NUEVE

Marcha hacia la crisis

Antes de que amaneciera, el nuevo grupo desayunó, volvió a empaquetar los suministros y subió por la ladera más cercana para aguardar al sol con piedra bajo los pies. Covenant miraba hacia el este con preocupación, casi temiendo que el Sol Ban hubiera logrado alcanzar ya una fase de un solo día. Pero cuando el sol se ascendió sobre el horizonte, lo hizo rodeado de una corona azulada, tiñendo de azul el aún empapado y ceniciento paisaje con una semblanza de resplandor; como si, pensó Covenant, el Sol Ban en otras manos que no fueran las del Execrable pudiera haber constituido un elemento de belleza. Pero entonces la oscuridad comenzó a surgir en el oeste, y la luz que bañaba las colinas se enturbió. Los primeros dedos del viento se enredaron en la barba de Covenant, burlándose.

Sunder se volvió hacia él. Los ojos del Gravanélico parecían duros como guijarros cuando sacó el envuelto krill. Su voz llegó ásperamente a través del viento.

—Incrédulo, ¿cuál es tu voluntad? Cuando por primera vez pusiste el krill en mis manos, me aconsejaste que lo usara como si fuera un rukh; que me acoplara a él y usara su energía para mi propósito. Y esto es lo que he hecho. Fue mi amada quien me lo enseñó —miró a Hollian— pero aprendí la lección poniendo todo mi interés. —Había recorrido un largo camino y se hallaba resuelto a que no encontraran fallo alguno en él—. Por consiguiente puedo facilitar nuestro viaje, apresurando nuestra marcha. Pero de hacerlo así, el Clave volverá a tener conocimiento de nuestra posición, y el na-Mhoram Gibbon estará prevenido contra nosotros. —Tensamente reiteró—: ¿Cuál es tu voluntad?

Covenant lo discutió consigo mismo durante un momento. Si Gibbon era advertido, cabía la posibilidad de que asesinara a más prisioneros para sobrealimentar al Fuego Bánico. Pero también era posible que ya se hallara prevenido del peligro. Sunder sugirió precisamente aquello el día anterior. Si viajaban con cautela sólo conseguirían dar más tiempo al na-Mhoram para prepararse.

Covenant enarcó los hombros para dominar su estremecimiento.

—Usa el krill —murmuró—. Ya he perdido demasiado tiempo.

El Gravanélico asintió como si no aguardara otra réplica. Extrajo de su justillo la Piedra Solar.

Era una clase de roca que los antiguos maestros en la ciencia de la piedra del Reino denominaban orcrest. Su tamaño era aproximadamente la mitad de un puño, de forma irregular pero bruñida; y la superficie proporcionaba una extraña impresión translúcida sin llegar a la transparencia, abriéndose a una dimensión donde nada existía salvo ella misma.

Con destreza Sunder desenfundó la gema del krill, dejando refulgir su plateado brillo bajo la húmeda penumbra. Luego puso en contacto la Piedra Solar y aquella gema.

De inmediato, una flecha de rojizo poder partió del orcrest directamente hacia el oculto corazón del sol. Crepitando furiosamente la irradiación atravesó la llovizna y los nubarrones para utilizar directamente la energía del Sol Ban. Y el krill destelló a continuación como si su fulgor pudiera hacer retroceder el aguacero.

En una torrencial y estruendosa confusión, la tormenta descargaba sobre la cima de la colina. La recta y bermeja saeta del orcrest parecía acallar los truenos como si estuviera desafiando a los cielos. Pero Sunder aguantaba sin vacilaciones, inmune a llamarada alguna.

La lluvia no caía sobre ellos. Aunque el viento asolaba la región, los truenos retumbaban, los relámpagos eran como gritos a través de la oscuridad. Pero el poder de Sunder formaba una bolsa en la tormenta, una zona libre de violencias.

Esto era lo que siempre había hecho el Clave, utilizar el Sol Ban, para servir a sus propios fines. Pero su esfuerzo no tenía costo en sangre. Nadie había sido sacrificado para fortalecerlo.

Aquella diferencia era suficiente para Covenant. Con un torvo gesto, urgió a sus compañeros a ponerse en movimiento.

Rápidamente, se colocaron alrededor de Sunder. Guiado por Hollian, el Gravanélico se volvió hacia el sudoeste. Sosteniendo el orcrest junto al krill para que llamearan como un reto, emprendió el camino hacia Piedra Deleitosa. Su protección se desplazaba con él, cubriendo a todo el grupo.

Poco a poco, un tinte carmesí fue deslizándose entre el fulgor del krill matizándolo como si el corazón de la gema hubiera comenzado a sangrar; y largos destellos de plata listaron la saeta de fuego del Sol Ban. Sunder movió las manos, separando las dos energías levemente a fin de mantenerlas puras. Al hacerlo, la zona de protección disminuyó, pero no lo bastante como para impedir que el grupo se desplazara.

El viento los flagelaba. El lodo dificultaba su avance haciendo que cada paso fuera peligroso. Las corrientes que bajaban por las laderas de las colinas chocaban contra sus piernas, reuniéndose para formar pequeños ríos que pretendían arrastrar a los viajeros. Covenant habría caído más de una vez sin el apoyo de Cail. Linden se aferraba con fuerza al hombro de Fole. El mundo entero había quedado reducido a un tumultuoso muro de agua; un impenetrable diluvio iluminado de rojo y plata, puntuado por los relámpagos. Ninguno intentaba hablar; tan sólo los gigantes habrían sido capaces de hacerse oír. Y sin embargo la protección de Sunder posibilitaba al grupo para avanzar más rápidamente de lo que nunca les hubiese permitido el Sol Ban.

En algún momento de aquel día, surgieron dos figuras grisáceas y borrosas como encarnaciones de la tormenta y penetraron en la zona protegida, presentándose ante Covenant. Eran haruchai. Cuando los admitió, se unieron a sus compañeros sin pronunciar palabra.

La intensidad con que Linden escrutaba a Sunder indicó a Covenant algo que ya sabía: El dominio que mantenía el Gravanélico sobre aquellos dispares amuletos le producía un terrible desgaste. Mas era un pedrariano. La instintiva resistencia de su pueblo había sido forjada por generaciones de supervivientes bajo la ordalía del Sol Ban. Y poseía una clara intención. Cuando la marcha de aquel día concluyó al fin, y permitió que los fuegos se consumiesen, parecía tan cansado que apenas si se mantenía en pie… pero no se hallaba más vencido por la fatiga de lo que estaba Covenant, cuyo único trabajo había sido recorrer casi diez leguas de barro y agua. Covenant pensó que el Gravanélico era más de lo que él merecía, y no por primera vez.

Mientras el viento arrastraba las nubes hacia el oeste, el grupo acampó en una llanura abierta que recordó a Covenant el terreno que colindaba con Piedra Deleitosa. En épocas remotas, aquella región había sido fértil gracias a la diligencia de sus granjeros y labradores, y al benéfico poder de los Amos. Ahora todo se hallaba dolorosamente alterado. Sintió que estaba en los límites de la heredad del Clave, que estaban a punto de entrar en el ámbito de la Fortaleza del na-Mhoram.

Nerviosamente, preguntó a Hollian qué sol podría aparecer al día siguiente. En respuesta ella extrajo su corta varita lianar. Cuando la extendió hacia la fogata, la lisa superficie brilló como la antigua madera del Reino.

Como el antebrazo izquierdo de Sunder, su palma derecha estaba surcada por antiguas cicatrices, los cortes de los que vertió sangre para sus predicciones. Pero ya no tenía necesidad de hacerlo. Sunder sonrió pasándole el krill ya envuelto. Ella lo descubrió lo suficiente para permitir un blanco destello en la noche. Luego, lentamente, como una mujer que jamás hubiera dudado del respeto debido a sus propias capacidades, puso en contacto el lianar con aquella luz.

Y creció una llamarada como una planta en un bosque. Tenues vástagos ondularon en el aire, los retoños de un fuego de filigrana se hincharon rizándose y entreabriendo sus hojas. Sin dañarla ni a ella ni a la madera, las llamas ascendieron como una misteriosa proliferación vegetal.

Eran verdes y ácidas como la primavera y las manzanas nuevas.

Ante su vista, los nervios de Covenant se contrajeron involuntariamente.

Hollian no necesitó explicarle a Linden o a él lo que significaban. Ya las habían contemplado varias veces en el pasado. Pero en beneficio de los expectantes y asombrados ojos de los gigantes, dijo con voz queda:

—El nuevo día nos traerá un Sol de Fertilidad.

Covenant dirigió la mirada hacia Linden. Pero ella estaba estudiando a los haruchai, escrutándolos en busca de cualquier indicio de peligro. De cualquier modo, Sunder había dicho que el poder de Gibbon no se extendía a más de un día de viaje desde las puertas de Piedra Deleitosa; y cuando Linden al fin encontró la mirada a Covenat, asintió silenciosamente.

Dos días más, pensó él. Uno para que el Delirante nos tenga a su alcance. A no ser que decida usar el Grim otra vez. Aquella enfermedad que te puede parecer más terrible. Esa noche, las pesadillas le acosaron hasta que creyó que estaba realmente atrapado. Se habían concentrado todas en una sola virulenta visión, y en ella sus llamas eran tan negras como el veneno.

Con los verdosos destellos del amanecer, llegaron otros dos haruchai a unirse al grupo. Sus rostros eran tan pétreos y majestuosos como las montañas en las que habitaban; y aun así Covenant tuvo la desalentadora impresión de que habían llegado a él aterrorizados. No con miedo a la muerte, sino a cuanto el Clave pudiera hacerles.

Su compromiso es una abominación. Los aceptó. Pero no bastaba con aquello. Bannor le había encomendado redimirlos.

Cuando salió el sol, cubrió el desnudo paisaje con un color enfermizo que le recordó el de la Piedra Illearth.

Seis días habían transcurrido desde que el Sol del Desierto pulverizara hasta los menores vestigios de vegetación en las Tierras Altas. En consecuencia, toda la planicie había quedado reducida a un baldío. Mas el terreno se hallaba tan saturado por la lluvia que humeaba en cuanto el sol lo tocaba y junto a aquel vapor se alzaban delgados brezos y helechos con la precipitación del pánico. Allí donde el terreno permanecía entre sombras, continuaba tan pelado como huesos desnudos; pero doquiera que el verde tocaba, los brotes aparecían repentinamente, azuzados por el Sol Ban y alimentados por los dos días de lluvia. En un instante, los matojos llegaban a la altura de los tobillos de Covenant. Si continuaba inmóvil, ya no sería capaz de moverse en absoluto.

Pero ante él las Montañas Occidentales alzaban sus nevadas cumbres sobre el horizonte. Y uno de los promontorios de aquella cordillera se erguía en línea recta frente al camino de Sunder. Tal vez Piedra Deleitosa fuera ya captada por la aguzada vista de los gigantes.

Si era así, nada dijeron. Encorvado contemplaba aquellos extraordinarios brezales con un gesto de repugnancia. La vacilación de Tejenieblas había adquirido un aspecto de beligerancia, como si se resintiera del modo en que Fole lo había suplantado junto a Linden y siguiera creyendo que no podía justificarse a sí mismo. La Primera sopesaba su enorme espada como si midiera su potencia contra la vegetación. Tan sólo Honninscrave escudriñaba el sudoeste ansiosamente, pero su contraído semblante no revelaba más que un eco de su anterior juicio: Éste es el mundo que mi hermano compró con su alma. ¿Crees digno vivir en un mundo así?

No obstante, resultó innecesario pedir a la Primera que fuera abriendo paso al grupo. Sunder utilizaba la Piedra Solar y el krill como los Caballeros usaran sus rukh, sirviéndose del Sol Ban para abrirse paso. Con el fuego purpúreo y la blanca luz, el Gravanélico atacaba aquella selva a la cabeza del grupo, abriendo un camino a su través. Al no tener que soportar al aguacero, el barro o las corrientes, los viajeros fueron capaces de incrementar la marcha conseguida el día anterior.

Antes de que brezos y helechos se hicieran tan altos como para impedirles la vista de las montañas, Covenant vislumbró un resplandor de un rojo similar al de Sunder que partía desde un promontorio en dirección al sol. Con un estremecimiento interno, lo reconoció. Para ser visible desde tan gran distancia tenía que ser enorme.

El rayo del Fuego Bánico.

Luego los retorcidos matorrales quitaron todo el sudoeste de su vista.

Por un instante, el miedo que el destello le había provocado acaparó toda su atención. El Fuego Bánico. Éste parecía quitarle su escasa importancia. Lo había contemplado en una ocasión, devorando sangre con tan grande y febril ferocidad que había colmado la enorme capacidad del recinto sagrado. Incluso en el nivel donde los Caballeros habían llevado el rukh maestro, aquella conflagración le había golpeado con una fuerza de incineración que convirtió sus pensamientos en cenizas. El simple recuerdo de aquello le hacía acobardarse. Apenas si podía creer que la poderosa magia indomeñable pudiera oponérsele. El conflicto entre tales poderes sería tan feroz que destruiría hasta las montañas. ¿Y el Arco del Tiempo? No conocía la respuesta.

Pero a media mañana Sunder empezó a tambalearse, captando la atención de Covenant. El Gravanélico utilizaba sus amuletos como si unidos formasen una clase especial de rukh, pero no lo eran. Los rukhs de los Caballeros extraían directamente su energía del rukh maestro y del Fuego Bánico, y por consiguiente cada Caballero sólo necesitaba su esfuerzo personal para mantener expedito un canal de poder hasta Piedra Deleitosa; el Fuego Bánico hacía el resto. Pero Sunder manejaba al Sol Ban y al krill directamente.

El esfuerzo lo estaba extenuando.

A Linden le bastó con una mirada para hacerse cargo de su estado.

—Dadle diamantina —murmuró secamente. La severa resistencia que oponía a la malignidad de la vegetación la hacía parecer distante, impersonal—. Y cargad con él. Se encontrará bien, si lo cuidamos. —Al momento añadió—: Es lo bastante testarudo para resistir.

Sunder le dirigió una débil sonrisa. La palidez traspasaba el moreno color de su piel; pero al tomar el licor de los gigantes, sus fuerzas crecieron notoriamente. Sin embargo no protestó cuando Honninscrave le alzó en vilo. Sentado con la espalda contra el torso del gigante y las piernas apoyadas sobre sus brazos, volvió a enarbolar sus poderes; y el grupo reanudó su camino.

Poco antes del mediodía, se unieron a Covenant otros dos haruchai, elevando a diez el número de ellos que marchaban protectoramente a ambos lados de él y sus compañeros.

Les saludó escuetamente; pero su presencia tan sólo aumentó su temor. Ignoraba cómo defenderlos de Gibbon.

Y aquel temor crecía conforme Sunder se iba debilitando. Incluso con la Piedra Solar y el krill, el Gravanélico no era más que un hombre aislado. Mientras los obstáculos a que había de enfrentarse fueran simplemente brezales y helechos, él era capaz de superarlos con igual eficacia que cualquier Caballero. Pero el terreno cambió, tornándose en una jungla demencial de rododendros, jacarandas y madreselvas. No podía atravesar aquella vegetación caótica con algo distinto de la total precisión que el Fuego Bánico hacía posible. Tenía que buscar a tientas la línea que ofreciera menor resistencia; y la jungla se cerraba tras los viajeros como si quisiera hacerlos desaparecer.

El sol se hallaba cerca de las Montañas Occidentales y la luz había quedado reducida casi a la crepuscular, cuando Linden y Hollian gritaron simultáneamente:

—¡Sunder!

Honninscrave se detuvo al oírlos. La Primera se volvió para mirar al Gravanélico. El pánico constreñía la garganta de Covenant cuando se lanzó en pos de Linden.

El capitán bajó a Sunder mientras todos se agolpaban a su alrededor. En aquel instante Sunder dobló las rodillas, y sus brazos temblaron con un violento espasmo.

Covenant se introdujo pasando entre la Primera y Encorvado para acercarse al Gravanélico. El reconocimiento hizo palidecer el semblante de Hollian, dándole a su cabellera de cuervo una lúgubre semejanza de un canto fúnebre. La mirada de Linden oscilaba entre la Piedra del Sol y el krill.

La rojiza flecha que iba del orcrest hacia el sol de poniente tenía un aspecto desgastado y carbonoso, como si fuera consumida por un fuego más poderoso. Y el centro de la nítida gema del krill ardía una negra mota como una úlcera.

—¡El na-Mhoram intenta dominarlo! —jadeó Hollian desesperadamente—. ¿Cómo puede salvarse hallándose tan exhausto?

Los ojos de Sunder permanecían fijos en algo que ya no podía ver. Nuevas arrugas marcaban sus facciones consumidas, distinguibles por el acre sudor que le cubría la piel. Sus músculos se hallaban contraídos en un espasmo. Su expresión era tan vacía y espantosa como la de un catatónico.

—¡Véncelos! —le espetó Linden, afilando su voz para perforar su parálisis—. ¡Adelante! ¡No permitas que te bagan eso!

Los contornos de la mandíbula de Sunder resaltaban peligrosamente. Con un alarido como si estuviera rompiendo su propio brazo, obligó a descender a la Piedra del Sol, dejándola caer al suelo. Instantáneamente se desvaneció su brillo carmesí, y el orcrest recuperó su engañosa translucidez.

Pero la negrura situada en el centro del krill se extendió y se hizo más intensa.

Gesticulando, Sunder agarró con su mano libre la envuelta hoja. El metal irradiaba calor. Agachando la cabeza, mantuvo atenazado el krill febrilmente, pugnando por rechazar el influjo del Clave, debatiéndose con la misma invencible y humana entrega con la que ya una vez estuvo a punto de convencer a Gibbon de que Covenant había muerto.

Linden estaba gritándole:

—¡Detente, Sunder! ¡Te estás matando!

Pero no le hizo caso.

Covenant alzó su media mano. El anillo escupía fuego como si la sola proximidad del poder de Gibbon volviera insaciable la plateada banda.

La protesta de Buscadolores resonó a través de la selva, mas Covenant lo ignoró. Sunder era su amigo, y él ya había fracasado demasiadas veces. Quizá él no estuviera preparado para medirse contra el Clave y el Fuego Bánico. Quizás nunca lo estuviera. Pero no titubeo. Resueltamente empuñó el krill. Con el poder de la incandescencia lo liberó de la mano de Sunder como si los músculos del Gravanélico se hubieran convertido en arena.

Pero cuando concentró la magia indomeñable en torno al krill, su llama se volvió negra.

Una conflagración de media noche tan airada como el odio ardió entre los componentes del grupo, y se extendió hacia los árboles. La oscuridad fluyó de él frenéticamente como si al fin hubiera triunfado el veneno, convirtiéndose en la verdad total de su poder.

Por un instante, se acobardó. Entonces el salvaje grito de Linden llegó hasta él.

Arrebatado por entero, retiró aquel fuego que llenaba la atmósfera arrancándolo como un tapiz de las paredes de su mente. El krill se deslizó de entre sus dedos cayendo de punta sobre el suelo profanado.

Antes de que pudiera moverse, reaccionar, respirar o tratar de contener el horror que resonaba en su corazón como una campanada de angustia, un golpe fue descargado tras él, y Cail se tambaleó entre los matorrales.

Otro golpe; de un puño que era como una piedra. Covenant cayó hacia delante chocando contra el pesado tronco de un rododendro y luego de espaldas como si todo el aire del mundo hubiera sido succionado. Los jirones del atardecer le llegaban por entre las hojas como estrellas de esmeralda girando vertiginosamente ante sus ojos.

A su alrededor, la lucha golpeaba entre los árboles. Pero no producía ningún sonido. La capacidad para oír lo había abandonado. El terrible grito de Linden era silencioso y la enérgica cólera de la Primera carecía de voz.

Galvanizada por el pánico, Hollian sacó a Sunder del lugar en que se desarrollaba el combate. Pasó frente a Covenant bloqueando su visión por un instante. Pero nada podía bloquear el reluciente y desalentado vértigo que giraba dentro de él, tan imperioso y funesto como el aura del Gusano.

Cail y los gigantes mantenían una cerrada lucha contra Harn, Durris y el resto de haruchai.

Los movimientos de los agresores eran singularmente torpes e imprecisos. Daban la impresión de que no se controlaban a sí mismos. Pero golpeaban con toda la contundencia del vigor de su raza, con tal dureza que hasta los gigantes se tambaleaban. Encorvado fue abatido por el incesante martilleo de Fole y otro haruchai. Blandiendo la espada, la Primera se abalanzó en auxilio de su esposo. Honninscrave mantenía a raya a un haruchai con cada puño. Los compañeros de Cail carecían de la agilidad o los reflejos para evitar sus graníticos golpes. Pero los atacantes volvían a levantarse como si fueran ajenos al dolor, y acometían nuevamente. Tejenieblas atenazó entre sus brazos a un haruchai, apartando a otro de un puñetazo. Pero el haruchai le propinó un golpe en la cara que hizo que su cabeza se inclinase hacia atrás, permitiéndole librarse de su agarre.

Moviéndose de manera maquinal, Harn perseguía a Cail por entre los combatientes. Éste le eludía con facilidad, pero Harn no cejaba. Parecía tan enajenado como Durris, Fole y los demás.

Se hallaban bajo el dominio del Clave.

Lentamente, el vértigo que giraba como una peonza a través de la mirada de Covenant fue desapareciendo, y se encontró ante el krill. Estaba clavado en la tierra como una pequeña cruz, a poca distancia de él. Aunque la lucha golpeaba por todas partes, nadie había tocado la fantástica hoja de Loric.

La gema fulguraba con una clara y limpia blancura, sin que nada mancillase la pureza de la joya.

El dominio de Gibbon sobre ella había sido ficticio, un modo de distraer al grupo mientras dominaba a todos los haruchai.

A todos excepto a Cail.

Con el soñoliento desapego de la anoxia, Covenant se preguntó el porqué Cail era inmune.

Bruscamente, se aflojó la tensión de sus músculos. Inhaló aire para introducirlo en sus pulmones, absorbiéndolo a grandes bocanadas para superar el paroxismo que le había impedido respirar; y el sonido empezó a llegarle desde la jungla; el follaje aplastándose, los gruñidos y el impacto de los golpes. Durante un momento, las voces no llegaron; el combate se libraba en un amargo silencio. Mas luego, oyó a Linden gritar, como si estuviera a una gran distancia:

—¡Cail! ¡Las esposas del lago! ¡Lograste escapar de ellas!

Covenant se levantó a tiempo de presenciar la reacción de Cail.

Con la agilidad de una pantera, Cail cayó sobre Harn. Harn fue demasiado lento para responder con eficacia. Penetrando bajo sus lentos golpes, Cail lo desequilibró y, asiéndole por la cadera y el hombro, pudo voltearlo en el aire. Harn carecía del más mínimo dominio de sí para evitar que lo lanzara contra su alzada rodilla y le rompiera la espalda.

No obstante, en el último momento, pudo evitarlo. Cuando Brinn y Cail cayeron en la trampa de las esposas del lago, Linden amenazó a Brinn con romperle el brazo, y aquella singular amenaza le permitió recobrarse. Harn se liberó de la sujeción de Cail y se puso en pie mirando fijamente a su compañero. Por un instante, se miraron impasibles, como si nada hubiera sucedido. Luego Harn asintió, y saltó junto a Cail en ayuda de los gigantes.

Covenant, todavía jadeante, se apoyó contra un árbol para presenciar el desenlace de la pelea.

No se hizo esperar. Después de que Cail y Harn libraran a Fole y Durris del yugo de Gibbon, los cuatro pudieron rescatar a los seis que quedaban.

Encorvado y Tejenieblas se levantaron de entre la maleza, con los cuerpos magullados. La Primera escrutó aceradamente cuanto la circundaba con la espada dispuesta. Honninscrave cruzó los brazos sobre el pecho para dominar el asombroso vigor de su propia cólera. Pero los haruchai ignoraron a los gigantes. Se volvieron de cara unos a otros, hablándose mentalmente con la tranquila frialdad de su pueblo. Pese a cuanto había ocurrido, no parecían desalentados.

Al terminar aquella conversación, Cail miró a los gigantes y a Linden, para dirigirse luego directamente a Covenant. No se disculpó. Ellos eran haruchai, y el agravio a su rectitud era demasiado profundo para una simple contricción. Con una voz completamente despojada de inflexiones, libre del menor signo de justificación o arrepentimiento, dijo:

—Se ha acordado que tal indignidad debe atribuirseme a mí. Nos comprometeremos a cualquier restitución que nos ordenes. Pero no volveremos a dejarnos dominar de esta manera.

Covenant no supo qué contestar. Conocía desde hacía mucho tiempo a los haruchai, y antes que a ellos a los Guardianes de Sangre; pero aún le asombraba la extravagancia de sus decisiones. Y estaba seguro de que no le sería posible soportar que tales seres le sirvieran mucho más tiempo. El simple deseo de ser digno de ellos le haría enloquecer.

¿Cómo era posible que su fuego blanco se hubiera convertido en negro en tan breve lapso?

Encorvado murmuró algo que parecía una broma en voz baja, e hizo un gesto cuando nadie le respondió. Honninscrave se había convertido en un ser demasiado fúnebre. En su frustrado deseo de recobrar su propia estima, Tejenieblas había olvidado la risa. Y el discurso de Cail no había tranquilizado a la Primera. Los haruchai habían despertado su instinto de lucha; y su semblante era como su espada, dispuesto para el combate.

Dado que el sol se había puesto y Sunder se encontraba exhausto, ordenó al capitán y a Tejenieblas que instalaran el campamento y preparasen la comida. Sin embargo, la proximidad del descanso no mitigó su tensión. Adustamente, recorrió la zona circundante devastando la maleza para dejar un espacio relativamente limpio en el que poder acampar.

Covenant permanecía en pie contemplándola. El golpe recibido había debilitado todo lo que se hallaba en su interior. Incluso sus embotados sentidos captaban la fiera irritación que ella sentía.

Linden no se acercó a él. Permanecía tan lejos como el terreno que la Primera había limpiado se lo permitía, evitándole para aminorar tanto como fuera posible el impacto de Covenant en su percepción.

Las miradas que Hollian le dirigía por encima del hombro de Sunder se hallaban plenas de temor e incertidumbre bajo el creciente crepúsculo. Únicamente Vain, Buscadolores y los haruchai se conducían como si nada los inquietase.

Covenant hizo ademán de cubrirse el rostro, pero bajó las manos sin llegar a hacerlo. La insensibilidad que mostraban había llegado a parecerle repugnante. Sentía sus facciones tirantes y quebradizas. La barba apestaba a sudor, como todo su cuerpo; se hallaba sucio y maloliente de la cabeza a los pies. Temía que la voz se le rompiera, pero se obligó a usarla.

—De acuerdo. Que alguien lo diga.

La Primera dio un fiero tajo que cercenó una madreselva tan gruesa como su antebrazo, y luego se volvió hacia él; señalándolo con la punta de la espada como si lo increpara.

Linden se estremeció ante la ira de la Primera, pero no intervino.

—Giganteamigo —silabeó la jefa de la Búsqueda como si el nombre hiriese su boca—, hemos sido testigos de una inmensa maldad. ¿Es cierto que piensas utilizar ese oscuro fuego contra el Clave?

Se alzaba sobre Covenant, y el resplandor de la fogata de Tejenieblas la hacía parecer dominante e imprescindible. Él se sentía demasiado débil para responder. En una ocasión había intentado desgarrarse el antebrazo contra el afilado borde de una roca para expulsar el veneno. Las tenues cicatrices se extendían como un encaje en torno a las profundas marcas de los colmillos de Marid. Pero ahora sabía más. Dijo cuidadosamente:

—Él no me hará esto sin obtener respuesta.

La Primera no se inmutó.

—¿Y qué será de la Tierra?

El tono de ella hizo que sus ojos brillaran y no por las lágrimas. Cada palabra de su respuesta era tan inequívoca como un ascua.

—Hace mucho tiempo —la sangre de los casi estúpidos Entes de la Cueva latía en sus sienes—, juré que nunca volvería a matar. Pero eso no me ha detenido. —Clavó con ambas manos un cuchillo en el pecho del hombre que asesinó a Lena, y aquel acto había vuelto para condenarlo. Desconocía cuantos bhratair habían fallecido al derrumbar la Cúspide del Kemper—. La última ocasión en que estuve allí maté a veintiuno de ellos. —Veintiún hombres y mujeres que en su mayor parte ignoraban la perversidad de sus vidas—. Estoy enfermo a causa de mis culpas. Si crees que voy a hacer algo que destruya el Arco del Tiempo, harías bien si me detuvieras ahora.

Ante aquello, los ojos de la Primera se entrecerraron, como si estuviera considerando las consecuencias de degollarle con su espada. Hollian y Linden la miraban fijamente, y Sunder trató de reincorporarse para ayudar a Covenant. Pero la Primera también era amiga del Incrédulo. Le había conferido el título que él más valoraba. Bajó su espada bruscamente.

—No, Giganteamigo —suspiró—. Hemos ido demasiado lejos. Confío en ti, o no podré confiar en nadie.

Volvió a envainar su espada, y se marchó.

La luz de la hoguera se reflejaba en el humedecido semblante de Linden, marcado por la preocupación y el alivio. Después de un instante, se acercó a Covenant. No quiso responder a su mirada, pero posó levemente una mano sobre su antebrazo derecho, como reconociendo que él no era como su padre.

Mientras el contacto duró, él quiso con toda su alma tomar la mano de ella para llevársela a los labios. Pero no lo intentó. Creyó que de hacerlo probablemente quedaría destrozado. Y todas las promesas que había hecho se perderían.

Al día siguiente, los frutos del verdeante sol fueron peores. Se amontonaron sobre la tierra con el inexorable y desbordante delirio de un mar tempestuoso. Y el agotamiento de Sunder se había hecho demasiado profundo para ser vencido por una noche de descanso inducido por la diamantina o por un trago del singular, potente y vigorizante licor que Encorvado elaborase mezclándolo con vitrim. Pero el Clave no volvió a intentar el control del krill, ni de los haruchai. La sombra de los árboles había logrado que los matorrales no alcanzaran proporciones excesivas. Ni el Grim ni ningún otro azote fue enviado desde Piedra Deleitosa para interceptarles el camino. Y los viajeros habían avanzado tanto durante los dos días anteriores que no tenían necesidad de apresurarse ahora. Ninguno de ellos dudaba de que la fortaleza del na-Mhoram estuviera a su alcance. A veces, la distorsión de aquella jungla les permitía atisbar el cielo sudoccidental; y entonces todos los compañeros distinguían la tórrida y salvaje saeta del Fuego Bánico ardiendo hacia el sol como una incurable laceración en el aire coloreado de esmeralda.

Cada vez que ocurría esto, los tensos y delicados rasgos de Linden palidecían un poco más. El recuerdo y las poderosas emanaciones asaltaban sus vulnerables sentidos. En una ocasión había sido prisionera del Delirante Gibbon en Piedra Deleitosa, y el toque de éste hizo que la oscuridad que se enroscaba en torno a las raíces de su alma la cubriera por entero como una noche sin luna. Sin embargo, no vaciló. Ella había conducido al grupo hasta aquel lugar por la fuerza de su voluntad, le había arrancado a Covenant esta promesa cuando la desesperación lo había paralizado. A pesar de su nunca resuelta contradicción entre la atracción y la repulsión hacia el poder, no se permitió retroceder.

Los pedrarianos también se mantenían firmes. Tenían algo pendiente con el Clave, una cuenta que iba desde su encarcelamiento en Piedra Deleitosa y el estrago en las aldeas, hasta el modo en que el Sol Ban había trastornado sus vidas desde las raíces. Cada vez que la necesidad de descanso de Sunder se hacía perentoria, Hollian tomaba la orcrest y el krill, aunque no estuviera adiestrada para usarlos, ni el camino que abría fuera tan despejado como el anterior. La silenciosa agonía y el tormento de la vegetación bloqueaba el suelo a cada paso, pero el grupo siempre encontraba la manera de atravesarlo.

Y cuando el sol comenzó a descender hacia la alta cordillera de las Montañas Occidentales, todavía alejado de la región que una vez llamaran Fidelia, situada al sudeste, pero muy próxima ya a los promontorios que sobresalían al este de la cadena, los compañeros habían llegado al límite de la jungla junto a las áridas y pedregosas faldas de las colinas sobre las que se alzaba la Fortaleza.

Deteniéndose en el ultimo refugio que los árboles proporcionaban, elevaron la vista a su punto de destino.

Piedra Deleitosa, una vez orgulloso bastión y emblema de los antiguos Amos que sirvieron al Reino, reducto ahora del na-Mhoram y el Clave.

Allí, en la cumbre del promontorio, los picos perdían su agudeza para formar una altiplanicie escarpada por el este y suave por el norte. Y las paredes de aquella meseta eran tan enhiestas y efectivas como una muralla almenada; en el centro de la planicie se hallaba Laguna Brillante, el fantástico remanso de aguas que permanecía sin ser afectado por el Sol Ban hasta caer en cascada por los Saltos Aferrados en la ladera sur del promontorio llevando más allá de éste los recursos de su poder. Pero la Fortaleza se extendía al este de la Laguna Brillante y los Saltos Aferrados. Los sinhogar habían construido la ciudad de los Amos en el borde este de la meseta, horadando aquel crestón de duro granito de la Tierra con refugios y defensas.

Directamente sobre el grupo se alzaba la Torre Vigia. De menor altura que la altiplanicie, su extremo superior se alzaba en solitario tras la mole de la Fortaleza, pero su mitad inferior se hallaba unida al resto por paredes de la misma piedra del lugar. De este modo quedaba protegida la única entrada a Piedra Deleitosa. Mucho tiempo antes, los macizos pórticos situados en la curva sudeste de la base de la Torre Vigía habían protegido un pasadizo bajo ésta, un túnel que solamente permitía entrar a un patio cerrado entre la torre y la Fortaleza principal, donde había una segunda serie de pórticos. Durante la última guerra, en el asedio de Piedra Deleitosa, las entradas exteriores fueron asoladas y reducidas a ruinas. Pero Covenant sabía por experiencia que las puertas interiores perduraban aún, protegiendo al Clave con su imponderable solidez y espesor.

Sobre los pilares de estas entradas, la redonda flecha que era la Torre Vigía estaba marcada por troneras y almenas hasta el dentado reborde que la coronaba. Eran caprichosas e irregulares, talladas según las circunvalaciones interiores de la torre. Sin embargo, la fachada de la torre era tan simple como la obra de un niño comparada a la dramática complejidad de los muros de la Fortaleza principal. Las rocas habían sido trabajadas por los sinhogar, formado balconadas y contrafuertes, caminos para pasear y parapetos, y punteados con ventanas de todas clases, troneras en las partes bajas, miradores y salientes en las altas. Una prolífica y aparentemente espontánea multiplicación de detalles que siempre dejaban en Covenant una impresión de que poseían una estructura subyacente, un significado sólo accesible a los gigantes. El tenue crepúsculo esmeralda danzaba y resplandecía en la cara sur, confundiendo su humana habilidad para captar el criterio de organización de algo tan alto, extenso e intemporal.

Pero incluso sus sentidos superficiales le informaban del tremendo poder de irradiación del Fuego Bánico al abrirse paso hasta el sol cruzando la gran Fortaleza. De un solo golpe, aquella cárdena fuerza infringía toda su historia de gloria y grandeza, tornando la orgullosa residencia de los Amos en un lugar de maléfica amenaza. Cuando tantos días atrás llegara a Piedra Deleitosa para rescatar a Linden, Sunder y Hollian, se vio atormentado por el recuerdo de los gigantes y los Amos, de la belleza que el Reino había perdido. Pero ahora la presión de su voluntaria cólera lo inutilizaba para admitir el desconsuelo.

Intentaría destruir aquel lugar si era necesario para erradicar al Clave, y la sola idea de verse forzado a dañar Piedra Deleitosa lo enfurecía.

Mas cuando miró a sus compañeros y vio las caras extasiadas de los gigantes, su enojo cedió ligeramente. La Fortaleza tenía el poder de fascinarlos. El semblante de Encorvado parecía dilatarse por el deleite que le producía su contemplación; los ojos de la Primera brillaron de orgullo ante la obra de gente de su raza que llevaba mucho tiempo muerta; Tejenieblas miraba ávidamente, olvidando por un instante su desaliento. Hasta Honninscrave había perdido momentáneamente su aire de condenado como si intuitivamente supiera que Piedra Deleitosa le daría una oportunidad de recuperación.

Pasiones contradictorias atenazaron la garganta de Covenant. Preguntó con voz tensa:

—¿Podéis comprenderlo? ¿Sabéis lo que significa? He estado aquí en tres ocasiones —cuatro si contaba el breve lapso durante el cual rehusara la convocatoria de Mhoram— pero nadie ha podido explicarme jamás su sentido.

Durante un rato, ninguno de los gigantes contestó, incapaces de reaccionar ante la fascinación de la Fortaleza. Habían visto Coercri en Línea del Mar, y se asombraron ante ella, pero Piedra Deleitosa era trascendente para ellos. Al contemplarlos, Covenant supo con un repentino dolor que ya nunca retrocederían, que nada podría inducirlos a dejar a un lado su propia Búsqueda y sus propios propósitos, dejándole el Sol Ban y el Amo Execrable a él. El Sol Ban los había erosionado fundamentalmente, devorando su capacidad para creer que su Búsqueda pudiera triunfar en aquel tiempo. ¿Qué podían hacer los gigantes por ayudar a un Reino cuya propia naturaleza se había convertido en fuente de horror? Pero la visión de Piedra Deleitosa los había devuelto a sí mismos. Jamás desistirían en su determinación para combatir.

A menos que Covenant encontrase pronto su propia respuesta, no le sería posible salvarlos.

Tragando saliva con dificultad, murmuró Encorvado:

—No hay palabras. Ninguna en absoluto. Vuestro pobre idioma humano es impotente…

Las lágrimas cubrían las arrugas de su rostro, mostrando su emoción.

Pero la Primera continuó en su lugar:

—Y todos los idiomas, Giganteamigo. Todos ellos carecen del vocabulario que se necesita. Ahí se alza cuanto en la granítica gloria del corazón del mundo no puede ser expresado con palabras. Cualquier otra lengua debe enmudecer cuando habla la pureza de la piedra. Y aquí esa oración ha sido plasmada. ¡Ah, por mi alma! —Había levantado la voz como si deseara cantar y lamentarse al mismo tiempo, pero también ella carecía de palabras. Concluyó suavemente—: Los gigantes del Reino aprendieron mucho por la pérdida de Hogar. Estoy humillada ante ellos.

Durante un momento, Covenant fue incapaz de responder. Pero entonces un recuerdo llegó hasta él, una reminiscencia del ceremonioso saludo que los pobladores de Piedra Deleitosa dirigían antiguamente a los gigantes. Loados y bienvenidos seáis, herederos de la lealtad del Reino. Bienvenidos intactos o heridos, en gracia o perdición, para pedir o para dar. No fallaremos ante ningún requerimiento que formuléis.

Con voz incierta, dijo:

«Piedra Deleitosa, fidelidad de gigantes, antigua fortaleza… Corazón y puerta del principal amigo de la Tierra. Protege la verdad con la espada del Poder, Tú, Custodiadora de los tiempos, reina de las montañas».

Ante aquello, la Primera se volvió hacia él, y por un instante el llanto se concentró en sus facciones, como si hubiera sido tocado su profundo amor a la piedra. Casi de inmediato recobró su dureza, pero no antes de que él viera cuan absolutamente estaba ahora dispuesta a servirle.

—Thomas Covenant, —dijo ella con brusquedad—, te di el título de Giganteamigo, pero no es bastante. Eres el Amigo de la Tierra, y ningún otro nombre resulta suficiente.

Tras eso, se acercó a su esposo y le abrazó.

Covenant repitió para sí: Amigo de la Tierra. ¡Que Dios me ayude! Aquel título se le había otorgado a Berek Mediamano, quien hiciera el Bastón de la Ley y fundara el Consejo de los Amos. No era adecuado para el hombre que llevaba la destrucción del Arco del Tiempo en sus envenenadas manos. El hombre que había llevado a la ruina todos los logros de Berek.

Se volvió para contemplar la Fortaleza. El sol se estaba poniendo tras las Montañas Occidentales, y la luminosidad que irradiaba ante sus ojos le impedía la visión; no pudo distinguir ninguna señal de que la Torre Vigía se hallara ocupada. Había recibido la misma impresión la última vez que estuvo allí, y desconfió de ella como ahora desconfiaba. Aunque los porticones exteriores se hallaran destruidos, la torre podía constituir aún una parte vital de las defensas de la Fortaleza. Tendría que hallarse preparado para el combate desde el momento en que pusiera pie en aquel túnel. Si es que el Clave no intentaba atacarle antes.

Con los hombros estremecidos en una anticipación de la violencia, se apartó de la Fortaleza y recorrió un corto camino entre la vegetación hasta una zona rocosa donde el grupo acamparía aquella noche.

Poco después, sus compañeros se reunieron a su alrededor. Los gigantes abandonaron la gozosa contemplación de Piedra Deleitosa para limpiar el terreno, encender una hoguera y preparar la comida. Sunder y Hollian lanzaban repetidas miradas, que parecían sobresaltos, a la Fortaleza, donde tenía su centro el infortunio que gravaba sus vidas, donde anteriormente habían estado a punto de ser asesinados; pero se sentaron junto a Covenant como si él fuera una fuente de valentía. Los haruchai se habían situado protectoramente circundando la zona. Buscadolores era como una sombra en el límite de la creciente hoguera.

La intranquilidad de Linden resultaba palpable. La impaciencia enarcaba sus cejas, y escrutaba cautelosamente el crepúsculo. Covenant supuso que estaba sintiendo la proximidad del Delirante, y no sabía de qué manera podía confortarla. En el transcurso de todas las batallas del Reino contra el Desprecio, nadie había hallado la forma de matar a un Delirante. Mientras el Amo Execrable perdurase, sus siervos continuarían viviendo. El Forestal de la Espesura Acogotante, antiguo maestro y antecesor de Caer Caveral, había demostrado que tanto Herem como Sheol o Tehannunm podían ser dañados seriamente e incluso reducidos si se lograba matar a los cuerpos que ocupaban y no se les permitía abandonarlos. Pero solamente el cuerpo sucumbía, el espíritu del Delirante seguía viviendo. Covenant no podía creer que el Reino se viera jamas libre del dominio de Gibbon. Y no sabía qué otra cosa ofrecer a Linden para aliviarla.

Pero entonces ella expresó la causa inmediata de su desasosiego, y no era el na-Mhoram. Volviéndose hacia Covenant dijo sorprendentemente:

—Vain se ha marchado.

Cogido de improviso, parpadeó ante ella un instante. Luego se puso en pie escudriñando el campamento y la jungla que les rodeaba.

No se veía al Demondim por ninguna parte.

Covenant se volvió hacia Cail.

—Se ha detenido a un tiro de piedra de aquí. —Dijo el haruchai un ademán hacia el camino por el que había llegado el grupo—. Lo hemos estado observando pero no se mueve. ¿Deseas que lo protejamos?

Covenant movió la cabeza, intentando comprender. Cuando Vain y él llegaron a Piedra Deleitosa buscando a Linden, Sunder y Hollian, el Clave trató de mantener a Vain. alejado, y lo habían herido en aquel intento. No obstante, logro penetrar en la Fortaleza y hallar las abrazaderas del Bastón de la Ley. Pero luego obedeció a los Caballeros como si tuviera miedo de lo que pudieran hacerle. ¿De qué? Habiendo obtenido de Piedra Deleitosa lo que buscaba, ¿acaso se mantenía ahora a distancia para que no lo dañaran?

Pero ¿de qué forma podía ser dañado el Demondim cuando el Sol Ban no le afectaba, e incluso el ardiente Grim se limitaba a resbalar por su negra piel?

—Es algo referente a su propia esencia. —Murmuró Linden como si la presunta de Covenant se hubiera materializado en el aire. Habían discutido el asunto en otras ocasiones, y ella había sugerido que quizá el Clave supiera más sobre Vain de lo que ellos sabían. Pero ahora tenía una respuesta diferente—. Es un ser fabricado. Nada más que eso; como un esqueleto sin músculos, ni sangre, ni vida. La estructura personificada. Nada que no sea enfocado directamente hacia eso puede afectarle. —Lentamente, como si fuera inconsciente de lo que estaba haciendo, se volvió hacia Piedra Deleitosa, alzando su rostro hacia la Fortaleza—. Pero es lo que hace el Sol Ban, lo que hace el Clave. Corrompen la Ley. Quebrantan la estructura. Profanan el orden. Si lo intentaran con suficiente fuerza —tenía el ceño fruncido como si viera a Gibbon aguardando con malicia y placer—, pueden acabar con él por completo, y no quedaría de su existencia ni el recuerdo de un propósito. No hay que extrañarse de que no quiera acercarse más.

Covenant contuvo el aliento esperando a que ella prosiguiera, que gracias a su don de percepción o profecía pudiera manifestar el propósito por el cual Vain había sido creado. Pero no lo hizo. Gradualmente, ella fue bajando la vista.

—Maldito sea ese bastardo de todas maneras —murmuró por lo bajo—. Condenado al infierno.

Él convino silenciosamente. Hasta tal punto resultaba enigmático Vain que Covenant lo olvidaba continuamente; olvidaba lo importante que era tanto para las ocultas maquinaciones de los elohim como para la salvación de la Tierra. Pero allí Buscadolores no había vacilado en desdeñar al Demondim, y sus angustiados ojos amarillentos sólo mostraban interés ante el riesgo del fuego de Covenant. Éste sintió una punzada premonitoria hormigueándole por el antebrazo. Estremecido, se dirigió a Cail.

—No te molestes —le dijo—, ya se cuidará él mismo. Siempre lo ha hecho.

Tras esto, regresó sombríamente a su lugar junto al fuego.

Los compañeros permanecieron en silencio mientras cenaban, masticando sus propios pensamientos junto con la comida. Pero cuando concluyeron, la Primera miró a Covenant a través del humo de la hoguera, y le indicó con un gesto que se hallaban preparados.

—Ahora, Amigo de la Tierra —su tono le hizo pensar en una hoja recién afilada y ansiosa de emplearse—, vamos a hablar de esta altiva y horrenda Fortaleza.

Covenant correspondió a su mirada, y gesticuló haciendo un esfuerzo para mantener su angustiado estado de ánimo fuera del alcance de la percepción de Linden.

—Es una magnífica obra —dijo con firmeza la Primera—. Los sinhogar la labraron con una pericia sin par. Las puertas han sido destruidas por un poder que desafía a la lógica; pero si no estoy equivocada, hay más puertas antes de la torre. Y probablemente te has dado cuenta de que los muros no pueden ser escalados. Sucumbiríamos en el intento. El Clave es poderoso y nuestro número escaso. Amigo de la Tierra —concluyó como si se hallara dispuesta a aceptar cualquier explicación que él ofreciera—, ¿cómo te propones asaltar ese alcázar?

Por respuesta, Covenant frunció el ceño. Había estado aguardando aquella pregunta, y temiéndola. Si intentaba responderla cuerdamente, su resolución se rompería como un hueso carcomido. Sus compañeros podrían asustarse. Y quizá intentarían detenerlo. Incluso aunque no lo hicieran, sabía con tanta seguridad como que tenía que morirse que la consternación que iba a producir en ellos le resultaría insoportable.

No obstante era necesario que contestase. Demasiadas vidas dependían de lo que se propusiera hacer. Reuniendo todo su valor, miró hacia Hollian. Su voz se detuvo en su garganta antes de preguntar:

—¿Qué clase de sol tendremos mañana?

La negra cabellera enmarcaba el rostro de Hollian, y sus facciones estaban tiznadas por la suciedad acumulada durante el largo viaje; pero por algún ardid de la hoguera, o de su propia naturaleza, parecía imposiblemente limpia, y su aspecto no presentaba el menor signo de duda o desesperación. Sus movimientos fueron hábiles y seguros cuando aceptó el krill de Sunder, sacando luego su lianar para invocar la tenue llama con la que auguraba.

Tras un instante, el fuego brotó de su varita. Su calor era el polvoriento y sucio del Sol del Desierto.

Covenant asintió para sí. El Sol del Desierto. Por azar o designio, había sido beneficiado por la fase del Sol Ban que hubiera elegido para su tentativa. Con la fuerza de aquella pequeña gracia, le fue posible dirigirse de nuevo a la Primera.

—Antes de que nos arriesgemos en cualquier intento, voy a desafiar a Gibbon. Intentaré que se enfrente personalmente conmigo. No creo que acceda —aunque seguramente el Delirante ambicionaría el blanco anillo para sí mismo y, por consiguiente, podría contravenir la voluntad de su señor—, pero si lo hace, puedo acabar con el Clave sin dañar a nadie más. —Aunque Gibbon recurriera a todo el poder del Fuego Bánico, Covenant también lo aceptaría.

Pero la Primera no estaba satisfecha.

—¿Y si no accede? —preguntó impetuosamente—. ¿Si permanece en el interior de su reducto y nos desafía a atacarle?

Covenant se puso en pie con brusquedad. La mirada de Linden le siguió con un destello de alarma como si hubiera captado una señal de lo que le había llevado a tal decisión, pero él no le permitió hablar. Jirones de luz de luna se filtraban por entre el espeso follaje, y más allá de los árboles la luna estaba llena, preparada para estallar con las promesas que él no podría mantener. Sobre él, los muros y almenas de Piedra Deleitosa captaban la plateada luz como si aún fueran hermosos. No podía soportarlo.

Aunque se estaba ahogando, dijo con voz áspera:

—Ya pensaré algo.

Luego huyó del campamento y fue andando a ciegas por entre la maleza hasta que alcanzó el comienzo de is colmas.

La enorme Fortaleza se alzaba allí, tan lúgubre y silenciosa como el túmulo de todos los sueños que una vez había contenido. Por ningún lado se apreciaban señales de vida. Deseó gritarle: ¿Qué te han hecho? Pero sabía que la piedra no le oiría. Estaba sorda ante él, ciega a su propia profanación, tan desamparada contra la maldad como la Tierra misma. El pensamiento de producirle daño, le hacía temblar.

Cail lo acompañaba como un avatar del sosiego de la noche. Como había sobrepasado el límite de lo que podía soportar, se volvió hacia el haruchai y susurró apagadamente:

—Voy a dormir aquí. Deseo estar solo. No permitas que se me acerque ninguno de ellos.

No durmió. Se pasó la noche contemplando la ciudadela como si fuera la última barrera entre su candente aflicción y el triunfo del Amo Execrable. En varias ocasiones, oyó a sus amigos aproximarse por entre la maleza. Y, cada vez, Cail les hizo marchar. Linden protestó por aquella negativa, pero no logró vencerla.

Aquella solitaria e íntima fidelidad le permitió a Covenat resistir hasta que amaneció.

La primera luz que vio tocaba el borde de la Fortaleza principal más allá de los parapetos de la Torre Vigía, mientras la saeta del Fuego Bánico partía hacia el este. El despuntar del día tenía el color de los desiertos, y el sol confería un tono amarronado al intenso gris de la piedra. Una vez más, Hollian había predicho exactamente el Sol Ban. Mientras erguía su tenso y exhausto esqueleto, pensó en la Eh-Estigmatizada con un extraño pesar. Casados por el hijo que llevaba, Sunder y ella se habían unido cada vez más… y Covenant ignoraba cómo cerrar la brecha entre Linden y él.

Delante, oyó a Linden abordando a Cail por segunda vez. Cuando el haruchai volvió a rechazarla, ella dijo exasperada:

—Tiene que comer. Todavía sigue siendo humano.

La voz sonó enojada como si tampoco ella hubiese dormido. Quizás la atmósfera que circundaba a Piedra Deleitosa se hallaba demasiado llena de la presencia de los Delirantes para permitírselo. Gibbon había despertado la parte de ella que ansió arrebatar la vida a su madre. Sin embargo ahora, en tan funesto lugar, Linden pensaba más en Covenant que en sí misma. Lo habría perdonado hacía mucho tiempo… si él le hubiera dado ocasión.

Rígidamente, como si todos los músculos hubieran sido petrificados por la noche y su gran desesperación, comenzó a subir la colina hacia Piedra Deleitosa.

No se atrevía a enfrentarse a Linden, temía a que mirara dentro de él casi tanto como a la maciza y granítica amenaza de la Fortaleza. Ya no le era posible ocultarlo, y le preocupaba cómo iba a reaccionar ante lo que viese.

La luz estaba en la Torre Vigía bañándola con el color de la tierra yerma y derramándose rápidamente hacia la falda de la colina. Los ángulos de su visión le permitían contemplar como las copas de los árboles comenzaban a fundirse, pero el centro lo ocupaba totalmente la torre. Sus troneras y contrafuertes se hallaban desiertos y la oscuridad que había tras ellos les hacía parecer ojos en los que la luz de la vida se hubiera extinguido. Luz de vida y profanación, pensó vagamente, como si se hallara demasiado debilitado por el miedo y la inanición para preocuparse por las contradicciones. Sabía como tratarlas: había descubierto la respuesta en la sala del trono de la Guarida del Execrable, cuando la imposibilidad de creer en la verdad del Reino y a la vez en su falsedad le había forzado a situarse en el único punto válido en el centro de su vertiginoso empeño. Pero tal comprensión le estaba ahora vedada. Durante la noche toda la ira se había evaporado de su interior, y ascendía hacia las entreabiertas fauces de Piedra Deleitosa como una yesca lista para arder.

Pero la aparente desolación de la ciudad lo intranquilizaba. ¿Era posible que el Clave hubiese huido, que su aproximación hubiera hecho que los Caballeros se ocultasen? No. La intensidad del rayo del Fuego Bánico indicaba que no había sido desatendido. Y el Amo Execrable no hubiese permitido la retirada. ¿Qué mejor triunfo para el Despreciativo que Covenant derruyese el Arco en una lucha con el Clave?

El Amo Execrable había dicho, Al final quedará una sola opción para ti y la aceptarás en tu desesperación. Había prometido aquello, y se había reído.

Algo que podría ser poder hervía en Covenant. Sus manos se cerraron en puños, y continuó ascendiendo.

El sol proyectaba su sombra contra la desnuda suciedad del suelo, frente a él. Su calor le atenazaba la nuca, buscando la fibra de su voluntad del mismo modo en que había reducido la monstruosa vegetación de las Tierras Altas a cieno grisáceo y desamparo. Se veía a sí mismo tendido sobre la tierra para ser sacrificado, expuesto por segunda vez a un golpe tan asesino como el del cuchillo que penetró en su pecho, arrancando de su vida la esperanza. Un picazón como el suave reptar de sabandijas se propagaba por su brazo derecho. Apresuró el paso sin darse cuenta.

Alcanzó el nivel del suelo en que enclavaba la base de la torre, y el túnel parecía expedito entre sus demolidas entradas. El pasaje estaba tan oscuro como una tumba hasta que descubrió la débil iluminación que se reflejaba en el patio desde la fachada de la Fortaleza principal. Borrosamente, vio las puertas interiores que se hallaban al otro extremo del patio. Estaban selladas contra él.

Involuntariamente bajó la mirada hacia el lugar en que sus compañeros estaban acampados. Al principio, el sol le dio en los ojos y no pudo descubrir otra cosa que el repugnante gris terroso que se extendía hasta el horizonte como un mar mientras el Sol Ban desnaturalizaba la vida de la tierra. Pero cuando se protegió los ojos vio al grupo.

Sus amigos se encontraban apiñados justo al límite del lodazal. La Primera y dos haruchai retenían a Honninscrave. Encorvado sujetaba a Linden por la espalda.

Covenant giró entristecido para enfrentarse de nuevo al túnel.

No entró. Estaba familiarizado con las aberturas situadas en su techo que permitían a los defensores de la Fortaleza atacar a quien se internara por él. Y no elevó la voz. Ahora tenía la instintiva certeza de que Piedra Deleitosa estaba escuchando atentamente, con sigiloso y encubierto temor. Su voz pareció débil contra la polvorienta atmósfera, la enorme ciudadela y el creciente desierto.

—He venido por ti, Gibbon —dijo—. Por ti. Si sales, permitiré que vivan los restantes Caballeros. —Los ecos se burlaron desde el túnel, y luego se extinguieron—. Si no lo haces, asolaré este lugar para encontrarte.

«Sabes que puedo hacerlo. Podría haberlo hecho cuando estuve ahí, y ahora soy más poderoso. —Ahora eres más peligroso de lo que nunca has sido—. El Execrable no te considera capaz de destruirme. Te utiliza para que intentes que me autodestruya. Pero eso ya no me inquieta, de cualquier modo, tú vas a morir. Sal y acabemos de una vez.

Las palabras parecieron perderse antes de llegar al final del pasaje. Piedra Deleitosa se cernía a su alrededor como el cadáver de una ciudad muerta desde hacía mucho tiempo. La presión del sol formaba un reguero de acre sudor que bajaba por su columna vertebral.

Y una figura apareció en el túnel. Negra contra el reflejo del patio avanzaba hacia el exterior. Sus pisadas extraían apagados ecos de crepitación de la piedra.

Covenant quiso tragar saliva, y no pudo. El Sol del Desierto lo tenía cogido por la garganta.

Un par de ardientes dolores atravesaron su antebrazo. Las cicatrices brillaban como colmillos. Una invisible oscuridad fluía desde el túnel hacia él, cubriendo su fuego con el sudario del veneno. El sonido de las pisadas crecía.

Entonces unos pies calzados con sandalias y una franja de roja túnica se introdujeron en la luz del sol, y Covenant se desalentó momentáneamente al comprender que su primer gambito había fallado. La luz ascendió rauda por las líneas del severo tejido escarlata hasta la negra casulla que completaba la túnica. Aparecieron las manos, vacías, sin el característico rukh; la oscura varilla de hierro como un cetro coronado por un triángulo abierto que debiera haber empuñado un Caballero. Y seguramente era un Caballero, pero no Gibbon. El na-Mhoram vestía de negro. Su báculo era tan alto como él. En la habitual beatitud o aburrimiento de su redondo semblante solamente destacaban los rojos dardos de sus ojos. El hombre que había ido a encontrarse con Covenant no era Gibbon.

Un Caballero. Parecía poseer un ancho torso pese a la estrechez de sus muñecas y tobillos, y las barbadas mejillas parecían consumidas hasta la demacración por la audacia o el espanto. Mechones de descuidados cabellos colgaban de su ralo cráneo como muestras de fanatismo. Sus ojos parecían de vidrio.

Mantenía las palmas de las manos abiertas ante sí como para demostrar que estaba desarmado.

Covenant rechazó el desfallecimiento y pugnó por llevar un poco de saliva hasta su garganta para conseguir hablar. En un tono que era como una advertencia al Caballero, dijo:

—No me hagas perder el tiempo. Quiero a Gibbon.

—Te saludo, Mediamano. —Contestó el hombre. Aunque su voz era firme sugería el temblor del pánico—. El na-Mhoram Gibbon está enterado de tu presencia aquí, y no desea perder ni el tiempo ni la vida en tu nombre. ¿Qué propósito te trae?

Una sensación de peligro se arrastró entre los omóplatos de Covenant. El amargo sabor del pánico le llenaba la boca. El tronco _del Caballero parecía de un grosor artificial, y la túnica oscilaba levemente como si tuviera vida propia, como si el tejido se agitara. Las cicatrices de Covenant comenzaron a pincharle como dientes de rata que devorasen su carne. Apenas se oyó replicar:

—Esto ha llegado demasiado lejos. Hacéis que el mundo entero apeste. He venido a ponerle fin.

El Caballero mostró los dientes en una fallida sonrisa. No miraba a Covenant.

—Entonces he de revelarte que el na-Mhoram no desea hablar contigo. Me ha dado un mensaje para que te lo comunique, si es que deseas escucharlo.

Covenant iba a preguntar: ¿Qué mensaje es ése? Pero nunca llegó a pronunciar las palabras. El Caballero desanudó con ambas manos el fajín de su túnica. Con un premonitorio espanto, Covenant le vio entreabrir la vestimenta bajo el sol.

De los hombros hasta las rodillas, su cuerpo estaba completamente cubierto por avispas.

Grandes avispas amarillentas tan gruesas como un pulgar de Covenant.

Cuando la luz las tocó, comenzaron a zumbar.

Durante un espantoso momento, se enredaron donde estaban; y el Caballero las ostentó como si fuera uno de los productos del Sol Ban, convertido en un ser salvaje y abominable por la corrupción. Luego el enjambre se lanzó sobre Covenant.

En un instante el mundo se volvió negro. El veneno retumbó contra su corazón como un mazo.

Fuego negro; veneno negro; negro desastre. Las llamas que salían de su anillo debían haber sido puras y plateadas como el metal que las producía; pero no lo eran, no lo eran. Eran un abismo que se abría a su alrededor, un remolino que succionaba el aire, la tierra y la Fortaleza para consumirlos, tragándose el mundo sin dejar huellas. Y a cada esfuerzo que realizaba para tornar blanco el oscuro fuego, para forzar la limpia configuración de su auténtica naturaleza, únicamente conseguía que el resplandor creciera y el vacío se ensanchara. Rápidamente, había llegado hasta la ladera de la colina, ansioso por destruir.

Linden no le estaba gritando. Si ella hubiera desgarrado su propio corazón por forzar sus gritos, tampoco hubiera sido capaz de oírla. Se hallaba demasiado lejos, y el abrumador cataclismo de su poder embotaba sus sentidos. Sin embargo la escuchaba mentalmente, como aquella vez que le advirtió atravesando del aura del Gusano y la erupción del blanco anillo: ¡Eso es lo que el Execrable desea! Sentía el recuerdo de sus brazos cuando trató de arrebatárselo a la perdición. Si permitía que la conflagración creciera, todos morirían, ella y todos aquellos a quienes amaba; y el Reino. Todos serían privados de vida y significado por la negrura.

El esfuerzo por dominarse lo sacó fuera de sí. Se veía conducido por una sutil y gran desesperación de la que nunca podría retornar; una dura y terrible exigencia a la que tendría que plegarse hasta el final, para bien o para mal, para asolar o restituir. Pero el simple conocimiento de que no le era posible volver atrás, le dio las fuerzas para estrangular la destrucción que estaba generando.

Bruscamente, se aclaró la visión; y comprobó que no había sido picado. Millares de pequeños y chamuscados cuerpos humeaban aún sobre el desnudo suelo. No quedaba ni una sola avispa para amenazarle.

El Caballero permanecía allí con la boca abierta y los ojos en blanco, milagrosamente intacto y asombrado.

Covenant no se sintió triunfante: había llegado demasiado lejos para eso. Pero ahora se sentía seguro de sí mismo, al menos por el momento. Le dijo al Caballero:

—Dile a Gibbon que ya ha tenido su oportunidad. —Sin rastro de vacilación ni piedad en la voz, continuó—: Ahora voy por él.

Lentamente el asombro se desvaneció del rostro del hombre. Su frenesí y júbilo parecían haberse colapsado como si hubiera sufrido una recaída en la mortalidad. Mas seguía siendo un Caballero del Clave y conocía a su enemigo. Todo el Reino había sido inducido a creer que Covenant era un traidor. Aunque su aspecto era frágil y humano, reducido por el fracaso, permaneció en su creencia.

—Me has superado, Mediamano. —Su voz temblaba—. Has aprendido a dominarte y a resistir. Pero vienes a arruinar la prolongada misión de nuestras vidas y no te lo permitiremos. Cuida de tu poder, porque de nada te servirá en nuestra contra.

Volviéndose, como si aún le fuera posible no tener a Covenant en consideración, regresó en pos del eco de sus pisadas por el túnel bajo la Torre Vigía.

Covenant le vio marcharse y maldijo la mendacidad que le permitía al Amo Execrable hacerse con hombres y mujeres así, gente que poseía una innata valentía y entrega, convenciéndolos de que las depredaciones del Clave resultaban imprescindibles. Piedra Deleitosa estaba llena de individuos que se creían responsables de la supervivencia del Reino. Y ellos serían los primeros en morir. El Despreciativo los sacrificaría antes de arriesgar a sus auténticos servidores.

Pero ni aun por ellos podía Covenant detenerse ahora. El fuego lo devoraba. No lo había apagado, sino únicamente interiorizado, guardando la furia dentro de él. Si no hacía algo al respecto volvería a brotar con redoblada vehemencia, y no sería capaz de contenerlo nuevamente.

Con los músculos tensados por la violencia, comenzó a descender rígidamente la colina hacia sus amigos.

Éstos comenzaron a subir para reunírsele. Estudiaban ansiosamente la forma en que se movía como si lo hubieran visto emerger de la boca del infierno y les costara trabajo creerlo.

Antes de que lo alcanzaran, oyó un sordo estampido de cascos.

No se detuvo: se hallaba inexorablemente resuelto a realizar su propósito. Pero miró atrás, en dirección a Piedra Deleitosa, por encima del hombro.

De las ruinosas puertas, salían Caballeros montando corceles, media docena de ellos bajaban la colina a galope tendido. Aquellos corceles alimentados por el Sol Ban eran lo bastante grandes como para transportar a cuatro o cinco hombres o mujeres normales y hubieran podido ser montados por gigantes. Tenían ojos maliciosos, colmillos afilados como sables, peludas pieles y emponzoñados espolones. Y los Caballeros mantenían en alto sus incandescentes rukhs al cargar. Juntos se lanzaron ladera abajo como creyendo que podrían arrasar al grupo.

Pero pese a la violencia y la velocidad de que hacían alarde, aquello parecía más un juego que un verdadero asalto. Aunque el Fuego Bánico los hacía peligrosos, sólo eran seis, e iban a enfrentarse contra diez haruchai, cuatro gigantes, el Designado de los elohim y cuatro humanos cuya fuerza aún no había sido calibrada con exactitud. Covenant ya había matado… Deliberadamente, dejó la tarea para sus compañeros y continuó caminando.

A sus espaldas, los corceles enloquecieron de repente.

Sunder había extraído la Piedra Solar y el krill, mas ahora no utilizaba la energía del sol, sino la enorme irradiación del Fuego Bánico. Y estaba familiarizado con los corceles. En una ocasión había aprendido a usar un rukh para gobernar un grupo de aquellas bestias, y sabía cómo controlarlas. Fieros destellos rojizos se disparaban en todas direcciones a través del blanco fulgor del krill cuando lanzó su fuerza contra la agresión; pero no vaciló.

El impacto de los contradictorios influjos suscitó el caos entre los corceles. Dos de ellos cayeron al tratar de embestir simultáneamente en varias direcciones, un tercero tropezó con ellos. Los demás atacaron a los caídos tratando de matarlos.

Incapaces de mantener el equilibrio en aquellas circunstancias, los Caballeros cayeron al duro suelo. Uno fue aplastado bajo el pesado cuerpo de un corcel. Otro recibió una peligrosa voz envenenada. Gritó a sus compañeros pidiéndoles ayuda, pero ellos se hallaban ya en franca retirada hacia la Fortaleza llevando consigo al Caballero destrozado para usar su sangre. Casi sin fuerzas, él los siguió.

Sunder ordenó a los corceles que se internaran en el desierto para que el Clave no pudiera utilizarlos otra vez. Pero dos de las bestias gruñeron de dolor al intentar obedecer: se habían roto las patas. Aferrando la espada entre ambas manos, la Primera caminó hasta los animales heridos y los remató.

Luego Sunder, Linden y Encorvado se aproximaron a Covenant.

El Gravanélico jadeaba fuertemente.

—Gibbon no ha empleado toda su fuerza. No son rivales para mí seis Caballeros. —Había un leve orgullo en su entonación. Al fin había descargado un golpe eficaz contra el Clave.

—Trata de provocarte —le advirtió Linden—. Casi no lograste pararte a tiempo. Has de tener cuidado. —El miedo a los Delirantes distorsionaba su rostro.

—Amigo de la Tierra —suspiró Encorvado— ¿qué harás? Grimmand Honninscrave está como enloquecido. No seremos capaces de retenerlo por más tiempo.

Pero Covenant no contestó. Ahora le temblaban las piernas y no podía parar lo que estaba haciendo ni dejarlo de lado. Se encaminó hacia un romo promontorio que se elevaba sobre la parte más baja de la ladera. Al alcanzarlo, trepó a la cumbre desafiando la manera en que el inmenso paisaje que estaba bajo y alrededor de él amenazaba su equilibrio. Todos sus miembros cayeron aplomados ante la sorprendente devastación. De un horizonte a otro, el Sol de Desierto casi había culminado su labor. En las partes bajas del terreno se distinguían charcas de lodo que una vez fueron árboles, matorrales y vides, porque cuanto sobresalía había sido calcinado y convertido en polvo y muerte. El pensamiento de que tendría que dañar Piedra Deleitosa le resultaba intolerable. El más absoluto pesar y aborrecimiento de sí mismo lo invadiría si ponía la mano sobre aquella piedra. No obstante, la necesidad era inexcusable. No se podía permitir que el Clave y el Fuego Bánico perdurasen. Su corazón se aceleró ante el conflicto de sus temores: temor a causar un perjuicio a la Fortaleza y temor a no causarlo, temor a sí mismo y al riesgo que pretendía asumir; su deseo de evitar una matanza y la necesidad de proteger a sus amigos. Pero ya había elegido su senda. Ahora comenzaba a recorrerla.

Temblando como si estuviera al borde de la deflagración, pronunció el nombre que había estado guardando para sí mismo incluso cuando había empezado a comprender las implicaciones de lo que se proponía realizar.

El nombre de un esperpento de la arena.

—Nom.