravillosos prados de Andelain, rodeado de colinas y bosques. Y él ya no era tan joven. Se erguía ante ella exactamente igual que se erguía ante el Despreciativo… inalcanzable; su rostro estaba desfigurado por magulladuras que no merecía, su cuerpo próximo a postrarse a causa del cansancio, el viejo corte del cuchillo abierto en el centro de su camisa. Sus ojos estaban fijos en ella, y lanzaban negrura de medianoche, del último confín de los cielos.
Ninguna sonrisa en el mundo podría haber suavizado aquella mirada.
Se erguía allí como si estuviera esperando que ella lo alcanzara, lo persuadiera, le mostrara la verdad. Pero Linden era incapaz de salvar el abismo existente entre ambos. Corría y corría hacia él, ansiando rodearlo con sus brazos; pero el campo permanecía entre ellos tan apacible como los rayos del sol, y los ojos de Covenant enviaban oscuridad hacia ella, y todos sus esfuerzos eran vanos para acercarse. Sabía que si lo alcanzaba él podría comprender… que la visión o la desolación que había encontrado en el Fuego Bánico podría comunicársela a ella, haciendo que llegara a comprender su certidumbre. Él estaba seguro, tan seguro como el oro blanco. Pero inalcanzable. Se enfrentaba a su súplica con un irrevocable: No me toques de lepra o sublimación, o apoteosis.
Su rechazo hacía que la aflicción la sacudiera como el llanto de un niño abandonado.
Entonces ella deseó volver y lanzar toda su recuperada fuerza contra el Despreciativo, deseó invocar al fuego blanco y borrarlo de la faz de la Tierra. Algunas infecciones han de ser extirpadas. ¿Qué otra cosa puedes hacer con tal poder? Ella deseaba hacerlo. Había herido a Covenant tan profundamente que ya no le era posible alcanzarlo. En su angustia, codiciaba el fuego. Poseía su corazón y sus miembros, y en la mano izquierda empuñaba el anillo, aferrándolo ante el umbral de la deflagración. Era capaz de hacerlo. Si ninguna otra esperanza le quedaba, y no podía acceder a su amor, sería ella quien luchara, quien destruyera, quien gobernara. ¡Haría que el Amo Execrable conociera la naturaleza de lo que él había fraguado!
Pero los ojos de Covenant la limitaban como si fuera demasiado débil para hacer algo, excepto llorar. Él no decía nada, no le ofrecía nada. Pero la pureza de su mirada le impedía orillarlo. ¿Cómo podía él hablarle, hacer otra cosa salvo repudiarla? Ella le había despojado de voluntad, lo había deshumanizado tan minuciosamente como lo habría hecho un Delirante, y saboreado su impotencia. Y a pesar de todo, él se mantenía tan humano, deseable y obstinado, tan querido para ella como la propia vida. Tal vez estaba loco. ¿Pero acaso ella no era algo peor?
¿No eres maldad?
Sí. Sin duda.
Pero la negra llama de sus ojos no la acusaba de maldad. No la despreciaba en modo alguno. Simplemente se negaba a ser dominado.
Dijiste que confiabas en mí.
Y ¿quién era ella para creer que estaba equivocado? Si la duda era necesaria, ¿por qué debía dudar de él en lugar de hacerlo de sí misma? Kevin Pierdetierra la había advertido, y ella sintió su honestidad. Pero quizá después de todo, él no comprendía, estaba cegado por las consecuencias de su propia desesperación. Y Covenant permanecía ante ella entre rayos de sol y flores como si la belleza de Andelain fuera la fuente de su fortaleza. Su oscuridad era tan solitaria como la de ella. Pero la de ella estaba dotada de la sombría astucia y violencia de las Madrigueras, y la de él recordaba el corazón de la verdadera noche, donde el Sol Ban jamás brillaba.
Sí, dijo ella otra vez. Sabía desde mucho tiempo atrás que cualquier forma de posesión era maldad; pero había procurado pensar de otro modo, porque ambicionaba el poder y porque quería salvar al Reino. Destrucción y curación; vida y muerte. Podía haber argumentado que incluso la maldad estaba justificada para preservar el anillo blanco del Amo Execrable. Pero ahora estaba llorando realmente. Covenant había dicho: He tratado de encontrar otra respuesta. Era la única promesa que importaba.
Deliberadamente, le permitió irse… permitió que se marcharan el amor, la esperanza y el poder como si todos fueran uno, demasiado puro para ser poseído o profanado. Aprisionando los gritos en su garganta, giró y se alejó a través del prado. Se alejó de la luz del sol para entrar en la atrocidad y el fulgor pétreo.
Vio con sus propios ojos como Covenant entregaba de nuevo el anillo como si sus últimos temores hubieran desaparecido. Oyó con sus propios oídos la salvaje alegría de la risa del Amo Execrable cuando proclamó su triunfo. La vehemencia y la desesperación parecieron cerrarse sobre ella como la tapa de un ataúd.
Moksha Jehannum intentó poseerla de nuevo, derribándola. Pero el Delirante no podía alcanzarla ahora. La tristeza se acumulaba en su interior, tratando de manifestarse. Apenas si fue consciente del fracaso de moksha.
El Despreciativo hacía retumbar Kiril Threndor:
—¡Imbécil!
Se cernía sobre Linden, no sobre Covenant. Sus ojos dejaban un rastro de veneno a través de su mente.
—¿No he dicho que todas tus elecciones conducen a mis fines? ¡Tú me sirves del modo más completo! —Las estalactitas enviaban fragmentos de malicia a su cabeza—. ¡Eres tú quien ha decidido entregarme el anillo!
Alzó una mano que era como una mancha ante su vista. En su agarro, el anillo empezó a llamear. Su grito reunió tanta fuerza que ella temió que destruyera la montaña.
—¡Aquí, al fin tomo posesión de toda vida y Tiempo para siempre! ¡Dejemos que mi Enemigo sobreviva en el temor! ¡Liberado de mi cárcel y suplicio, yo gobernaré el cosmos!
Ella era incapaz de permanecer en pie bajo el peso de aquella exaltación. La voz hería sus oídos, aceleraba el ritmo de su corazón. Arrodillándose sobre la temblorosa piedra, apretó los dientes, y se juró a sí misma que, aunque hubiera fracasado en todo lo demás, no continuaría respirando por más tiempo aquella condenada atrocidad. Los muros arrojaban plata en carillón desde todas sus facetas. El poder del Despreciativo crecía hacia el apocalipsis.
Pero oyó a Covenant. De algún modo, se mantenía sobre sus pies. No gritaba, pero cada palabra que decía era tan precisa como un augurio.
—Buena jugada. Yo podía haber hecho la misma… si estuviera tan desquiciado como tú. —Su certidumbre era inatacable—. Para eso no se necesita tomar el poder. Basta con el engaño. Te has vuelto loco.
El Despreciativo se volvió hacia Covenant. La magia indomeñable anulaba el fulgor pétreo, hacia que Kiril Threndor gritara fuego blanco.
—¡Rastrero, te enseñaré el significado de mi soberanía! —Toda su figura ondeaba y se difuminaba en el éxtasis, en la violencia. Unicamente sus perversos ojos permanecían explícitos, crueles como colmillos. Parecían desmenuzar la médula de los huesos de Covenant—. ¡Soy tu Dueño!
Se erguía enorme sobre Covenant, con los brazos alzados en delirio o imprecación. En uno de sus puños, guardaba el premio por el que tanto había suplicado e intrigado. La intensa luz que él lanzaba desde el anillo debía haber cegado por completo a Linden, haciendo saltar los ojos de sus cuencas. Pero había aprendido de moksha Jehannum la manera de proteger sus sentidos. Sentía que estaba mirando dentro del horno del profanado sol; pero aún era capaz de ver.
Capaz de ver el golpe que el Amo Execrable asestó sobre Covenant como si la magia indomeñable fuera una daga.
Aquello hizo que el Monte Trueno se estremeciera, y dejara caer estalactitas del techo en una lluvia de lanzas bajo la cual Linden estuvo a punto de desaparecer. Aplastó a Covenant contra el suelo como si le hubiera roto todos los miembros. Por un instante, una convulsión de luces se retorció sobre él. El poder y el relampagueo de la blanca plata del anillo clamoreó a su través, gritando a lo largo de las líneas de su cuerpo. Ella trató de hacerse oír, pero no quedaba aire en sus pulmones.
Cuando cesó el golpe, dejó blancas llamas chisporroteando en el centro de su pecho.
La herida destilaba plata; toda su sangre ardía. El fuego se elevaba desde su herida abierta, esparciendo gotas y plumas de incandescente deflagración, que no estaba alterada por negrura o veneno. Durante aquel momento, pareció que continuaba vivo.
Pero aquello fue transitorio. El fuego desapareció con rapidez. Muy pronto crepitó y se apagó. Su agostado cuerpo yacía sobre el suelo para no moverse más.
Demasiado embotada para gritar, Linden apretó los brazos contra sí misma, y su lamento llegó hasta la médula de sus huesos.
Pero el Amo Execrable seguía riendo a carcajadas.
Reía satánicamente, como un demonio de tormento y triunfo. Su lujuria acribillaba a la montaña. Cayeron más estalactitas. De una pared a otra se abrió una grieta que cruzaba la cámara. Cayeron piedras como alaridos desde aquella hendedura. Kiril Threndor se llenó de plata. El Despreciativo se había convertido en un titán con la posesión del fuego blanco.
—¡Guárdate de mí, Enemigo! —Aquel alarido ensordeció a Linden a pesar de su instintiva autoprotección. Lo oyó, no con sus sobrecargados oídos sino con los tejidos y vasos de sus pulmones—. ¡Poseo la clave del Tiempo, y lo reduciré a ruinas! ¡Enfréntate a mí si te atreves!
El fuego crecía a su alrededor, fustigado más y más por sus fieros brazos. En anillo se crecía en su puño como un sol en ascenso. Su poder superaba ya el del Fuego Bánico, sobrepasaba cualquier alarde de fuerza que ella hubiera presenciado; incluso a los obsesionantes rostros de sus pesadillas.
Pero se movió. Reptando sobre los agonizantes estertores y estremecimientos de la piedra, impelió su debilitado cuerpo hacia Covenant. No podía ayudarle. Ni ayudarse. Pero ansiaba estrecharlo entre sus brazos una vez más. Implorar su perdón, aunque él no pudiera ya oírla. El Amo Execrable se había vuelto tan espantoso que únicamente los confines de su cataclismo eran todavía discernibles. Se arrastró dejándolo atrás como si lo ignorase. Deshecha y angustiada en cuerpo y alma, llegó hasta Covenant, se sentó junto a él, puso su cabeza en su regazo, y dejó que sus cabellos cayeran sobre la cara de él.
En la muerte, su rostro mostraba una extraña expresión de alivio y dolor. Parecía que iba a reír y llorar al mismo tiempo.
Al menos yo confié en ti, le dijo. Aunque en todo lo demás me haya equivocado, al final confié en ti.
Entonces la angustia se apoderó de su corazón.
Ni siquiera me dijiste adiós.
Ninguna de las personas que habían muerto mientras las amaba, le había dicho adiós.
No sabía cómo le era posible continuar respirando. La atrocidad del Amo Execrable había llegado a ser tan intensa como la luz. La destrucción que se proponía, arrancaba aullidos de la piedra. Kiril Threndor era la desgarrada boca del suplicio de la montaña. Su insignificante carne parecía desgastarse y disolverse ante la proximidad de semejante poder. Su maligno influjo se acercaba cada vez más.
Instintivamente, casi involuntariamente, levantó la mirada de la culpabilidad y la inocencia de Covenant, urgida por la inexpresable convicción de que debería ser al menos la única testigo de la destrucción del Tiempo. Mientras su mente subsistiera, podría presenciar lo que el Despreciativo hacía, incluso enviar su protesta para que lo persiguiera en los cielos.
Un remolino giraba alrededor del Amo Execrable y crecía como si pretendiera romper la Tierra consumiendo la vida. Su fuego era tan intenso que latía a través de la montaña, haciendo que todo el Monte Trueno batiera. Pero gradualmente arrastró las llamas hacia sí, enfocándolas en la mano en que estaba el anillo. Demasiado brillante para ser mirado, su puño latía como el corazón del mundo.
Con un terrible grito, elevó su aferrado poder.
Un instante después, su exaltación se convirtió en asombro y cólera.
En algún punto de la roca que rodeaba a Kiril Threndor, su ráfaga se hizo pedazos. Puesto que iba dirigida contra el Arco del Tiempo, no era esencialmente una fuerza física, aunque la conmoción de la descarga estuvo a punto de dejar inconsciente a Linden. No ocasionó ningún daño físico. En vez de ello, fue como si hubiera chocado contra un cielo de medianoche que la hubiera hecho estallar. En un abismo insondable, los fragmentos de fuego se disparaban y fulguraban.
Las ardientes líneas de luz se esparcían como en un grabado, combinándose y multiplicándose rápidamente, tomando forma dentro de la masa de la montaña. A partir de la magia indomeñable y la nada, crearon el bosquejo de un hombre.
Un hombre que se había interpuesto entre el Amo Execrable y el Arco del Tiempo.
La silueta adquirió densidad y facciones mientras absorbía el ataque del Despreciativo.
Thomas Covenant.
Se erguía allí en el granito del Monte Trueno; un espectro en todo diferente a la poderosa piedra. Sólo quedaba de su ser mortal la expresión de poder y tristeza que marcaba su semblante.
—¡No! —aulló el Despreciativo—. ¡No!
Pero Covenant respondió:
—Sí. —No tenía voz terrenal, ni producía sonido humano. Y sin embargo podía ser oído a través del clamor de la atormentada piedra, en las constantes repercusiones de la furia del Amo Execrable. Linden le oía tan diáfanamente como a una trompeta—. Brinn me mostró el camino. Abatió al Guardián del Árbol Único sacrificándose a sí mismo, dejándose derrotar. Y Mhoram me dijo: Recuerda la paradoja del oro blanco. Pero durante mucho tiempo no comprendí. Yo soy la paradoja. No puedes despojarme de la magia indomeñable. —Entonces pareció avanzar, concentrándose con mayor intensidad en el Despreciativo. La orden resultó tan clara como el fuego blanco—: Deja el anillo.
—¡Jamás! —gritó al instante el Amo Execrable. El poder latía en él, deseando ser usado—. Ignoro qué trampa o locura te ha traído ante mí de entre los muertos… ¡pero de nada te valdrá! ¡Ya me derrotaste una vez! ¡No sufriré una segunda humillación! ¡Jamás! ¡El oro blanco me pertenece, me ha sido cedido voluntariamente! ¡Si intentas combatirme, ni la propia muerte te protegerá de mi cólera!
Algo parecido a una sonrisa se dibujó en el apasionado semblante del espectro.
—Vuelvo a decirte que estás equivocado. Ni siquiera he pensado combatirte.
La respuesta del Amo Execrable fue un dardo de fuego que hizo chisporrotear el aire como la carne al freírse. Un fiero poder lo bastante fuerte para derrumbar la cima de una montaña alcanzó a Covenant, rugiendo para aniquilarlo.
Él no se le opuso, no hizo ningún esfuerzo para resistir o evitar el ataque. Simplemente lo aceptó. El pliegue de dolor entre sus cejas mostraba que había sido dañado; pero no retrocedió. La corriente de fuego había penetrado y desgarrado dentro de él, y Linden temió que incluso un alma de muerto pudiera sucumbir ante aquélla. Pero cuando el ataque concluyó, Covenant lo absorbió por completo. Dominó bravamente a las llamas.
—No voy a combatirte. —Incluso ahora parecía compadecer a su torturador—. Cuanto puedes hacer es herirme. Pero el sufrimiento no dura. Únicamente me hace más fuerte. —Su voz tenía una nota de compasión por el Despreciativo—. Deja el anillo.
Pero el Amo Execrable había llegado tan lejos en la cólera y la fustración que parecía haberse quedado sordo.
¡No!
—¡No! —volvió a rugir. Ningún miedo podía frenarlo; había traspasado las fronteras de la violencia absoluta.
—¡No!
¡NO!
Y con cada grito lanzaba toda su fuerza contra el Incrédulo.
Una ráfaga después de otra, cada vez más rápidas. El suficiente poder blanco para reducir el Monte Trueno a escombros, para desgajarlo del Declive del Reino, para precipitarlo en el funesto abrazo del Llano de Sarán. Suficiente para convertir incluso el Árbol Único en cenizas y tizones. Suficiente para derruir el Arco del Tiempo. Todo el antiguo poder del Amo Execrable era multiplicado y canalizado por el plateado anillo. Golpeaba y golpeaba; el incontestable tañido fúnebre de su ira ensombreciendo Kiril Threndor hasta que la mente de Linden empezó a dar vuelta y su vida casi acabó, incapaz de soportar la magnitud de aquella cólera. Se aferró al cuerpo de Covenant como si constituyese su último asidero; y luchó para resistir y mantenerse cuerda mientras el Amo Execrable se esforzaba en destrozar estructura esencial de la Tierra.
Pero sus acometidas iban sólo contra el espectro; sólo golpeaban a Covenant. Éste absorbía una ráfaga tras otra de poder del Desprecio y su fuego lo hacía más poderoso. Rindiéndose a su ferocidad, las trascendía. Cada golpe lo elevaba desde la mera contemplación pasiva de los Muertos de Andelain y la ritual indefensión de los Sinhogar en Coercri, hasta la altura de la inmaculada magia indomeñable. Y esto lo convirtió en un inquebrantable baluarte erguido gloriosamente ante la destrucción.
Al mismo tiempo, cada ataque hacía que el Amo Execrable se debilitara. Covenant era una barrera que el Despreciativo no podía taladrar porque no le ofrecía resistencia; y él no podía detenerse. Después de muchos milenios de ansia, la derrota le resultaba intolerable. Con creciente frenesí lanzaba cólera, desafío y un inmitigable odio contra Covenant. Pero cada golpe fallido requería un mayor esfuerzo. Su materia se desgastaba y enflaquecía, desnaturalizada momento a momento, mientras sus ataques se hacían más temerarios y extravagantes. Pronto se redujo a tal evanescencia que apenas era discernible.
Y sin embargo no paraba. Rendirse era imposible para él. Si no se hubiera hallado limitado y constreñido por el Tiempo mortal de su prisión, habría continuado eternamente, buscando la completa destrucción de Covenant. Por un instante, su figura se estrió y gimió cuando la furia absoluta lo condujo hasta el umbral de la extinción. Luego desapareció.
Aunque se encontraba aturdida y rota, Linden captó el débil tintineo metálico del anillo al caer al estrado y rodar hasta detenerse.