ONCE

Las consecuencias

Sosteniéndose en pie y en movimiento sólo por la fiera presión de su necesidad, Linden Avery caminaba torpemente por los pasajes de Piedra Deleitosa, siguiendo la corriente de agua interior. Acaba de dejar a Nom en la meseta, donde el esperpento de arena se cuidaba del canal que había abierto a través de la roca pura y la tierra reseca desde la Laguna Brillante hasta la entrada superior de la Fortaleza; y sus incontaminadas aguas corrían ahora ante ella a lo largo del curso preparado para tal fin por la Primera, Encorvado y varios haruchai.

Puras pese a los acerbos cambios del Sol Ban, aquellas aguas brillaban azuladas contra el postrero sol del atardecer hasta que comenzaban a desplomarse en rápidos hacia Piedra Deleitosa. Entonces la luz de las antorchas refulgía en aquel torrente como el júbilo de las montañas mientras limpiaban los pasajes, retrocedían ante las puertas cerradas y las nuevas barreras, haciendo rodar su blancura escaleras abajo. Los gigantes eran expertos en la piedra y comprendían el lenguaje interno de la Fortaleza. La ruta que habían diseñado conducía con sorprendentes curvas y total eficacia hasta la meta de Linden.

Se trataba de una puerta abierta en la base del Recinto Sagrado, donde el Fuego Bánico aún ardía como si Thomas Covenant nunca hubiera estado dentro de su corazón y clamando a los cielos.

Bajo el influjo de la desesperación, había concebido aquel medio para romper el poder del Clave. Cuando Covenant se alejó de la Sala de las Ofrendas y de sus amigos, ella supo a donde se dirigía, y lo había comprendido… o había creído comprenderlo. Trataba de poner fin a su vida para no seguir constituyendo una amenaza sobre lo que amaba. Al igual que su padre, poseído por la autocompasión. Pero habiendo estado tan cerca del Delirante Gibbon, ella había descubierto que su propio antiguo y visceral deseo de muerte era en verdad una negra pasión por el poder, por la inmunidad que toda muerte conlleva. Y el modo en que aquellas tinieblas la inundaron le había enseñado que nadie puede sumirse en tal ansia sin convertirse en esclavo del Despreciativo. La inmolación que pretendía Covenant no haría más que entregar su alma al Amo Execrable.

Por consiguiente, había tratado de detenerlo.

Sin embargo, él se había mantenido lo bastante fuerte como para rechazarla. Pese a lo que parecía una abyección suicida, la había rechazado totalmente. Aquello la hizo enloquecer.

En la Sala, la Primera había caído en la aflicción de los gigantes. Nom estaba cavando una gran fosa para Honninscrave, como si el regalo que el capitán hizo a Piedra Deleitosa y al Reino atañera a aquel lugar. Cail miraba a Linden, esperando que ahora fuera en auxilio del resto del grupo, a cuidar a los heridos. Pero ella los había abandonado a todos para seguir a Covenant a su perdición. Acaso pensaba que podía hallar un camino que hiciera que la escuchase. O quizá no le había sido posible dejarlo de lado.

La agonía que él sufrió dentro del Fuego Bánico estuvo a punto de destrozarla, pero también le proporcionó un nuevo enfoque para considerar su propia desesperación. Había emitido un grito mental que logró que Nom y Cail con la Primera entre ambos se apresuraran hacia donde ella se encontraba. A la vista de lo que Covenant estaba haciendo, el semblante de la Primera cobró el ceniciento color de la derrota. Pero cuando Linden le explicó cómo se podía extinguir el Fuego Bánico, la Primera se recobró instantáneamente. Enviando a Cail a reunirse con sus compañeros, se dirigió apresuradamente hacia la meseta superior y la Laguna Brillante, acompañada por Nom.

Linden permaneció al lado de Covenant.

Permaneció con él y sintió la escoriación de su alma hasta que al fin ardió límpidamente su emponzoñado poder, y regresó del Fuego Bánico como si estuviera sordo y ciego y acabara de nacer, incapaz, inmerso en las consecuencias de su angustia, de agradecer su presencia ni aún de saber que estaba allí, y que a través de la receptibilidad de sus sentidos lo había compartido todo con él excepto su muerte.

Y cuando pasó ante ella para dirigirse hacia un lugar o propósito que ella ya no podía adivinar, su corazón se convirtió en amargura y polvo dejándola tan desolada como la heredad del Sol Ban. Ella había creído que su pasión estaba dirigida a él, al rechazo de que la hacía objeto, a su locura, a su inexorable condenación; pero cuando le vio emerger del Fuego Bánico y pasar ante ella, su conocimiento se amplió. Y se asustó de sí misma, de la tremenda equivocación que suponía lo que intentó hacerle. A pesar del horror que era la posesión para ella, de la repulsión que le causaba la oscura enfermedad con que el Amo Execrable había contaminado a Joan y al Reino, de su clara convicción de que nadie tenía derecho a dominar a otros, reprimiéndolos, gobernándolos mediante el terror, había reaccionado a la necesidad y resolución de Covenant como si ella fuese un Delirante. Había intentado salvarlo arrebatándole su identidad.

No había disculpa. Incluso si hubiera muerto en el Fuego Bánico, o destruido el Arco del Tiempo, su intento habría sido esencialmente malvado; un asesinato del espíritu ante el cual palidecía el asesinato físico de su madre.

Luego, por un momento, creyó que no tenía otra opción salvo la de ocupar su sitio en el Fuego Bánico, para dejar que las salvajes llamas borrasen sus ofensas de modo que ni Covenant, ni sus amigos, ni el Reino corriesen más peligros por su causa. El Delirante Gibbon había dicho: La principal condena del Reino está sobre tus hombros. Todavía no has saboreado los abismos de tu Profanación. Si su vida había estado regida por un inconsciente deseo de poder, debía terminar ahora, como merecía. No había nadie cerca para impedírselo.

Pero entonces reparó en Buscadolores. No lo había visto antes. Parecía haber aparecido en respuesta a su necesidad. Había estado allí ante ella, su rostro era una trama de remordimientos y tensiones, y en sus amarillentos ojos había dolor como si estuvieran familiarizados con el corazón del Fuego Bánico.

—Solsapiente —dijo, suspirando con suavidad—. No sé cómo disuadirte. Ño deseo tu muerte, aunque tal vez me ahorraría muchas cosas. Sin embargo, considera al portador del anillo. ¿Qué esperanza le quedará cuando te hayas ido? ¿Cómo renunciaría entonces a recurrir a la deflagración de la Tierra?

¿Esperanza?, había pensado ella. Casi lo despojé de la facultad de saber qué es la esperanza.

Pero no protestó. Agachando la cabeza como si Buscadolores la hubiese reprendido, se alejó del Recinto Sagrado. Después de todo, no tenía derecho a ir donde Covenant había ido. Entonces comenzó a buscar un camino a través de los pasajes de Piedra Deleitosa, que le eran desconocidos, para llegar a la meseta superior.

Poco después, Durris se reunió con ella. La informó de que la resistencia del Clave había terminado y de que los haruchai estaban cumpliendo sus órdenes. Tras esto, la guió hacia el resplandor del atardecer y la corriente de la Laguna Brillante.

Encontró juntos a Nom y a la Primera. Siguiendo las instrucciones de ésta, Nom estaba horadando un canal en la roca. La bestia la obedecía como si supiese lo que deseaba y comprendiese cuanto le decía; como si hubiera sido domesticada. Pero no parecía tan dócil cuando barrenaba el terreno abriendo un cauce con rauda y exuberante ferocidad. Pronto se halló terminado y las claras aguas de la Laguna Brillante pudieron ser desviadas desde los Saltos Aferrados.

Dejando a Nom con Linden, la Primera regresó al interior de Piedra Deleitosa para ayudar al resto del grupo. Poco después envió a un haruchai a la altiplanicie para comunicar que las heridas provocadas por las llamas del Grim y el veneno de los corceles estaban respondiendo al voure, el vitrim y la diamantina. Incluso Tejenieblas se encontraba fuera de peligro. Sin embargo. Quedaban muchos hombres y mujeres heridos que requerían la atención personal de Linden.

Pero ella no dejó al esperpento de arena hasta que el cauce quedó expedito y el agua descendió ávidamente hasta el interior de la ciudadela, y se convenció de que podía confiar en que Nom no volvería a atacar la Fortaleza. Aquella confianza le llegó lentamente, puesto que ignoraba hasta qué punto había cambiado la básica ferocidad de Nom tras desgarrar al Delirante. Pero Nom iba hasta ella cuando lo llamaba, obedeciéndola como si aprobara y comprendiera sus órdenes. Finalmente, Linden logró alejarse de su propia desolación lo suficiente como para preguntar al esperpento qué haría si lo dejaba sólo. De inmediato, éste se puso a ensanchar el canal para que el agua fluyese más libremente.

Aquello la satisfizo. Y le desagradaba la gran extensión de la meseta. El devastado paisaje que la rodeaba era excesivo. Le parecía sentir el Sol Desértico brillando directamente dentro de ella, confirmándola como un lugar perpetuamente polvoriento. Necesitaba constricción y limitación, muros y exigencias a escala más humana, tareas específicas que la ayudaran a mantenerse entera. Dejando al esperpento de arena continuar su labor, siguió el discurrir del agua adentrándose en Piedra Deleitosa.

Ahora la rápida y ruidosa corriente veteada por las antorchas la condujo en dirección al Fuego Bánico.

Durris permanecía a su lado, pero ella apenas lo notaba. Sentía a todos los haruchai como si sólo fuesen parte de Piedra Deleitosa, una manifestación del viejo granito de la Fortaleza. Con las escasas energías que aún le quedaban, enfocó su percepción hacia el frente, hacia la sucia fiereza del humo donde el Fuego Bánico combatía contra la extinción. Durante un rato, la pasión elemental de aquel conflicto era tan intensa que no acertó a adivinar el desenlace. Mas entonces distinguió con más claridad la risueña ansiedad con que el río de la Laguna Brillante bajaba por su cauce de piedra, y supo que el Fuego Bánico terminaría.

De aquella manera fue como el lago de la meseta demostró ser un signo de esperanza.

Mas la esperanza ya no tenía significado. Linden no se había engañado nunca con la creencia de que la extinción del Fuego Bánico alteraría o debilitaría el Sol Ban. Siglos de sangrientos sacrificios sólo habían alimentado el Sol Ban y acelerado su posesión del Reino, pero no eran la causa de su existencia ni habían ejercido control sobre él.

Cuando Covenant cayó en la desesperación tras la pérdida del Árbol Único, ella casi lo coaccionó para que aceptara el fin del poder del Clave como una meta importante y necesaria. Le exigió que se comprometiera, ignorando la presciencia de su muerte como si ésta nada significase y pudiera ser dejada a un lado, gritándole: ¡Si vas a morir, haz algo que perdure! Pero incluso entonces había sabido que el Sol Ban iría abriéndose camino inexorablemente en el corazón de la Tierra. Sin embargo, le había exigido aquella decisión porque ella necesitaba un propósito concreto, una disciplina tan tangible como la cirugía en la cual apoyarse contra las tinieblas. Y porque cualquier cosa había sido preferible a su desesperación.

Pero cuando le hubo arrancado aquella promesa, él le dijo: ¿Qué vas a hacer tú? Y ella había replicado: Yo voy a esperar, como si hubiera sabido que debía terminar la frase, diciendo: A que llegue mi turno. Pero no lo sabía.

Su turno había llegado, ciertamente. Podía verlo ante sí tan claramente como al humo rojizo que gritaba desde todas las puertas del Recinto Sagrado: Tú serás la encargada de llevar a cabo la destrucción. El Sol de Desierto irradiaba en su interior como lo hacía sobre el Reino; muy pronto el Sol Ban también actuaría en ella. Entonces llegaría a ser de veras una especie de Solsapiente, como la declaraban los elohim, pero no de la forma que ellos habían querido significar.

Un viejo hábito que acaso una vez pudo haber sido una forma de respeto a sí misma hizo que se llevara las manos al pelo para arreglárselo. Pero la suciedad que tocó la hizo retroceder. Desatinadamente, pensó que debiera haber ido a la Laguna Brillante para bañarse, hacer al menos aquel esfuerzo por limpiar, o tal vez sólo disfrazar, la impureza de sus pecados. Pero la idea era estúpida y la rechazó. Sus pecados no eran de los que podían ser lavados y eliminados, ni siquiera por aguas tan puras como las de la Laguna Brillante. Y mientras el Fuego Bánico ardiera y sus compañeros tuviesen necesidad de cuidados, no podía gastar el tiempo en sí misma.

Entonces llegó a los húmedos confines de la humareda. El calor del Fuego Bánico pareció concentrarse en su rostro amortiguando su capacidad perceptiva; pero tras un momento, localizó a la Primera y Encorvado. No se hallaban lejos de ella. Muy pronto emergieron de entre el vapor carmesí como si el efecto de la Laguna Brillante sobre el Fuego Bánico los hubiese devuelto a la vida.

Encorvado mostraba marcas de combate y muerte. Su grotesco rostro se hallaba contorsionado por el agotamiento y el recuerdo de lo ocurrido. Tenía la apariencia de quien ha olvidado la posibilidad del júbilo. No obstante se erguía junto a su esposa; y la imagen puso un nudo en la garganta de Linden. Llora como ningún haruchai nunca ha llorado. Oh, Encorvado, le susurró con el pensamiento, perdóname.

La Primera tenía mejor aspecto. La tristeza por la muerte de Honninscrave permanecía en sus ojos, pero con Encorvado a su lado sabía cómo soportarla. Y era una espadachina, adiestrada en el combate. El grupo había conseguido una significativa victoria. A ese respecto, la Búsqueda que ella dirigía ya había sido vengada.

De alguna manera se las arreglaron para recibir sonrientes a Linden. Eran gigantes y Linden era importante para ellos. Pero un seco viento de desierto sopló a través de ésta porque no podía corresponderles. No era digna de tales amigos.

Sin preámbulos, la Primera señaló el Recinto Sagrado.

—Es una audaz idea y merecedora de encomio, Escogida. Con creciente rapidez demuestra que ni siquiera el Amigo de la Tierra con todo su poder… —Pero entonces se detuvo mirando más atentamente a Linden. De pronto, su propio pesar despertó en ella, inundando de lágrimas sus ojos—. Ah, Escogida —suspiró—. No ha sido tuyo el fallo. Eres mortal, como yo, y nuestro enemigo es malvado hasta más allá de lo resistible. No debes…

Linden la interrumpió amargamente.

—Intenté poseer a Covenant, a la manera de los Delirantes. Casi logré que los dos quedáramos destruidos.

Ante aquello la Primera se endureció.

—No. —Su tono se había vuelto incisivo—. No se gana nada con que te culpes. Te necesitamos. Los heridos se amontonan en el vestíbulo. Deben ser atendidos. —Tragó saliva ante el doloroso recuerdo para proseguir luego—: Tejenieblas se afana en eso, pero está tan malherido como ellos. No puede descansar. —Mirando incisivamente a Linden, concluyó—: Es tu trabajo lo que está haciendo.

Lo sé, suspiró Linden para sí. Lo sé. Los ojos se le empañaron al fluir las lágrimas, como si fueren independientes de la árida indiferencia de su corazón.

Sin dar otras muestras de agradecimiento, dejó que Durris la condujese hasta el vestíbulo.

Los evidentes estragos que allí había la golpearon al entrar en la gran sala. El Grim había causado daños graves en el suelo, arracándole fragmentos como si fueran trozos de carne. Los corceles muertos vacían sobre charcos de su propia sangre. Algunos haruchai habían sido tan seriamente heridos como Tejenieblas, y uno estaba muerto. Los Caballeros estaban en el suelo, contorsionándose bajo sus túnicas escarlatas, entre espasmos de muerte. Pero lo peor eran los heridos y quebrantados cuerpos de quienes jamás debieron ser enviados a la batalla: cocineros, pastores, recolectores y sirvientes, los inocentes siervos del Clave. Se hallaban esparcidos entre los restos de sus inadecuadas armas, sus cuchillos de carnicero, horcas guadañas y cavados, como escombros producidos por la devastación que sus jefes habían desencadenado sobre los pueblos del Reino.

Linden no pudo ahora refrenar sus lágrimas, ni siquiera lo intentó. A través de la nube que tenía ante los ojos, habló a Durris para enviarlo con otros haruchai en busca de tablillas, vendajes, un cuchillo afilado, agua hirviendo y todo el metheglin que pudiesen encontrar para suplir el escaso vitrim y la menguante diamantina. Luego, usando su percepción en lugar de la vista para orientarse, buscó a Tejenieblas.

Se afanaba entre los caídos del Clave como si fuera un médico, o pudiese convertirse en uno sólo por el deseo de atender a tantos heridos y la necesidad. Primero había separado a los muertos de aquellos que aún podían ser salvados. Después, acomodó a los supervivientes lo mejor que le fue posible, cubriendo sus heridas con tiras de tela procedentes de los vestidos de quienes va no vivían. Al detectar su aura, le pareció que también él lloraba, y creyó oír sus pensamientos: Éste es uno que yo maté. A ésa la quebré. A aquéllos les arrebaté la vida en nombre de mi deber.

Pudo percibir claramente su desconsuelo. Desconfiar de sí mismo le había llevado a una especie de ansiedad por la violencia, por cualquier esfuerzo o contienda que le pudiese devolver su propia estima. Ahora se encontraba en el lugar al que tal deseo le había llevado, un lugar que apestaba como un matadero.

En respuesta, algo feroz brotó inesperadamente del erial que era el corazón de Linden. Tejenieblas no había hecho un alto en su trabajo para recibirla. Lo cogió por el brazo, por la ropa, haciendo que se inclinara hacia ella para que le fuera posible abrazar su cuello. Instintivamente él la alzó del suelo pese a tener roto el brazo, y Linden le susurró:

—Tú me salvaste la vida, cuando yo no podía hacer nada. Ni tampoco ningún haruchai. No eres responsable de esto. El Clave los obligó a atacarte. No tuviste opción, Tejenieblas. No podías dejar que te matasen. Todo lo que hiciste fue luchar. Yo intenté poseerle. Se ha marchado y nunca conseguiré que vuelva.

Por un instante, los músculos de Tejenieblas se tensaron ante aquello. Pero luego aflojó lentamente el abrazo y la dejó gentilmente sobre el suelo.

—Escogida —dijo como si la hubiera comprendido—, sería una bendición para mí el que me curases el brazo. El dolor es considerable.

Considerable, pensó Linden. Santo Dios, ten misericordia. La declaración de Tejenieblas contenía una aterradora moderación. Su codo derecho estaba machacado; y cuando lo movía, las esquirlas se clavaban en su carne. Sin embargo había pasado el día entero en acción, primero luchando por el grupo y después haciendo cuanto podía para ayudar a los heridos. Y únicamente decía que su dolor era considerable.

Le estaba prestando mayor servicio del que ella merecía.

Cuando Durris y los suyos le llevaron lo que había pedido, les dijo que encendiesen un fuego para esterilizar el cuchillo y hervir agua. Luego, mientras fuera el sol se ponía y la noche caía sobre la ciudadela, abrió el codo de Tejenieblas para arreglar los huesos.

La exigente y dificultosa tarea la hizo sentirse al borde del desfallecimiento, al debilitarla por el dolor que compartía. Pero no descansó cuando la hubo terminado. Apenas estaba comenzando su labor. Después de entablillar y vendar el brazo de Tejenieblas, se ocupó de las heridas de los haruchai, de la pierna de Fole y la cadera de Harn, y de todos los demás heridos por el Grim y los corceles, los Caballeros y los pobladores de Piedra Deleitosa. La herida de Fole le recordó la de Ceer, una pierna aplastada por un esperpento de arena que no pudo ser tratada de forma conveniente, por eso, se sumergió en ella como si de aquella forma fuera posible lograr la restitución, cargando sobre sí el coste de los huesos rotos y la carne maltrecha. Luego comenzó a atender lo mejor que pudo a los Caballeros y los siervos del Clave.

Más tarde, por entre las destrozadas puertas que había al extremo del vestíbulo, vio que la medianoche se alzaba sobre la Fortaleza. El hedor de la sangre derramada y seca llenaba el aire. Los hombres y mujeres gritaban como si creyeran que la curación les llegaría al tocarlos ella. Pero seguía exhausta y sin hallar consuelo en el trabajo que había elegido. Era la única respuesta que había conseguido hasta que encontró a Covenant. Ahora era la única que le quedaba.

Sí. Era específica y clara. Tenía sentido, era valiosa; el dolor inherente a ella era digno de ser soportado. Sí. Y la mantenía de una pieza.

Y, como si fuese la primera vez, lo aceptó.

Jamás se había enfrentado a tal cantidad de heridas al mismo tiempo, a tanto asesinato. Pero después de todo, el número de hombres y mujeres, de viejos y jóvenes, que habían podido sobrevivir a sus lesiones hasta entonces, no era escaso. Las consecuencias de la batalla no eran incurables como las del Sol Ban. Casi había acabado con lo que le era posible hacer, cuando Cail llegó para anunciarle que el ur-Amo deseaba verla.

Se hallaba demasiado fatigada para sentir la verdadera conmoción que debía producirle aquella llamada. Incluso ahora podía ver a Covenant erguido entre las llamas del Fuego Bánico hasta que su negrura ardió y desapareció como si hubiese domado aquella maldad convirtiéndola en purificación. Aquella imagen recubría todo el fondo de su cerebro, pero estaba exhausta y no le quedaba miedo.

Cuidadosamente, concluyó lo que estaba haciendo. Mientras trabajaba le dijo a Durris:

—Cuando se extinga el Fuego Bánico dile a Nom que revierta la corriente a su lugar de origen. Luego quiero que los cadáveres sean sacados de aquí. Dile a Nom que los sepulte en el exterior. —Se merecían al menos aquel respeto—. Tú y los tuyos cuidad de ésos. —Señaló a los que yacían envueltos en sufrimientos y vendajes—. El Reino va a necesitarlos.

Comprendía claramente que Sunder y Hollian eran el futuro del Reino, como había dicho Covenant. Liberados del yugo del Clave, aquellos hombres y mujeres heridos podrían servir a igual propósito.

Durris y Cail parpadearon ante ella. Sus rostros inexpresivos bajo la escasa luz de las antorchas. Eran haruchai, desdeñosos ante las heridas y los fracasos, no curadores. Y, ¿qué razón tenían para obedecerla? Se habían comprometido con Covenant, no con ella. Junto con Brinn, Cail en una ocasión había dicho que era una aliada de la Corrupción.

Pero también los haruchai estaban involucrados por su promesa de fidelidad al Reino. Las Danzarinas del Mar y el Clave les habían mostrado sus limitaciones. Y la victoria de Brinn sobre el Guardián del Árbol Único había influido en la muerte de Cable Soñadordelmar y facilitado los manejos del Despreciativo. De una extraña manera, los haruchai quedaron humillados. Cuando Linden alzó la mirada hacia Cail, éste dijo sin inmutarse:

—Se hará. Tú eres Linden Avery la Escogida. Se hará.

Suspirando para su adentros, hizo cuanto pudo por el último de los heridos… acompañándole en su muerte porque ella no era más que una mujer y no había llegado a tiempo de salvarlo. Luego estiró sus rígidas rodillas y siguió a Cail fuera del vestíbulo.

Al salir, vio una perfecta silueta de ébano de pie al borde de la luz, cerca de los pórticos. Vain había regresado. De alguna manera había conocido el fin del Clave y comprendido que podía reunirse sin peligro con el grupo. Pero Linden ya no se interesaba por lo que el Demondim pudiera hacer. Lo perdió de vista en cuanto entró en un pasaje que se iniciaba pasado el vestíbulo, y al momento se olvidó de él.

Cail la condujo hacia lo más profundo, a una zona de Piedra Deleitosa que nunca había visitado. El movimiento y la confusión del día anterior habían alterado tanto su sentido de la orientación que no tenía idea de dónde se hallaba en relación con la Sala de las Ofrendas; y sólo podía distinguir vagamente, a lo lejos, el Recinto Sagrado donde el Fuego Bánico iba extinguiéndose. Pero cuando Cail y ella alcanzaron una sala de la que partía un túnel hacia la procedencia de una misteriosa y plateada iluminación, supuso a dónde se dirigían.

La sala acababa en un amplio patio circular. En las paredes que lo rodeaban había varias puertas, la mayoría cerradas. Desde éstas al alto techo de la caverna podían verse salientes que permitían la comunicación de otros niveles de la Fortaleza con aquel lugar. Pero reconoció aquel patio porque el pulimentado granito del suelo se hallaba cruzado de pared a pared por una profunda grieta y brillaba con un puro argentado como el del anillo de Covenant. El había dañado e iluminado aquella piedra con el exceso de su poder cuando emergió de la Videncia del Clave. Allí le había sido revelada parte de la verdad para enviarlo en busca del Árbol Único, pero sólo la suficiente para asegurar el desenlace que el Amo Execrable pretendía. Pese a su agotamiento, Linden se estremeció, preguntándose hasta qué punto le habría sido revelada ahora.

Pero entonces le vio en uno de los portales y todas las preguntas se esfumaron. Sus ojos quedaron llenos de plata; apenas pudo verlo cuando él despidió a Cail y se acercó para encontrarse con ella.

Enmudecida por la vergüenza y el deseo, se esforzó por aclarar su visión y calmar el anhelo de su dolorido corazón con la imagen de él.

Resplandeciendo entre la plata y las lágrimas, se erguía ante ella. Todos los detalles habían desaparecido, oscurecidos por la pureza del brillo del suelo, por la pureza de su presencia. Sólo captó que se movía como si no fuese a censurarla. Ansió decir antes de perder la vista por completo: Oh, Covenant, lo lamento, estaba equivocada, no lo entendí, perdóname, ayúdame, Covenant. Pero las palabras no quisieron salir. Incluso ahora, ella lo leía con los nervios de su cuerpo; su percepción sondeaba el timbre de sus emanaciones. Y el asombro de cuanto percibía paralizaba su garganta.

Covenant estaba ante ella, purificado en cada miembro y cada rasgo, y fuerte con la misma inquebrantable voluntad y afirmación que lo había hecho irrechazable para ella desde el principio. Vivo a pesar del Fuego Bánico; amable con ella a pesar de lo que había intentado hacerle. Pero algo había desaparecido de su persona. Algo había cambiado. Por un momento, mientras intentaba averiguar la diferencia, creyó que ya no era un leproso.

Parpadeando furiosamente, aclaró su visión.

Sus mejillas y cuello estaban al descubierto, libres de la descuidada barba que lo hacía parecer tan hierático y sugestivo como un profeta. Los rasguños que se veían en su piel indicaban que no había utilizado la magia indomeñable para eliminar la barba: se había afeitado con alguna clase de hoja. Con una hoja en lugar de con fuego, como si aquello tuviese un significado especial para él. Un acto de preparación o aquiescencia. Pero físicamente el cambio sólo era superficial.

La alteración fundamental era interna. Su primera conjetura había sido errónea; ahora veía la persistencia de la lepra. Los dedos y palmas de las manos y las plantas de los pies estaban insensibles. El mal aguardaba aún, inactivo, en sus tejidos. Sin embargo, alguna cosa faltaba. Algo importante que había sido transformado o erradicado.

—Linden.

Pronunció su nombre como si eso le bastase, como si la hubiese convocado aquí simplemente para pronunciar su nombre.

Pero él no era tan sencillo. Sus contradicciones perduraban, definiéndole bajo la superficie. Aunque ahora se había convertido en un ser nuevo, puro y limpio. Era como si sus dudas hubiesen desaparecido, como si la autocensura y repudio que lo habían atormentado se hubieran convertido en certeza, claridad y aceptación en el Fuego Bánico.

Como si hubiera conseguido desembarazarse del veneno del Despreciativo.

—¿Es eso…? —comenzó asombrada—. ¿Cómo has podido…? —Pero la luz que lo rodeaba pareció apiñarse con sorprendentes implicaciones, y no pudo concluir la pregunta.

Por toda respuesta, él le sonrió; y durante un momento su sonrisa pareció la misma que le había dirigido a Joan cuando cambió su vida por la de ella, sometiéndose a la malicia del Amo Execrable para que ella pudiera ser libre. Una sonrisa tan llena de valor y amargura que Linden estuvo a punto de gritar al verla.

Pero entonces los ángulos de su rostro se alteraron, y su expresión volvió a ser soportable. En voz queda, él dijo:

—¿Te importa que nos alejemos de esta luz? No estoy orgulloso de ella. —Con su media mano señaló hacia la puerta por la que había salido.

Los cortes de sus dedos estaban curados.

Y las cicatrices de su antebrazo habían desaparecido. La carne se había cerrado sobre las señales de los colmillos de Marid y las heridas que él mismo se causara.

Sin decir palabra, se dirigió hacia donde él había señalado. Ignoraba qué le había sucedido.

Al traspasar la puerta, se encontró ante una pequeña serie de habitaciones claramente diseñadas como estancias privadas de alguien. Iluminadas a escala más humana por varias lámparas de petróleo y amuebladas con asientos de piedra y una mesa en la antecámara, una cama sin sábanas en un cuarto interior y una despensa con los estantes vacíos en otro. Aquellas estancias no habían sido utilizadas desde hacía mucho tiempo, pero la ventilación y el granito de Piedra Deleitosa las habían mantenido limpias. Covenant debía de haber colocado las lámparas, o pedido a los haruchai que lo hiciesen.

El centro de la mesa había sido extrañamente agujereado en la misma forma que una afilada estaca puede agujerear la arcilla.

—Mhoram vivió aquí —explicó Covenant—. Aquí fue donde hablé con él cuando por fin empecé a creer que era mi amigo; que era capaz de ser mi amigo después de todas las cosas que yo había hecho. —Hablaba sin tristeza, como si se hubiera reconciliado con el recuerdo—. Me habló de la necesidad de libertad.

Aquellas palabras parecían tener una nueva resonancia para él, pero casi de inmediato las dejó de lado con un encogimiento de hombros. Señalando la hendidura que marcaba la mesa dijo:

—Yo la hice, con el krill. Elena quería entregármelo. Deseaba que lo usase contra el Amo Execrable. De modo que lo clavé en la mesa y lo dejé ahí donde nadie más pudiese cogerlo. Como una promesa de que haría lo mismo al Reino. —De nuevo intentó sonreír, pero esta vez sólo consiguió una mueca—. Obré así incluso antes de saber que Elena era mi hija. Sabiendo que él todavía podía ser mi amigo. —Durante un instante, su voz sonó triste y cansada, pero él permaneció firme y erguido dándole la espalda a la puerta abierta y a la plateada iluminación como si ahora fuese invulnerable—. Debió haber arrancado el krill cuando el poder le colmó.

La miró desde el otro lado de la mesa. Sus ojos se estrecharon, pero permanecieron claros.

—No ha desaparecido —dijo con suavidad—. Traté de desembarazarme de eso, pero no lo conseguí.

—¿Entonces qué…? —Se veía perdida ante él, asombrada ante su transformación. Era más que nunca el hombre que amaba, y sin embargo no lo conocía, no encontraba palabras para formularle una simple pregunta.

Él suspiró, bajando la mirada brevemente para volver después a mirarla.

—Supongo que podría decirse que se fundió. No sé de qué otra manera describirlo. Se me unió tan estrechamente que llegó a formar parte de mí. Soy como una aleación, veneno y magia indomeñable, piel y huesos mezclados hasta hacerse uno. Una sola cosa. De la que nunca me liberaré.

Mientras hablaba, Linden comprendió que estaba en lo cierto. Había pronunciado las palabras exactas. Fundido. Aleación. Como el oro blanco, una mezcla de metales. Y su corazón dio un salto de júbilo.

—¡Entonces puedes controlarlo! —dijo rápidamente, tan rápidamente que no supo lo que iba a decir hasta que lo hubo dicho—. ¡Ya no estás a merced del Execrable! ¡Puedes vencerlo!

Ante aquello, un súbito dolor oscureció su semblante. Ella se detuvo de inmediato, incapaz de entender cómo lo había herido. Al ver que Covenant no contestaba, dominó su confusión, forzándose a apaciguarla. Tan cuidadosamente como pudo, dijo:

—No lo entiendo. No puedo. Tienes que decirme lo que está ocurriendo.

—Lo sé —suspiró él—. Lo sé. —Pero ahora había centrado su atención en el agujereado centro de la mesa como si no hubiese poder capaz de extraer el puñal de su propio corazón; y ella tuvo miedo de haberlo perdido.

Tras un momento, volvió a hablar:

—Solía decir que estaba enfermo de culpa. Pero no lo diré más. —Inspiró profundamente para afianzarse—. Ha dejado de ser una enfermedad. Yo soy culpable. Nunca volveré a usar el poder.

Ella comenzó a protestar, pero la seguridad de él la detuvo. Haciendo un esfuerzo, se mantuvo callada cuando Covenant empezó a citar una vieja canción.

Hay magia indomeñable grabada en cada piedra.

Sometida al oro blanco para ser desatada o controlada.

El oro, extraño metal, en el Reino no nacido.

Ni gobernado, limitado o sojuzgado

Por la Ley con que el Reino fue creado,

Sino piedra angular, esencia y eje

De la anarquía con la cual el Tiempo se formara.

La magia indomeñable constreñida en cada partícula de vida,

Desatada o controlada por el oro

Porque su poder es el ancla del arco de la vida.

Que mide y gobierna el Tiempo.

Ella le escuchó atentamente, esforzándose en comprender. Pero al mismo tiempo su mente se bifurcó, y se encontró recordando al Dr. Berenford, que había tratado de describirle a Covenant habiéndole de una de sus novelas. Según el viejo doctor, el libro argüía que la inocencia es algo maravilloso, excepto por el hecho de ser impotente. La culpabilidad es poder. Sólo los condenados pueden ser objeto de salvación. Aquel recuerdo parecía indicar la naturaleza de la nueva certidumbre de Covenant.

¿De qué se trataba? ¿Acaso ya no tenía dudas sobre su condena?

Él se detuvo para luego repetir:

—Piedra angular. El Arco del Tiempo se mantiene sin fisuras en la cúspide gracias a la magia indomeñable. Y es el Arco el que le proporciona a la Tierra un lugar en el que existir. El que aprisiona el Execrable. Por eso desea mi anillo, para quebrantar el Tiempo y poder escapar.

»Pero ya nada es tan sencillo. La magia indomeñable se ha fundido dentro de mí. Yo soy la magia indomeñable. En cierto sentido me he convertido en la piedra angular del Arco. O lo seré… si me desprendo de lo que soy. Si no vuelvo a usar el poder.

»Mas esto no es todo. Si lo fuese, podría resistirlo. Aceptaría ser el Arco para siempre, si de esa manera pudiera ser derrotado el Execrable. Pero no soy sólo magia indomeñable. También soy veneno. El veneno del Amo Execrable. ¿Puedes imaginar qué sería de la Tierra teniendo veneno en su piedra angular? ¿Si cuanto existe en el mundo, cada partícula de vida, se fundamentara en el veneno tanto como en la magia indomeñable? Eso sería más espantoso que el Sol Ban. —Lentamente giró la cabeza para dirigir a Linden una mirada que pareció traspasarla—. No quiero hacer eso.

Se sintió impotente para alcanzarlo; pero lo intentó. Escuchó la verdad como Covenant la describía; había cambiado por ella. En el Fuego Bánico había adquirido la impotencia que se deriva de la inocencia. La facultad de resistir al Desprecio, la razón de su vida, había ardido hasta consumirse. Sufriendo por él, le preguntó:

—Entonces, ¿qué harás?

Sus labios se tensaron, mostrando los dientes; por un instante, pareció asustado. Pero ningún temor se delató en su voz.

—Cuando vi a Elena en Andelain, me indicó el lugar donde puedo hallar al Execrable. En el Monte Trueno, en el interior de la cueva de los Entes llamado Kiril Threndor. Voy a hacerle una pequeña visita.

—¡Te matará! —gritó Linden, horrorizada—. ¡Si no puedes defenderte, te matará sin más y todo estará perdido! —Todo lo que él había sufrido, las recaídas en el veneno, las pérdidas de Soñadordelmar y Honninscrave, de Ceer, Hergroom y Brinn, el silencio de los elohim, la caamora a que se sometiese por los sinhogar de Línea del Mar, las desgarradoras agonía y fusión en el Fuego Bánico—. ¡Se perderá! ¿Qué clase de respuesta es ésa?

Pero su certidumbre era inquebrantable. Para su horror, Covenant le sonrió otra vez. Aquel gesto la desquició, haciendo que deseara gritarle como si él se hubiese convertido en un Delirante. Pero él estaba relajado. Cuando habló, en su voz no había connotaciones de desesperación o condena, sino amabilidad y resignación.

—Hay varias cosas que el Execrable no entiende. Y yo voy a explicárselas a ellos o a él.

Gentil, sí, y resignado; pero también fundido en el duro metal de su propósito. ¿Explicárselas a ellos o a él?, pensó Linden irritada. Pero en boca de Covenant tales palabras no parecían una locura. Parecían tan firmes y necesarias como los cimientos de la Tierra.

Sin embargo, la consternación de ella le alcanzó. Con premura, como si quisiera tender un puente que salvara el abismo entre ambos, dijo:

—Linden, piénsalo. El Execrable no puede romper el Arco sin romperme antes a mí. ¿De veras crees que puede hacerlo? ¿Después de lo que he resistido?

No pudo replicarle. Se estaba sumiendo en la visión de su muerte, de su cuerpo abandonado en los bosques situados detrás de Haven Farm estremeciéndose en el último aliento de vida sobre la indiferente piedra. El viejo cuya vida había salvado antes de encontrarse con Covenant por primera vez, le había dicho como haciéndole una promesa: No vas a sucumbir aunque él te ataque. También hay amor en el mundo. Pero ya había sucumbido cuando permitió que aquel cuchillo se hundiese en el pecho de Covenant, dejándole en la agonía. Todo el amor había desaparecido.

Pero él no había terminado con ella. Se inclinaba ahora sobre la mesa, apoyándose sobre los brazos cruzados para mirarla más de cerca; y el plateado refulgir del suelo rodeaba su apasionada postura, confiriéndole luminosidad. Mas la amarillenta luz de las lámparas parecía humana e necesaria al iluminar su rostro, las facciones que ella había amado desde el principio; la boca tan estricta como un mandato, las mejillas surcadas por las contrariedades, el pelo encaneciendo como si su color fuera la ceniza dejada por su mente enfebrecida. La amabilidad que ocultaba era el conflicto entre la comprensión y el deseo de quien jamás se hizo concesiones. Y aún deseaba algo de ella. A pesar de lo que había intentado hacerle. Antes de que hablara, supo que tenía un motivo concreto para convocarla allí, y para elegir aquel sitio en particular, la habitación de un hombre compasivo, peligroso y quizá sabio que una vez había sido su amigo.

Con voz enronquecida, él le preguntó:

—¿Y qué vas a hacer tú?

Ya se lo había preguntado antes. Pero la respuesta que le dio parecía ahora inadecuada. Se llevó las manos al pelo y luego las dejó caer. El contacto de la sucia cabellera hizo que se sintiera tan repulsiva y poco apropiada para ser querida que estuvo a punto de llorar.

—No lo sé —dijo—. No sé cuáles son mis opciones.

Por un momento, la certidumbre de Covenant falló. La miraba, no porque estuviese seguro, sino porque tenía miedo.

—Puedes quedarte aquí —dijo como si sus propias palabras lo hirieran—. La ciencia de los antiguos Amos está aún aquí. En su mayor parte. Quizá los gigantes puedan traducírtela. Y puedas encontrar un camino para salir de esta confusión por ti misma. Una manera de regresar. —Tragó saliva mientras una emoción que parecía pánico excedía su resolución. Casi en un susurro añadió—: O puedes venir conmigo.

¿Venir…? Su percepción fluyó hacia él, tratando de descubrir el propósito que se escondía tras lo que había dicho. ¿De qué estaba asustado? ¿Quizá temía su compañía, le espantaba la responsabilidad y el peligro de tenerla a su lado? ¿O le angustiaba irse sin ella?

Sintió que le flaqueaban las piernas por el agotamiento y el deseo, pero no se permitió el sentarse. Un desolado temblor la recorrió.

—¿Tú qué quieres que haga?

Covenant hubiera dado cualquier cosa por poder apartar la mirada, pero la sostuvo. Incluso en aquel momento, no se dejó amedrentar por lo que temía.

—Yo quiero lo que tú escojas. Quiero que encuentres algo que te dé esperanza. Quiero que recuperes tu poder. Que dejes de considerarte malvada; que dejes de creer que tu madre y tu padre son toda la verdad de tu vida. Quiero que comprendas por qué fuiste escogida para estar aquí. —Su rostro le suplicaba a través de la luz de las lámpara—. Quiero que tengas razones.

Ella aún no comprendía su aprensión. Pero él le había dado una oportunidad que anhelaba fervientemente, y estaba dispuesta a tomarla a cualquier precio. Su voz estaba afectada por una clase de gemido que había sofocado durante la mayor parte de su vida, pero ya no le importaba exhibir su fragilidad o necesidad. El excesivo autocontrol que tanto había ejercitado había desaparecido, y no intentó recuperarlo. Estremeciéndose, dio su respuesta.

—No deseo la esperanza. No quiero el poder. No me preocupa regresar. Que el Execrable haga lo peor, y se vaya al infierno. Ni siquiera me importa si vas a morir. —Aquello era verdad. La muerte llegaría más tarde, y él estaba allí en aquel momento—. Soy médico, no maga. No puedo salvarte a menos que regreses conmigo… y si me ofrecieras eso, no lo aceptaría. Lo que está ocurriendo aquí es demasiado importante. Demasiado importante para . —Y también eso era cierto; lo había descubierto entre los heridos en el vestíbulo de la Fortaleza—. Lo que deseo es un amor que viva. Tanto tiempo como pueda conseguir. —Desafiando su propia debilidad, permaneció erguida frente a él a la luz de la lámpara, como si estuviese en llamas—. Te deseo.

Tras aquello, él bajó al fin la cabeza y el alivio que emanó de su persona fue tan palpable que casi podía tocarse. Cuando volvió a levantar la vista, sonreía con amor… una sonrisa que solamente le pertenecía a ella, y a nadie más. Las lágrimas le recorrían el rostro cuando se dirigió hacia la puerta y la cerró, dejando fuera las consecuencias de la magia indomeñable y el veneno. Entonces, desde el umbral, dijo suavemente:

—Me hubiera gustado poder creer que ibas a decir eso. Le habría pedido a Cail que nos trajera unas mantas.

Pero el protector y firme granito de Piedra Deleitosa los acogió con cariño, y no necesitaron mantas.