No hay otro camino
Thomas Covenant yacía en el suelo boca abajo. La dura piedra oprimía su castigada mejilla. Los golpes habían deformado los huesos de su semblante. Aunque no deseaba nada excepto paz y salvación, había llegado a ser quien era mediante la violencia… los efectos de sus propios actos. De algún lugar en la distancia se elevaba un gutural murmullo, funesto e incesante, como una letanía de invocación; docenas de voces repitiendo suavemente la misma palabra o nombre aunque con distintas cadencias, en ritmos diferentes. Ellos estaban todavía a su alrededor, la gente que había ido a inmolarlo. Se mofaban de su fracaso.
Joan se había marchado.
Acaso debería haberse movido, cambiado de posición, hecho algo para mitigar su dolor. Pero el esfuerzo estaba más allá de sus posibilidades. Toda su fuerza se había convertido en arena y cenizas. Y nunca había sido físicamente fuerte. Se la habían arrebatado sin ningún problema. Era extraño, reflexionó vagamente, que alguien con tan escasos motivos para jactarse desperdiciara tanto tiempo tratando de creer que era inmortal. Debiera haber sido más inteligente. Dios sabía que se le habían dado todas las oportunidades imaginables para curarse de tamaña arrogancia.
Los auténticos héroes no eran arrogantes. ¿Quién hubiese podido considerar arrogante a Berek? ¿O a Mhoram? ¿O a Vasallodelmar? La lista seguía y seguía, y todos eran humildes. Incluso Hile Troy había desistido finalmente de su orgullo. Sólo gente como el propio Covenant era lo bastante arrogante para creer que el futuro de la Tierra dependía de sus ciegas y falibles elecciones. Sólo la gente como él. Y como el Amo Execrable. Habían quienes estaban capacitados para el Desprecio y optaban por rechazarlo. Y los que no lo hacían. Linden había dicho innumerables veces que él era arrogante.
Ésa era la razón que le obligaba a derrotar al Amo Execrable… la razón por la cual la tarea recaía sobre él.
En cualquier momento, se dijo. En cualquier momento iba a levantarse del suelo de su casa para ir a intercambiarse por Joan. Ya había aplazado aquello bastante tiempo. Ella no era arrogante, realmente no. No se merecía lo que le había sucedido. Simplemente, nunca había sido capaz de perdonarse a sí misma por su debilidad, sus limitaciones.
Entonces quiso reír. Le habría hecho mucho bien reír. No era tan distinto a Joan después de todo. La única diferencia real era que él había sido convocado al Reino cuando éste aún tenía posibilidad de ser sanado… y cuando él aún tenía posibilidad de saber qué significaba. Estaba cuerdo, si es que lo estaba, por gracia y no por virtud.
En cierto sentido, ella era arrogante en la actualidad. Concedía excesiva importancia a sus propios errores y fracasos. Ella nunca había aprendido a olvidarlos.
Tampoco él había aprendido aquella lección. Pero lo estaba procurando. Santo Dios, lo estaba procurando. En cualquier momento, iba a reemplazarla en el fuego del Amo Execrable. Iba a permitir que todo ocurriese.
Pero de alguna manera el suelo le provocaba incertidumbre. La murmurante invocación que llenaba sus oídos, pulmones y huesos repetía un nombre que no parecía corresponder al Despreciativo. Aquello le sorprendió, e hizo que respirara con dificultad. Había olvidado algo.
Abrió los ojos débilmente, parpadeando ante las nubes de su visión, y recordó dónde se encontraba.
Entonces pensó que posiblemente le fallaría el corazón. Las contusiones percutían en su cerebro. Le habían sido causadas por los Entes de la Cueva y no por los captores de Joan. No le quedaba mucho tiempo de vida.
Yacía próximo al centro de una vasta caverna de toscas paredes y techo irregular. El aire apestaba por la densidad del fulgor pétreo, que se propagaba desde piedras especiales enclavadas en los muros a desiguales intervalos. La cueva tenía un trazado aproximadamente oval; por ambos extremos se estrechaba en lóbregos e inaccesible túneles. El olor del fulgor pétreo se hallaba mezclado con un matiz de vieja destrucción… una podredumbre tan vieja que casi se había purificado.
Procedía de un ancho y elevado túmulo cercano. Parecía un sepulcro, como si algo digno de reverencia se hallara enterrado allí. Pero estaba enteramente compuesto por huesos. Millares de esqueletos apilados en un mismo sitio. La mayor parte de ellos llevaban tanto tiempo en aquel lugar que se habían convertido en un polvillo fino y grisáceo, ya sin interés incluso para los gusanos. Pero los situados en la cumbre del túmulo eran más recientes. Ninguno de los esqueletos estaba entero: todos habían sido rotos al morir o bien desmembrados con posterioridad. Le habían quitado la carne incluso a los más recientes. No obstante, algunos de ellos aún rezumaban desde los tuétanos.
No eran huesos humanos, ni de ur-viles. Debían pertenecer a Entes de la Cueva. Aparentemente, las criaturas que la Primera y Encorvado habían matado ya habían sido agregadas al túmulo.
El murmullo seguía sin descanso, como si docenas o centenares de predadores estuvieran regañando entre sí. Sentía aquel sonido como un toque de pánico en sus centros vitales. Algún nombre estaba siendo continuamente repetido, susurrado y murmurado en todos los tonos y cadencias, pero no podía distinguir cuál. El calor, el sonido y el fulgor pétreo oprimían los doloridos huesos de su cabeza.
Se hallaba rodeado de Entes. La mayor parte de ellos se agazapaban cerca de los muros, las rodillas les llegaban a la altura de las orejas, sus ardientes ojos fulguraban. Otros parecían danzar en torno al túmulo, como desgarbadas cigüeñas sobre sus altas patas. Sus manos atacaban el aire como espadas. Todos murmuraban y murmuraban, mágicos e hipnóticos. No tenía idea de lo que estaban diciendo, ni durante cuanto tiempo más sería arrullado, aprisionado.
Estaba asustado, tan asustado que su miedo le otorgó una especie de lucidez. No temía por sí mismo. Había encontrado aquel terror especial en el Fuego Bánico y lo había quemado para purificarse. Aquellas criaturas no eran más que Entes de la Cueva, los hijos de mente débil y voluntad manipulable del granito del Monte Trueno, y el Amo Execrable los gobernaba desde hacía tiempo. Difícilmente podía esperarse de ellos que se interpusieran entre Covenant y el Despreciativo. Aunque el camino para conseguir aquello era arduo, su propósito permanecía intacto.
En un pequeño espacio libre junto a un muro estaba sentada Linden. La vio con la precisión de su pánico. Apoyaba el hombro derecho contra la piedra. Se sujetaba las piernas con los brazos, oprimiéndolas contra su pecho como una niña abandonada. Tenía la cabeza agachada; el cabello le caía hacia delante ocultando su rostro. Pero un lado del cuello le quedaba al descubierto. Destellaba, pálido y vulnerable, bajo la iluminación rojizo-anaranjada.
Negra contra la palidez, la sangre seca manchaba su piel. Se extendía en un coagulado reguero que bajaba desde la parte posterior de su oreja izquierda hasta el cuello de su camisa.
¡También ella…! Un doliente espasmo le recorrió. También ella se había visto devuelta a la condición física del cuerpo que abandonara en los bosques situados detrás de Haven Farm.
No les quedaba mucho tiempo.
Hubiera gritado si hubiera tenido las fuerzas necesarias. No quedaba mucho tiempo… para gastarlo de aquella forma. Deseaba estrecharla entre sus brazos, hacerle comprender que la amaba… y que ni la muerte ni la amenaza del desastre podían profanar lo que significaba para él. Lena habían intentado consolarle en cierta ocasión cantando: El alma en donde las flores crecen sobrevive. Deseaba…
Pero quizá el golpe que había recibido fuera más fuerte de lo que se habían propuesto, y también ella estuviera a punto de morir. Asesinada como Soñadordelmar por intentar salvarlo. E incluso aunque no muriera, podía creer en su desesperación que lo había perdido. En Andelain, Elena le había dicho: Cuida de ella para que al final pueda curarnos a todos. En eso también había fracasado como en tantas otras cosas.
Linden. Trató de pronunciar su nombre, pero no brotó sonido alguno. Un espasmo de frustración distorsionó su rostro, haciendo palpitar las contusiones. Desdeñando el dolor y la terrible fatiga, apoyó los codos tratando de hacer palanca contra el suelo.
Un pie brutal pinchó su espalda, acercándolo a la pila de huesos. Jadeando, alzó la vista para encontrarse con la maliciosa y torcida mirada de un Ente de la Cueva.
—¡Quieto, desventurado! —escupió la criatura—. El castigo se aproxima. ¡El castigo y el apocalipsis! No tengas prisa.
Con una grotesca cabriola de sus desgarbados miembros, volvió a los murmullos y a las danzas.
Covenant luchó por recobrar el aliento, y se volvió de lado para mirar nuevamente a Linden.
Estaba ahora de cara a él, se había vuelto cuando el Ente de la Cueva habló. De su rostro habían huido la sangre y la esperanza. La mirada que le dirigió contenía un reproche y una muda plegaria. Tenía las manos inútilmente entrelazadas. Los ojos tan sombríos y hundidos como heridas.
Debía tener la misma apariencia que cuando siendo niña estuvo encerrada con su padre en el desván mientras éste agonizaba.
Luchó para recuperar su voz, para gritar su nombre a través de la múltiple invocación de los Entes de la Cueva. Pero ella no pareció oírle. Lentamente, fue reclinando la cabeza, arrastrando la mirada hasta sus inertes manos.
No podía alcanzarla. Apenas si sabía de dónde extraer la fuerza necesaria para sostenerse. Y los Entes no permitirían que se moviera. No tenía otra forma de combatirlos salvo su anillo… la magia indomeñable que le era imposible utilizar. Ambos estaban totalmente aprisionados. Y no había nombre que ninguno de los dos pudiera pronunciar en demanda de ayuda.
Ningún nombre excepto el del Despreciativo.
Covenant esperaba como si estuviera loco que el Amo Execrable actuara con rapidez.
Pero quizá el Amo Execrable no lo hiciera. Tal vez permitiera que los Entes de la Cueva actuaran libremente, esperando obligar a Covenant a usar de nuevo el poder. Tal vez no entendía… era incapaz de hacerlo, la firmeza de la negativa de Covenant.
La gutural salmodia de los Entes estaba cambiando, las incesantes y variadas repeticiones se acercaban al unísono. Una criatura inició una inflexión un poco más aguda, una cadencia más específica; y sus vecinos inmediatos adoptaron el mismo ritmo. Ente por Ente, la unisonancia se propagó hasta que el nombre invocado llegó a Covenant, sorprendiéndolo, haciendo que se estremeciera alarmado.
Conocía aquel nombre.
Lombrizderroca Babeante.
Hacía más de tres milenios, Lombrizderroca Babeante, también llamado Droll Piedracaliente, de los Entes de la Cueva encontró el perdido Bastón de la Ley… y concebió el deseo de gobernar la Tierra. Pero le faltaban los conocimientos necesarios para manejar lo que había encontrado. Por engaño o estupidez, se dirigió al Despreciativo en busca de sabiduría. Y el Amo Execrable lo utilizó para sus propios propósitos.
Lombrizderroca Babeante.
Primero persuadió a Babeante para que convocase a Covenant, tentándolo con promesas de oro blanco. Después se lo arrebató rápidamente, y envió al Incrédulo al Concejo de los Amos. Y los Amos respondieron desafiando el poder de Babeante. Penetraron sigilosamente en la madriguera de los Entes, le quitaron el Bastón de la Ley, e invocaron a los Leones de Fuego del Monte Trueno para destruirlo.
Contando con tales medios, se creyeron victoriosos. Pero no habían hecho otra cosa que ponerse en manos del Despreciativo. Desembarazándole de Babeante, le habían permitido el acceso al funesto instrumento que deseaba… la Piedra Illearth. Y desde aquel momento, los Entes de la Cueva se vieron forzados a servirle como marionetas.
Lombrizderroca Babeante.
El nombre vibraba como ácido en el aire. El fulgor pétreo oscilaba. Todos los Entes se quedaron inmóviles. Sus ojos de lava fijos en aquello que estaban invocando.
Al lado de Covenant una fantasmal luminosidad comenzó a filtrarse a través de la pila de huesos. Enfermizas llamas rojas se arrastraron como un fuego de ciénaga alrededor del túmulo. Los fragmentos de huesos parecían ondularse y fundirse como si formaran parte de una alucinación.
Súbitamente, dejó de considerar que aquellas criaturas servían al Despreciativo.
Lombrizderroca Babeante.
—Covenant. —La voz de Linden le llegó entre las resonancias de aquel nombre. Ella había vuelto a sí misma impelida por aquello que los Entes de la Cueva estaban haciendo—. Ahí hay algo… —Luchaba denodadamente por dominar su desesperación—. Lo están volviendo a la vida.
El desaliento de Covenant aumentó. No dudaba de ella. La Ley que protegía a los vivos había sido rota. Cualquier horror situado detrás de la barrera de la muerte podía ser invocado ahora si se tenía voluntad… y poder. El túmulo bullía entre llamas y destellos como un monstruoso capullo, marchito y sucio en la convulsión del nacimiento.
Entonces uno de los Entes se movió. Cruzó entre los invocantes y se acercó a Covenant.
—Levántate, desventurado —exigió. Sus ojos eran tan salvajes como su gesto—. Levántate para la sangre y el tormento.
Covenant levantó la mirada hacia él, pero no obedeció.
—¡Levántate! —rugió la criatura. Con una mano que parecía una espátula agarró el brazo de Covenant y casi lo dislocó al tirar para ponerlo en pie.
Covenant rechazó el dolor y el pánico.
—¡Te arrepentirás de esto! —Tenía que gritar para hacerse oír. La invocación golpeaba en su pecho—. ¡El Execrable me busca! ¿Crees que podéis desafiarlo y conseguir lo que queréis?
—¡Ah! —masculló el Ente de la Cueva como si estuviera próximo al éxtasis—. ¡Somos demasiado astutos! No nos conoce. Hemos aprendido. Aprendido. Se cree tan sabio. —Durante un momento todas las voces compartieron su desprecio. ¡Lombrizderroca Babeante!—. Está ciego. Cree que no te hemos encontrado. —La criatura produjo un demente chasquido en lugar de reír.
Luego, obligó a Covenant a volver la cabeza hacia el túmulo. Linden pronunció su nombre, gimiendo. Él oyó el golpe sordo cuando una de las criaturas la silenció. Su brazo estaba atenazado por unos dedos capaces de triturar la piedra.
Las llamas empezaron a retorcerse como demonios a través del túmulo, proyectando su angustia hacia el techo de la cueva.
—¡Testigos! —rechinó el Ente—. ¡El Túmulo del Ente!
La invocación tomó un timbre de salacidad.
—Hemos servido y servido. Siempre hemos servido: limpiando, proporcionando comida, sacrificándonos. Y ninguna recompensa. Haced esto. Haced aquello. Excavad. Corred. Morid. Y ninguna recompensa. ¡Ninguna!
»Ahora él va a pagar. ¡Castigo y apocalipsis!
La virulencia de los Entes de la Cueva penetraba en Covenant. Los músculos de su brazo estaban siendo estrujados. Pero cerró su mente a cualquier cosa. Tratando de encontrar un camino para salvar la vida de Linden, no ya la suya propia. Protestó ásperamente:
—¿Cómo? ¡Es el Despreciativo! ¡Os arrancará el corazón!
Pero los Entes estaban más allá del terror.
—¡Testigos! —Repitió el captor de Covenant—. Mirad esto. Fuego. ¡Vida! ¡El Túmulo del Ente Lombrizderroca Babeante!
Lombrizderroca Babeante, martilleaba el cántico. ¡Lombrizderroca Babeante!
—De los muertos. Nosotros hemos aprendido. La matanza. El Sol Ban. El quebrantamiento de la Ley. ¡La sangre de los desventurados! —Casi saltó provocado por su apasionamiento—. ¡Tú!
Con la mano libre empuñó una larga esquirla de piedra semejante a una daga.
Continuando su letanía, gritó:
—¡La sangre otorga poder! ¡El poder otorga vida! ¡Babeante tomará el anillo! ¡Con el anillo aplastará al Despreciativo! ¡Los Entes de la Cueva serán libres! ¡Castigo y apocalipsis!
Blandiendo la esquirla ante el rostro de Covenant, añadió:
—Pronto. Tú eres el desventurado. Otorgador de ruina. Tu sangre se verterá sobre el Túmulo del Ente. —Un lado de la esquirla acarició la tensa mejilla de Covenant—. Pronto.
Covenant escuchó el jadeo de Linden, como si le costara trabajo respirar.
—Los huesos… —dijo. Él retrocedió, temiendo que volviesen a golpearla. Pero ella repitió el intento para que él la oyera—. Los huesos…
El esfuerzo disminuía su voz; pero Covenant no tenía idea de lo que pretendía darle a entender.
Las llamas que se arrastraban por el túmulo provocaban un hormigueo en su piel; no obstante, era incapaz de apartar la mirada de ellas. Quizá todo lo que había valorado o comprendido era falso, suscitado por el Execrable. Quizás el Fuego Bánico había sido corrompido esencialmente para que no le proporcionara ninguna clase de caamora fiable. ¿Cómo podía saberlo? No podía ver.
El dolor del brazo le producía mareos. Tenía la impresión de que el fulgor pétreo escupía calor rojizo-anaranjado para alimentar el fuego del Túmulo del Ente. Había perdido a la Primera, a Encorvado y a Vain; incluso había perdido a Andelain. Y ahora se hallaba a punto de perder su vida y la de Linden y todo lo demás porque no existían caminos intermedios, ni magia indomeñable, sin ruina. Ella estaba susurrando su nombre, pero aquello no constituía ninguna diferencia.
Su equilibrio disminuyó, y se encontró mirando vacíamente la piedra sobre la que estaba. Era la única parte del suelo que había sido tallada. El Ente de la Cueva lo había situado en el centro de una depresión circular en forma de jofaina. Su somero contorno había sido alisado y pulimentado para que reflejara el fulgor pétreo que lo rodeaba como metal bruñido.
De debajo de sus pies, un estrecho conducto se dirigía directamente bajo el sepulcro. Un conducto para canalizar su sangre hacia los restos de los huesos de Lombrizderroca Babeante. El fuego se elevaba ansiosamente hacia el techo.
De pronto, la invocación cesó, extirpada del aire como si hubiera sido cercenada por una espada. Tan súbito silencio pareció dejarle sordo. Alzó bruscamente la cabeza.
La esquirla estaba preparada para hundirse como un colmillo en medio de su pecho. Aseguró los pies, y se abrazó a sí mismo para tratar de protegerse, haciendo un último esfuerzo por su vida.
Pero el golpe no fue asestado. El Ente de la Cueva no lo estaba mirando. Ninguna de las criaturas lo miraba. Alrededor de la cueva, se agitaban enhiestas a causa de la cólera y el terror.
Un instante después, Covenant recobró la capacidad de oír mientras el fragor del combate resonaba al otro lado del Túmulo del Ente.
La Primera y Encorvado luchaban en el interior de la cueva.
Estaban solos, pero atacaban con la potencia de un ejército.
La sorpresa los hacía momentáneamente irresistibles. Ella había sido golpeada y estaba débil, pero la espada fulguraba en sus manos como un relámpago carmesí, descargándose con la contundencia del trueno. Los Entes caían bajo ella como las espigas de trigo bajo la tormenta. Encorvado la seguía empuñando un hacha de guerra en cada mano y luchaba como si no estuviera herido ni le fuera difícil respirar. Su camisa mostraba marcas brillantes allí donde la cota había desviado los golpes; y coágulos de sangre seca donde los mazos la aplastaron contra la carne. El esfuerzo hacía que sus miembros y semblantes resplandecieran.
Los Entes de la Cueva se arracimaron contra ellos frenéticamente.
Las criaturas estaban demasiado encolerizadas para combatir con eficacia. Se entorpecían entre sí, bloqueando sus propios esfuerzos. La Primera y Encorvado llegaron a mitad de camino del Túmulo del Ente antes de que la superioridad numérica los frenara.
Pero allí cambió el signo del combate. La desesperación infundía ánimos a los Entes. Y la magnitud de la cueva permitía que los rodearan asaltándolos por todos lados. Aquel intento de rescate había sido valeroso pero estaba predestinado al fracaso. En cuestión de segundos serían aplastados.
Previendo su oportunidad, las criaturas cambiaron de actitud, y actuaron con menos salvajismo. Aquella fuerza que excavaba montañas iba descargando golpes que obligaban a Encorvado y la Primera a combatir espalda contra espalda para protegerse, para sobrevivir.
El captor de Covenant volvió a encararse con él. Sus ojos de lava desprendían llamas y furia. El fulgor pétreo destelló contra la esquirla cuando levantó el brazo para acabar con la vida de Covenant.
Enronquecida por el pánico y la intuición, Linden gritó:
—¡Los huesos! ¡Apoderaos de los huesos!
Al momento, una de las criaturas la golpeó con tal violencia que se desplomó dentro de la jofaina a los pies de Covenant. Quedó allí inconsciente y retorcida. Él temió que le hubiera roto la espalda.
Pero los Entes de la Cueva la habían comprendido, aunque no Covenant. Un sonido similar al llanto atravesó el fragor de la lucha. Ahora combatían con redoblado fervor. La esquirla que amenazaba al Incrédulo osciló cuando el Ente dirigió su mirada temerosa hacia la batalla.
Covenant no podía ver a la Primera ni a Encorvado a través el encarnizado forcejeo. Pero súbitamente su grito se elevó hasta el techo… el toque de trompeta de una espadachina reuniendo sus últimos recursos:
—¡Piedra y Mar!
Y el tropel de Entes de la Cueva pareció romperse como si se hubiera producido una detonación. Abandonando a Encorvado, se abrió paso entre las criaturas, apartándolos de sus brazos y hombros como si fueran cascotes. Con un surtidor de sangre, cubrió su camino hasta el Túmulo del Ente.
Encorvado podía haber sido asesinado entonces. Pero no lo fue. Sus hostigadores se arrojaron en pos de la Primera. Sus hachas se clavaron en sus espaldas mientras él seguía a su esposa.
El llanto se tornó grito cuando ella alcanzó el túmulo.
Cogiendo un hueso, giró para hacer frente a sus atacantes. El hueso ardía como un ascua, pero sus dedos de giganta soportaron el dolor sin ceder.
Instantáneamente, todas las criaturas quedaron paralizadas. El silencio cubrió sus gritos; el horror bloqueó sus extremidades.
Encorvado extrajo un hacha de la espalda de uno de los Entes, alzando sus armas para rechazar cualquier golpe. Pero ninguno llegó. Lo ignoraban. Recobrando el aliento, atravesó la masa hacia la Primera. Ningún Ente se movió.
Llegó cojeando al lado de ella, dejó caer una de las hachas, y cogió otro de los ardientes huesos. La paralización de los Entes de la Cueva se acentuó sin el concurso de sus voluntades. Sus ojos imploraron. Algunos empezaron a temblar con escalofríos de pánico.
Al amenazar el túmulo, la Primera y Encorvado habían puesto en peligro la única cosa que les había dado a aquellas criaturas el valor suficiente para desafiar al Amo Execrable.
Covenant se debatió contra su guardián, intentando alcanzar a Linden. Pero el Ente de la Cueva no lo soltó; se mantuvo ajeno a sus esfuerzos… hechizado por el terror.
Inclinándose, la Primera limpió la sangre de su hoja en el cuerpo más inmediato. Luego envainó la espada y cogió un segundo hueso. El fuego se derramaba de sus manos, pero no le prestaba atención.
—Ahora —jadeó entre dientes—. Ahora liberaréis al Amigo de la Tierra.
El Ente de la Cueva cerró los dedos alrededor del brazo de Covenant y no se movió. Varias criaturas situadas en los límites de la muchedumbre se agitaron levemente, lamentándose.
Linden se encogió de repente. De un impulso, se impelió fuera de jofaina. Cuando consiguió ponerse en pie, se tambaleó y tropezó como si el suelo se estuviera inclinando. No obstante, supo mantener el equilibrio de alguna manera. Sus ojos brillaban de furia y desesperación. Había sido presionada en exceso. Casi balanceándose, pasó por detrás de Covenant.
Entre los Entes que se agrupaban allí, encontró un mazo que alguno de ellos había perdido. Era tan pesado que casi no podía levantarlo. Empuñándolo con ambas manos, lo alzó del suelo elevándolo por encima de su cabeza, para descargarlo sobre la muñeca de la criatura que sujetaba a Covenant.
Se oyó un apagado chasquido. Los dedos del Ente quedaron separados de su brazo.
La criatura aulló. Locamente, blandió la esquirla para hundirla en el rostro de Linden.
—¡Detente! —La orden de la Primera resonó en toda la cueva. Colocando un pie en el túmulo, se afirmó para diseminar de una patada el polvo y los huesos sobre el suelo.
El Ente quedó paralizado por un renovado espanto.
Lentamente, ella retiró el pie. Un débil suspiro de alivio se difundió alrededor de los muros de la cueva.
El dolor pinchaba a través del codo de Covenant, clavándose en su hombro. Por un momento, temió ser incapaz de resistirlo. La presa del Ente le había dañado el brazo; la sangre percutía en su interior como si fuera ácido. La cueva parecía rugir en sus oídos. No distinguía más ruido que el de la dificultosa respiración de Encorvado.
Pero tenía que aguantar, tenía que moverse. Los gigantes lo merecían. Linden y el Reino lo merecían. No podía permitirse semejante desaliento. Únicamente se trataba de dolor y vértigo, para él tan familiares como una vieja amistad. No tenían poder sobre él a menos que estuviera atemorizado… a menos que se permitiera estar atemorizado. Si lograba dominar a su corazón, incluso la desesperación era tan buena como la valentía o la fuerza.
Ese era el centro, el punto de quietud y certidumbre. Descansó brevemente. Entonces permitió que el tormento que sufría su brazo lo impeliera fuera de la jofaina.
Linden fue hacia él. Su contacto hizo que el cuerpo de Covenant temblara; pero en su interior no perdió el equilibrio. Ella podría detenerlo si evidenciaba que estaba equivocado. Juntos avanzaron hacia los gigantes.
Encorvado no levantó la vista de su jadeo. Sus labios estaban manchados por una roja saliva; aquellos esfuerzos habían desgarrado algo en su interior. Pero la Primera recibió a Covenant y a Linden con un gesto de saludo. Tenía la mirada tan penetrante como la de un halcón.
—¡Me alegro de veros! —murmuró—. No creía volver a encontraros con vida. Ha sido una suerte que estas torpes criaturas no miraran hacia atrás con demasiada frecuencia. Por eso nos fue posible seguirlas cuando nos libramos de nuestros perseguidores. ¿Qué horrendo rito pretendían practicar contra ti?
Linden contestó por Covenant.
—Estaban tratando de hacer volver de entre los muertos a un antiguo líder. Está enterrado ahí debajo, en alguna parte. —Hizo un gesto indicando el Túmulo del Ente—. Quieren la sangre y el anillo de Covenant. Creen que ese líder los liberará del Execrable. Tenemos que salir de aquí.
—Sí —masculló la Primera. Calculaba con la mirada el número de Entes de la Cueva—. Pero son demasiados. No podemos vencerlos en combate abierto. Tendremos que confiar en la inviolabilidad de estos huesos.
Covenant creyó oler levemente a carne quemada. Pero carecía del sentido de la salud y no podía calibrar la gravedad de las quemaduras que se estaban produciendo en las manos de los gigantes.
—Esposo mío —dijo apretando los dientes la Primera—, ¿nos dirigirás?
Encorvado asintió. Una tos repentina llevó más sangre a sus labios. Pero supo sobreponerse. Cuando alzó la cabeza, la mirada que había en sus ojos era tan fiera como la de ella.
Con un hueso, llameante como una tea, en una mano y un hacha en la otra, comenzó a andar hacia la salida más próxima de la cueva.
Al momento, un gruñido cortó el aire, procedente de muchas gargantas. Un espasmo corrió a través de los Entes de la Cueva. Los que estaban más lejos del Túmulo del Ente avanzaron lo suficiente para bloquear el camino de Encorvado. Oíros apretaron las manos sobre sus armas.
—¡No! —le gritó Linden a Encorvado—. ¡Regresa!
Él retrocedió. Cuando llegó al túmulo, los Entes volvieron a paralizarse.
Covenant miró parpadeando a Linden. Sentía demasiado vértigo para pensar. Sabía que debía comprender lo que estaba ocurriendo. Pero eso no cambiaba nada.
—¿Qué dices, Escogida? —preguntó aceradamente la Primera—. ¿Estamos atrapados aquí para siempre?
Linden contestó dirigiéndole una mirada a Covenant, una súplica para que recobrase su valor. Después, bruscamente, cruzó los brazos sobre su pecho y se alejó del túmulo.
La Primera articuló una seca advertencia. La cabeza de Linden mostró su vacilación al moverse de un lado a otro. Pero ella no se detuvo. Deliberadamente, se internó entre los Entes de la Cueva.
Estaba sola, y era pequeña y vulnerable en medio de ellos. La valentía de su acto no era una defensa; cualquier Ente podía haberla abatido de un solo golpe. Pero ninguno reaccionó. Pasó casi rozándolos entre dos de ellos, dejó atrás a un abrumado grupo y caminó hasta medio camino de la salida. Sus ojos permanecían fijos en Encorvado y la Primera… y en los huesos y la Tumba del Ente.
Mientras avanzaba, levantó la cabeza, aumentando su audacia. La fuerza de su percepción la fortalecía. Con menos temor, regresó de nuevo junto a sus compañeros.
El fulgor pétreo ardía en los ojos de Covenant. La Primera y Encorvado tenían la mirada puesta en ella.
Con voz áspera, les explicó:
—No se moverán mientras amenazáis el túmulo. Lo necesitan. Es su razón… la única respuesta que han conseguido. —Entonces vaciló; y su mirada se hizo oscura ante las implicaciones de lo que estaba diciendo—. Ése es el motivo por el que no nos permitirán sacar de aquí ni un solo hueso.
Durante un momento, tan acuciante como angustioso, la Primera pareció abatida, superada por todas las cosas que ya había perdido y por las que aún tenía que perder. Honninscrave y Soñadordelmar habían ocupado un puesto importante en su corazón. Encorvado era su esposo. Covenant, Linden y la vida era inapreciables. Su fortaleza se rompió, mostrando una herida desnuda. Sus padres habían dado la vida por ella, y se había convertido en quien era debido a la aflicción.
Pero seguía siendo la Primera de la Búsqueda, elegida por su capacidad para adoptar duras decisiones. Casi de inmediato, su semblante volvió a ser el de siempre. Sus manos se apretaron como si anhelaran el fuego de los huesos.
—Entonces —respondió estoicamente—, deberé quedarme amenazando esta pila para que vosotros podáis partir. —Desdeñó el nudo de dolor que le atenazaba la garganta—. Encorvado, tú debes acompañarlos. Tendrán necesidad de tu fuerza. Y yo necesito creer que vives.
Ante aquello, Encorvado se deshizo en un espasmo de tos. Pasó un momento antes de que Covenant se diera cuenta de que el deformado gigante estaba intentando reír.
—Esposa mía, estás bromeando —dijo al fin—. He encontrado mi propia respuesta al problema. La Escogida ha decidido que me quede a tu lado. No creas que las canciones que los gigantes dedicarán a este día serán exclusivamente en tu honor.
—¡Soy la Primera de la Búsqueda! —le replicó—. Ordeno…
—Eres Martilla Pintaluz, la esposa de mi corazón. —Su boca estaba ensangrentada; pero sus ojos brillaban—. Estoy orgulloso de ti más allá de lo soportable. No degrades tu gran valor con estupidez. Ni Amigo de la Tierra ni la Escogida tienen la menor necesidad de mi compañía. Son quienes son… y no fracasarán. Te juré amor y lealtad, y lo mantendré.
Ella lo miró como si estuviera a punto de llorar.
—Morirás. Lo he soportado todo hasta romperme el corazón. ¿También deberé soportar eso?
—No. —La piedra parecía girar y debilitarse alrededor de Covenant como si el Monte Trueno estuviera al borde de la disolución; pero él se aferraba al centro de su mortalidad y se mantenía seguro, una aleación de carne humana y huesos, de veneno y magia indomeñable, de vida y de muerte—. No —repitió cuando la Primera y Encorvado enfrentaron su mirada—. No hay razón para que ninguno de vosotros muera. Esto no durará mucho. Kiril Threndor no puede estar muy lejos. Todo lo que tengo que hacer es llegar allí. Entonces todo acabará, de una u otra forma. Lo que debéis hacer es aguantar hasta que lo encuentre.
Entonces Encorvado rió, y su rostro reflejó alegría.
—¡Eso es, esposa mía! —exclamó—. ¿No he dicho que ellos son quienes son? Acepta que me quede a tu lado, y me daré por satisfecho. —Súbitamente dejó caer el hacha y, extrayendo su última rama la encendió en el Túmulo del Ente, pasándole la chisporroteante antorcha a Linden—. ¡Partid! —dijo exultante— o me desharé en lágrimas ante la muestra de tan gran valor. No temáis por nosotros. Resistiremos y resistiremos hasta dejar asombrada a la propia montaña, y aún después resistiremos. ¡Partid he dicho!
—Sí, partid —gruñó la Primera como si estuviese encolerizada; pero las lágrimas contradecían su tono—. Quiero tener la ocasión de instruir a este Encorvado en la obediencia que se le debe a la Primera de la Búsqueda.
Covenant quiso decir algo, pero ninguna palabra salió de él. ¿Qué podía decir? Había hecho sus promesas hacía mucho tiempo, y ellas lo compendiaban todo. Se frotó los ojos con el dorso de las manos para aclarar su visión. Después se volvió hacia Linden.
Si hubiera podido hablar le habría rogado que se quedara con los gigantes. No había olvidado el impacto de su intervención en los bosques situados detrás de Haven Farm. Y entonces no la amaba aún. Ahora todas las cosas estaban multiplicadas por la magnitud del pánico. No sabía cómo preservar los restos de su dignidad, por no mencionar la pureza del valor o la convicción, si ella lo acompañaba.
Pero su aspecto lo silenció. Parecía estar desconcertada y perceptiva, asustada y llena de valor; aterrorizada por los Entes de la Cueva y el Amo Execrable, y ávida de una oportunidad de enfrentarse a ellos; mortal, valiosa e irreductible. Su rostro había perdido su impuesta severidad; ahora era, a pesar del agotamiento y la tensión, tan dulce como su boca y sus ojos. Pero su estructura esencial permanecía intacta, indomable. La triste herencia de sus padres la había llevado a ser lo que era… pero lo más triste de todo radicaba en que no había llegado a entender hasta qué punto la había transformado aquella herencia; había hecho de ella algo necesario y admirable. Merecía mejor futuro del que le aguardaba. Pero él no tenía otra cosa que ofrecerle.
Ella le mantuvo la mirada como si deseara competir con él… y temiera no poder hacerlo. Luego apretó la antorcha con más fuerza y se dirigió a la masa formada por los Entes de la Cueva, pasando entre ellos.
Los había intuido con toda exactitud: la más mínima amenaza al Túmulo del Ente excedía cualquier otra consideración. Cuando Covenant se separó de la Primera y Encorvado, un ronco murmullo acentuó el fulgor pétreo. Varios Entes de la Cueva cambiaron de postura y alzaron sus armas. Mas la Primera situó un pie mostrando el propósito de empezar a desmontar el túmulo y las criaturas quedaron rígidas de nuevo. Covenant dejó que el agotamiento, el dolor y el pánico lo llevaran, en lugar de la esperanza, hasta la entrada de la cueva.
—¡Que la suerte te acompañe, Amigo de la Tierra! —susurró la Primera a sus espaldas, como si estuviera más allá de toda duda—. Ten fe, Escogida. La débil carcajada de Encorvado sonó rota y desgastada, pero acompañó a Covenant y a Linden como una afirmación de alegría.
Manteniéndose con dificultad en pie, Covenant se abrió paso por entre los Entes de la Cueva. Las miradas de éstos destellaban por la cólera y el desconsuelo, pero no corrieron el riesgo de golpearlo. La caverna se estrechaba al final en un túnel, y Linden aceleró el paso. Él hizo todo lo que pudo para no retrasarse. La vulnerable zona entre los omóplatos parecía sentir que los Entes se volvían para arrojarle sus mazos; pero confió en los gigantes y no miró atrás. Poco después, dejó el fulgor pétreo a sus espaldas. La antorcha de Linden le condujo nuevamente a la oscuridad de las catacumbas.
En la primera intersección giró como si supiese adonde se dirigía. Covenant llegó junto a ella, y puso una mano en su brazo para hacer que anduviera más despacio. Accedió, pero continuó comportándose como si estuviera siendo acosada por alas invisibles en la interminable medianoche del Monte Trueno. Mientras rastreaba con sus sentidos el camino que debían recorrer detectando el peligro o el rumbo, comenzó a murmurar… para sí misma o para él, no podría decirlo.
—Están equivocados. Son demasiado ignorantes. Lo que hubieran podido hacer regresar de la muerte, no era Lombrizderroca Babeante. Ni otro Ente de la Cueva, sino algo monstruoso.
»La sangre confiere poder. Tenían que asesinar a alguien. Pero lo que Caer Caveral hizo por Hollian no puede hacerse aquí. Sólo funcionó porque estaban en Andelain. Y Andelain se hallaba intacta. Con toda aquella Energía de la Tierra concentrada. Concentrada y pura. Cualquier cosa que estos Entes de la Cueva volvieran a la vida sería abominable.
Cuando comprendió que ella no estaba hablando de los Entes de la Cueva y de Babeante, que estaba intentando decirle algo completamente distinto, Covenant se tambaleó. Su palpitante brazo chocó contra el muro del pasadizo, y estuvo próximo a perder el equilibrio. El dolor hacía que el brazo le colgara como si estuviera siendo vencido por el inconcebible peso del anillo. Ella estaba hablando de una esperanza que él jamás había tenido… de la esperanza de volver a la vida si llegara a morir.
—Linden…
No deseaba hablar ni discutir con ella. Les quedaba tan poco tiempo. El fuego le devoraba el brazo de arriba abajo. Necesitaba economizar su determinación. Pero ella ya había llegado demasiado lejos en su nombre. Tragándose su debilidad, dijo:
—No quiero ser resucitado.
Ella no le miró. Él prosiguió secamente:
—Tú vas a regresar a tu propia vida muy pronto. Y yo no te podré acompañar. Sabes que es demasiado tarde para salvarme. Allí es imposible. En el sitio de donde venimos no suceden esa clase de cosas. Ni aunque resucitase podría volver contigo.
»Si no me es posible acompañarte —le confesó la verdad lo mejor que pudo—, más vale que me quede junto a mis amigos Mhoram y Vasallodelmar. —Elena y Bannor. Honninscrave. Y la espera por Sunder y Hollian no le parecía demasiado larga.
Ella se negó a escucharle.
—Tal vez no sea así —dijo ásperamente—. Acaso aún podamos regresar a tiempo. No pude salvarte antes porque tu espíritu no se hallaba allí, no estaba presente tu voluntad de vivir. Si dejaras de renunciar, aún tendríamos una oportunidad. —Su voz estaba ronca por el deseo fustrado—. Te encuentras malherido y exhausto. No sé como te mantienes en pie. Pero todavía no te han apuñalado. —Su mirada se desvió hacia la tenue cicatriz que le cruzaba el pecho—. No tienes por qué morir.
Pero él vio tristeza en sus ojos y supo que ella no creía en sus propios argumentos.
Hizo que se detuviera. Con la mano buena arrancó la alianza matrimonial de su dedo. Su tacto era frío e insensible, como si no tuviera idea de lo que estaba haciendo. Con el silencio y el fervor de un sacerdote, le tendió el anillo. La inmaculada plata rompía los reflejos de la ondulante luz de la antorcha.
A la vez, las lágrimas fluyeron de los ojos de Linden. Rayas de fuego reflectado bailaban por las líneas con que la severidad y la pérdida habían marcado ambos lados de su boca. Pero no le dedicó al anillo más que una breve mirada. Clavó los ojos en el rostro de Covenant.
—No —musitó—. No mientras todavía me queden esperanzas.
Bruscamente, continuó bajando por el pasadizo.
Él suspiró con pesar y alivio como quien ha sido indultado o condenado y no conoce la diferencia, ni le importa que no haya diferencia. Volvió a ponerse el anillo y la siguió.
El túnel se hizo tan estrecho como una simple falla en la roca, para ensancharse luego en un complejo de encrucijadas y cámaras. La antorcha apenas iluminaba las paredes y el techo, sin revelar nada de lo que había delante. Pero de uno de los pasajes llegó una brisa, con un olor a maldad, que hizo encogerse a Linden; y que tomara aquel camino. Los oídos le dolían a Covenant al esforzarse en captar sonidos de persecución o amenaza. Pero carecía de la percepción de Linden, y sólo podía seguirla.
El túnel que había elegido bajaba tan abruptamente que pensó que ni siquiera el vértigo tendría la fuerza suficiente para mantenerlo en pie. La oscuridad y las piedras se agolpaban amenazantes a su alrededor. La antorcha se estaba consumiendo. Sólo quedaba la mitad. En algún lugar más allá de la montaña, el Reino se cubría de día o de noche; pero él había perdido la noción del tiempo. Allí no tenía sentido, en la despiadada carencia de luz de los dominios del Amo Execrable. Únicamente la antorcha contaba… y los blanquecinos nudillos de Linden aferrando la rama… y el hecho de que él no estaba solo. Para bien o para mal, para su redención o su ruina, él no estaba solo. No había otro camino.
Sin precio aviso, desaparecieron los muros, y una atroz impresión de espacio se abrió sobre su cabeza. Linden se detuvo, escudriñando la oscuridad. Cuando alzó la tea, pudo ver que el túnel había emergido de la piedra, dejándolos al pie de un abrupto acantilado de rocas. Un aire helado chocó contra sus mejillas. La roca parecía ascender en línea recta y no se veía el final. Ella le miró como si encontrara perdida. El mermado fuego hacía que sus ojos parecieran hundidos y perversos.
A poca distancia de la boca del túnel se alzaba una pendiente de pizarra, marga y basura… demasiado escarpada y blanda para ser escalada. Linden y él se hallaban en el fondo de una amplia hendedura. Algo había caído desde la alturas en la oscuridad algunos milenios antes, cubriendo la mitad del fondo de la sima con sus escombros.
Las recuerdos se reunieron ante él, saliendo de la oscura noche; los reconocimientos bajaron por su columna vertebral como sudor frío. Sentía la piel húmeda y enferma. Aquel lugar era igual… era igual al lugar en que cayó una vez, con un ur-vil que se afanaba en arrancarle el anillo; y no había luz en ninguna parte, nada que lo defendiera de la demencial emboscada salvo su terca insistencia en conservar su identidad. Pero aquella defensa ya no era útil. Kiril Threndor no estaba lejos. El Amo Execrable estaba cerca.
—Por allí.
Linden señaló hacia la izquierda, a lo largo del escarpado muro. Su voz carecía de inflexiones, estaba casi embotada por el esfuerzo de mantener el valor. Sus sentidos le revelaban cosas aterradoras. Aunque las percepciones de Covenant estaban fatalmente truncadas, sentía la potencial histeria que iba creciendo en ella. Pero en vez de gritar, se tornaba casi incapaz de moverse. ¿Hasta qué punto sería virulento el Amo Execrable para nervios tan vulnerables como los suyos? Covenant al menos se hallaba protegido por su insensibilidad. Pero ella carecía de protección. Había conocido demasiada muerte. La odiaba… y ansiaba compartir su soberano poder. Se consideraba maligna.
En la inestable luz de la antorcha, le pareció verla caer ya en la parálisis bajo la presión de las emanaciones del Amo Execrable.
Pero aún avanzaba. O quizá la voluntad del Despreciativo la obligaba a hacerlo. Caminaba torpemente en la dirección que había señalado.
Se unió a ella. Todas sus articulaciones estaban obstinadas en una súplica. Resiste. Tienes derecho a elegir. No debes dejarte atrapar de esa forma. Nadie puede arrebatarte tu derecho a elegir. Pero le era imposible pronunciar las palabras con su atenazada garganta. Estaban bloqueadas por la acumulación de sus propios temores.
Un espanto devoraba los márgenes de su certidumbre, erosionaba el centro de quietud y convicción en que se mantenía. Era el miedo a estar equivocado.
El aire estaba húmedo y pastoso como sudor condensado. Temblando en la helada atmósfera, acompañó a Linden a lo largo del fondo de la sima y observó como la voluntad le iba siendo extraída hasta que apenas pudo moverse.
Entonces se detuvo. Su cabeza se desplomaba hacia delante. La antorcha colgaba a su lado, próxima a quemar su mano. Él pronunció su nombre, como si rezara, pero ella no respondió. Su voz goteó entre sus labios como sangre.
—Delirantes.
Y el escarpado declive se elevó frente a ellos como si su voz le hubiera dado vida.
Eran dos criaturas de detritus surgidas de las raíces de la montaña. Tenían aproximadamente la altura de los gigantes, pero eran más corpulentas. Parecían lo bastante fuertes para pulverizar piedras con sus enormes brazos. Una de ellas descargó sobre Covenant tan contundente golpe que lo aplastó contra el suelo. La otra impelió a Linden hacia el muro.
Su antorcha cayó, retorciéndose hasta apagarse. Pero las criaturas no necesitaban aquella luz. Emitían una fantasmal luminosidad que hacía sus movimientos vividos y atroces.
Una se hallaba sobre Covenant para impedir que se levantara. La otra se enfrentaba a Linden. Hizo ademán de agarrarla. El rostro de ella se estiró para gritar, pero incluso sus gritos estaban paralizados. No hizo ningún esfuerzo por defenderse.
Con una amabilidad peor que cualquier violencia, la criatura empezó a desabotonarle la blusa.
Covenant intentó recuperar el aliento. La angustiosa situación de Linden era más de lo que podía soportar. Cada pulgada de su cuerpo anhelaba ardientemente el poder. De repente, dejó de importarle que su atacante volviera a golpearlo. Se volvió de cara al suelo, se apoyó en las rodillas y se puso en pie tambaleándose. Su atacante alzó un brazo amenazador. Se sentía maltrecho y frágil, casi incapaz de mantenerse en pie. Sin embargo la pasión que dimanaba de él detuvo a la criatura en mitad del golpe, obligándola a retroceder un paso. Era un Delirante, sensible y vulnerable al pánico. Comprendió lo que su magia indomeñable podía hacer, si él lo deseaba.
Con su temblorosa media mano, señaló a la criatura que acosaba a Linden. Ésta se detuvo ante los últimos botones. Pero no se volvió.
—Te lo advierto. —Su voz salpicaba y quemaba como ácido ardiente—. Éste es un asunto del Execrable. Si la tocas, no me preocuparé por lo que pueda destruir. Reduciré tu alma a átomos. No vivirás lo bastante para saber si he roto o no el Arco del Tiempo.
La criatura no se movió. Parecía temer que usara su anillo blanco.
—Desafíame —dijo al borde de la erupción—. Sólo desafíame.
Lentamente, la criatura bajó los brazos. Retrocediendo con cautela, fue a situarse junto a su compañero.
Un espasmo pasó a través de Linden. Todos sus músculos se convulsionaron en el tormento o el éxtasis. Luego alzó cabeza en una sacudida. El lúgubre fulgor de las criaturas llameaba en sus ojos.
Miró directamente a Covenant y empezó a reír.
Con las carcajadas de un demonio, crueles y sombrías.
—¡Mátame entonces, rastrero! —gritó. Su voz era penetrante como un chirrido. Resonaba abominablemente en la grieta—. ¡Reduce mi alma a átomos! ¡Quizá sea un placer para ti destruir a la mujer que tanto amas!
El Delirante había tomado posesión de ella, y no había nada en el mundo que pudiera hacer para remediarlo.
Estuvo a punto de sucumbir entonces. La maldad suprema había recaído sobre ella, y él era impotente. La enfermedad que puedas considerar más terrible. Si se hubiera arrastrado, suplicante y abyecto, rogando a los Delirantes que la liberasen, se habrían reído de él. Ahora, a pesar de todo el horror y la angustia, no había otro camino… no existía otro. Se gritó a sí mismo, le gritó a su cabeza que se levantara, a sus piernas para que lo sostuvieran, a su espalda para que se enderezara. ¡Soñadordelmar!, jadeó como si aquel nombre fuera la liturgia de su convicción, su más acendrada creencia, Honninscrave. Hamako. Hile Troy. Todos ellos se habían entregado a sí mismos. No había otra salida.
—De acuerdo —rechinó. El eco de su voz en la sima casi le traicionó, impulsándolo a la cólera; pero dominó a su magia indomeñable, y renunció a ella por última vez—. Llevadme ante el Execrable. Le entregaré mi anillo.
No le quedaba más salida que rendirse.
El Delirante que poseía a Linden continuó riendo salvajemente.